jueves, agosto 27

Arrebato

Dicen que una novela se empieza a escribir con el corazón y se termina con la cabeza. Eso significa que, al comenzar a redactar una novela, los escritores suelen estar arrebatados por la historia que van a contar. Todo es pasión en esos momentos, las ideas brotan como un surtidor y el acto de escribir se convierte en una compulsión gozosa. La verdad es que resulta muy parecido a enamorarse; pero, al igual que sucede con el amor, la pasión va disminuyendo con el paso del tiempo y lo que queda al final es una fatigosa rutina. En efecto, la tarea de escribir, que al comienzo se nos antojaba algo parecido a surfear sobre un océano de letras, acaba convirtiéndose, mediado el texto, en lo que siempre ha sido: un maldito trabajo. Y, conforme te aproximas al final, menos surfista te sientes y más te conviertes en un sudoroso galeote remando amarrado al duro banco.

Pero el principio... ay, amigos, es gloria pura. Pues bien, como sabéis si sois asiduos merodeadores de Babel, a comienzos de verano andaba yo dándole vueltas al argumento de una novela inspirada en Julio Verne. Tenía todas las piezas, el principio, el final, los personajes, gran parte de la trama, pero por algún motivo que no alcanzaba a discernir, las cosas no encajaban. La historia estaba descompensada, el ritmo no fluía. Por fin, poco antes de irme de vacaciones, descubrí cuál era el problema. Entonces, todo encajó. Luego, durante las vacaciones, fui puliendo el argumento y perfilando los personajes, y cuando regresé a casa me puse a escribir como un poseso. Estaba, y estoy, arrebatado por la historia que he desarrollado en mi dura cocorota.

Lo cual, por supuesto, no dice nada a favor ni en contra de la calidad final de la novela, igual que el hecho de enamorarte no dice nada acerca de la persona de quien te enamoras, que, con independencia de tus sentimientos, muy bien puede ser una o un imbécil de tomo lomo. Pero eso da igual, porque durante los primeros compases de la escritura resulta un auténtico placer ver cómo las piezas del puzzle encajan, cómo el relato fluye con naturalidad, cómo los personajes cobran vida. Entonces, cuando eso sucede, no puedes parar de escribir, estás arrebatado. Y eso, amigos míos, es lo que me está pasando ahora. O escribo la novela, o me toco las narices, pero nada de términos medios.

Por eso tengo tan abandonado el blog, por eso me estoy retrasando tanto en renovar las entradas. Me siento frente al teclado, me planteo redactar algo para Babel, pero no puedo, pues experimento la compulsión de seguir escribiendo la novela y, si no lo hago, me entra la desazón. Ahora mismo, por ejemplo, estoy desazonado hasta las cachas.

Como comprenderéis, no es cuestión de dejar pasar de largo algo tan infrecuente en mí como las ganas de trabajar, así que durante un tiempo indeterminado mis entradas en el blog se espaciarán más de lo usual. En cualquier caso, dentro de unas semanas empezaré a odiar la novela y cualquier pretexto, como por ejemplo escribir en Babel, será bueno para olvidarme un rato de la puñetera literatura.

Saludos y seguid atentos a la pantalla.

martes, agosto 11

Hello

¿Hola?... Uno-dos, uno-dos, uno-dos... ¿Mesescucha?... ¿Hay alguien ahí?... Supongo que no, seguro que estáis todos fuera de vacaciones ahora que yo acabo de volver de las mías. Si es así, pasadlo de p. m., y si todavía estáis amarrados al duro banco, disfrutad de las ciudades vacías (siempre que no sean costeras), de la paz y del silencio.

Como decía en la entrada anterior, he pasado quince días viajando por el sur de Inglaterra junto con Pepa, mi mujer. Comenzamos en Canterbury, al sureste, y acabamos en Newquay, Cornualles, en el extremo suroeste. Una gozada. Pero tranquilos, no os voy a contar todo el viaje; me limitaré a una impresión general. Aunque, eso sí, en dos futuras entradas os hablaré del rey Arturo y de Stonehenge. Sólo por matar el tiempo en estos cálidos y perezosos días de agosto.

El caso es que había visitado Londres -una ciudad que me encanta- cuatro o cinco veces, pero no había salido de allí y tenía muchas ganas de conocer el resto del país, aunque la elevada cotización de la libra me había disuadido hasta ahora. ¿Qué esperaba de este viaje? Pues, la verdad, justo lo que he encontrado. Digamos que Inglaterra es muy, pero que muy inglesa. Imaginaos que vais a rodar una película sobre la isla y que metéis dentro todos los tópicos ingleses conocidos, desde las cabinas telefónicas rojas hasta los paisanos irónicos y algo excéntricos, pasando por los imperturbables bobbys de inverosímil casco, los campos delimitados por frondosos setos y las tabernas llamadas The Red Lyon. Pues bien, eso exactamente es Inglaterra a primera vista. Y a segunda, también. Por lo demás, se trata de un país bellísimo que respira historia y cultura por todas partes, y sus habitantes, al menos los que se han cruzado con nosotros, son educados y amables. No obstante, hay algunos aspectos que me gustaría comentar.

1. Clima. Quizá hayáis oído decir que en Inglaterra hace mal tiempo. Es mentira: hace un tiempo horrible. Pese a estar en la temporada más cálida, la temperatura nunca pasaba de 21 grados y las nubes se alternaban con los claros constantemente. De vez en cuando caía un chaparrón. Vamos, que tenías que llevar siempre una chaqueta a mano porque si no te pelabas de frío. No, no hemos pasado calor estas vacaciones...

2. Carreteras. Recuerdo que hace años los visitantes extranjeros comentaban lo malas que eran las carreteras españolas (es cierto, eran muy malas). Pues bien, ¿por qué nadie habla de lo malas que eran y son las carreteras inglesas? Entendedme: el firme suele estar en buen estado y las autopistas son buenas, como en todas partes, pero en cuanto sales de ellas te encuentras con una red viaria del siglo diecinueve. En primer lugar, las carreteras carecen de arcén. En segundo lugar, suelen estar emparedadas entre elevados setos y arboledas. En tercer lugar, son muy estrechas. En cuarto lugar, son mucho más estrechas de lo que os habéis imaginado al leer la frase anterior; haced un esfuerzo y evocad carreteras por las que en muchos tramos sólo cabe un coche y, a veces, ni eso. En quinto lugar, los ingleses (al menos los del sur) aparcan sus coches donde les sale de las narices; por ejemplo, en mitad de una curva de una carretera superestrecha. Si a eso le añadimos que los muy tunantes circulan por la izquierda, comprenderéis que deambular en coche por Inglaterra no es una labor especialmente grata (aunque, bien pensado, en gran parte de los caminos ingleses no se circula por la izquierda, por la sencilla razón de que no hay ni izquierda ni derecha, sino sólo un alarmante y reducido centro).

En mi opinión, esas carreteras se trazaron cuando en Inglaterra había pocos coches; si por el camino sólo circulaba el Bentley del marqués, ¿para qué ampliarlo? Luego, con el tiempo, las modernizaron, pero no demasiado. Donde antes había un camino de tierra se limitaron a echar asfalto por encima (y a poner rotondas, miles de rotondas), pero ni se les pasó por la cabeza ampliar el ancho y poner arcenes. Esas malditas carreteras son un buen ejemplo de la proverbial excentricidad inglesa.

3. Señalética. Con frecuencia se ha dicho también que las carreteras españolas cuentan con escasas señales informativas, pero os juro que comparándonos con los ingleses somos los campeones mundiales de la información vial. Y no es que no haya señales indicadoras de dirección en la isla, no señor; las hay, pero la máxima distancia que abarcan son unas veinte millas y los pueblos que señalan no siempre aparecen en los mapas. Si a eso le unimos que Inglaterra es un dédalo de carreteras estrechas comprenderéis lo necesario que es contar con un GPS para circular por allí. De no ser por el nuestro, Dios lo bendiga, Pepa y yo aún estaríamos perdidos en algún lugar no muy alejado de Canterbury.

4. Gastronomía. Hay quienes opinan que “gastronomía inglesa” es un oxímoron y, la verdad, no andan muy desencaminados. Sin embargo... Veréis, durante el viaje he encontrado restaurantes italianos, chinos, cubanos, indios, españoles, tex-mex, franceses, etc., pero ni uno de comida típica inglesa (salvo los omnipresentes fish & chips). Ni siquiera en las tabernas más típicamente británicas se podía encontrar pastel de riñones, tarta de anguila, cordero en salsa de menta o cualquiera de las porquerías que tanto abundan en la cocina británica. Eso no lo he visto en ninguna parte, así que sólo caben dos alternativas: o los ingleses ocultan su gastronomía a los extranjeros por vergüenza, o ni siquiera a los ingleses les gusta su cocina. En cualquier caso, y para ser fieles a la verdad, en Canterbury cenamos muy bien en un restaurante del chef Michael Caines (con “s” final, no es el actor) y en Bath encontramos un grill con una carne excelente, así como un restaurante de pescado que no estaba nada mal. Ah, en Cornwell encontré y me zampé un producto típico de la zona, el “tradicional pastel de carne cornuallés”, una especie de empanadillón relleno de estofado. La verdad es que estaba bueno.

Por lo demás, el viaje ha sido una experiencia maravillosa llena de momentos memorables, algunos de los cuales ya os comentaré en los próximos días. Si es que estáis ahí, claro.