viernes, abril 26

Peras, manzanas y frutas de la pasión


La pasada Semana Santa, cuando Pepa y yo fuimos a París para ver a nuestro hijo Pablo, sucedió algo que me dejó un tanto confuso. Veréis, habíamos quedado una mañana con Pablo en Trocadero, una plaza cercana a su casa. Por si no lo recordáis, Trocadero es una de las plazas más famosas de París, sobre todo porque desde allí se tiene una vista realmente espectacular de la Torre Eiffel. Pues bien, estábamos en Trocadero Pepa y yo esperando a nuestro hijo, cuando de pronto advertimos que de la cercana boca de Metro no paraba de salir gente con banderitas y pequeñas pancartas. En las banderitas se veía un dibujo esquemático con las siluetas de un hombre, una mujer y un niño, todos cogidos de la mano, algo que al principio no supe interpretar. Pero luego vi los eslóganes que aparecían en las pancartas: “1 PÈRE + 1MÈRE c’est ÉLÉMENTAIRE”. “NON AU ‘MARIAGE’ HOMOSEXUEL”, “LA FAMILLE C’EST SACRÉ!”.

Era el comienzo de una manifestación contra la ley de matrimonios homosexuales. Llegó Pablo y nos fuimos de allí; horas después supimos que la manifestación era enorme; tanto, que había cortado todos los accesos al barrio de Trocadero, que es donde estaba nuestro hotel, así que no pudimos volver allí hasta el anochecer. Curiosamente, el año anterior habíamos estado en Lyon y nos encontramos con parte de la ciudad cortada, pero en ese caso por la celebración del día del orgullo gay. En París nos topamos con todo lo contrario.

Como decía antes, eso me dejó confuso. En fin, estoy acostumbrado a las manifestaciones anti-homosexuales de la caverna española, presididas por nuestros inefables obispos, o a las declaraciones de ciertos políticos, como las de nuestra no menos inefable alcaldesa doña Ana Botella afirmando con solemnidad que peras y manzanas no se pueden mezclar (salvo que quieras hacer una macedonia). Pero, ¿tanta intolerancia en Francia, una de las cunas de las libertades y la democracia? Vale, sí, lo había leído en la prensa, sabía que existía ese movimiento cavernícola galo; pero una cosa es saberlo y otra muy distinta presenciarlo en vivo. Vamos, que me llevé una desilusión. Europa no es tan Europa como yo creía; pero eso ya lo sabemos todos, ¿verdad?

El caso es que no acabo de comprender la razón de tanta furia contra el matrimonio gay. Es lo que me pasa con muchos planteamientos de la derecha: no solo estoy en contra de ellos, sino que además no los entiendo, no les veo sentido. Hace años, yo tenía una pequeña objeción al movimiento gay: el tema de la adopción de niños por parejas homosexuales. Mi razonamiento era el siguiente: La homosexualidad no es una elección personal, sino un imperativo genético; los homosexuales no se hacen, nacen. Pues bien, ¿qué pasa si un niño genéticamente heterosexual se cría en el entorno de un modelo homosexual? ¿No podría esa situación generar problemas psicológicos en el menor? Me informé, leí un par de estudios científicos al respecto y descubrí que no, que no hay el menor problema en que un niño se críe bajo la tutela de padres (o madres) gay. Además, hubo un comentario que me convenció del todo: cualquier huérfano está mucho mejor al cuidado de unos padres homosexuales que en un orfanato. Así que asunto cerrado en lo que a mí respecta: si el matrimonio gay es bueno para los padres y bueno para los hijos, ¿qué problema hay?

Pues al parece sí lo hay, mira tú por dónde. Dicen, por ejemplo, que el matrimonio gay amenaza con destruir la familia. Y yo no lo entiendo. Vamos a ver, ¿cómo se va a destruir una institución con una ley que lo único que pretende es ampliarla? No va a haber menos familias, sino más; ergo la institución familiar se fortalece.

Entonces los neandertales dicen: es que lo natural es el matrimonio entre hombres y mujeres; el matrimonio entre personas del mismo sexo es antinatural. Pero un momento: el matrimonio, cualquier tipo de matrimonio, no es natural, sino una invención cultural. Todos los matrimonios son artificiales. Entonces, a lo que se refieren los cavernícolas es a la tendencia sexual. Pero, demonios, nacemos homosexuales o heterosexuales por designio genético, así que tan natural es lo uno como lo otro. La única diferencia está en que la proporción es de 9 a 1 a favor de la heterosexualidad, nada más. Una cuestión cuantitativa, no cualitativa.

Llegados a este punto, los pithecanthropus objetan lo siguiente: si el matrimonio depende solo del amor, ¿por qué no matrimonios entre, por ejemplo, un hombre y una cabra o una mujer y un burro? Bueno, quizá porque ni las cabras ni los burros son sujetos de derecho y, por tanto, no pueden acogerse a legislación alguna. Pero es aquí donde los trogloditas descubren su auténtico pensamiento: para ellos, los homosexuales son animales, no seres humanos. Por eso a muchos de ellos les cuesta tan poco agredir o matar a “maricones”; a fin de cuentas, sólo son animales, ¿no? En realidad, la caverna no está en contra del matrimonio homosexual; de lo que está en contra es de los homosexuales. Pero, ¿por qué?

Para ser justos, reconozcamos que la homofobia no es patrimonio sólo de la derecha. Casi todas las culturas humanas actuales, por no decir todas, presentan rasgos más o menos pronunciados de homofobia. Y eso tampoco lo entiendo. ¿En qué me afecta a mí que dos hombres, o dos mujeres, echen un polvo en su casa? En nada (bueno, a ser posible me gustaría que me dejaran mirar un ratito a las dos mujeres). Nada ni nadie me obliga a practicar sexo homosexual; lo que hagan los demás es asunto suyo. ¿Qué más me da a mí?

Dicen: es que si eres heterosexual, las prácticas homosexuales te repugnan. Pues no las mires. Vamos a ver, supongamos que yo careciese por completo de impulso sexual (como Sheldon Cooper, de la serie Big Bang). En tal caso, la idea de restregarme contra el cuerpo desnudo de Halle Berry, por no hablar de poner mi boca en ciertas partes de su anatomía, me resultaría repugnante. Porque el sexo, en frío, es una marranada que sólo la libido consigue convertir en un agradable esparcimiento. Por eso, como aburrido heterosexual que soy, la idea de restregarme contra el cuerpo desnudo de Brad Pitt se me antoja asquerosilla. Porque el esposo de doña Angelina no despierta mi impulso sexual. Ahora bien, también me asquea comer hígado y no por ello voy a prohibir que los demás disfruten de un honesto hígado encebollado. Allá cada cual con sus apetitos.

En realidad, lo que hay tras la homofobia son prejuicios, repugnantes dogmas religiosos y pura xenofobia. Miedo y odio al diferente, recelo hacia la diversidad. Y también mucha hipocresía; ¿o es que acaso en la caverna no hay gays? Claro que sí; un diez por ciento, según la estadística. Pero son maricas decentes que se casan –con mujeres, como dios manda- y ocultan públicamente su condición (como cierto presidente de gobierno cuyo nombre no recuerdo). Porque lo importante no es lo que seas, sino lo que parezcas. Lo dicho, pura hipocresía y doble moral.

No obstante, pese a las manifestaciones anti-gay en Francia o en España, lo cierto es que la sensibilidad social se aleja cada vez más de la homofobia y avanza hacia la tolerancia. Cuando yo era joven, de los homosexuales sólo se hablaba en tono de burla o de escarnio, y a nadie se le pasaba siquiera por la cabeza salir del armario (entre otras cosas, porque a partir de 1954 la homosexualidad fue incluida en la Ley de Vagos y Maleantes, y por tanto perseguida y penada con la cárcel o con internamiento en campos de “rehabilitación”). Afortunadamente, las cosas han cambiado mucho y cada vez se acepta con más normalidad la realidad del hecho gay.

¿Y sabéis cuál creo que es la principal razón de este cambio? La series de TV y las películas. Paulatinamente fueron incorporando a sus argumentos la presencia de homosexuales que, lejos de mostrarse como seres grotescos, se presentaban como individuos sensibles y entrañables. Este proceso ha llegado hasta tal punto que prácticamente no hay comedia televisiva que no cuente entre sus personajes con algún gay sensible y entrañable (el último ejemplo: Modern Family). Esto, por supuesto, es absurdo; tan falso es sostener que todos los gays son sensibles y entrañables como pensar que todos son unos degenerados. Entre los gays habrá de todo; personas sensibles y entrañables, y tipos zafios y vulgares. Pero bueno, supongo que la mejor forma de luchar contra un tópico negativo es oponiéndole uno positivo.

Pero no nos descuidemos, aún quedan muchos prejuicios por eliminar, incluso en nosotros mismos, que tan tolerantes y progresistas nos creemos. Sí, incluso en nosotros, en mí mismo, hay rastros de homofobia. ¿Queréis comprobarlo? Os voy a proponer un pequeño experimento mental. ¿Qué diríais si os comentase que existe un partido político que propone encarcelar a todos los homosexuales y a todos los carpinteros?

Lo más probables es que dijeseis: ¿Y por qué a los carpinteros?

A lo que cabría responder: ¿Y por qué a los homosexuales?

Es decir: no encontráis ninguna razón para que alguien pretenda meter en la trena a los carpinteros, pero aceptáis con normalidad que alguien considere necesario enchironar a los maricas. Eso, lo queramos o no, también es homofobia (aunque sutil).

Y es que resulta muy difícil mantener totalmente a raya al pequeño cavernícola que todos llevamos dentro.

NOTA: Ya sé que dije que no iba a enredarme más con esta clase de asuntos sociopolíticos; pero me refería a temas que me indignasen, y éste no me indigna, pues a fin de cuentas la ley de matrimonios homosexuales se ha aprobado en Francia y sigue vigente (por ahora) en España. No, no es indignación, sino desconcierto: no logro entender cómo piensa cierta gente. Si es que piensa.



martes, abril 23

San Jorge y el dragón


Dado el día que es hoy, el del libro, supongo que resultaría oportuno que un escritor como yo lanzara un mensaje a las nuevas generaciones fomentando la afición a la literatura. Pues bien, esto es lo que tengo que decir al respecto:

Leer es bueno, amiguitos.

Y ahora, cambiando de asunto, pero no de tema, voy a homenajear a San Jorge –y al dragón- dedicando esta entrada a enumerar los libros que más me han marcado. No me refiero sólo a los libros que me han gustado (porque evidentemente son muchos más), ni necesariamente a los mejores libros que he leído; estoy hablando de los libros de ficción que más huella me han dejado y/o que más me han influido.

He seleccionado los títulos de memoria, sin el menor afán de exhaustividad, así que faltarán muchos, seguro. No están todos los que son, pero son todos los que están. En cuanto al orden de aparición, pues es un poco a boleo, aunque he procurado hacer grupos. La mayor parte de los títulos que voy a citar los leí durante mi infancia y juventud, que es cuando las cosas dejan más huella. Y sin más preámbulos, aquí está la lista:

Las aventuras de Guillermo, de Richmal Crompton.- Quizá éste sea el libro (una serie en realidad) que más me ha influido de cuantos he leído. Por su descacharrante sentido del humor y por su hálito anárquico. Una obra maestra de la literatura, y no solo, ni mucho menos, para niños.

Las aventuras de Tintín, de Hergé.- Un tebeo, sí. Mi casa está llena de merchandising de Tintín (figuras de resina, portadas enmarcadas, etc.). Soy un friki, sí.

El hombre enmascarado, de Lee Falk y Sy Barry. Otro cómic, y de héroes con los calzoncillos por fuera del pantalón; pero quizá uno de los más complejos y mitológicos. Me fascinaba y me sigue fascinando. (Igual que Mandrake el mago, también de Falk).

Flash Gordon, de Dan Barry.- Y un cómic más. Me condujo a la ciencia ficción, y eso no es poca influencia.

El Coyote y Duke, de José Mallorquí.- Era mi padre, ¿qué más voy a decir? Recuerdo los eternos veranos de mi infancia leyendo novelas de El Coyote. O de Duke Straley, que era mi favorito.

Nómadas del norte, de James Oliver Curwood. Para nuestra actual sensibilidad, Curwood era más cursi que un repollo con lazo. Pero también era un notable escritor de aventuras cuyos protagonistas solían ser animales; en el caso del título citado, un perro y un osezno. A él le debo en gran parte mi amor por los animales.

20.000 leguas de viaje submarino y Viaje al centro de la Tierra, de Julio Verne.- Ya he hablado mucho últimamente de este autor. Baste decir que le he dedicado una novela.

La isla de las almas perdidas, de H. G. Wells.- Quizá otras novelas suyas me han gustado más, pero ésta me acojonó hasta la médula cuando la leí de niño.

Los tres mosqueteros y El conde de Montecristo, de Alejandro Dumas.- He aquí dos de las razones de mi amor por la literatura de aventuras.

La isla del tesoro, de Robert Louis Stevenson.- Y otra razón más.

Sherlock Holmes y El mundo perdido, de Arthur Conan Doyle.- Otra razón para amar la aventura y el misterio.

Beau Geste, de P. C. Wren.- Una de las aventuras románticas más hermosas y toda una lección de narrativa.

Cuentos de Edgar Allan Poe.- Cada uno de sus cuentos es una lección de literatura.

Leyendas, de Gustavo Adolfo Becquer.- Mis primeras dosis de romanticismo.

Don Juan Tenorio, de José Zorrilla.- Ya sé que es un ripio detrás de otro, pero me encanta. Esta obra y las dos anteriores me condujeron al movimiento romántico.

La odisea, de Homero.- La compré en la Cuesta de Moyano cuando tenía quince o dieciséis años (yo, no el libro ni la cuesta). No sé por qué lo hice, pero me encanto esa prosa tan arcaica y al tiempo tan moderna.

El Buscón, de Quevedo.- Lectura obligatoria del colegio, pero disfruté un montón con ella. Don Pablos es mi modelo de antihéroe.

Cuentos de Mark Twain.- Me hicieron llorar de risa.

Decadencia y caída, de Evelyn Wough.- Con este título, y con el resto de sus novelas/sátiras, Wough me demostró que la fórmula del humor puede ser la misma que la del ácido sulfúrico.

La serie de Jeeves, de P. G. Wodehouse.- El humor en estado puro.

Amor se escribe sin hache, de Jardiel Poncela.- De niño leí todas sus novelas, sus cuentos, sus artículos y gran parte de su obras de teatro. El mejor humorista español.

Mis memorias, de Miguel Mihura.- El segundo mejor humorista español. Me introdujo en el humor absurdo y surrealista.

Cuentos de Robert Sheckley.- Ciencia ficción sí, pero también y sobre todo humor. Uno de los escritores que más me ha hecho reír.

Trampa 22, de Joseph Heller.- El humor es una parte importantísima de mi vida. Pero nadie nace con sentido del humor; se adquiere. A través de las lecturas, por ejemplo.

Cuentos de Franz Kafka.- Cuando tenía 17 o 18 años leí sus cuentos. A continuación, tres de sus novelas seguidas. Y me empaché. Pero me marcó.

Ficciones y El aleph, de Jorge Luis Borges.- Mi dios literario particular. Me cambió la forma de entender la literatura.

Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez.- Lo leí cuando tenía 18 o 19 tacos, durante dos días alucinados. Levité. Afortunadamente, he resistido la tentación de escribir realismo mágico.

El señor de las moscas, de William Golding.- Para mí no fue un libro, sino un puñetazo en la mandíbula.

Cuentos de Fredric Brown.- El ingenio como razón de ser, y también una particular visión del mundo y de la humanidad.

Cuentos de Ray Bradbury.- Me introdujeron en el humanismo y la poesía y enseñaron a amar la nostalgia.

Tigre, tigre..., de Alfred Bester.- Esa novela es un rompecabezas que aún me sigue intrigando.

Cuentos y novelas juveniles de Robert Heinlein.- Heinlein quizá sea el autor que más me ha influido como escritor de literatura juvenil.

Tú el inmortal y El señor de la luz, de Roger Zelazny.- Otro chute de humanismo y sendas lecciones de narrativa.

El mundo de cristal, de J. G. Ballard.- Esta novela me enseñó la importancia psicológica del paisaje en la literatura. Una alucinación deslumbrante.

1984, de Orwell.- Quizá la novela que más me ha deprimido y más me ha fascinado.

Ciudad, Estación de tránsito y Maxwell al cuadrado, de Clifford D. Simak.- Este escritor es mi debilidad particular, con su encantador humanismo rural. Hace años, cuando estaba triste, releía la tercera de las novelas citadas y me ponía de buen humor.

Flores para Algernon, de Daniel Keyes.- El libro más conmovedor que he leído jamás.

El guardián entre el centeno y los cuentos de J. D. Salinger.- La prosa de Salinger es un bisturí que muestra el lado oculto y oscuro de la realidad.

Watchmen y From Hell, de Alan Moore.- Otro par de cómics. La narrativa de Moore es tan inteligente como compleja.

La muerte de Arturo, de Thomas Malory.- La versión canónica de la leyenda artúrica. Con este libro me enamoré de una de las historias más antiguas y hermosas de occidente.

Las crónicas del señor de la guerra, de Bernard Cornwell.- La versión moderna del anterior título, y una de las mejores novelas contemporáneas de aventuras.

La mansión de las rosas, de Thomas Burnett Swann.- Una historia deliciosamente romántica que me devolvió el maravilloso mundo de los cuentos de hadas.

Poesía de Antonio Machado.- La leí gracias a Serrat y me deslumbró su inteligencia. Machado es el poeta de quienes no suelen leer poesía. Como yo.

Alicia en el País de las Maravillas, de Lewis Carroll.- Lo leí ya de mayorcito y en una edición anotada. Fascinante.

La mirada del observador, de Marc Behm. Behm es un escritor de segunda con un montón de malas novelas sobre sus espaldas. Pero La mirada del observador es una pequeña obra maestra. La historia de amor fou más fou de la historia.

El nombre de la rosa, de Humberto Eco.- Lo malo es que inició una moda literaria nefasta. Lo bueno es que es una novela de género diseñada por un amante de las novelas de género para los amantes de las novelas de género. Como yo.

El palacio de la Luna, de Paul Auster.- Un libro que es un universo en sí mismo.

Seguro que hay muchos más; pero estos son los que ahora se me vienen a la cabezota: los libros de ficción que más huella me han dejado y/o que más me han influido. Repasándolos, me doy cuenta de lo poco sofisticado que soy como lector. Pero ecléctico, eso no me lo quita nadie. Hay otros muchos libros en mi vida, por supuesto, pero no me gustaron del mismo modo. Es una de las muchas cosas malas que tiene hacerse mayor...

¿Y vosotros? ¿Cuál es el libro que más os ha marcado?

¡Feliz día del libro!



viernes, abril 5

Relatividad, París y dramas


Una de las cosas buenas que tiene viajar es que te ayuda a relativizar las cosas. Por ejemplo, los que vivimos en Madrid estamos convencidos de que se trata de una ciudad sucia, cara y ruidosa donde se conduce fatal. Pues bien, eso es relativo si la comparamos con París; donde, como sabéis, he estado la semana pasada. Precisamente durante esos días había allí, en el mobiliario urbano, los anuncios de una revista -creo recordar que de Liberation- en los que aparecía la portada del último número con el siguiente titular (más o menos): "Cosas de las que los parisinos están hartos: Los atascos, el ruido, la suciedad, la inseguridad y los alquileres desmedidos".

En efecto, París es una ciudad absurdamente cara (no sólo desde el punto de vista español, sino también según el criterio francés). También es una ciudad sucia; las calles están llenas de basura y de zurullos de perro. No advertí que fuera especialmente ruidosa y tampoco puedo afirmar que sea insegura; no obstante, está llena de mendigos (¿los famosos clochards?) y vi varios asentamientos de chabolas en la periferia.

Pero lo que se lleva la palma es el tráfico. Es la cuarta o quinta vez que voy a París, pero la primera que llevo coche, así que puedo hablar con conocimiento de causa del caos circulatorio de esa urbe. Por ejemplo, la forma de acceder a las glorietas que tanto abundan en París: al parecer, no hay preferencia de paso; el primero que llega tira palante y los demás que frenen. Dado que en muchas de esas glorietas confluyen seis o más calles, el asunto de circular por ellas no solo resulta peliagudo, sino que en horas punta se convierte en un atasco infernal. Respecto a los atascos, sucede algo curioso: dado que las avenidas del centro de París son tan amplias, la circulación, salvo en horas punta, es muy rápida (incluso demasiado, si te montas en un taxi-kamikaze). Ahora bien, en cuanto sales a la periferia, en cuanto te metes en un cinturón de circunvalación (un périphérique, como dicen ellos), sea la hora que sea, zas, atasco brutal. Para que os hagáis una idea: Versalles está a menos de veinte kilómetros de Paris, y Pepa y yo tardamos casi una hora en llegar.

Ah, una cosa curiosa. ¿Habéis oído hablar de la basílica de Saint Denis? Es la primera gran iglesia gótica de la historia; un templo muy bonito, por cierto. Y, además, es el panteón de los reyes de Francia. Ahí están, por ejemplo, los sepulcros de Luis XVI y María Antonieta. Esa basílica se encuentra en Saint Denis, un pueblo tan próximo a Paris que ha acabado convirtiéndose, de facto, en un barrio de la periferia. Un barrio absolutamente lleno de emigrantes y muy deprimido. El templo, pese a ser una joya artística de inmenso valor histórico, está, sobre todo en el exterior, bastante sucio y degradado (lo estaban comenzando a restaurar ahora). Por otro lado, queda fuera de todos los circuitos turísticos, así que no había prácticamente nadie visitándolo (lo que a nosotros nos vino muy bien, claro). Dado el lustre que normalmente los franceses le dan a su patrimonio artístico, todo eso me extrañó.

En fin, por lo demás París es una ciudad preciosa llena de lugares de lo más romántico; una ciudad, además, con una intensa actividad cultural. Ahora bien, es cara, sucia y con un tráfico infernal. Mucho más, en esos tres aspectos, que Madrid. Lo cual no significa nada –mal de muchos, consuelo de tontos-, pero ayuda a relativizar las cosas. Uno de los problemas que solemos tener los españoles es que estamos secularmente acomplejados. No tenemos buena imagen de nosotros mismos (probablemente con razón) y tendemos a pensar que lo de fuera es mejor que lo de dentro. Lo cual es cierto con frecuencia, pero no siempre.

Últimamente, por culpa de la crisis de los cojones, los españoles, creo, estamos más acomplejados que nunca. Durante un tiempo pensamos que formábamos parte de pleno derecho del primer mundo, y de pronto nos han mandado de vuelta al tercero (o al segundo, que nunca he sabido cuál es) mediante una patada en la entrepierna financiera . Nos creíamos alemanes, o cuando menos austriacos, y resulta que somos búlgaros o griegos. Los españoles estamos deprimidos, aturdidos por el desengaño de haber vivido una mentira, cabreados porque todo está mal a nuestro alrededor. No solo hemos descubierto que somos pobres, sino que además somos conscientes de que nos han timado y nos siguen timando. Es indignante.

Yo, qué queréis que os diga, me indigno a diario, no paro de indignarme. Y eso se transmite al blog. Si me dejara llevar, todas los post de Babel tratarían sobre alguno de los múltiples temas que me indignan. Pero no tienen sentido, no valdría para nada. Creo que la mayor parte de los merodeadores del blog comparten en general mis ideas (si no, ¿por qué iban a leerme?). Somos de la misma cuerda. Entonces, ¿de qué sirve volver una y otra vez sobre la que ya estamos de acuerdo? ¿Para reafirmarnos? Puede, pero también para deprimirnos aún más.

¿Conocéis una película llamada Los viajes de Sullivan, del director Preston Sturges? Es de 1941 y está ambientada durante el periodo de la Gran Depresión. Cuenta la historia de Sullivan, un exitoso director de Hollywood especializado en comedias, que un buen día decide que su deber es rodar un drama que muestre el sufrimiento de la gente. Para ello, planea disfrazarse de vagabundo y recorrer el país empapándose de la terrible realidad de los desamparados. Al conocer sus planes, la compañía productora, temiendo que a su director estrella le suceda algo, hace que le siga una nutrida comitiva de ayudantes y guardaespaldas.

La primera parte del film se centra en los intentos de Sullivan por deshacerse de quienes le siguen, así como en la fatal circunstancia de que, por mucho que intente alejarse, siempre acaba volviendo a Hollywood. Durante la segunda parte, Sullivan logra por fin despistar a la gente de la productora e inicia su anhelado vagabundeo por el país. Entonces, por razones que no vienen al caso, le detiene la policía y un juez le condena a realizar trabajos forzados en una penitenciaria rural. Ese lugar es el infierno; allí Sullivan se encontrará con una sobredosis de la dramática realidad que estaba buscando, y como es lógico acaba hecho una mierda.

Un día, los guardianes de la prisión reúnen a todos los presos en la sala comunal porque va a haber una sesión de cine. Proyectan una película de Mickey Mouse. Entonces, Sullivan ve cómo los presos, una gente machacada por la vida, comienzan a reírse con la película. De hecho, él mismo no puede evitar reír. Está en el puto infierno, pero aún así (o precisamente por eso) se ríe con los dibujos animados.

Poco después, Sullivan logra salir de la penitenciaría y regresar a Hollywood. Pero algo ha cambiado en su interior. Ha comprendido que la gente que sufre no necesita películas que le muestren su sufrimiento, sino películas que lo alivien, películas que les hagan reír y olvidarse durante un rato de la amarga realidad. Los dramas son adecuados para la gente feliz; pero los que sufren necesitan comedias.

Yo no creé La Fraternidad de Babel para hablar de política, ni de economía, ni de corrupción... Creé este blog para hablar de cine, de literatura, de tebeos, de viajes y, en general, de cosas inútiles. Coño, pero si lo pone bien claro en el encabezamiento. Así que convertir Babel en un púlpito donde dar rienda suelta a mis cabreos e indignaciones no sería más que un acto de narcisismo y masturbación (aunque, en cierto sentido, toda masturbación es un acto de narcisismo, ¿no? Y viceversa).

Últimamente me ha sucedido algo inédito. Con frecuencia me he encontrado con personas que alaban mis libros (no porque mis libros sean muy buenos, sino porque son personas muy amables), pero durante el último año y medio algunas personas no sólo han alabado mis textos, sino que además me han dado las gracias por escribirlos. Me lo agradecían como si yo hubiera hecho algo personal por ellos. En concreto se referían a dos títulos: Cuento de verano, un relato corto que está incluido en la antología Bleak House Inn (Fábulas de Albión 2012), y mi novela La isla de Bowen (Edebé 2012).

Cuento de verano es un relato de humor. Sin crítica, sin reflexiones profundas, sin dobles lecturas, puro humor; un relato concebido única y exclusivamente para hacer reír. Y eso es precisamente lo que algunos me han agradecido: que les haya hecho reír. Creo que lo que realmente me agradecían es haberles hecho reír en unos tiempos donde hay muy pocos motivos para la risa.

En el caso de La isla de Bowen, varios adultos me agradecieron haberla escrito, entre otras cosas porque leyéndola habían vuelto a la infancia. Es decir, se olvidaban de todos los problemas y durante un rato regresaban a una época más inocente y apacible.

¿No tiene eso mucho que ver con el argumento de Los viajes de Sullivan? Yo creo que sí. Por ello, he decidido no volver a expresar mi indignación política/social/económica en el blog, salvo en casos límite; y cuando lo haga, lo haré con humor e ironía, sin dramas. Palabrita del niño Jesús.

Así pues, La Fraternidad de Babel enderezará su rumbo y proseguirá su inútil travesía hacia ninguna parte, centrándose en todo aquello que no sirve para nada, ni siquiera para cabrearse.

Ah, por cierto; mi hijo Pablo está de p. m. en París.