domingo, junio 27

Fosilización mental

 


            Si quisiera escribir sobre las ventajas de envejecer, el post terminaría aquí: cero ventajas. Dicen que la edad trae la sabiduría, pero es una gilipollez; si a los 30 eras idiota, seguirás siendo idiota con 70, y morirás siendo idiota. Se habla también de la importancia de la experiencia; y sí, no lo niego, evidentemente cuantos más años tienes, más experiencia acumulas. Pero el valor de la experiencia no reside en su volumen, sino en cómo la procesas. Todos conocemos gente con un amplio historial en meter la pata, una experiencia que les ha permitido meter la pata mejor y más rápido. Además, muchas veces la experiencia es aquello que obtenemos cuando ya no lo necesitamos.

            Hace tiempo leí que, interiormente, todos nos detenemos en los 30 años. Es decir que, por muy viejos que seamos, la imagen que tenemos de nosotros mismos es la que teníamos a los 30 tacos. Creo que es verdad, porque cada vez que me veo en el espejo, no puedo evitar preguntarme quién es ese viejo cabrón que tengo delante. Es más, a veces recibo solicitudes de amistad en Facebook, miro la foto y pienso: “Bah, un viejo”. Y luego consulto su biografía y descubro que el muy cabrón es más joven que yo.

            No creo que haga falta explicar todos los desmanes que la edad comete con el cuerpo. Pierdes fuerza, pierdes resistencia, pierdes salud, pierdes atractivo y no ganas una puta mierda, salvo peso y arrugas. Todo malo. Pero, ¿qué pasa con la mente? No sufre, en principio, desgaste físico, pero puede ser víctima de algo igual de grave: la fosilización.

            Cuando nacemos, no tenemos ninguna imagen prefijada del mundo. Nuestro cerebro es una tabula rasa. Durante la niñez, mediante la educación, se nos van suministrando principios y normas cuyo significado, en resumen, vendría a ser: “El mundo, la realidad, es así. Y punto”. Pero el cerebro de un niño es tremendamente plástico, moldeable, adaptable, y pese al esfuerzo de los adultos en maniatarlo, es capaz de forjar nuevas asociaciones e ideas.

            Pero pasa el tiempo, nos hacemos adultos y llega un momento en que aceptamos de tal modo las normas y principios que nos han imbuido, que nos convencemos de que la realidad es así, en efecto, y no tiene sentido, no ya cambiarla, sino simplemente contemplarla desde un punto de vista distinto. Eso es la fosilización y, si os paráis a pensarlo, es exactamente lo contrario de la creatividad. Veneno para la imaginación.

            A mí me sucede algo con frecuencia. Por ejemplo, estoy elaborando mentalmente el argumento de un relato corto (verbigracia, el cuento de Navidad). Tengo una idea que, en principio, me gusta; pero le falta algo, un giro, una vuelta de tuerca. Y no se me ocurre nada. Pasan los días y, por muchas vueltas que le doy, sigo sin encontrar lo que me falta. ¿Me desespero? No, porque eso me ha pasado muchas veces y SÉ que al final, más pronto o más tarde, se me ocurrirá algo. Y, en efecto, hasta ahora ha sido así.

            Pero, ¿y si deja de ocurrir?

            Otra cosa: Mientras estoy escribiendo una novela, suelen ocurrírseme muchas ideas. Un diálogo más o menos ingenioso, una situación divertida, una frase brillante, una reflexión atinada, un giro de la trama... Son pequeñas ideas que voy añadiendo al texto conforme surgen. Insisto: no las busco, aparecen.

            Pero, ¿y si dejan de aparecer?

            Cuando pienso en eso, me estremezco. Porque no es algo que quizá ocurra, sino algo que va a ocurrir inevitablemente. Aunque hay gente que nació ya vieja, en otras personas (ignoro la proporción) envejece antes el cuerpo que la cabeza. Supongo que la mente de los individuos que realizan una actividad intelectual tarda más en envejecer y degradarse, igual que envejece mejor el cuerpo de alguien habituado al ejercicio físico.

            Pero, haga lo que haga, llegará un momento en que mi cerebro se fosilice y ya está, se acabaron las ideas. Aunque, claro, siempre cabe la posibilidad de que me muera antes de que ese momento llegue. Qué suerte, ¿verdad?; morirte antes de que el cerebro se declare en bancarrota. Una juerga.

            Ay, qué mal me sienta cumplir años...

martes, junio 1

Libros para crear libros

 


            Colecciono manuales de escritura elaborados por escritores. En realidad, no es una colección, en el sentido obsesivo del término; sencillamente, cada vez que veo uno lo compro. Debo de tener unos cincuenta. Lo hago porque me interesa conocer los métodos de trabajo de otros autores y compararlos con los míos. Además, siempre se puede aprender algo nuevo.

            Por desgracia, la inmensa mayor parte de esos manuales se me antojan más bien inútiles, en el sentido de que sirven de poco para aprender el oficio. Muy en general, podría dividirlos en dos categorías: 1. Aquellos en los que el autor se limita a filosofar sobre la escritura. Que pueden ser muy interesantes, pero demasiado teóricos (por ejemplo, El arte de la ficción, de John Gardener). 2. Aquellos en los que el autor pormenoriza con afán enciclopédico todos los aspectos de la escritura. Aportan muchos datos. Demasiados, no calan  (por ejemplo, El arte de la ficción, de David Lodge).

            Nota: Si os sorprende que dos libros sobre escritura se llamen igual, más os sorprenderá saber que hay un tercero: El arte de la ficción, de James Salter. Y un cuarto: El arte de la ficción, de Henry James. Sin duda, esos autores sabían mucho sobre escritura, pero tenían escasa imaginación para los títulos.

            Quizá os preguntéis cuál de entre todos mis manuales me parece el mejor; o, mejor dicho, el más útil. Pues esta es la respuesta: Cómo no escribir una novela, de Howard Mittelmark y Sandra Newman (Seis Barral, 2010). Porque no trata de cómo se debe escribir, sino de cómo no se debe escribir; es decir, se centra en los errores que suelen cometer los principiantes (y no pocos consagrados). No solo es práctico, sino que además es divertidísimo gracias a los descacharrantes ejemplos que utiliza.

            Pero, un momento, estoy haciendo trampas; porque hay una tercera categoría de manuales: Aquellos en los que el autor no explica cómo se debe escribir, sino cómo escribe a él. Un buen ejemplo es Mientras escribo, de Stephen King (Plaza Janés, 2001). Pues bien, esta clase de manual sí que me parece útil, porque el autor no solo expone cómo hace él las cosas, sino también cómo ha llegado a la conclusión de que se deben hacer así. Y eso es más importante: el razonamiento que hay detrás y no tanto la conclusión.

           Hace unos meses, publiqué mi propio “manual”: Esto no es un manual de escritura (pero se parece), (MOLPEditorial, 2021). Se trata de una versión corregida y ampliada de tres series de posts que publiqué aquí, en Babel, y pertenece a la tercera categoría. Es decir, explico cómo escribo yo.

            Poco después de que mi no-manual apareciera, recibí un mensaje del excelente escritor Félix J. Palma. Me contaba que había leído con interés mi libro y me informaba de que él también acababa de publicar un manual de escritura. Añadía que había encontrado muchas similitudes en nuestras formas de enfocar la literatura, y se ofrecía a enviarme el libro. Le di las gracias y acepté con entusiasmo su oferta.

            Una semana más tarde, la editorial me hizo llegar un ejemplar. Se llama Escribir es de locos (Destino, 2021). Es un manual de la tercera especie; básicamente, Félix expone cómo escribe él. Es magnífico, de verdad. Ameno, ordenado, claro, minucioso y, sobre todo, práctico y útil. Lo recomiendo encarecidamente.

            El caso es que la lectura del manual de Félix me hizo reflexionar. Como él me anunciaba, nuestras formas de concebir, no exactamente la escritura, pero sí la narrativa, son prácticamente idénticas. Las diferencias son más de matiz que de fondo. Incluso las dudas sobre la escritura con brújula se asemejan. Y eso me llevó a preguntarme por qué. ¿Cómo es que dos personas diferentes llegan por separado a las mismas conclusiones?

            Aunque colecciono manuales de escritura, yo no utilicé ninguno durante mi aprendizaje como escritor. Ignoro por qué, no tenía ningún prejuicio al respecto. Sencillamente, fue así: no recurrí a ellos. Ignoro si Félix los usó o no, pero lo que sí sé es que ambos somos autodidactas. Es decir, ninguno de los dos asistió jamás a un curso o taller de escritura. De modo que aprendimos el oficio por nuestra cuenta, estudiando y analizando los recursos de otros escritores, reflexionando y practicando.

            Por tanto, dado que los dos hemos pescado en las mismas aguas, y como es muy probable que tengamos similares escritores de cabecera, no resulta extraño que hayamos llegado a las mismas conclusiones. Pero entonces, ¿eso significa que solo hay una estrategia narrativa válida? Entendedme: hay muchísimas tácticas narrativas, un amplísimo abanico de ellas. Pero la estrategia general, aquella que afecta a la estructura del relato, a la construcción de los personajes y al desarrollo de la trama, ¿es sota, caballo y rey, unos principios básicos eternos y universales? Eso explicaría por qué Félix y yo hemos coincidido, ¿no? Porque hemos encontrado lo que hay.

            Estoy hablando de novelas que cuentan historias. Esa otra clase de novela, la llamada “literaria”, que narra tramas muy leves, casi inexistentes, queda fuera de esta consideración, porque persigue otros fines y usa diferentes mecanismos. Me refiero, en realidad, a novelas de género, novelas que desarrollan tramas más o menos complejas. Tanto Félix como yo provenimos de la literatura de género; en concreto del fantástico y la ciencia ficción. Hemos bebido de las mismas fuentes, lo cual de nuevo justifica la coincidencia.

            Por otro lado, la novela ha sufrido numerosos cambios a lo largo de su historia. En un principio, y durante mucho tiempo, tuvo una estructura episódica. Es decir, una maldita cosa detrás de otra. Por ejemplo, La novela de Genji, El Decamerón o La muerte de Arturo. Los conceptos que manejamos en nuestros manuales no tendrían sentido en ese contexto.

            A partir del siglo XVIII, la novela adquiere prestigio (antes estaba considerado un género frívolo y populachero), y empiezan a aparecer obras que proponen nuevas estructuras narrativas. Novelas como Robinson Crusoe, Tristram Shandy o El monje. Y más tarde Moby Dick, La isla del tesoro o Huckleberry Finn. Así se fue formando la novela moderna, una novela que se aleja de lo episódico, para centrarse en un único tema conformado por una estructura compacta.

            Pues bien, en lo que respecta a esa clase de novela, la novela actual, una novela que cuenta una historia, me atrevería a asegurar que existen unas “normas” narrativas básicas y universales. No son muchas, ni demasiado complejas, y por supuesto cualquiera puede subvertirlas, aunque lo más probable es que entonces el texto quede peor.

            Cuando me formaba para convertirme en escritor, y luego mientras escribía mi no-manual, tenía muy presente cómo funciona la mente de un lector. Una vez elegida una novela, ¿por qué el lector sigue leyendo? Si contestamos debidamente a esta pregunta, gran parte de la técnica narrativa se desvelará ente nuestros ojos como una epifanía. Es nuestra psicología, como lectores -y en todos los aspectos de nuestra vida-, lo que define los principios del arte de contar historias.

¿Qué nos interesa y qué nos aburre? ¿Cómo percibimos la realidad? ¿Qué nos emociona? ¿Qué nos atemoriza? ¿Qué nos atrae y qué nos repele de las personas? ¿Qué podemos creernos y qué no? ¿Qué nos hace reír?... Son las respuestas a estas y a otras muchas preguntas lo que define las líneas básicas de la narrativa.

            De modo que creo que sí, que existen unos principios universales en el arte y la técnica de escribir novela occidental moderna. Félix y yo llegamos a similares conclusiones, porque son las conclusiones a las que hay que llegar.

            ¿Suena aventurado y presuntuoso? Puede que sí, pero algo puedo asegurar: Los consejos de Félix J. Palma y de este vuestro humilde servidor, funcionan.