jueves, septiembre 27

Carnaza


Soy catalán; eso, al menos, pone en mi DNI, donde se especifica que nací en Barcelona. Mi padre era catalán, natural de Barcelona, igual que mi madre, que nació en Manresa, igual que mis hermanos, ambos barceloneses. Mi primer apellido, Mallorquí, no es balear, sino catalán, originario de Gerona; aunque no debería ser ese apellido -pues mi abuelo nunca reconoció a mi padre; Mallorquí era el apellido de mi abuela-, sino Serra, que más catalán no puede ser. Me falla el segundo apellido, del Corral, que es de origen cántabro; pero por lo demás soy más catalán que una barretina.

No obstante, cada vez que se me define como “escritor catalán” me siento extraño, como si no hablaran de mí. Porque soy el catalán menos catalán del mundo; un charnego al revés. ¿Cómo voy a sentirme catalán si me trajeron a Madrid cuando tenía un año de edad? Además, mi padre era un gran españolista que, por otro lado, le guardaba cierto rencor a Cataluña (quizá porque Cataluña no le tratara bien durante su niñez y juventud marcada por el estigma de ser “hijo natural”). Tanto es así que, aunque era bilingüe, sólo le oí hablar en catalán dos veces en mi vida. En cuanto a mi madre, no pertenecía a una rancia estirpe catalana; era hija de charnegos. Y, qué demonios, yo me he criado en Madrid, donde he vivido siempre. Así que no, no me siento catalán, aunque me gusta Cataluña y, en especial, Barcelona, una preciosa ciudad que, cuando se sacude el ombliguismo provinciano (algo que no siempre ocurre), puede ser muy cosmopolita.

Pero ahora me estoy replanteando las cosas. Si Cataluña se convirtiera en un país independiente, ¿qué pasaría conmigo? ¿Tendría que elegir entre ser catalán o español? ¿Podría tener la doble nacionalidad? ¿Debería aprender catalán, a mi años? (qué pereza, virgen santa). Y si el independentismo prospera, generando la consiguiente reacción en contra, ¿correría el peligro de ser apaleado por una falange de furibundos españolistas? Si optara por ser español, ¿sería considerado un traidor a la patria en Cataluña? Según la decisión que tomase, ¿tendría que renunciar al pa amb tomaca o, por el contrario, alimentarme sólo de botifarra amb mongetes? A mí, que la bandera española me la suda, ¿debería empezar a emocionarme la senyera? Y, sobre todo, ¿tendría que olvidar mi inquebrantable adhesión al Real Madrid para entregarme en cuerpo y alma a los colores del Barça?

Qué complicado todo, ¿verdad? Sobre todo, porque Madrid no me gusta. Antes sí que me gustaba, es cierto; durante mi niñez, cuando sólo era un pueblo grande, y allá por finales de los 70 y comienzos de los 80, cuando la ciudad reventó de optimismo y creatividad. Pero después de varias décadas de estar en manos de la derecha más cavernaria, Madrid se ha ido a la mierda, convirtiéndose en un lugar hostil y antipático. Lo cierto es que, si pudiera, me iría a vivir a otra parte. Pero, ¿a Cataluña? ¿A un Cataluña independiente? ¿A una NACIÓN, así, con mayúscula? Mmmm... creo que no, que mejor paso.

Porque, veréis, detesto el nacionalismo. El término “patria” forma parte de lo que yo denomino Grandes Palabras Peligrosas; es decir, palabras por las que la gente se mata entre sí. Y digo bien: palabras, no conceptos, porque términos como Patria, Dios o Raza no se refieren a algo claramente definido, sino a entelequias tan nebulosas que pueden adoptar la apariencia que se quiera. Son palabrería barata; pero palabrería cargada de pólvora y metralla. Además, me parece una soberana gilipollez convertir una cuestión de puro azar –haber nacido en determinado sitio- en algo básico para la existencia de quién sea. Por último, conviene recordar que en la base de todos los fascismos que son y han sido se encuentra el nacionalismo.

Y, ojo, estoy en contra de todos los nacionalismos, comenzando por el español, que es el que más he sufrido. No olvidemos que nací bajo la “Una, grande y libre”, que mira por dónde, ni era una, ni era grande, ni, por supuesto, era libre. Así que nacionalismo español, caca. Y el vasco, y el catalán, y el gallego, todos caca.

Sin embargo, es tan tentadora la idea de separarse de un país tan cutre y mal acabado como España... Dejar de ser español suena casi como una liberación. Si me dijeran que podía separarme de España para convertirme en, no sé, noruego, por ejemplo, y si me garantizaran que todos los noruegos iban a aprender español para facilitarme la comunicación, no lo dudaba ni un segundo: a Noruega de cabeza, pese al clima. Pero ¿dejar de ser español para convertirme en catalán? No me jodas, pero si es lo mismo; idéntica cagada.

Y es que eso es algo que no entienden ni los españolistas ni los catalanistas: que el eje, la esencia, la piedra angular de lo que, para bien o para mal, es España surge de la intersección entre Castilla y Cataluña. España, sin Cataluña, ya no sería España. Y Cataluña, sin España, tampoco sería Cataluña, sino un patético invento del nacionalismo. No hay dos naciones; sólo hay dos idiomas que, encima, se parecen un huevo.

Pero lo que más me cabrea es la facilidad con que mordemos el anzuelo, lo fácilmente que nos dejamos engañar. Tanto España en su conjunto como Cataluña en su autonomía sufren una profunda crisis que no solo es económica, sino también, y sobre todo, política, estructural y democrática. Hay grandes problemas que exigen ser abordados y corregidos, hay poderosas razones para que la gente se movilice con el objetivo de reformar un sistema que hace aguas por todas partes. La actual partidocracia ya no representa los intereses de los ciudadanos, sino sus propios intereses y los de una oligarquía cada vez más poderosa y rapaz. Ya no hay separación de poderes, ya no hay controles, ya no hay ni rastro de ética. Nuestro sistema político está corrupto.

¿Y qué pasa con la Generalitat? Pues que el partido que gobierna actualmente, Convergència i Unió, con el honorable Artur Mas a la cabeza, siempre ha sido conocido como el “partido del tres por ciento”, por su desmedida afición a las comisiones ilegales. Y su forma de afrontar la crisis ha consistido en hacer lo mismo que hace el PP: pegarle hachazos al estado del bienestar. Eso debería de cabrear a los catalanes, ¿no?

Pues sí, probablemente les ha cabreado, pero no importa. ¿Para qué preocuparnos por los viejos problemas si podemos dedicarnos en cuerpo y alma a crear nuevos problemas? Saquemos un conejo de la chistera: la independencia. Escucha, catalán: vas a tener tu propia patria, una patria para ti solito. Una mierda de patria, es cierto; pero tampoco es que la de antes fuese gran cosa. Lo importante es que será TU PATRIA. No puedes consentir que un gallego al frente de un gobierno español te engañe y te robe; debes exigir que quienes te engañen y te roben sean compatriotas tuyos, catalanes de pura sangre.

Y muchísimo catalanes, henchidos de amor patrio, han mordido el anzuelo y se han movilizado para exigir una solución que no soluciona nada. Y Mas ha convocado unas elecciones que ganará por aclamación, porque es un Padre de la Patria al que hay que seguir ciegamente, pese a su inclinación a quedarse con un 3% de esa patria. Y ya está; todo el mundo se ha olvidado de los verdaderos problemas y el status quo se mantiene.

Claro que, para que las cosas lleguen a este punto, ha hecho falta la inestimable colaboración de la derecha, con su visceral anticatalanismo, sus campañas de boicot al cava y sus recursos al Supremo. Una actitud de lo más adecuada para un partido de implantación nacional; adecuada para obtener votos en Castilla, claro. Y no nos olvidemos del PSOE, que parece haber olvidado que la izquierda jamás ha sido nacionalista, sino todo lo contrario: internacionalista. Pero hay que sacar votos hasta de las piedras, por supuesto.

En fin, todo está arreglado; ya hay carnaza para todos. Los catalanistas haciendo su patria, los españolistas berreando por la suya, y entre tanto la casa sin barrer y las ratas a sus anchas. Pero todos felices: ya tenemos a quién odiar, que eso une mucho.

¿Y yo, como catalanoespañol, qué voy a hacer? Pues voy a hacerme noruego, a poco que me dejen.

martes, septiembre 18

¡Vigilad el cielo!


Ya hemos hablado en otra ocasión sobre el tema, pero ¿os habéis fijado en la cantidad de películas sobre invasiones extraterrestres se han estrenado durante la última década? Así, haciendo memoria, me vienen a la cabeza las siguiente:


Señales (2002), de Shyamalan
La guerra de los Mundos (2005), de Spielberg
Invasión (2007), de Oliver Hirschbiegel
Distrito 9 (2009), de Neill Blomkamp
Monsters (2010), de Gareth Edwards
Skyline (2010), de Colin Strause
Invasión a la Tierra (2011), de Jonathan Liebesman
Cowboys y Aliens (2011), de Jon Favreau
Attack the Block (2011), de Joe Cornish
Battleship (2012), de Peter Berg
V (serie de TV, 2009-2011)
Falling Skies (serie de TV, 2011-2012)

Eso sin contar con otras pelis de ETs cabrones, como Súper 8, La Cosa o Prometheus, y sin tener en cuenta que Transformers también va de extraterrestres dando caña, pero ya abiertamente en plan de encefalograma plano. Además, hay varias películas sobre el tema en cartera, como la adaptación de Bajo la piel o The 5th wave.

Pero centrémonos en la lista de más arriba. No he visto Attack the Block ni la serie V, así que las dejaremos de lado. En cuanto a la excelente Distrito 9, no es exactamente una invasión alienígena; o quizá sí: ¿una invasión de espaldas mojadas espaciales? Pues bien, de los film que quedan, el mejor es sin duda Monstruos, una modestísima producción independiente rodada con gran inteligencia y sensibilidad.

En cuanto al resto de las pelis... bien, digamos que ninguna de ellas tiene ni pies ni cabeza. Os recomiendo, al respecto, un artículo de José Hernández llamado “Los 10 planes más ridículos para invadir la Tierra” (podéis encontrarlo pinchando AQUÍ). Y es que si una raza alienígena, dotada con un nivel tecnológico capaz de dominar el viaje interestelar, llegara a nuestro planeta con ganas de bronca, sencillamente nos correrían a gorrazos, nos barrerían, nos exterminarían, acabarían con nosotros en un parpadeo. Y, desde luego, no lo harían liándose a tiros en plan “yo te disparo con mi futurista arma de rayos, pero, caray, qué pupa me haces con tu anticuado lanzagranadas”. No, nada de batallitas entre marines y bichos del espacio, ese no sería su plan. Supongo que nos fumigarían, o algo parecido; desde luego sería un holocausto mucho más eficaz y mucho menos épico.

Bien, dejando la coherencia de lado, La guerra de los mundos de Spielberg me parece mucho mejor película de lo que suele afirmarse; un buen espectáculo que, eso sí, no alcanza ni de lejos la magia del original literario en que se inspira. En cuanto a Señales, de Shyamalan, es absurda de principio a fin, pero contiene secuencias muy potentes y una atmósfera oscura y opresiva más que notable. El resto de las películas son a cual más infumable, empezando por esa innecesaria y absolutamente fallida cuarta versión de La invasión de los ladrones de cuerpos que es Invasión (¿para qué demonios cuatro versiones si las dos primeras ya eran excelentes?). Aunque, eso sí, la palma de soplapollez se la lleva Battleship que, aparte de contar con todos los tópicos mal rodados que os podáis imaginar, nos muestra cómo un desvencijado destructor de la Segunda Guerra Mundial tripulado por ancianos veteranos logra destruir a la nave insignia de una flota alienígena. La palabra “ridículo” no expresa en toda su dimensión lo que es este film. Cowboys y Aliens prometía, por su título, un divertido delirio pulp, pero se quedó en una tontería sosa, incoherente y aburrida. Skyline e Invasión a la Tierra son sendas bobadas, igual que lo es la vomitiva Falling Skies.

Ante esto, me surgen dos preguntas. La primera, y más simple, es ¿por qué demonios, teniendo entre manos un tema tan jugoso, las productoras lo desarrollan con tan poquísima imaginación? De todas las películas citadas, sólo Monsters y Distrito 9 abordan la invasión alienígena de una forma original. Y quizá ahí esté la respuesta, porque precisamente se trata de los dos únicos films producidos fuera de Estados Unidos. Hollywood tiende a elaborar sus producciones tomando como referencia la mente de un niño de diez años. Pero ojo, ni siquiera un niño de diez años escasamente espabilado se tragaría un bodrio como Battleship.

La segunda y más compleja pregunta es ¿por qué tal acumulación de películas sobre invasiones extraterrestres? El otro día leí un artículo que le echaba la culpa al éxito de Independence Day, pero esa película es de 1996, y la gran avalancha de invasiones se produjo catorce años después. Demasiado tiempo. Por cierto, la película de Emmerich me parece honesta, porque da lo que promete: una serie B rodada con presupuesto A; sin pies ni cabeza, pero al menos divertida.

El caso es que no entiendo el por qué de tantos aliens invasores. Ya hemos comentado en otra ocasión que en épocas de crisis prolifera el cine de terror, algo que es fácil de constatar en las presentes circunstancias. Eso explica, por ejemplo, la proliferación de zombis. Pero las pelis de invasiones extraterrestres no son exactamente de terror. Son de catástrofes. Y, ahora que lo pienso, los zombis no se usan tanto en su sentido terrorífico como en el catastrófico. Entonces, ¿el cine está sublimando en clave de fantasía o ciencia ficción la catástrofe económica y social en la que estamos inmersos? Y si es así, ¿por qué nos gusta verlo?

Qué raritos somos los seres humanos.

lunes, septiembre 10

Psicópatas


Con frecuencia suele confundirse al psicópata con los serial killers, tipo Michael Myers (el de Halloween), Norman Bates, Latherface, Jack Torrance y tantos otros asesinos de la pantalla; monstruos sedientos de sangre que sólo aspiran a torturar y matar. Pero eso no es así; de hecho, los personajes que he mencionado no son “psicópatas”, sino “psicóticos”, gente con la capacidad de razonar alterada que vive en un permanente estado alucinatorio.


Los psicópatas (también llamados sociópatas), por el contrario, razonan perfectamente (suelen ser personas inteligentes) y perciben con nitidez la realidad. Sólo un pequeño detalle les diferencia de los demás: carecen de empatía, les resulta imposible ponerse en la piel de otra persona. Son narcisistas, sólo piensan en sí mismos, su mundo se reduce a un omnipresente YO. Al carecer de empatía, son incapaces de sentir ciertas emociones, como amor, amistad, arrepentimiento, piedad, ternura, compasión... No obstante, sí que las perciben en los demás, así que aprenden a imitarlas. Desde niños son magníficos actores; fingen sentir emociones que no sienten, porque eso les mimetiza con las personas normales y les permite manipularlas. No tienen conciencia, ni ética, ni escrúpulos.

Pero eso no significa que sean criminales; de hecho, la mayoría no lo son. Porque si un psicópata deseara algo tuyo, no tendría el menor reparo moral en matarte y quitártelo. Pero lo que sí tiene es miedo a la policía y la justicia, así que no lo hará. No porque tenga escrúpulos (para él sería como aplastar a una cucaracha), sino por temor a lo que le pueda pasar. La mayor parte de los psicópatas siguen escrupulosamente las leyes, pero eso no les hace menos peligrosos. Son manipuladores natos, así que suelen ser más encantadores de lo normal. Tienes la sensación de que te aprecian realmente, pero en realidad te están utilizando, sirviéndose de ti para sus fines. Al ser narcisistas, disfrutan quedando por encima de los demás, haciéndolos pasar por el aro, humillándolos. Jamás encontrarás en ellos auténtica lealtad, amistad o amor, porque son incapaces de sentir esas emociones. Sólo actúan en su propio beneficio y si para conseguir sus fines han de pisotearte, te pisotearán; de hecho, lo harán incluso aunque no sea necesario. Son lobos entre corderos, y nosotros, las personas normales, somos los corderos.

¿Habéis conocido a algún psicópata? Seguro que sí, aunque probablemente no os hayáis dado cuenta. Porque, ¿de cuánta gente estamos hablando, cuántos psicópatas hay? Se estima que el 10 % de la población presenta algunos rasgos psicopáticos, y que el 1 % son psicópatas en estado puro. Una de cada cien personas... lo cual significa que tan solo en España hay unos 470.000 psicópatas. Casi medio millón de monstruos aleatoriamente repartidos por todas partes. Pone los pelos de punta, ¿verdad? Ahora bien, ¿están realmente distribuidos de forma aleatoria? Pues sí, pero no del todo.

Vamos a ver, ¿la psicopatía es una tara o una bendición? Desde el punto de vista de la especie los psicópatas son una tara, porque ponen en peligro al grupo, pero desde una perspectiva individual... Imaginaos un individuo inteligente y frío, alguien que carece de conciencia y restricciones morales, alguien que no se ve dominado por las emociones, sino por una inflexible determinación, una persona que además es extremadamente mentirosa y manipuladora. ¿No se parece mucho eso al superhombre nietzscheano? En una sociedad que prima el individualismo sobre la colectividad, en una cultura que usa el egoísmo, la codicia y la competitividad como motores sociales y económicos, ¿los psicópatas no tendrán una gran ventaja sobre los demás?

Un inciso. Los psicópatas, por sus características, pueden resultar muy útiles para ciertos intereses. Por ejemplo, no cabe duda de que el nazismo creó monstruos, pero sobre todo lo que hizo fue dar trabajo a los monstruos ya existentes, ponerlos en nómina. Los regímenes totalitarios son el perfecto ecosistema para los psicópatas. Pero ¿y en una democracia? Siempre hay que trabajos sucios que hacer, ¿verdad?, trabajos que al común de los mortales le revolverían el estómago. En esos casos, es muy útil contar con gente a la que nada le revuelve el estómago. Esos liquidadores de empresas, esos jefes de personal que despiden sin un pestañeo, esos cargos intermedios que tiranizan a sus subalternos, esos ejecutivos agresivos sin piedad, esos políticos radicales, esos líderes de sectas... todos esos trabajos son perfectos para los psicópatas.

Pero nos preguntábamos si ser psicópata no supondría una ventaja social. Pues eso es exactamente lo que descubrió la doctora Martha Stout, de la facultad de medicina de Harvard: conforme se asciende en la escala social aumenta el número de psicópatas. Es decir, que hay más monstruos en las clases altas que en las medias, y más monstruos en las clases medias que en las bajas. Y eso es así no porque cuanto más rico seas más posibilidades tengas de engendrar hijos psicópatas, sino porque los psicópatas son mucho más eficaces a la hora de ascender en la escala social.

Pues bien, ¿sabéis dónde abundan más los psicópatas?: Entre los líderes empresariales, financieros y políticos. Aunque no hay estudios rigurosos, se estima que en esas altas esferas el porcentaje de psicópatas puede rondar el 20 %. Es decir, entre las personas más poderosas del mundo, una de cada cinco es un psicópata. ¿No os corre un escalofrío por la espalda al pensar que gran parte de las decisiones que afectan a nuestras vidas están en manos de psicópatas?

El psicólogo canadiense Robert Hare, creador del test más eficaz para detectar psicópatas, dijo en cierta ocasión: “Los psicópatas de a pie destruyen familias. Los psicópatas corporativos, políticos y religiosos destruyen economías y sociedades enteras”.

Echad un vistazo a vuestro alrededor. ¿No os parece que la actual situación es el producto de una profunda psicopatía? No quiero ser reduccionista; es evidente que para que las cosas estén tan mal hace falta mucho más que un puñado de psicópatas. No obstante, deberíamos preguntarnos cómo es posible que el sistema de valores de nuestra supuestamente civilizada cultura favorezca tanto los intereses y las actividades de los psicópatas. Está claro que en algo nos equivocamos; lo que ignoro es si esa equivocación reside en lo que hacemos o en lo que somos.

sábado, septiembre 1

Esconjurando


Hoy pocos recuerdan a David Hamilton (1933), un fotógrafo inglés que en la década de los 70 se hizo recontrafamoso con sus retratos de jóvenes adolescentes desnudas, por lo general de aspecto nórdico, siempre con flou y emulsiones de grano grueso. Pelín horteras, la verdad, pero las chicas eran preciosas. Sus pósters se vendían como rosquillas. También dirigió cinco películas eróticas, pero eso no viene al caso.


La cuestión es que yo siempre le había asociado a las adolescentes en pelotas, así que un día, hace mucho tiempo, me sorprendí al encontrar –creo que en casa de mi hermano JC- un reportaje fotográfico de Hamilton donde no solo no aparecían dulces Lolitas, sino que no había nadie. Era una larga serie de fotos en color tomadas en una playa desierta, poco después de ser abandonada por los bañistas, al atardecer de un día nublado. Una sombrilla tirada, basura, huellas en la arena, desoladas casetas de playa, un balón, unas chanclas rotas... Me quedé de piedra. Las casi niñas de Hamilton eran pastelones eróticos, pero esas fotos de la playa, sin flou ni mamonadas, transmitían auténtica emoción: soledad, pérdida, melancolía. Pocas veces he visto tan bien reflejado el final del verano, tanto en sentido literal como en el metafórico.

Qué chungo es cuando se acaba el verano, ¿verdad? Hay canciones que hablan de ello, como la homónima del Dúo Dinámico, y películas, como American Graffiti, y seguro que también un montón de novelas, aunque ahora no me viene ninguna a la cabeza. Los días dorados van desvaneciéndose poco a poco; la promesas –cumplidas o no- del estío ya sólo son recuerdos; el mundo va saliendo del stand by estival y se pone de nuevo en movimiento. Todo muy melancólico y triste, si no fuera porque tras el verano llega la magia del otoño, quizá mi estación preferida.

Este verano, mi mujer y yo no hemos salido al extranjero. Pensábamos ir a Islandia, pero teníamos que hacerlo como muy tarde en julio; problemas de curro se lo impidieron a Pepa, que se vio obligada a retrasar las vacaciones a agosto, así que decidimos ir un par de semanas a los Pirineos. Primero a la Seu d’Urgell, después a Boltaña y finalmente a Panticosa. Ya conocía esas montañas (salvo la zona de Ainsa y Boltaña), pero cada vez que voy no puedo evitar asombrarme de su belleza. Además, los Pirineos están llenos de historia y misterio.

Hace tiempo que ando dándole vueltas a una historia ambientada en los Pirineos durante la Segunda Guerra Mundial. En aquella época hubo mucha actividad por allí: nazis, la guardia civil franquista, maquis, contrabandistas, miembros de la resistencia... Mucha gente quería huir de Europa, o pasar a Inglaterra, cruzando las montañas, y luego a través de España y Portugal. Así que algunos contrabandistas pirenaicos cambiaron, más o menos, de profesión y se dedicaron a “pasar” gente por la frontera. Se convirtieron en “pasadores”. Bueno, pues me gustaría escribir sobre alguno de ellos. Cuando se me ocurra una historia que me convenza, claro.

Hay cosas muy curiosas en los Pirineos. ¿Sabéis que allí, sobre todo en los valles navarros, existía una raza maldita, los agotes? Desde el siglo XII hasta finales del XIX. Los agotes -en Francia denominados cagots- eran artesanos, sobre todo de la madera, pero también de la piedra y el hierro. Estaban completamente marginados. Vivían en guetos y tenían que llevar en las ropas una marca roja: una huella de gato o de oca. No podían casarse con no-agotes, ni poseer tierras, ni entrar en las iglesias por la puerta principal (tenían que usar una más pequeña y asistir a misa en una zona aislada; incluso tenían su propia pila bautismal), ni ser enterrados en sagrado. Se decía que transmitían la lepra y otras enfermedades. También se decía que poseían ciertas características físicas, como no tener lóbulos en las orejas, pero es mentira. Lo único que diferenciaba a los agotes de los demás era su origen. ¿Y cuál era su origen?

Un misterio. Hay varias teorías: una afirma que procedían de los visigodos que se refugiaron en los Pirineos huyendo de la invasión árabe. De hecho, en provenzal –y en catalán- ca got significa “perro godo”. No obstante, la invasión se produjo en el siglo VIII y no hay noticias de los agotes hasta el XII, lo cual deja cuatro siglos de vacío histórico. Demasiado; no suena muy probable. Otra hipótesis es que fueran descendientes de los cátaros que huyeron de la cruzada que la Iglesia desató contra ellos. Y otra que procedían de las comunidades de gente fuera de la ley (por el motivo que fuese) que se habían establecido en las leproserías, precisamente porque allí nadie iría a buscarles. Eso explicaría la superstición de que transmitían la lepra. En fin, un misterio. El caso es que la marginación oficial, con leyes específicas contra los agotes, duró hasta 1819. Hoy ya no quedan comunidades de agotes, ya no existen agotes como tales. Pero sí sus descendientes. El barrio de Bozate, en el pueblo de Arizcun (Baztán), fue uno de sus últimos guetos y la mayor parte de quienes hoy viven en él son sus descendientes. Un viejo dicho popular del Valle de Baztán reza: “Al agote, garrotazo en el cogote”. Qué cosas... Por cierto, hubo en los Pirineos –esta vez en los catalanes, en el Valle de Ribes- otra raza maldita, los galluts, que no fue públicamente conocida hasta finales del siglo XIX. Padecían enanismo y cretinismo y tenían bocio. Unos freaks, vamos. Dicen que el último murió en 1990

¿Os habéis fijado en que la gente que vive en la montaña es diferente a la gente del llano? Están más aislados, son más endogámicos –cada valle es una entidad casi independiente-, su horizonte es limitado. Supongo que esa es la razón por la que en los Pirineos se conservó hasta hace muy poco una antiquísima mitología popular (a fin de cuentas, los dioses suelen vivir en las montañas), con seres fantásticos como los diaplerons, las lamias, los follets... y las brujas, por supuesto. Todavía hoy, en las aldeas, se ven muchos “espantabrujas” sobre las chimeneas de las casas.

Este verano me encontré allí con algo que desconocía por completo. En una de las excursiones que hicimos me fijé, al pasar por un desvío, en un cartel que anunciaba: “esconjuradero”. ¿Qué demonios es eso?, pensé. Ese mismo día, cuando regresábamos a Boltaña, donde estábamos alojados, pasamos por delante de un pueblo cercano, Guaso, donde de nuevo vi el mismo cartel. Esconjuradero. Paré el coche, me conecté a Internet a través del móvil y busqué el término. Y resultó que la palabreja en cuestión procede del aragonés esconchurar, que significa "conjurar". Según la Wikipedia: “Los esconjuraderos son pequeñas construcciones o templetes que desde el siglo XVI al XVIII se construyeron específicamente para albergar rituales destinados a esconjurar o conjurar tormentas o tronadas, las plagas y otros peligros que amenazaban a las cosechas”.

Son de planta cuadrada con tejado piramidal, y en sus muros hay vanos en forma de arco orientados hacia los cuatro puntos cardinales (la fotografía que ilustra esta entrada corresponde al esconjuradero de Guaso). Se trata de una tradición nítidamente pagana; pero la Iglesia la asumió como tantas veces ha hecho (incluso existía un manual católico para esconjurar). Lo curioso es que lo hiciera en una época tan tardía como el siglo XVI, lo que demuestra hasta que punto sobrevivía el paganismo en esa zona.

En fin, no me enrollo más con los Pirineos. El caso es que las vacaciones han terminado y Babel despierta de su sueño estival. Con nuevos y vigorizados propósitos, entre los que destaca el de no volver a escribir series de posts sobre un mismo tema, como la reciente acerca de la ciencia ficción. Con las primeras entradas no hay problema, pero luego la cosa se convierte en un deber, una especie de trabajo, y yo, qué queréis que os diga, no escribo esto ni por deber ni por trabajo. Así que kaput a las series de posts entrelazados, estoy harto. Me quito un peso de encima, pero también lamento algo, porque pensaba escribir sobre un tema que considero especialmente interesante en esto tiempos: la manipulación de la información.

No me refiero a denunciarla, porque todos sabemos que existe, sino a cómo detectarla y defenderte de ella. Es decir, pensaba poner mis conocimientos sobre publicidad a vuestro servicio escribiendo por entregas una especie de “Manual para evitar que nos coman el coco”, pero... joder, qué pereza. Lo dejaremos para otro momento.

¿Qué más? Los óbitos, sí. ¿No os da la sensación de que la gente conocida se muere más en verano que en otras épocas del año? Este verano las han cascado varios, pero sólo voy a comentar dos: Harry Harrison y Neil Armstrong.

Harry Harrison (1925-2012) fue un escritor norteamericano de ciencia ficción. Si revisáis las entradas sobre “La cf y yo”, le encontraréis allí. No fue uno de los grandes autores del género, pero sí un escritor entretenido y solvente. Sus principales obras fueron la serie dedicada a la Rata de Acero Inoxidable, centrada en un ladrón del futuro, la novela ¡Hagan sitio, hagan sitio!, en que se basó la película Soylent Green, y su divertidísima sátira antimilitarista Bill, héroe galáctico. Descanse en paz.

Neil Armstrong (1930-2012) no escribió ciencia ficción: la hizo. Quizá se trate de la figura histórica más perdurable del siglo XX. Pensadlo: dentro de miles de años, cuando la gente se haya olvidado de Hitler, de Kennedy, de Mao y de todos los grandes personajes que hoy nos parecen archifamosos, la humanidad seguirá recordando que Armstrong fue el primer humano en pisar otro cuerpo celeste. Eso ya no se lo quita nadie. Descanse en paz.

Y ya está; como rentrée basta. Ha sido un placer encontrarme de nuevo con vosotros, amigos míos, aunque debo reconocer que el placer era aún mayor cuando estaba en las montañas tocándome las narices. Ah, por cierto: como estoy seguro de que entre los merodeadores de Babel hay tipos por lo menos tan rijosos como yo, os pongo al final de esto una fotografía del inefable Hamilton. Besitos.