
El viernes pasado, por la tarde, tuvo lugar la ceremonia de graduación de Pablo, mi hijo menor, el segundogénito, que acaba de terminar el bachillerato (con excelentes notas, por cierto) y ahora está preparando la Selectividad. La ceremonia, en el colegio, con sus discursos, sus vídeos, sus fotos y su lanzamiento al aire de birretes, transcurrió normalmente, fue un acto como otros muchos, con la diferencia de que mi hijo se encontraba ahí. Sus compañeros, a quienes conozco desde que eran niños, estaban irreconocibles; ellos con pinta de tiarrones de pelo en pecho y ellas... coño, ellas, esas niñas a quienes vi por primera vez cuando no levantaban ni cuatro palmos del suelo, ¡incluso estaban buenas! Cosas así hacen que el mundo se tambaleé bajo tus pies. Me sentí triste el viernes, sí, muy triste.
Lo mismo me pasó hace tres años, cuando se graduó Óscar, mi hijo mayor; pero entonces aún me quedaba Pablo en edad escolar. Ya no; dentro de poco, tendré dos hijos universitarios y no quedará ni rastro de los niños que fueron. En julio, Pablo cumplirá 18 años y tendré viviendo en casa a dos okupas mayores de edad, pero no a mis niños, no; esos niños se han ido para siempre. En cierto modo me siento como si hubieran derruido una parte de mi vida para edificar en ella qué se yo, algo distinto en cualquier caso.
Si miráis las dos imágenes (una arriba y otra abajo) que acompañan a este post, veréis pasar instantáneamente tres lustros. Eso mismo es lo que siento, que todo ha pasado como un suspiro, como una nube arrastrada por la brisa que, cuando adviertes lo hermosa que es, ya se ha esfumado. En la imagen de arriba aparece Pablo con tres o cuatro años de edad; en la de abajo (la foto es muy mala, no la hice yo) vemos a Pablo el viernes pasado, durante la graduación, con su metro noventa y seis de altura, su barba y su pelo en el pecho, todo un mocetón. La hermosa mujer que le acompaña es su madre, para quien el tiempo no transcurre; o, mejor dicho, transcurre al revés.
Mirad a ese niño de ojos azules que está arriba del texto; era travieso como un demonio, un hijoputa de tomo y lomo, pero también el niño más encantador del mundo. Solía acercarse a mí con los brazos abiertos y me plantaba enormes besos de ventosa, besos llenos de babas, besos que hacían muac al comenzar y smuac al despegarse. Dios santo, cuánto tiempo hace que nadie me besa así... Y lo echo tanto de menos, añoro tanto a esos niños, a Óscar y a Pablo, que se me rompe al corazón al pensar que jamás volveré a verlos.
Ah, sí, claro; no los he perdido, están ahí, son ellos; muy cambiados, pero ellos. Y quiero a esos dos okupas, claro que sí, con todo mi corazón. Y me lleno de orgullo cuando les veo tan adultos, cuando les veo crecer y convertirse en hombres. Me gustan mis dos okupas, son tipos majos, buenos e interesantes. Pero no son mis niños. Esos ya se han ido y la graduación del viernes se encargó de recordármelo. Supongo que soy un baboso padre de mierda más, supongo que lo que siento es tan tópico que da hasta vergüenza expresarlo, supongo que soy tediosamente vulgar. Pero es lo que siento, amigos míos, y no puedo evitar que las lágrimas se asomen a mis ojos al contemplar cómo lo más hermoso de mi pasado se difumina. Debo de estar haciéndome viejo.
El tiempo te quita cosas, diréis, pero también te da otras nuevas, y es cierto. No obstante, lo que el tiempo te quita, te lo quita para siempre, y lo que te da no te lo da en realidad, sólo te lo presta. Así que lo mejor que podemos hacer es disfrutar de ese préstamo mientras dure. De todas formas, en estos momentos no puedo evitar recordar una bella y melancólica estrofa de Omar Khayam:
Dices que cada nueva mañana nos trae mil rosas;
sí, pero ¿dónde están los pétalos de la rosa de ayer?
