
Y entonces me di cuenta de algo: podía vivir de la literatura juvenil. Las novelas forman parte de colecciones y, por tanto, se mantienen en catálogo –y en el punto de venta- durante mucho tiempo. Si los títulos funcionan, los derechos de autor se van acumulando anualmente, de forma que cada vez cobras más, y de forma constante, por este concepto. Por otro lado, cuanto más vendes más alto es tu caché y más puedes pedir como adelanto de derechos en la firma de nuevos contratos. Por último, la literatura juvenil es un sector en abierto crecimiento en el que las editoriales se están volcando cada vez más.
Por todo esto, he seguido escribiendo literatura juvenil durante una docena de años. ¿Por motivos económicos? Desde luego, pero no sólo por eso: me divierte la literatura juvenil, entre otras muchas cosas porque puedo escribir y publicar lo que me de la gana, algo que no puede decirse de otros sectores editoriales. Hay más razones, pero da igual, porque el tema de esta entrada es otro.
Al comenzar a adentrarme en el “género” juvenil, lo primero que hice fue intentar comprender en qué consistía dicho género, de modo que leí seis o siete novelas juveniles. No saqué nada en claro. Algunas eran condescendientes con sus lectores, otras eran blandas y bobas, otras ni fu ni fa, y al menos dos eran bastante buenas. Fuera como fuese, lo que no vi es nexo alguno entre ellas. Así que me puse a razonar y llegué a las siguientes conclusiones:
1. A partir de los, digamos, 14 años se puede leer prácticamente cualquier cosa.
2. Un adolescente no es un niño grande, sino una persona que aspira a ser considerada adulta.
3. Analizando el fondo editorial de la literatura juvenil, se comprueba que no existen constantes de ningún tipo en ese supuesto género.
4. Por tanto, el “género juvenil” es una ficción editorial.
5. En general, las novelas juveniles forman parte de otros géneros: thriller, fantasía, romántico, ciencia ficción, histórico, etc.
6. El único factor común de las novelas juveniles es que su público, en gran medida, está formado por lectores todavía inexpertos.
7. Así pues, las novelas juveniles deben ser lo más divertidas posible (teniendo en cuenta que “divertido” no es lo contrario de “serio”, sino de “aburrido”)
8. En cualquier caso, una novela juvenil, para ser considerada buena, debe ser en primer lugar una buena novela a secas y, por tanto, deberá poder gustarle a un adulto.
Todas mis novelas juveniles han sido escritas teniendo en cuenta estos puntos. Por lo general, elijo un protagonista, o pseudoprotagonista, adolescente, de entre dieciséis y dieciocho años, pero a partir de ahí escribo con total independencia de la edad de mis lectores. Da igual que tengan catorce o setenta años; intentaré respetar su inteligencia y me abstendré por completo de ser condescendiente. Es decir, dejando aparte la calidad de mis novelas (ese es otro tema), procuro escribir exactamente igual para jóvenes y para adultos. Y sinceramente, creo que lo consigo, pues es algo que mucha, mucha gente, incluyendo mis editores, me dice: mis novelas no son novelas orientadas hacia el público juvenil, sino novelas que también los jóvenes pueden leer.
De hecho, un buen día me propuse descubrir hasta dónde podía llegar con mis novelas juveniles. Hasta entonces, había escrito dos clases de títulos: novelas ligeras, de puro entretenimiento, como La Fraternidad de Eiwhaz, y otras un poco más ambiciosas, como La Catedral. Bueno, pues lo que decidí hacer es escribir alguna que otra novela más compleja, sobre todo desde el punto de vista ético, para ver qué pasaba. Mi primer intento fue La cruz de El Dorado, un relato protagonizado por un joven delincuente, un pícaro moderno casi totalmente inmoral. ¿Qué pasó? Nada; supongo que el tono humorístico del texto suavizaba su deshonestidad. La novela ganó el Premio Edebé y se vendió muy bien; de hecho, ha acabado por convertirse en una serie. Mi siguiente intento fue La Mansión Dax, una novela oscura y desesperanzada protagonizada por un ladrón joven, triste y absolutamente carente de sentido del humor. Este intento ya tuvo más éxito, pues la novela se convirtió en mi título menos vendido. Aún así, ha tendido tres o cuatro reediciones, de modo que di un paso adelante y escribí La compañía de las moscas, un texto muy duro –y muy tierno al mismo tiempo- que narra la génesis de una masacre tipo Columbine en un colegio de Madrid. Aunque creo que es uno de los mejores relatos que he escrito (quizá mi mejor novela), di de pleno en el clavo: a estas alturas no ha vendido ni dos mil ejemplares. Es lo que yo llamo un triunfal fracaso.
De modo que ya conocía los límites del “género” juvenil. Pero sabía algo más: esos límites no los marcaban los lectores adolescentes a quienes supuestamente iba dirigida la novela, sino sus padres y sus profesores. Eran estos los que se asustaban ante el texto, no los jóvenes; y se asustaban porque tenían prejuicios acerca de lo que podía o no podía leer un joven. Y es que un día, por pura casualidad, entré en un foro de Internet dedicado a la literatura juvenil donde un grupo bastante nutrido de adolescentes (la mayor parte chicas) debatía sobre La compañía de las moscas; todos consideraban que la novela era dura, muchos decían que en algunos momentos lo habían pasado mal leyéndola, pero a todos les había encantado la novela. De modo que yo tenía razón y al mismo tiempo no la tenía. El género juvenil, si es que eso existe, carece de límites en cuanto a los lectores, pero los prejuicios sociales sí que ponen límites y muchos.
Bueno, antes decía que prácticamente todo el mundo que conozco, tanto en el sector editorial como fuera de él, está de acuerdo en que mis novelas juveniles pueden ser perfectamente leídas por adultos. Todo el mundo salvo dos personas, ambos grandes amigos míos. Vamos a llamarles A y B. Mi amigo A siempre ha desdeñado amablemente mis novelas juveniles por considerarlas “infantiles”. Nunca me quedó muy claro a qué se refería, pues cuando le preguntaba al respecto, respondía con vaguedades o ponía ejemplos en los que él percibía infantilismo y yo no percibía nada. El caso es que escribí La Mansión Dax, la novela menos infantil que os podáis imaginar, y se la dediqué a mi amigo A, precisamente por eso, por ser un texto tan escasamente “juvenil”. Cuando le pregunté qué le había parecido, me respondió que, bueno, como todas, demasiado infantil para su gusto...
En fin, le mandé mentalmente a hacer gárgaras con tachuelas y decidí no volver a darle ninguna de mis novelas juveniles. Acepto las críticas, pero no los prejuicios. Desgraciadamente, hace poco cometí el error de darle mi última juvenil publicada, La caligrafía secreta...
La caligrafía secreta es un thriller con elementos fantásticos ambientado en el París inmediatamente anterior a la Revolución Francesa. Lázaro Aguirre, maestro calígrafo afincado en Madrid, recibe una carta de Michel Lafitte, un antiguo discípulo suyo, en la que le pide que viaje a París para ayudarle a copiar –y entender- el Códice Bensalem, un viejo manuscrito de naturaleza incierta. Lázaro Aguirre, acompañado por su cochero y guardaespaldas Tértulo Urriza, por su sobrina Mariana y por su discípulo Diego Atienza, viaja a París, donde descubre que Lafitte ha desaparecido y es buscado por la policía como responsable de varios asesinatos, y que el Códice Bensalem ha sido robado. El resto del relato narra las pesquisas de don Lázaro hasta descubrir el secreto de la trama.
La novela está narrada por Diego, que cuando sucede la acción tiene diecisiete años; pero la narra mucho tiempo después, cuando ya es un anciano. Por otro lado, Diego no es el protagonista de la historia, sino un testigo presencial, porque el verdadero protagonista es don Lázaro Aguirre, un adulto de cuarenta y tantos años. De hecho, don Lázaro es una suerte de Sherlock Holmes con una personalidad muy distinta, y Diego sería algo así como el Dr. Watson. O, por citar un ejemplo más acorde con las edades de los personajes, don Lázaro sería el equivalente del Guillermo de Baskerville de El nombre de la rosa, y Diego el equivalente de Adso. Lo importante, en cualquier caso, es que la novela está narrada por un adulto, el Diego anciano que aparece al principio y al final de la historia, y que el verdadero punto de vista del relato corresponde a don Lázaro, también un adulto. Teniendo en cuenta esto, no es de extrañar que varias personas me preguntaran por qué no había publicado La caligrafía secreta en una colección para adultos.
Bueno, pues cuando le pregunté a mi amigo A qué le había parecido la novela, ¿qué me contestó? Bingo; resumiendo, que era demasiado infantil para su gusto. Entonces se me llevaron los diablos. “¿Ah, sí”, mascullé; “¿y qué coño le ves tú de infantil?”. “Bueno”, respondió él, “está narrada por un adolescente...”. “Rechazo la mayor”, repliqué. “Está narrada por un anciano”. Al principio se resistió a reconocerlo, pero las pruebas eran contundentes; de hecho, el final de la historia –un buen final, si me permitís la falta de humildad- lo protagoniza precisamente un Diego anciano. “Insisto”, insistí: “¿qué le ves de infantil?”. Tras un titubeo, A respondió: “Pues, por ejemplo, la conversación entre don Lázaro y su sobrina Mariana que hay al principio de la novela”.
Pasmo total. Os juro que he leído y releído esa conversación y no encuentro en ella el menor ápice de infantilismo. De verdad, si sus supuestos lectores hubieran sido adultos, o centenarios, la hubiese escrito exactamente igual. Es más, invito a cualquiera a comprobarlo: es el texto que va desde la página 38 hasta la 42. Sinceramente, no encuentro nada de infantil en La caligrafía secreta; pero mi amigo A sí. Porque tiene muy presente que eso es una “novela juvenil” y está convencido de que va a encontrar infantilismo en ella. Por tanto, inevitablemente lo encuentra.
En cuanto a mi amigo B, es bastante más dúctil que A, pero a mi modo de ver también cae a veces en el prejuicio. Entre las múltiples labores de B se cuenta la de crítico literario, y ha criticado varias de mis novelas. Unas las ha puesto bien, otras las ha puesto menos bien, a veces estoy de acuerdo con él, a veces no, pero da igual, porque no pretendo criticar a la crítica. Sin embargo, en su última crítica –precisamente la crítica de La caligrafía secreta-, B ha dicho algo que considero incierto y motivado precisamente por el prejuicio. En dicha crítica –en general positiva-, B incluía en el “debe” de la novela un didactismo “muy característico del subgénero”.
¡Horror! Yo odio con todas mis fuerzas el didactismo, me provoca auténticos ataques de caspa; ¿cómo podía un texto mío caer en el profundo error del didactismo? Eso no me lo había dicho nunca nadie... Repasé la novela de cabo a rabo y llegué a las siguientes conclusiones: don Lázaro, como buen alter ego de Sherlock Holmes, va un paso por delante de Diego y del resto de los personajes, de modo que en repetidas ocasiones debe explicar a los demás qué está pasando. Pero tal cosa no es didactismo, sino una característica del género policial. Aparte de eso, sólo he encontrado dos momentos susceptibles de ser considerados didácticos. En el primero, don Lázaro –maestro calígrafo- instruye a Diego –su discípulo- sobre el arte de la caligrafía. Pero de nuevo eso no es didactismo, sino parte de la caracterización de los personajes. Porque supongo que nadie pensará que pretendo ser didáctico con los lectores ¡sobre caligrafía!
El otro momento sospechoso sobreviene cuando Diego le pregunta a don Lázaro qué está pasando en Francia (son vísperas de la Revolución Francesa, no lo olvidemos), y don Lázaro se lo explica. Esto se ve complementado por un paseo que Diego y Mariana dan por París, visitando los barrios altos y bajos, y por la posterior charla con el párroco de Sainte-Marie, una iglesia cercana a La Bastilla. ¿Es esto didactismo? No y mil veces no. Veréis, si planteo un escenario histórico, no puedo dar por hecho que todos los lectores conocen los pormenores de ese escenario; lo que debo hacer es explicarlo. Y eso lo haría tanto con lectores adolescentes como con lectores adultos. Lo que pasa es que mi amigo B jamás hubiese mencionado el didactismo si la novela estuviese publicada en una colección para adultos, pero como se trata de una editorial juvenil y B parte de la premisa de que el "género" juvenil es didáctico por naturaleza, B espera encontrar didactismo en La caligrafía secreta y, por tanto, la encuentra. Y resulta curioso este prejuicio, porque B es muy aficionado a un género que siempre ha sido víctima de los prejuicios.
En fin, parece ser que suelo escribir sobre un supuesto género que está permanentemente bajo sospecha. Pero tampoco creáis que me importa mucho, porque pensándolo bien, todo lo que he escrito, dirigido al público que sea, pertenece a géneros que están bajo sospecha. Así de burro soy.