viernes, septiembre 30

La buena esposa



          ¿Qué es lo que más os gusta de la literatura? ¿La prosa, los argumentos, los personajes, las ideas, los diálogos, las descripciones...? Qué pregunta más idiota, ¿verdad? Os gusta todo, claro, porque una novela es un todo y no un Mecano que se pueda desmontar. No obstante, siempre hay ciertas preferencias, distintas sensibilidades. Está claro que si tu escritor favorito es Azorín, tus intereses literarios diferirán de los de alguien que prefiera a Pio Baroja.

          En mi caso, nada me gusta más que leer un texto bien narrado. La narrativa, esa es mi debilidad (entendiendo “narrativa” como “técnica narrativa”). Pero atención, a veces se confunde una prosa elegante y fluida con buena narrativa, y no tiene nada que ver. De hecho, con frecuencia un prosa preciosista va en detrimento de la narrativa. Intentaré explicarme: una novela muy centrada en la prosa se convierte muchas veces en un álbum de fotografías. Puntos estáticos en los que te detienes. Pero la narrativa es flujo, movimiento, estrategia. La narrativa no es fotografía; es película.

          Pero no basta con eso. De poco importa lo que suceda, por bien narrado que esté, si no te interesan los personajes a quienes les sucede. Ese es mi segundo puntal de la literatura: el diseño de personajes. Y luego, por supuesto, muy cerquita viene todo lo demás.

          Cuando digo literatura en realidad me refiero a cualquier arte narrativa, como el cine o el comic. No es que sus técnicas narrativas sean iguales, pero en líneas generales se parecen mucho (a fin de cuentas, todas están basadas en la elipsis).

          Os he soltado este rollo porque estoy viendo las siete temporadas (voy por la 6ª) de una serie de TV sencillamente, por decirlo en dos palabras, im-presionante. Me refiero a The Good Wife, producida por los hermanos Scott (Ridley y Tony) y creada por un matrimonio, Robert y Michelle King, que también son los show runners.

          ¿De qué va la serie? Os transcribo la sinopsis de Wikipedia: “La historia se centra en el personaje de Alicia Florrick, interpretada por Julianna Margulies. Alicia es una madre y esposa que debe hacerse cargo de la conducción y manutención de su familia después de que su esposo, Peter Florrick, (Chris Noth) –prominente político que tenía el cargo de fiscal del condado-, es destituido y encarcelado bajo el cargo de corrupción política al mismo tiempo que se difunden al público videos que documentan que mantenía relaciones sexuales con prostitutas”. Pero eso sólo es el principio. Alicia, hasta entonces un ama de casa, retoma su profesión de abogada y entra a trabajar en un prestigioso bufete. Lo que sigue narra, por un lado, la vida sentimental y personal de Alicia, y por otro su carrera profesional.

          Reconozco que, de entrada, esto puede crear suspicacias. Es una serie de abogados (y a mí no me gustan las series de abogados). Está protagonizada por una señora bastante pija. Aunque hay un arco narrativo general, son capítulos autoconclusivos. Es larga: cada temporada consta de 22 capítulos.

          Sin embargo, se trata de una de las series mejor narradas que me he echado a la cara, con unos guiones... ¿perfectos?... que fluyen con asombrosa naturalidad. Unos guiones basados en personajes atractivos perfectamente diseñados; y no me refiero sólo a los protagonistas, sino a todos los personajes (y hay muchos), incluyendo a los más secundarios. Por ejemplo, cada juez que aparece, aunque sea brevemente, tiene su propia personalidad.

          Un consejo que pensaba dar, y que adelanto, es que cualquiera que desee aprender a narrar y diseñar personajes, vea esta serie. Que la vea, la estudie y analice, porque es todo un master sobre cómo contar historias. No me resisto a poner un ejemplo.

          Uno de los personajes secundarios de la serie es David Lee (interpretado por el gran Zach Grenier), socio del bufete de Alicia. Es un hijo de puta, maquinador, mentiroso, desagradable, ambicioso, un perfecto cabrón. Pues bien, en cierto episodio muere uno de los personajes principales (un personaje al que Lee, en el pasado, ha intentado echar del bufete). Cuando, en medio de una reunión, recibe la noticia de esta muerte, Lee no mueve ni un músculo de la cara, no dice nada. Imperturbable, abandona la sala de reuniones y se encierra en su despacho. Entonces, su cara se descompone y suelta un sollozo. Sólo uno. Dura un instante; acto seguido, se recompone y regresa con los demás, volviendo a ser el hijoputa de siempre.

          Es un mero detalle, pero qué detalle tan sabio. Lee era un personaje de una pieza, y gracias a ese sollozo se convierte en un ser humano. Pero ese sollozo oculto, esa avergonzada muestra de humanidad, también hace que nos preguntemos si Lee es un hijo de puta auténtico, o una persona “normal” que ha decidido convertirse en un hijo de puta para sobrevivir en un mundo de lobos.

          La serie se mueve en tres ambientes distintos, pero interconectados: el derecho, la política y el laboral. Todos ellos son territorios turbios donde las fronteras entre el bien y el mal se difuminan. Y en cierto modo de eso va la serie, de la imposibilidad de eludir el mal o, tan siquiera, reconocerlo. Alicia es un personaje honesto precipitado a un universo de ambigüedad moral. Durante el proceso, Alicia cambia, despierta, espabila, se endurece, se harta, se cabrea... ¿y finalmente se corrompe? Todavía no lo sé.

          The Good Wife tiene buenas historias, buenos personajes, buenos diálogos, buenas situaciones, algo de drama y también humor. Pero sobre todo es el perfecto manual de uso para el buen narrador.

NOTA: Mi fracturada cadera se va reponiendo. Voy a rehabilitación tres veces por semana, hago ejercicios en casa y camino con un andador. Pero el proceso es leeeento y sigo muy limitado de movimientos (porque duele, coño). Esta es la razón por la que me estoy zampando una serie tras otra. Hijos de la anarquía (7 temp.), Jessica Jones (1 t.), Daredevil (2 t.), El último reino (1 t.), Stranger Things (1 t.), The Good Wife (en proceso), así como capítulos sueltos de otras series... La verdad es que, con esta profusión de buenas series de TV, he ido a escoger el mejor momento para quedarme varado en casa.

martes, septiembre 13

Rojos


 
          Nací en una dictadura y viví 22 años bajo su yugo. No suelo contar historias de aquella época, ni siquiera a mis hijos, por no sentirme como el típico abuelo batallitas, y también porque no es algo que me guste recordar. Entendedme, no es que lo pasara fatal, como el prota de una peli neorrealista; me crié en el seno de una familia de clase media-alta, tuve un montón de privilegios, nunca me detuvo ni pegó la policía, nunca me encarcelaron. Además, al menos durante la primera mitad de esos 22 años, por ser un niño, no tuve claro lo que era una dictadura. Pero al llegar a la adolescencia, aparte de pelos en la cara me creció la conciencia social. Franco era un hijo de puta, y la sociedad española de finales de los 60 y comienzos de los 70 una mierda, un pozo de mediocridad, arbitrariedad y paletismo. Aquello era insoportable.

          Por aquel entonces, a finales del franquismo, todos los partidos políticos, a excepción de la Falange, eran dos cosas: A) Clandestinos y B) Marxistas. Durante los últimos años de la dictadura florecieron un montón de grupúsculos políticos: la LCR (Liga Comunista Revolucionaria), el FRAP (Frente Revolucionario Antifascista y Patriota), el PCE m-l (Partido Comunista de España marxista-leninista), la ORT (Organización Revolucionaria de Trabajadores), el PTE (Partido de los Trabajadores de España)... y muchos más, todos marxistas (incluyendo al por entonces casi inexistente PSOE). Algunos, la mayoría, miraban hacia Rusia; otros lo hacían hacia Cuba y el movimiento revolucionario sudamericano; y también los había maoistas, como el FRAP, grupo con el que tuve una peculiar relación. Pero el partido clandestino por excelencia, el mayoritario, el más y mejor implantado, era el PCE, el Partido Comunista de Santiago Carrillo.

          Sin embargo, aunque todas mis simpatías estaban con aquellos grupos clandestinos, no veía nada claro eso del comunismo. En primer lugar, porque el comunismo propone como forma de gobierno la “dictadura del proletariado”; y, vamos a ver, ¿por qué iba a desear cambiar una dictadura fascista por otra marxista? Lo que yo quería era ninguna dictadura, no un mero cambio de apellidos.

          En segundo lugar, ¿el comunismo funcionaba? Es decir, ¿esa ideología podía generar sociedades estables y funcionales? Los ejemplos con que contaba por aquel entonces invitaban al desánimo. Todos los regímenes comunistas se habían convertido en dictaduras; pero no proletarias, sino absolutamente personalistas (Stalin, Mao, Pol Pot, Ceaucescu, Tito, Castro, etc.). Y no estoy hablando de dictaduras paternalistas, sino de auténticos regímenes de terror, como demuestran las matanzas stalinistas, los jemeres rojos o la Revolución Cultural.

          En cuanto a la economía, la cosa no iba mejor. Todos los regímenes comunistas, sin excepción, sumieron a sus sociedades en la pobreza. Es cierto que la mayoría de los países que adoptaron el comunismo eran ya de por sí pobres, pero también es verdad que ninguno logró salir de la miseria aupado por el marxismo. Rusia, por ejemplo, jamás consiguió cumplir ninguno de sus famosos “planes quinquenales”. De hecho, para alimentar a sus ciudadanos tenía que comprarle trigo a Estados Unidos. La Unión Soviética se derrumbó porque su economía se colapsaba, sobre todo al intentar seguir la carrera armamentística de USA. En resumen: la economía dirigida no funciona.

          No obstante, allá por los 60 nada de esto estaba tan claro. La censura y el hermetismo de los regímenes comunistas impedía que se conociera la realidad de esas sociedades, mientras la propaganda oficial alimentaba la imagen del paraíso socialista. Además, toda la izquierda de occidente había adoptado el marxismo, y no hay peor ciego que el que no quiere ver.

          Pero los hechos acabaron imponiéndose. En agosto de 1968, las tropas del Pacto de Varsovia invadieron Checoslovaquia para acabar con las medidas liberalizadoras surgidas de la llamada Primavera de Praga. Y la izquierda occidental se quedó con el culo al aire. De repente, la Madre Rusia ya no era tan maternal.

          Luego... En fin, luego sucedieron muchas cosas. Entre ellas, que la verdadera historia de los países comunistas comenzó a salir a la luz. El propio PCUS acabó reconociendo las atrocidades de Stalin, y lo mismo sucedió en China con los desmanes de la Revolución Cultural. De repente, el paraíso socialista comenzó a oler a azufre.

          Finalmente, llegó la perestroika, cayó el muro de Berlín, se liquidó la Unión Soviética y los regímenes comunistas se fueron disolviendo, uno a uno, como azucarillos. De hecho, hoy en día sólo quedan cuatro países comunistas: China, Corea del Norte, Vietnam y Cuba (y convengamos que el de China es un comunismo bien raro).

          Recuerdo que a comienzos de los 90 estaba convencido de que el comunismo era una ideología muerta y enterrada. Incluso me daban un poco de penita los viejos dinosaurios del PCE, anclados en un tiempo que, en realidad, nunca existió. Sí, el comunismo se había convertido en un fósil, en una reliquia del pasado, en una idea puesta a prueba, fracasada y desechada.

          Al menos eso creía yo, porque ahora, de repente, me encuentro con una serie de políticos jóvenes –“la nueva política”- que se confiesan, más o menos orgullosamente, comunistas. ¿Cómo es posible? Porque no se trata de una discusión teórica, sino simplemente de leer la historia. Si todos los regímenes comunistas habidos hasta ahora han fracasado, ¿por qué iba a triunfar uno nuevo? Es que todos los intentos anteriores se hicieron mal, dicen, todos se apartaron de la ortodoxia y traicionaron a la revolución. Pero ellos lo harían bien, forjarían el auténtico comunismo.

          No es cierto. No hay forma de conseguir que el comunismo funcione, porque el comunismo parte de planteamientos equivocados. Buenas intenciones, idealismo, pero poco que ver con la realidad. Todos los países comunistas han derivado en totalitarismos, todos han rendido culto a la personalidad, todos han cometido atrocidades, todos han anulado la iniciativa privada, todos han reprimido las libertades. Y esto ha sido así porque todo ello forma parte consustancial del comunismo.

          Sin embargo, los nuevos políticos (o, al menos, algunos de ellos) se declaran comunistas, como si la historia del mundo acabara de empezar. Supongo que viven en un universo platónico, en una caverna de las ideas donde jamás consentirían que la realidad les estropease una buena teoría.

          O quizá sea más sencillo: se es comunista por un acto de fe. Eso situaría el comunismo en el apartado que le corresponde, el de las religiones. Una religión atea, pero religión en cualquier caso.

viernes, septiembre 2

Liberación


 
          ¿Ha sido éste el peor verano de mi vida? Probablemente. Al menos, no recuerdo ningún otro más chungo. Eso de romperse la cadera es una mala idea; no lo hagáis. Porque, ¡zas!, te pegas una costalada y de repente tu vida se reduce, se empequeñece, se estrecha. Yo, que me creía el rey del mundo, he visto mi imperio limitado a la superficie de mi hogar. E incluso en mi propia casa he topado con regiones inaccesibles, como por ejemplo la parte superior del frigorífico, imposible de alcanzar desde una silla de ruedas.

          Qué gran verdad es eso de que sólo valoramos lo que tenemos cuando lo perdemos. No le damos importancia a caminar, ni siquiera pensamos en ello; sencillamente, lo hacemos. Pero un día, como eres gilipollas, vas y te fracturas la cadera, y entonces comprendes que cada vez que damos un paso deberíamos entonar un himno de gratitud:

          ¡Gracias te voy a dar,
          oh divino hacedor,
          por poder caminar
          sin usar andador!

          Porque eso es lo que hago ahora, amigos míos: camino ayudado por un maldito andador, como una abuelita. El gran César, el tonante César, transformado en una versión achacosa de Maggie Smith. Estoy por comprarme un gato y una toquilla...

          En fin, que sí, que vale, que estoy mejor, ya me duele menos (salvo en las sesiones de rehabilitación, que me hacen mucha pupita), la fractura ha soldado bien y poco a poco voy recuperando movilidad, así que dentro de  un par de meses podré volver a bailar claqué. Pero me he quedado sin vacaciones y sin verano, coño. Desde este púlpito le advierto al fatum que está en deuda conmigo.

          No obstante, pese a mi maltrecha cadera, este verano ha ocurrido un suceso portentoso, algo que marcará mi vida para siempre jamás. Veréis, mi hijo Pablo, que está haciendo un master en Barcelona, ha venido a pasar el verano en casa. Pablo es tan bibliómano como yo, pero mucho más ordenado, y un día me arrancó la promesa de permitirle poner orden en mis librerías, Y eso es lo que hemos hecho: ordenar y expurgar dos de mis librerías: la enorme del salón y una de las dos de mi despacho (sólo ligeramente menos enorme).

          El resultado final: me he deshecho de veintitantas cajas llenas de libros, más de mil quinientos tomos. Al principio creía que se me iba a partir el corazón al desprenderme de mis adorados libritos, pero no, qué va; lo que he experimentado ha sido... liberación.

          Los bibliómanos (¿o bibliópatas?) somos como barcos. Y los barcos, ya lo sabéis, tienen que ir periódicamente al dique seco para que les raspen el casco, porque mientras están en el agua se les van adhiriendo moluscos, algas y toda suerte de bichos. Bueno, pues con los bibliómanos pasa lo mismo, solo que en vez de mejillones y lapas, se nos adhieren libros.

          Mientras revisaba mis librerías –cosa que no hacía, al menos a fondo, desde hace más de veinte años-, he descubierto la enorme cantidad de libros que tenía sin tener ningún motivo para tenerlos. Libros que ya había leído y no pensaba volver a leer, libros que no me gustaron, libros cuyo tema me interesó en algún momento, pero ya no, libros que ni dios sabe por qué los compré... Esos libros no hacían más que ocupar espacio y acumular polvo, pero yo los guardaba porque... bueno, porque soy un capullo.

          Pero ya está, he roto las cadenas (gracias a Pablo, justo es reconocerlo). Ahora ya no hay montones de libros sobre el suelo, y mi mesilla de noche ya no está atestada. Pero lo más importante es que ahora, si compro un libro, sé dónde ponerlo, ¡porque hay huecos libres en las librerías!

          Cielo santo, qué placer, qué liberación...

          Ahora sólo falta hacer lo mismo con mi colección de ciencia ficción. ¿Me atreveré? No sé, no sé... Hay tantos sentimientos entrelazados con esa colección, tanta dedicación, tantos recuerdos... Se me parte el corazón sólo de pensarlo... Sería como desprenderse de un hijo...

          ¿Veis cómo estoy loco?