
A finales de los sesenta y principios de los setenta, durante cuatro años, fui alumno de un colegio de “curas”, los Maristas de Chamberí. He puesto “curas” entre comillas porque no son exactamente sacerdotes; se les llama “hermanos” en vez de “padres”, pues, por lo visto, no han hecho todos los votos (o algo así, no conozco muy bien el asunto), de modo que no pueden confesar, ni decir misa, ni muchas de esas cosas tan útiles que hacen los sacerdotes. Son medio curas, por así expresarlo; curas sin licencia para sacramentar.
No puedo decir que guarde muy buen recuerdo de ese colegio. En fin, sí, yo era un adolescente en plena expansión vital y claro que me lo pasé bien muchas veces. Pero no por estar en ese colegio, sino pese a estar en él. Por aquel entonces ya no era creyente y no tardé mucho en convertirme, tras leer a Russell, en un ferviente agnóstico. Aunque, claro, eso, entonces y en un colegio de “curas”, no se iba aireando alegremente. El caso es que, como no creyente, me tocaba mucho las pelotas tener que participar en actos religiosos. Misa los viernes a primera hora, rezar cada tarde un misterio del rosario durante la cuaresma, proyección de películas religiosas, charlas edificantes, rezos y cánticos a mogollón durante el mes de las flores... Con frecuencia cantábamos el himno de los Maristas, dedicado a su fundador, el entonces beato, y ahora por lo visto santo, Marcelino de Champagnat. Así dice la letra:
Pueblen los aires triunfales voces,den los pensiles tributo en flor.
Brisas inquietas llevad veloces
lauros y aromas al Fundador.
Te ofrendamos Padre filial cariño
cual fragante incienso de gratitud.
A tu solio llegan vítores de niños
llega el coro excelso de la juventud.
Padre en cuyo pecho la bondad fulgura
Padre que la senda nos mostró del bien,
fuente es tu enseñanza de simpar ventura
de la obra Marista tú eres el sostén.
Inflamado apóstol de alma noble y pura
sueña mi hondo anhelo coronar tu sien.
Reconozco que durante años ese himno fue para mí un enigma: no entendía un carajo de lo que decía. ¿Qué coño son los “pensiles”? ¿Y un “lauro”? ¿Y qué es eso de que a su “solio” llegan vítores de niños? (suena a marranada) Pero no os perdáis de vista esta frase: “fuente es tu enseñanza de simpar ventura”. Joder, la leo una y otra vez y no acabo de encontrarle sentido. Ahora bien, el himno para mí alcanzaba su punto culminante cuando llegábamos a “de la obra Marista tú eres el sostén”. En ese punto no podía evitar partirme de risa, pues me imaginaba al bueno de Marcelino sujetándole las tetas a una señora muy gorda.
En ese puñetero colegio protagonicé una de las situaciones más ridículas de mi vida. Yo tenía quince o dieciséis años y estaba en clase tan ricamente. Entonces aparece un hermano y pregunta quiénes no habían hecho la confirmación. En un acto de profunda estupidez, levanté la mano junto con la mitad de los alumnos. “Pues hala”, dijo el hermano, arreándonos como si fuéramos ganado; “a confirmaos”. No recuerdo exactamente cómo era la ceremonia de la confirmación. Supongo que habría una misa, pues por aquel entonces en cuanto te descuidabas se marcaban una misa de casi una hora de duración; lo único que sé seguro es que había que confesarse y luego te ponían ceniza en la frente.
Debía de hacer cuatro o cinco años que no me confesaba, así que el asunto me cogió de sorpresa. La retahíla de pecados que usualmente empleaba de niño para confesarme –he insultado a mi hermano, he desobedecido a mis padres, he dicho palabrotas...- no sonaban demasiado convincentes en boca de un adolescente con pelos en los sobacos, así que tenía que buscar otros nuevos. Sabía, por experiencia, que a los curas les encantan los pecados relacionados con el sexto mandamiento, pero por aquel entonces mi única actividad sexual consistía en cascármela obsesivamente, algo que ni bajo amenaza de muerte le confesaría a nadie, por muy ungido de gracia divina que estuviese. De modo que decidí acusarme de tener pensamientos impuros, así en general, pensando que con eso bastaría.
El caso es que, como ya he dicho, los maristas no podían confesar, así que se trajeron a tres curas no sé de dónde (quizá había algún servicio tipo “cura-express” o “el párroco veloz”, vete tú a saber) y nos sentamos en los bancos de la capilla a la espera de que llegara el turno de lavar nuestros pecados. Yo fui de los primeros. Me arrodillé en el confesionario y descubrí que me había tocado un cura viejísimo, un auténtico carcamal. Pero eso no era lo malo: lo dramático era que estaba sordo como una tapia.
Así pues, comencé a contarle en voz progresivamente alta que llevaba mucho tiempo sin confesarme, que había tomado el nombre de Dios en vano, que le había faltado al respeto a mis profesores, que tenía pensamientos impuros... Y ahí la cagué, porque el muy cabrón no se conformaba con una exposición general del asunto: quería detalles y los quería a gritos. Lo malo es que mis pensamientos impuros eran de lo más simple: consistían básicamente en coger una revista guarra y practicar con entusiasmo el vicio solitario; pero ya hemos quedado en que no pensaba confesar que “me tocaba”, así que para explicar en que consistían esos “pensamientos impuros” tuve que inventarme una historia que, por improvisada, debió de sonar de lo más retorcida. Inventármela sobre la marcha y contarla, no lo olvidemos, profiriendo auténticos alaridos. Debió de ser la confesión más pública de la historia.
En fin, no guardo buen recuerdo de ninguno de los hermanos maristas que conocí; todos me parecieron unos impresentables, cada uno a su estilo. Para ser justos, reconozco que en ese colegio, en sexto de bachillerato, recibí clase del mejor profesor que he tenido jamás: don Francisco, que era seglar y creo que tan agnóstico como yo. Él me enseñó a amar a la matemáticas, aunque luego las matemáticas no correspondieran a mi amor. Pero a los “curas” no podía ni verlos.
De hecho, todos sabíamos que había algunos “hermanos” muy sobones. Yo lo sabía de oídas, porque al poco de matricularme en los Maristas sobrepasé el metro ochenta de estatura y en los últimos cursos ya alcanzaba mi actual metro noventa y dos. Es decir, era demasiado alto y grande para despertar pasiones pederastas, así que nadie me metió mano. No obstante, los alumnos menos desarrollados y más sonrosaditos solían ser víctimas de apenas disimulados cacheos libidinosos. Pero, por lo que sé, todo se quedaba en eso: toqueteos.
Hasta que un día -yo estaba en quinto de bachillerato, si mal no recuerdo- hubo un alboroto en el colegio. Gritos, idas y venidas, nerviosismo entre las filas maristas. Nadie nos aclaró nada, por supuesto, pero pronto se corrió la voz: el padre de un alumno había llegado hecho una furia porque el cura se había propasado con su hijo. Nótese que digo cura sin comillas y en singular, porque en el colegio, como los “hermanos” no podían decir misa, había un sacerdote permanente, llamémosle Padre X, un cura de treinta y tantos años de edad que tenía licencia doble cero para impartir toda clase de sacramentos. Y también, por lo visto, para cepillarse a los monaguillos.
No sé qué pasó en concreto. No sé qué le dijo el director del colegio al padre del alumno mancillado, no sé si hubo una denuncia e ignoro si los hermanos maristas ofrecieron alguna clase de compensación a la familia afectada. Lo único que sé es que el Padre X desapareció fulminantemente del centro, siendo sustituido por otro cura doble cero. Y también sé (lo averigüé mucho más tarde) que al Padre X lo trasladaron a un colegio marista de Sevilla, donde prosiguió su admirable labor evangelizadora. En efecto, su único castigo consistió en ser trasladado a otro colegio de otra ciudad. Un colegio, como es natural, lleno de niños.
Eso sucedió hace más de cuarenta años, pero parece que fue ayer, ¿verdad?