
Dedicarse a una actividad creativa supone conocer el manejo de las “herramientas del oficio”; en el caso de la literatura, dominar las técnicas narrativas, la composición de personajes, la arquitectura de la trama, etcétera. Pero eso se aprende, sobre todo leyendo. Se trata de técnicas que pueden verbalizarse, y transmitirse, en forma de principios más o menos generales. Son conceptos racionales. Sin embargo, una parte muy importante del proceso creativo procede del inconsciente; es decir, de zonas de nuestro cerebro sobre las que no tenemos verdadero control.
Con mucha frecuencia, cuando estoy escribiendo, me vienen a la cabeza ideas que parecen brotar de la nada. Se refieren a aspectos parciales de la trama, o al desarrollo de los personajes, o son pequeñas digresiones, o simples fragmentos de diálogo, sutiles detalles que, a mi entender, mejoran el texto y dan sustancia a la narración. Pero, como decía, no sé de dónde vienen esas ideas. No están y, de repente, aparecen, sin que yo les haya dedicado el menor pensamiento consciente previo. Pero de algún sitio tienen que venir, ¿no?... Creo que, durante el proceso creativo, una parte de nuestro inconsciente se dedica a asociar ideas dispares siguiendo algún tipo de patrón (porque si no el proceso sería infinito); luego, tras pasar por una serie de filtros, algunas de esas asociaciones inconscientes –una minoría- se vierten al consciente en forma de “ideas mágicas” listas para ser incorporadas a la materia creativa (o no, porque no todas valen). Bueno, es sólo una teoría; en cualquier caso, estoy convencido de que esas “ideas mágicas”, vengan de donde vengan, no sólo mejoran mi trabajo, sino que conforman en gran medida mi esencia como escritor, la naturaleza de mi narrativa, mi temática, mi estilo. Creo también que lo mismo le sucede a cuantos se dedican a un trabajo creativo, sea cual sea. En realidad, le sucede a todo el mundo en mayor o menor medida. La cuestión es que se trata de un proceso involuntario; no disponemos de un botón que, al pulsarlo, ponga en marcha la máquina de las ideas. A lo sumo, podemos intentar estimular un mecanismo mental inconsciente que ni comprendemos, ni mucho menos controlamos. Ahora bien, dado que se trata de un proceso involuntario, igual que hoy funciona, mañana puede dejar de funcionar. Y esas cosas suceden. El talento, a veces, se extingue.
Dicen que si un matemático no ha hecho un gran descubrimiento antes de los treinta años, ya jamás lo hará. Puede que esto sea cierto para las matemáticas, una ciencia que requiere grandes dosis de abstracción y concentración, algo que quizá sólo una mente joven y fresca puede aportar, pero en general no creo que la edad tenga que ver con el talento o la creatividad. Ahí está Picasso, que no dejó de evolucionar hasta que, a los 91 años, murió. O Kurosawa. O Saramago. O Bach. No, la edad no tiene necesariamente que jugar en contra del talento; a veces ocurre, por supuesto, sobre todo si hay enfermedades de por medio, y sin duda es un factor que influye a la larga, pero no se es más creativo por ser más joven, ni menos por estar con una pata al borde de la tumba. Además, muchas veces el talento se extingue en personas jóvenes o en plena madurez.
Por ejemplo, Joseph Heller. Publicó
Catch 22, su primera novela, en 1961, cuando contaba 38 años de edad.
Catch 22 fue un rotundo éxito de crítica y ventas, convirtiéndose casi en el acto en un clásico americano del siglo XX. Desde entonces, Heller fue absolutamente incapaz de escribir nada que le llegase a la altura de los zapatos a su opera prima. Fue como si hubiese invertido todo su talento en un único libro, quedando seco después. ¿Qué sucedió? ¿El peso del éxito, quizá? Otro ejemplo es Truman Capote. Publicó
A sangre fría, su obra maestra, en 1966, a los 42 años de edad, y desde ese momento prácticamente no volvió a escribir nada reseñable. ¿Se ahogó su creatividad en un mar de alcohol y drogas? Veamos ahora un par de casos distintos, dos escritores de ciencia ficción que se cuentan, sin duda, entre lo mejor del género: Alfred Bester y Robert Silverberg. Durante la década de los 50, Bester produjo una exquisita colección de cuentos y dos novelas que están consideradas obras maestras:
El hombre demolido y
¡Tigre, tigre! Luego, se convirtió en redactor jefe de la revista
Holiday y abandonó la literatura durante tres lustros. Cuando regresó a ella, su descomunal talento se había esfumado, Bester parecía un mal remedo de sí mismo. En cuanto a Silverberg, entre 1967 y 1972 publicó algunas de las mejores novelas que ha dado el género –
El hombre en el laberinto,
Muero por dentro,
Regreso a Belzagor...-: luego, se retiró de la literatura durante ocho años y, cuando regresó, igual que Bester, su talento se había esfumado. El caso de Arthur Conan Doyle es particularmente patético; tras la muerte de su hijo, se volcó en el espiritismo y acabó defendiendo la existencia de las hadas. Esa “conversión” se tradujo en una lamentable pérdida de calidad (y cordura) en su producción literaria.
El cine también nos proporciona unos cuantos casos de talentos marchitos. Ridley Scott, por ejemplo. Sus tres primeras películas fueron
Los duelistas,
Alien y
Blade Runner. ¿Qué puede esperarse de alguien con una obra semejante? Genialidad en estado puro, claro. Bueno, pues no; su cuarta película fue la fallida
Legend y luego se dedicó a dirigir chorradas como
La tormenta blanca o
La teniente O’Neil. Desde entonces, Scott no ha levantado cabeza (artística, porque comercial sí) con la posible excepción de la muy tramposa
Thelma y Louise. Es más, incluso cuando se corrige a sí mismo se equivoca, como demostró con el “montaje del director” de
Blade Runner sugiriendo al final de la película que Deckard es también un replicante. Es decir, convierte el drama de un hombre que se enamora de alguien que no existe en una tonta fábula de dos robotitos que simulan enamorarse. ¿Cómo es posible que la persona que comenzó su carrera dirigiendo tres obras maestras (o casi) haya acabado convirtiéndose en un director tan vulgar?
Hay más ejemplos, por supuesto. Walter Hill inició su carrera como director con títulos tan notables como
El luchador,
Driver,
Los amos de la noche o
La compañía, thrillers estilizados y violentos dotados de una épica muy particular. Y de pronto, tras el éxito de
Límite: 48 horas, comenzó a dirigir chorradas tipo
Danko, color rojo o
El último hombre, hasta que prácticamente dejó de dirigir. Una promesa incumplida, igual que lo fue John McNaughton, quien con su primera película, esa obra maestra que es
Henry, retrato de un asesino, parecía la gran esperanza blanca del cine norteamericano, pero al final no ha hecho nada de nada. Aunque el ejemplo más lamentable de todos es Francis Ford Coppola. Porque, vamos a ver, estamos hablando del tipo que dirigió
Llueve sobre mi corazón,
El Padrino,
La conversación,
El Padrino II,
Apocalipse Now,
Corazonada o
Rebeldes, y ese genio mayúsculo, de repente, se pone a dirigir películas tan tontas como
Peggy Sue se casó y
Jack, o tan insulsas como
Cotton Club y
Jardines de piedra. Es para echarse a llorar.
Estoy seguro de que en el mundo de la música sucede lo mismo, pero como mi incultura musical es tan vasta (y tan basta), no puedo poner muchos ejemplos. De hecho, sólo puedo poner uno, aunque eso sí, muy nuestro: Juan Manuel Serrat. Un excelente cantautor con una impresionante discografía hasta que alcanza el punto culminante de su carrera con
Mediterráneo. Luego... ¿Recuerdas alguna canción del último disco de Serrat? Yo tampoco.
En fin, no se trata de llenar este post de ejemplos. El caso es que a veces el talento se extingue, como una luz que agoniza. No tiene nada que ver con la edad, ni con las circunstancias, ni con el fracaso o el éxito; puede que en ocasiones ni siquiera haya una razón objetiva para que la creatividad se esfume. Lo único cierto es que cuando el talento desaparece, ya no regresa jamás.