martes, septiembre 24

Dos libros



            Hace mucho que no hablamos de libros; lo cual no deja de ser paradójico, siendo mi profesión la que es. Y mi apellido, si vamos a eso; porque el primero de los dos libros que quiero comentaros tiene que ver con un Mallorquí que no soy yo, sino el genuino, el auténtico, el original: mi padre.

            La editorial Cátedra, en su excelente colección Letras Populares, acaba de publicar El Coyote, una edición especial con motivo del centenario del nacimiento de José Mallorquí, como reza la faja de portada. El tomo incluye dos novelas de la colección, El Diablo en Los Ángeles y Don César de Echagüe; ambas anotadas por Ramón Charlo –quizá el mayor experto en la obra de mi padre-, que también aporta una larga introducción sobre el personaje y su autor. La edición se completa con dos prólogos, uno de Luis Alberto de Cuenca y otro mío, y con una semblanza sobre mi padre escrita por mí: José Mallorquí: El hombre tras la máscara. Vamos, todo un lujo.

            Por cierto, el próximo domingo se clausura la exposición Hoy es Ayer. Colección Eguidazu de Literatura Popular, en la Casa del Lector del Matadero de Madrid. Se trata de una enorme colección de novelas populares que el especialista Fernando Eguidazu le ha cedido a la Casa del Lector. Una parte muy importante de la muestra está dedicada a El Coyote y a mi padre. A partir de la semana que viene, la colección se trasladará a Peñaranda de Bracamonte, pero aún estáis a tiempo de visitarla en Madrid. Vale la pena (siempre y cuando os interese la cultura pulp, por supuesto).

 


            El segundo libro es Moby Dick. La atracción del abismo. Un estudio gráfico y literario sobre la obra maestra de Herman Melville. Está publicado por Ilarión en su colección Graphiclassic y, según la propia editorial, se trata de: “un extenso estudio gráfico y literario de una de las figuras más temidas del océano. La obra está divida en tres partes, siendo la primera concerniente al origen de la leyenda y su autor, y valiosos apuntes de su vida, para entender mejor su génesis. La segunda parte profundiza más en Moby Dick, interpretaciones, leviatanes marinos, enigmas del mar o misterios sin resolver. La última parte consta de todas las representaciones artísticas del gigante del mar, desde ilustraciones hasta adaptaciones cinematográficas pasando por cómics o pinturas del siglo XIX”.

            Entre los múltiples autores incluidos en el libro, cabe destacar a José Carlos Somoza, Fernando Savater, Arturo Pérez Reverte, Luis Conde, Raúl Guerra Garrido, Manuel Hidalgo o Juan Madrid. A mí me regaló un ejemplar mi buen amigo Luis Conde (con quien me encontré en la inauguración de la exposición antes citada), y  la verdad es que se trata de un trabajo estupendo, sobre todo en lo que respecta a la parte gráfica. Si amáis el género clásico de aventuras, este libro es una joya.

 

lunes, septiembre 16

No lo pienses: cópialo



            A comienzos de este año (o finales del pasado) se puso en contacto conmigo, a través del e-mail de Babel, un hombre –le mantendré en el anonimato- solicitándome fotografías de mi padre para una conferencia que iba a dar con motivo del centenario de su nacimiento. Siempre he colaborado con cualquier actividad destinada a mantener viva la memoria de mi padre, así que le envié diligentemente las fotos solicitadas. Meses después, el individuo en cuestión me mandó un mail invitándome a visitar su blog, donde acababa de colgar el texto de su conferencia. Lo visité, leí el texto y me quedé con la boca abierta.

            Veréis, en 2001 escribí una semblanza sobre mi padre, “José Mallorquí: El hombre tras la máscara”, que se publicó en el libro La novela popular en España, de Ediciones Robel. Años después, colgué ese texto en El scriptorium de Babel, para que estuviese a disposición de todo el que deseara consultarlo. Porque quería que hubiese una fuente fiable de datos biográficos sobre mi padre.

            Pues bien, cuando leí la conferencia de aquel desconocido descubrí que más de la mitad del texto procedía de mi semblanza. Y no, no me refiero sólo a los datos; estoy hablando de párrafos completos que habían sido copiados literalmente. Aquello era un cortipega de mi semblanza. Me quedé de piedra, pero lo que más me sorprendió es que el buen conferenciante me invitara a leer su texto confiado en que me gustara. ¿Cómo no me iba a gustar si lo había escrito yo?

            Hace unos meses, leí un artículo sobre mi padre en cierta publicación. De nuevo, el autor había entresacado y copiado párrafos completos de mi semblanza; sin entrecomillarlos ni citar su procedencia.

            Hoy mismo, por pura casualidad, he entrado en un blog –no diré cuál- y he leído un post sobre el autor de ciencia ficción Cordwainer Smith. Y de nuevo me he quedado boquiabierto. Porque, veréis, en 2006 escribí en Babel un post (en realidad dos) sobre Cordwainer Smith, prestando especial atención a su relato Alpha Ralpha Boulevard. Pues bien, la entrada del blog que he visto hoy no solo copiaba la estructura y los argumentos de mi texto, sino que reproducía literalmente párrafos completos. Sin citar mi nombre, por supuesto.

            Esto último me ha dejado perplejo. Se supone que uno pone un blog para exponer sus ideas. Entonces, ¿qué sentido tiene copiar las ideas –y las palabras- de otra persona? Es como esa gente que juega al ajedrez en Internet usando un programa. No juegan ellos, sino el programa; entonces, ¿para qué pierden el tiempo haciendo trampas? ¿Para molar?

            En cierta ocasión, una de mis editoras me comentó que algunos autores de literatura juvenil habían comenzado a imitarme. De hecho, conocí a uno de ellos, que me confesó con toda sinceridad que se inspiraba en mi forma de concebir el género. Eso lo entiendo, es natural y lógico. Yo mismo he llegado a la conclusión de que la forma en que enfoco la literatura juvenil está muy influida por las novelas juveniles de Robert Heinlein. Comprendo que uno se inspire en el estilo, los recursos, la estructura, incluso los argumentos de otro autores, pero... ¿copiar las palabras?

            Pongamos el caso de un plagio famoso: Sabor a hiel, de Ana Rosa Quintana. Aunque en realidad fue escrito por un negro, el periodista (y ex-cuñado de la “autora”) David Rojo. Pues bien, se demostró que el señor Rojo había copiado párrafos completos de tres autoras: Ángeles Mastretta, Colleen MacCullough y Danielle Steele. Recuerdo que, en su momento, leí algunos de los textos plagiados y, sinceramente, no lo entendí; porque muchos eran meros pasajes de transición, párrafos sin apenas importancia. ¿Por qué plagiar eso?

            Vamos a ver, si yo tuviera que plagiar un libro, copiaría el argumento, la estructura, los personajes y, quizá, alguna figura especialmente brillante; pero no las palabras. En primer lugar, porque si plagias literalmente estás haciendo oposiciones a que te pillen. Pero, sobre todo, porque para mí sería mucho más rápido y cómodo escribir con mis propias palabras que andar cortipegando.

            Por tanto, deduzco que tanto para David Rojo como para esos escritores que me han plagiado, resulta más sencillo cortar y pegar que reescribir. Quizá porque tengan dificultades a la hora de escribir. De hecho, es asombroso lo mal que escribe la gente (universitarios incluidos). Y no estoy hablando de escritura literaria, sino del simple acto de exponer por escrito una idea. Por lo general, la gente se embrolla, maneja de forma confusa los conceptos y destroza la sintaxis (eso por no mencionar la ortografía).

            En cierta ocasión, dando una charla sobre los malos usos del lenguaje, una de las asistentes me preguntó qué había que hacer para tener un estilo. Yo le contesté: “Si escribes con claridad, orden y sencillez, ya tienes un estilo”. Todo lo demás vendrá a partir de eso.

            ¿Por qué escribe tan mal la gente? En parte, por supuesto, por los bajos índices de lectura de nuestro país. Pero hay algo más. Yo creo que quien escribe de forma confusa y desordenada, en el fondo es porque piensa de forma confusa y desordenada. A fin de cuentas, escribir no es más que reproducir pensamientos mediante un código de símbolos. Si los pensamientos son confusos, la reproducción simbólica también lo será.

            El problema proviene, creo, de la educación que hemos recibido; una educación basada más en la acumulación de datos que en el procesado de esos datos. Ayer mismo, mi hijo Pablo me comentó el caso de un profesor de filosofía que tuvo en el colegio. Mi hijo le adoraba, pero los demás alumnos le detestaban. Porque en vez de seguir el temario y hacerles aprender listados de filósofos y obras, les planteaba cuestiones filosóficas, les obligaba a pensar. Y por lo visto, eso, que te obliguen a pensar, es casi una forma de maltrato.

            En nuestro país no hay clubes de debate, ni se practica el debate en los colegios. Tampoco los ejemplos de debate público que transmiten los medios de comunicación son un ejemplo a seguir. Y basta con echar un vistazo a cualquier foro de Internet para comprobar lo que no debe ser un debate y sí un gallinero. Menciono esto porque el debate, la discusión, es una buena forma de clarificar y ordenar las ideas. Un debate de nivel es como una esgrima de argumentos y contraargumentos; por desgracia, en nuestro país el debate se parece más a una pelea callejera, con gritos, insultos, descalificaciones y ocasionales patadas en los huevos.

            En nuestro sistema educativo no se enseña a pensar, a razonar con orden y claridad, ni por supuesto a escribir con corrección. Tampoco se enseña filosofía de la ciencia, ni ética, ni el pensamiento crítico. Supongo que no interesa. Y no solo es el sistema educativo; es toda nuestra sociedad, nuestros confusos y desordenados valores, nuestra incapacidad para distinguir entre lo superfluo y lo importante, entre la imagen y la realidad.

            Quizá por eso hay tantos que, a la hora de crear algo propio, sólo saben usar la función de copiar y pegar del procesador de textos.

            Volviendo al tema inicial de este post, alguien dijo que cuando un autor plagia a otro, en realidad está confesándole su admiración.

            Como tal me lo tomo.

lunes, septiembre 9

Los juegos de Anita


 
            Ya está, se acabó; hemos despertado bruscamente del sueño olímpico, y es terrible salir de un sueño bonito para encontrarte de nuevo con la cruda realidad. Eso, claro está, siempre que consideres un sueño bonito organizar los JJOO, algo que, para ser sincero, yo no comparto.

            Lo que no dejo de preguntarme es por qué narices se habían despertado tantas expectativas; de  hecho, empiezo a pensar que la gente del PP se cree su propia propaganda barata. Vamos a ver, desde el momento en que supe que las ciudades en liza eran Tokio, Estambul y Madrid, tuve absolutamente claro que el pastel se lo iban a llevar los japoneses. ¿Porque soy clarividente? ¿Porque soy más listo que nadie? Pues no; sencillamente por sentido común y dos poderosas razones: 1. Las Olimpiadas de 2020 le tocaban a Asia (desde luego, no a Europa). 2. Tokio tiene mucha pasta; Estambul y Madrid, no. Lo que no me esperaba, claro, es que Madrid quedara por detrás de Estambul...

            Por otro lado, la propuesta madrileña al COI no podía ser más... no sé si decir cándida o absurda: organizar unos juegos austeros. Genial. Vamos a ver; los JJOO son una gran fiesta, un sarao que patrocina el COI sin poner un puto euro (y sacándole mucho dinero), pero decidiendo quién lo organiza. Y van y llegan unos tipos y dicen que quieren montar el tinglado ellos, pero sin gastar demasiada pasta, dando ejemplo de sobriedad. La cubertería será de plástico, los vasos y platos de papel, el vino de garrafón, los langostinos congelados y para animar el cotarro traeremos a Las Ketchup y a John Cobra. Luego llegan unos tipos de ojos rasgados con los bolsillos llenos de pasta y dicen que, si se encargan ellos, la vajilla será de Sèvres, la cubertería de plata, el menú servido por un tres estrellas Michelin y las actuaciones entre lo más selecto del show business internacional. ¿A quién le concederíais vosotros la organización de la fiesta? Pues eso.

            Y luego está la extraordinaria actuación de nuestros políticos, comenzando por la inefable Anita Botella, que tan gratos momentos de humor nos ha proporcionado. La verdad es que se ha superado con ese emotivo discurso en spanglish, tan sobreactuado y tan macarrónico, y con ese no comprender las preguntas que le formulaban en inglés, hablando de infraestructuras (y dando dos porcentajes distintos sobre las ya construidas), cuando le preguntaban por el paro. Para troncharse de risa... aunque a mí no me hace ni pizca de gracia.

            Cuando veo a alguien haciendo el ridículo, siento una profunda vergüenza ajena, no me divierto. Sólo he disfrutado viendo hacer el ganso al marido de Anita, porque le detestaba y le despreciaba. Pero a Anita sólo la desprecio, así que cuando la veo revolcándose en el fango del ridículo, lo que me entran es ganas de decirle que deje de intentar jugar a un juego que le viene grande, y que se vaya a dar una vuelta por el barrio de Salamanca, que es su ecosistema natural.

            El problema es que esas imágenes que muestran a una maruja inculta con el pelo frito haciendo el ridículo mientras habla inglés como Chiquito de la Calzada, esas imágenes, insisto, las ha visto todo el mundo. Para mucha gente, España es esa mujer. Ella nos representaba a todos, lo queramos o no. ¿Marca España? No, España marcada por el sonrojo.

            Por cierto, he leído comentarios de gente que, a quienes se burlaban del ridículo inglés de Anita, les preguntaban si ellos lo harían mejor. Vale, es cierto que la mayor parte de los españoles no hablamos ni papa de inglés. Pero la mayor parte de los españoles no somos políticos, ni alcaldes de la capital, ni representamos mundialmente a nuestro país. Y, sobre todo, la mayor parte de los españoles no contamos con los medios que contaba Anita. Porque, conociendo con tanta antelación la fecha de ese discurso, ¿no podía haberlo ensayado, con ayuda de fonopedas, logopedas o lo que sea, hasta pronunciarlo medianamente bien? Y ya puestos, ¿no podría haberlo leído en español? Aunque, ¿para qué?; una persona como Anita, que ha logrado ser alcaldesa sin haber sido votada, debió de pensar que también podía dominar el inglés sin haberlo estudiado jamás. Qué atrevida es la ignorancia...

            Pero da igual; aunque Anita hubiese leído su discurso con el bien timbrado acento de Judi Dench, aunque hubiese contestado correctamente a lo que le preguntaban, aunque Madrid hubiera estado dispuesto a gastarse el oro y el moro, no nos habrían dado los juegos. Porque no nos los merecemos. España es un país en bancarrota financiera, un país sin ninguna influencia internacional, un país inmerso en una profunda crisis de corrupción política, un país con la mayor tasa de paro de Europa, un país con sospechosos antecedentes de dopaje deportivo, un país que cada vez cuenta menos. ¿Por qué, entonces, nos iban a dar los juegos? ¿Por caridad?

            Uno de los miembros del COI comentó, después de la votación, que España no había sido votada por su bien, para que dedicara el dinero de los juegos a combatir el paro. Un comentario condescendiente, sin duda; pero lamentablemente cierto.

            Llamadme antiespañol y traidor (no sería la primera vez), pero yo me alegro de que no nos hayan dado los juegos, y me alegro de que la derrota haya sido tan humillante. Por tres razones:

            1. ¿Son rentables los JJOO? Pues depende. Por ejemplo, se calcula que Barcelona 92 ha generado, a la larga, un beneficio de unos 12.000 millones de euros. Pero eso se debió a una profunda remodelación urbana y a una certera campaña de imagen que la convirtió en lo que no había sido hasta entonces: uno de los principales destinos turísticos mundiales. Los Ángeles 84 también fue muy rentable, porque lo mercantilizaron todo.

            Por el contrario, las Olimpiadas de Montreal, Atlanta y Atenas fueron un desastre económico que dejaron a esas ciudades sumidas en montañas de deudas. ¿Puede Madrid, la ciudad más endeudada de España, asumir ese riesgo? A mi modo de ver no, porque Madrid no admite ninguna reforma urbana sustancial, y porque Madrid ya es desde hace tiempo uno de los principales destinos turísticos del mundo. ¿Cómo, entonces, rentabilizar un gasto tan enorme? Organizar los JJOO habría sido un caprichoso despilfarro que no podemos permitirnos.

            2. Al irse los JJOO, también se aleja (aunque sólo sea un poquito) la posibilidad de que el megaputiclub Eurovegas se asiente en Madrid. Esta ciudad ya me abochorna demasiado; no necesito más motivos.

            3. No nos engañemos. ¿A qué tanto bombo institucional con las Olimpiadas? Pues a que Rajoy y su panda calculaban que, si nos llevábamos los juegos, la gente se olvidaría de Bárcenas y la Gurtel, y tomaría con mejor ánimo la desastrosa gestión económica del gobierno. Y a que Anita, con los juegos en la mano, a lo mejor tenía alguna oportunidad de ser la próxima candidata a la alcaldía que Gallardón le regaló.

            Pues no, que les den. Ya no se pueden gastar (más) nuestro dinero en intentar lavar sus vergüenzas. Bravo por los japoneses. No obstante, ¿cuánto ha costado esta ridícula candidatura? ¿Cuánto se han gastado en vídeos promocionales, viajes, publicidad y mamoneo? No lo sé, pero mucho. Y estoy seguro de que ese dinero habría estado infinitamente mejor invertido en sacar del paro a unos cuantos investigadores, profesores o profesionales de la medicina.

            En cualquier caso, me gustaría poder decirle a Anita que no se preocupe. Madrid no vale para unas Olimpiadas, de acuerdo; pero ¿qué me dice del campeonato del mundo de petanca? O de soka-tira, o de lanzamiento de troncos, o de bolos cántabros... No, no, mucho mejor; dada la innegable pericia de nuestros políticos para inventarse la realidad, ¿por qué no la Copa Mundial de Quidditch?

lunes, septiembre 2

Emisoras de números



             Todo pasa y todo queda, 
            pero lo nuestro es pasar,
            pasar haciendo caminos,
            caminos sobre la mar.

            Eso decían Machado y Serrat, probablemente refiriéndose a las vacaciones (y a las actividades acuáticas). Todo pasa, sí, incluso las vacaciones; al menos, las mías. Como sabéis –y si no lo sabéis os lo cuento-, Pepa y yo no solemos ir a un sitio fijo, sino que hacemos largos tours en tres o cuatro etapas. Este año hemos ido a Portugal (Lisboa y Coímbra) y luego a Galicia (Baiona y Padrón).

            No conocía Lisboa, ¿os lo podéis creer? Me habían hablado mucho de ella, de lo bonita y romántica que es; pero, la verdad, me ha decepcionado un poquito. Tiene rincones preciosos, sí, y algunas zonas rezuman tipismo, pero en general la ciudad me ha parecido un poquito... digamos que cochambrosilla. Por el contrario, Sintra me encantó; el Palacio de la Pena es alucinante; estoy seguro de que el arquitecto (el alemán Von Eschwege) se tomó un par de ácidos antes de diseñarlo. Y también me gustó un montón Coímbra; sobre todo la vieja universidad.

            De Galicia ¿qué puedo deciros que no sepáis? Me encanta esa tierra, tan hermosa, tan verde, tan misteriosa... Aunque ahora es menos misteriosa que antes, porque no os podéis imaginar cuánto ha mejorado la red de carreteras. Varias autovías la recorren de norte a sur y de este a oeste, y las carreteras secundarias están en bastante buen estado. Se llega rápido a cualquier sitio.

            Antes (no hace mucho), internarse en las carreteras gallegas parecía una aventura, porque eran estrechas, con trazados hipersinuosos y firme en pésimo estado. Chungo; la muy deficiente red de comunicaciones sumía en el aislamiento a la región. Pero, al mismo tiempo, ese aislamiento hacía que se conservasen, en más medida que en el resto de España, cierto tipo de vida, ciertas costumbres, ciertas tradiciones. La viejísima cultura rural, en definitiva. Y sé lo que digo, porque aparte de haber viajado mucho por Galicia (desde 1966), hice la mili allí en 1980; primero en Pontevedra y después en La Coruña. Y mi querida Pepa es gallega.

            Sí, Galicia ha perdido misterio, y un buen ejemplo es la iglesia de Santa María a Nova (s. XIV), de Noia. El templo está en pleno casco urbano, rodeado por un viejo cementerio, y es de estilo gótico marinero; pero lo que importa no es tanto la iglesia como lo que hay (o había) en el cementerio: las famosas Laudas de Noia. Se trata de lápidas, por lo general muy toscamente talladas, que datan de los siglos XIV al XIX. Algunas contienen marcas heráldicas, otras marcas gremiales (marineros –anclas-, sastres –tijeras-, carpinteros –hachas-, etc.)... y otras unos extraños símbolos que constituyen el auténtico misterio. Son lápidas sin nombre ni fecha; en ellas sólo aparecen diversos signos, algunos muy complejos, imposibles de interpretar.

            Visité por primera vez Santa María a Nova a mediados de los 80, de la mano de la Guía de la España mágica de Juan G. Atienza. Por entonces, las laudas estaban en el exterior, desordenadamente apoyadas contra los muros del cementerio o, sencillamente, amontonadas. Pero la antigüedad del lugar, su decadente abandono y aquellos enigmáticos signos, creaban un aura  mágica de lo más sugestiva.

            Este verano, al volver a Santa María a Nova, me he encontrado con que muchas de las laudas se exhiben ahora en el interior de la iglesia, expuestas de forma ordenada en grupos de tres. El problema es que en la exposición hay muchas laudas heráldicas y gremiales, y muy pocas con las marcas misteriosas (que eran el núcleo de la magia del lugar). Además, unos letreros afirman que eso signos enigmáticos son marcas familiares, lo que, hasta donde yo sé, no es más que una hipótesis (no del  todo convincente, porque si son marcas familiares hereditarias ¿por qué los signos de todas las laudas son diferentes entre sí? ¿Y por qué esas supuestas marcas familiares sólo aparecen en lápidas?).

            En fin, sin duda las laudas están ahora más protegidas que antes y pueden verse mejor. Eso es positivo; pero Santa María a Nova ha perdido magia, igual que Galicia. Todo, incluso lo bueno, debe pagar un precio.

            Y, hablando de misterios, este verano he resuelto uno; pero de la forma que a mí más me gusta: he resuelto un misterio para dar paso a otro mayor. Os voy a contar algo que me sucedió hace mucho tiempo.

            Ocurrió hará entre ocho y diez años, al anochecer. Yo estaba en mi despacho, navegando por Internet, cuando metí la pata, hice algo que no debía haber hecho, y acabé con la pantalla en negro; o, mejor dicho, en gris oscuro, sin ninguna imagen ni símbolo. Era como si el ordenador se hubiese colgado. Pero no, no estaba colgado, porque de pronto una voz comenzó a sonar en los altavoces. Era una voz de mujer que, en tono pausado, recitaba en inglés una larguísima serie de números. 137, 416, 58, 212, 75, 308... Me estoy inventando las cifras, pero era más o menos así. Permanecí un rato escuchando, pero como aquello era muy monótono, acabé saliendo de allí, de dónde quiera que estuviese, y volví a mis asuntos. Sin embargo, aquello se me quedó grabado en la memoria: ¿qué demonios era esa voz recitando cifras?

            Pues bien, este verano, leyendo una novela (de la que os hablaré en breve), lo he descubierto. Veréis, durante la Guerra Fría (en realidad mucho antes, pero no viene al caso) existía algo llamado “Emisoras de Números”. Eran emisoras de onda corta, de origen desconocido, que, a determinadas horas, transmitían voces leyendo secuencias de números. Se trataba, claro, de mensajes encriptados que los diferentes servicios de inteligencia (KGB, CIA, MI6...) dirigían a sus agentes encubiertos.

            Algunas de esas radios fantasma comenzaban su actividad con una sintonía que, a la larga, acabó dándoles nombre, como por ejemplo la emisora Lincolnshire Poacher, probablemente operada por el MI6, que iniciaba su actividad con los primeros compases de la canción popular inglesa de ese nombre, o la emisora Magnetic Fields, que utilizaba esa pieza de Jean Michel Jarre.

            Estoy hablando en pasado, de la Guerra Fría, pero lo cierto es que las emisoras de números siguen existiendo y actuando. Pero se han pasado a las nuevas tecnología; según he leído en la web de Kriptopolis.org, las emisoras de números, además de en onda corta, también emiten ahora por Internet.

            Y yo, por pura casualidad, caí en una de ellas. La cuestión es: ¿quién la operaba? ¿Los chinos, los yanquis, los rusos, los ingleses...? Jamás lo sabré; pero, demonios, cómo me gustan los misterios...

            Feliz retorno de vacaciones, amigos, romanos, merodeadores todos.