sábado, agosto 9

Verano




            Este año, al menos en Madrid, lo que llevamos de verano ha sido raro. El calorazo se retrasó mucho y, cuando por fin llegó, lo hizo de forma intermitente; dos o tres días de calor, luego refrescaba y vuelta a empezar. Ahora llevamos más de una semana de solanera, pero aun cuando hace mucho calor, no es ese calor achicharrante tan propio del verano madrileño; ese calor que suele derretir el asfalto, las mentes y los corazones a principios de agosto. Mejor así, ¿no? No obstante, tengo la no demasiado tranquilizadora sensación de que las estaciones se están desplazando. El verano climatológico comienza y acaba más tarde, y lo mismo sucede con el otoño y el invierno. Con la primavera no lo sé, porque en Madrid no suele haber primaveras. ¿El cambio climático o una falsa impresión? Ni idea.

            ¿Cuál es la estación del año que más os gusta? A mí todas; de hecho, lo que más me gusta es vivir en una zona del planeta donde se producen sensibles cambios estacionales. No obstante, siento debilidad por el otoño. Porque es una estación visualmente bonita, meteorológicamente agradable y emocionalmente melancólica. Pero si me hubieran preguntado lo mismo cuando era niño o jovenzuelo, mi respuesta habría sido otra: el verano. Esas larguísimas vacaciones escolares, ese tiempo dilatado... Durante la infancia, el tiempo se percibe más lento; las tardes de verano duraban siglos y el verano en sí era infinito. Una luminosa época de promesas y prodigios.

            No sé si os sucede a vosotros, pero en mi caso las emociones derivadas de ciertas cosas (como por ejemplo las estaciones) provienen directamente de las impresiones de la infancia y la primera juventud. Por ejemplo, cuando era niño (estamos hablando de los 60) en mi casa se compraba el Selecciones del Reader's Digest, y en esa revista, al llegar el verano, Nescafé insertaba un publirreportaje con bebidas de verano hechas con eso, con Nescafé. Era una serie de bodegones de ambientación veraniega acompañados de las recetas de las diferentes mezclas. Pues bien, uno de esos bodegones lo tengo grabado en la memoria. Un fondo de arena de playa, una toalla y, encima de ella, la copa con la bebida en cuestión. Y, lo más importante, la luz entrando en hileras paralelas, como si atravesase una persiana o un baldaquino de chamiza.

            Eso es para mí el verano: intensa luz del sol entrando en hileras. Y no es de extrañar. En mi casa, para atemperar el calor, se bajaban las persianas durante el día, pero dejando huecos entre las lamas para que se colara algo de luz. Luz en hileras. Verano.

            Paradójicamente, otra poderosa asociación con el verano es, para mí, lo contrario de la luz: la noche. Veréis, de pequeño, durante el periodo escolar, tenía que acostarme a la 22:30 como muy tarde. Durante los fines de semana me dejaban hasta la medianoche. Pero en verano, amigos míos, me permitían acostarme cuando me viniese en gana. Puede que no fuese una educación muy ortodoxa por parte de mis padres, pero a mí me encantaba.

            Una de las cosas que hacía con frecuencia por la noche era sentarme junto al gran ventanal del salón y ponerme a leer una novela de ciencia ficción, aunque alternaba la lectura con la observación de lo que sucedía en la calle. Por aquel entonces, todas las casas tenían porteros que vivían en el edificio con sus familias. En verano, después de cenar, sacaban una sillas a la calle, junto al portal, quizá una mesa, un botijo y alguna botella de vino o anís, y se ponían a charlar al fresco (es un decir). Así que había varias tertulias en varios portales. A partir de la una de la madrugada o así, cuando los porteros y sus familias se habían retirado, aparecían los regadores. Conectaban sus largas mangueras a las tomas de agua que había en las aceras y limpiaban la calle a manguerazos. El agua se evaporaba rápidamente, saturando la por lo usual seca atmósfera de humedad. Y entre tanto, periódicamente, se escuchaban los golpes de chuzo que daba el sereno durante su ronda (¿Todo esto os parece prehistórico? Claro, porque lo es).

            Pues bien, desde la atalaya de mi ventanal yo contemplaba el escenario nocturno con curiosidad y una confortable sensación de calidez. Pero lo mejor venía luego, cuando las calles se quedaban totalmente vacías. Me parecía mágico, como atisbar un universo paralelo. El silencio, la oscuridad matizada por el resplandor de las farolas, los insectos revoloteando en torno a ellas, el lejano sonido de las campanas de alguna iglesia, quizá los ladridos de un perro en la distancia... Sumergirme en el corazón de la noche, no sé por qué, me hacía sentir bien.

            Supongo que fue entonces cuando me convertí en el bicho nocturno que siempre he sido. El caso es que esas son las asociaciones que me sugiere el verano: luz en hileras y la noche. Hay más, por supuesto, pero creo que esas se cuentan entre las más remotas.

            Más de una vez he comentado aquí que, con los años, vamos perdiendo la capacidad de “sentir” nuestro entorno. Cuando yo era jovenzuelo sentía el verano (y el resto de las estaciones; todo en realidad) en cada una de las células de mi cuerpo, me armonizaba con las impresiones externas, me fundía con ellas. Ya no; al menos, no automáticamente. Es como si estuviera anestesiado y no pudiera sentir. Quizá en ello también tenga algo que ver mi trabajo de escritor; estoy tan acostumbrado a vivir en mi interior que a veces pierdo contacto con el exterior. Pero, en general, creo que a partir de cierto momento vital nuestra mente está siempre en otra parte y dejamos de prestar atención a las pequeñas cosas que suceden a nuestro alrededor.

            No obstante, una mañana hará cosa de un mes, mientras circulaba en coche por el barrio de Chamberí (mi viejo barrio), de repente, sentí el verano en toda su dimensión emocional. No sé por qué, quizá por algún olor, o por algo que vi o recordé; el caso que súbitamente entré en armonía con todo lo que me rodeaba. Fue una epifanía de lo más exultante.

            Qué tontería, ¿verdad? Sin embargo, entrar en armonía con el mundo es la esencia de la mística, ¿no? Por menos de eso Santa Teresa de Jesús escribió tropecientas poesías.

            En fin, vaya rollazo. En realidad, esto no ha sido más que un pretexto para despedirme, momentáneamente, de vosotros y desearos unas felices vacaciones. Durante las dos próximas semanas estaré ausente de Babel; al menos en lo que a entradas se refiere. Luego, volveremos a encontrarnos descansados y fresquitos.

            Feliz verano, amigos.

jueves, agosto 7

Abracadabra


 
            Me fascina el ilusionismo. Como a todo el mundo, supongo, pues ésa es la razón de ser de la prestidigitación: asombrar. Me gusta en particular la llamada “micromagia”, o “magia de proximidad”; es decir, la que se realiza a corta distancia del espectador, mediante cartas, monedas, bolas, etc. El tipo de magia que practica Juan Tamariz, para entendernos

            Mucha gente cree que el secreto de esta clase de ilusionismo reside en la agilidad manual del mago. A fin de cuentas, la palabra “prestidigitación” viene del latín prestus digitus, que significa “dedos rápidos”. Y es cierto, la habilidad manual del ilusionista es fundamental; pero no es la habilidad más importante.

            Hace poco, leí un libro de lo más interesante: Engañar a Houdini, de Alex Stone (Debate, 2014). En él, el autor narra el largo proceso que siguió para convertirse en ilusionista. Y os puedo asegurar algo: hace falta más tiempo, trabajo, dedicación y empeño para ser ilusionista que para ser neurocirujano. Pero bueno, a lo que íbamos: El autor, Stone, afirma que la principal herramienta del mago es su habilidad para dirigir la atención de los espectadores hacia donde él quiera. El ilusionista consigue que mires su mano derecha mientras que con la izquierda hace algo que no ves.

            De hecho, últimamente la neurobiología se ha dedicado a utilizar el ilusionismo para estudiar la percepción humana y las formas en que es engañada. En España se han publicado varios libros al respecto, como por ejemplo Los engaños de la mente, de S. L. Macknik y S. Martínez-Conde (Destino, 2012).

            Vale, ahora voy a hablar del molt honorable Jordi Pujol, uno de los próceres del nacionalismo catalán y fundador del partido Convergencia Democrática de Cataluña, que actualmente lidera, junto con Esquerra Republicana, el movimiento independentista. Reconozcámoslo; Pujol siempre ha sido un ilusionista de primera. ¿Recordáis su campechano “eso ahora no toca”? Un abracadabra magistral para desviar la atención. O su asombroso transformismo que le permitió pasar de ser un mero dirigente político a convertirse, junto con su partido, nada más y nada menos que en la encarnación de la mismísima Cataluña. Ni David Copperfield sería capaz de algo semejante.

            Pero su número maestro, su gran actuación, ha sido un fabuloso ejercicio de escamoteo. Pujol, solo en el escenario bajo la luz de los focos, alza lentamente la mano derecha y en ella aparece un rótulo resplandeciente que pone PATRIA. El público, asombrado, embelesado, centra la atención en la maravilla que muestra la mano derecha del prestidigitador, y el hábil Pujol aprovecha esa distracción para hacer desaparecer con la mano izquierda unos cuantos cientos de millones del erario público.

            Eso es la esencia del ilusionismo, no me digáis que no. La clave está en desviar la atención. Si os fijáis, los movimientos de los magos son exagerados, ampulosos, hipnóticos. Cuando extienden un brazo, lo hacen con un gesto amplio, cadencioso, acompañado de un suave floreo de la mano. Es imposible apartar la mirada de esos ademanes, son magnéticos.

            Del mismo modo, los prestidigitadores sociales usan palabras ampulosas para atrapar y distraer la atención del público. Son las famosas Palabras Grandes de las que ya he hablado aquí en más de una ocasión. Me refiero a palabras como PATRIA, DIOS, RAZA, HONOR, PUEBLO... palabras grandes en el sentido de que superan la dimensión del ser humano; de hecho, son más grandes que la vida misma. Y, al mismo tiempo, palabras difusas, imprecisas, cuyo significado puede adaptarse al gusto de cada cual. Como los ademanes de los magos, que no significan nada, pero, coño, cómo molan.

            El caso es que de esto ya hablé en una entrada de septiembre de 2012 llamada Carnaza, mucho antes de que el gran mago Pujolini confesara (parcialmente) su truquito. Joder, cómo me gusta tener razón...

            Pero ya sé que da igual. Las trampas de Pujol, de su familia y de su partido no van a empañar el fulgor del independentismo catalán. Puede que antes el ex molt honorable fuese la encarnación de las esencia patrias, pero ahora de golpe se ha convertido en un mero individuo del que hay que olvidarse. El hombre ha fallado, dirán, pero el ideal permanece.

            ¿Aunque ese ideal haya sido el señuelo de unos cuantos ilusionistas sociales aficionados al latrocinio? Pues vale... ¿Cómo podría yo hacer ver a cierta gente, por lo demás estupenda, que cuando alguien te viene con Palabras Grandes es porque quiere manipularte? En fin, ya sé que no voy a poder. ¿Y Samuel Johnson podría? Suya es esa frase que reza: “El patriotismo es el último refugio de los canallas”.

            Pero da igual; las personas son reacias a reconocer que han sido manipuladas o a aceptar que son manipulables. Como sabéis, trabajé durante muchos años como creativo publicitario; era un manipulador profesional, sé de qué va la cosa. Y a lo largo del tiempo me he encontrado con numerosas personas que afirmaban, con gran solemnidad, que a ellos la publicidad no les afectaba. Por supuesto, yo me reía para mis adentros, porque sabía, sé, que la publicidad afecta a todo el mundo; incluso a mí y a los profesionales del medio, que nos conocemos los trucos.

            De hecho, si algo demuestra el ilusionismo es que todos podemos ser engañados y manipulados. Y no hay que sentirse tonto por ello; está en la esencia de nuestra percepción, en nuestro programa básico. Los magos pueden engañar incluso a los más inteligentes. La diferencia está en que algunas personas, las que menos se dejan llevar por las emociones y son más propensas al escepticismo, quizá no sepan descubrir los trucos, pero saben con certeza que el mago les está engañando. Otros, los menos reflexivos, creen que, aunque el mago sea un tramposo, la magia es real.

viernes, agosto 1

José Carlos Mallorquí / Big Brother


 
El martes pasado, 29 de julio de 2014, en la clínica Ruber de Madrid, a la edad de 74 años, murió José Carlos Mallorquí del Corral, hijo primogénito del escritor José Mallorquí Figuerola y de Leonor del Corral Abuin, arquitecto, fotógrafo y arquero. Mi hermano mayor. Big Brother.

            Según me han contado quienes estuvieron presentes, su muerte, causada por una insuficiencia respiratoria, fue dulce y serena. Estaba inconsciente; su respiración, cada vez más leve, se interrumpió. Su pulso fue debilitándose hasta desvanecerse. Fin. Game over. No sufrió.

            Llevo unos minutos parado aquí, sin saber cómo seguir. Me gustaría construir un monumento de palabras para dedicárselo, pero no sé hacerlo, sólo soy un artesano. ¿Recordáis la serie de entradas que escribí sobre mi hermano Eduardo? Pues no voy a hacer lo mismo con José Carlos, porque no hay tema. La vida de Eduardo fue un drama, pero la de José Carlos no, todo lo contrario. Su vida fue cómoda, ordenada y razonablemente feliz. Y la felicidad no es buena materia prima para la literatura.

            Era trece años y medio mayor que yo. Nos parecíamos físicamente. Él medía un metro noventa y tres centímetros de altura, y yo uno noventa y dos; ambos teníamos los ojos azules y la piel clara. Nuestras voces se parecían mucho –por teléfono eran indistinguibles-, aunque la de Eduardo también. Pero Eduardo no era tan alto (sólo medía 1’88), y era moreno, con la piel más oscura. Eduardo se parecía más a nuestro padre, y nosotros a nuestra madre.

            Cuando yo era pequeño, no me relacioné mucho con José Carlos. Por la diferencia de edad, claro; pero también porque mi hermano mayor no sabía tratar con niños, se sentía incómodo con ellos.

            José Carlos estudió arquitectura y, al concluir la carrera, montó un pequeño estudio con dos compañeros de universidad. Uno de ellos, Teresa, acabaría siendo su esposa, con la que tuvo una hija a la que llamaron Leonor como homenaje a nuestra madre. Le habría gustado tener más hijos, pero no fue posible.

            A José Carlos le fue bien con la arquitectura: había mucho trabajo y ganaron mucho dinero. Le gustaba viajar y se daba todos los caprichos que le apetecían. Era un pirado de la tecnología y le encantaban los gadgets. Su espléndido equipo de sonido, por ejemplo, era tan sofisticado y estaba tan lleno de cachivaches que llegó un momento en que ni él mismo sabía qué estaba conectado con qué, ni cómo, ni por qué.

            Pero su auténtica pasión –heredada de nuestro padre- era la fotografía. Tenía un equipo excelente, casi profesional, y había montado un laboratorio fotográfico en el estudio (eran los tiempos de la fotografía analógica). Y, lo más importante, era un fotógrafo excepcional, de esos que saben ver lo que los demás no ven. Al principio, sus fotografías eran impecables, de gran calidad técnica, pero quizá demasiado académicas. Hasta que, de repente, rompió las normas y comenzó a hacer una fotografía mucho más libre y creativa. Era muy bueno (no lo dice el hermano, sino el publicitario que hay en mí). Siempre he pensado que si se hubiera dedicado profesionalmente a la fotografía habría sido aún más feliz. Pero sólo es mi opinión.

            Su otra gran afición era el tiro con arco. Lo practicó de jovencito y luego, ya adulto, de forma más seria. En 1981 fue campeón de España de tiro olímpico. Más tarde, sería presidente de la Federación Española de Tiro con Arco y miembro del Comité Olímpico Español. Y en ese contexto tuvo lugar uno de sus mayores éxitos. Para las Olimpiadas de Barcelona 92, el Estado dotó de presupuesto extra a las distintas federaciones; pero, claro, unas se llevaron más pasta y otras menos. El tiro con arco español nunca había pintado nada internacionalmente, así que su federación recibió mucho menos que las otras.

            Hasta entonces, las ayudas se habían repartido entre varios arqueros, con lo cual, al ser poco dinero, no servían para nada. Así que José Carlos hizo algo distinto: Escogió a los dos mejores arqueros del país y destinó todo el dinero a becarles para que se dedicaran durante unos años exclusivamente a practicar el tiro. ¿El resultado? España ganó la medalla de oro en Tiro por Equipos, un oro con el que nadie contaba. En la primera reunión del Comité Olímpico que hubo tras los juegos, cuando mi hermano entró en la sala todos los presidentes federativos se pusieron en pie y le aplaudieron. Había hecho un milagro. José Carlos me confesó que esos fueron los momentos más exultantes de su vida.

            Aunque nos parecíamos físicamente, José Carlos y yo éramos muy distintos. Él de derechas y yo de izquierdas; él un hombre de vida ordenada y yo una cabra loca; él tradicional y yo rupturista. Además, él era muy Mallorquí, y yo mucho menos (quienes nos conozcan sabrán lo que significa ser “muy Mallorquí”). Y otra cosa: yo era por dentro más fuerte que él. Es paradójico; pese a su gran tamaño y fortaleza física, José Carlos era frágil en su interior, se quebraba con facilidad. Él mismo reconocía que lloraba con La casa de la pradera. A veces me da por pensar que mi familia se parece un poco a la de El padrino. De todos los hermanos, el más duro, el que mejor encajaba los golpes, fui yo, el pequeño Y también he sido yo el sucesor de mi padre (¿Soy Michael Corleone?).

            Pero otras cosas nos unían. Ambos amábamos la literatura y la cultura popular. A los dos nos gustaba viajar y la gastronomía. Éramos muy aficionados a la ciencia ficción (él me inició en ella). Nos apasionaba el cine, sobre todo el clásico norteamericano. Nos encantaban los conocimientos chorras. Yo también era aficionado a la fotografía, aunque con mayor modestia. La verdad es que compartíamos muchas aficiones e intereses.

            José Carlos y yo apenas tuvimos relación durante mis primeras dos décadas de vida, hasta unos años después de la muerte de nuestro padre. Luego, poco a poco, fuimos aproximándonos. Las, afortunadamente, no muchas veces que le necesité, él respondió. El desastre vital de nuestro hermano Eduardo contribuyó a unirnos. Y al final sellamos un tácito pacto de hermandad. Aprendimos a querernos.

            Hicimos algunos  viajes juntos, asistimos a conciertos y exposiciones, íbamos al cine, nos veíamos con cierta frecuencia. Luego, me casé, tuve hijos, y nuestros encuentros se hicieron más esporádicos, pero no nos distanciamos, pues hablábamos mucho por teléfono. En los 90, José Carlos y Teresa clausuraron el estudio y se prejubilaron. Al tener más tiempo libre, las llamadas telefónicas de mi hermano se intensificaron, tanto en número como en extensión.

            Pasó el tiempo y, ya entrado el siglo XXI, comenzaron los problemas de salud. Lesiones en la columna que dificultaban su movilidad. Apneas del sueño. Y lo más terrible: la enfermedad de Parkinson. Yo creía que el único efecto del Parkinson eran los temblores, pero no; eso es una broma comparado con los verdaderos síntomas. Es una enfermedad lenta, pero condenadamente hija de puta.

            José Carlos cada vez tenía más problemas para desplazarse. A veces, se quedaba paralizado. No podía estar mucho rato en la misma posición. Dormía mal. Y todo eso, cada vez peor.

            Dejó de salir de casa. Yo le visitaba de vez en cuando, pero sobre todo hablábamos muchísimo por teléfono. Siempre llamaba él; con frecuencia dos o tres veces el mismo día. En gran medida, era una putada, porque me interrumpía cuando estaba trabajando; pero yo siempre le daba toda la bola que él quisiera. Él decidía cuándo llamarme y cuándo interrumpir la llamada. No soy una persona paciente, pero con él tuve toda la paciencia del mundo, porque muchas veces me llamaba en momentos muy inoportunos. Pero yo era uno de sus escasos contactos con el exterior, una de sus pocas distracciones. Y, qué demonios, también me gustaba hablar con él. El teléfono era casi nuestro único contacto.

            Y a partir de un momento, ya fue literalmente lo único que nos unía. Para entonces, casi sólo nos veíamos en Nochebuena, pues mi familia y yo íbamos a su casa para cenar. Hasta que José Carlos decidió dejar de hacerlo, porque se sentía demasiado incómodo físicamente para pasar una velada entera. Y ya nunca más celebramos las fiestas de Navidad juntos.

            Pero seguíamos hablando muchísimo por teléfono. ¿De qué hablábamos? De cine, de series de TV, de libros, de ciencia ficción, de nuestra familia, de banalidades. Bromeábamos. José Carlos tenía un gran sentido del humor, pero una inconfesable debilidad por los juegos de palabras. Yo me metía con él, le decía que el juego de palabras es el pariente pobre del ingenio. Pero él, inasequible al desaliento, incluso me telefoneaba exclusivamente para contarme el último juego de palabras que se la había ocurrido. Su último comentario en el blog no lo firmó “Big Brother”, como solía. Aparece en la entrada Procrastinando y es el comentario del anónimo de las 2:51. Y, cómo no, es un juego de palabras.

            Una de las consecuencias del Parkinson es, en su fase avanzada, provocar crisis de insuficiencia respiratoria. La primera que sufrió mi hermano fue, creo recordar, hace dos años y medio. Le ingresaron urgentemente en el hospital, le intubaron, le practicaron una traqueotomía, le indujeron un coma. Estuvo varios meses ingresado. Más o menos un año más tarde, sufrió otra crisis que conllevó una nueva y prolongada hospitalización.

            Y este mes de julio sobrevino la tercera y definitiva.
 
            Mi sobrina Leonor me  telefoneó al día siguiente del ingreso de mi hermano en el hospital, por la noche. Odio cuando suena el teléfono después de las once; sólo pueden ser malas noticias. Y esta vez lo fueron. José Carlos se moría. Fui a verle a la mañana siguiente. Tuve suerte, muchísima suerte, porque pude reunirme con él durante uno de sus últimos momentos de lucidez. Y hablamos de banalidades, como siempre hacíamos, durante algo menos de una hora.

            Pero sobre todo, pude despedirme de él. En realidad, yo ignoraba que era un adiós definitivo; sabía que estaba muy grave, que los médicos le habían desahuciado, pero mi hermano era fuerte como un toro... Sin embargo, cuando él me pidió que me fuese porque quería descansar, sentí la necesidad de besarle, algo que nunca hacía. Así que le cogí de la mano y le besé en la frente. Puede que ése haya sido el beso más importante de mi vida.

            El pasado martes, Leonor me llamó por la mañana y me dijo que José Carlos estaba agonizando, que su muerte era inminente. Vale, sabía que eso iba a ocurrir, pero me desmoroné. Fue entonces cuando escribí la anterior entrada.

            Poco antes de las tres de la tarde sonó el teléfono. Era Leonor; entre lágrimas, me dijo que su padre había muerto. Yo no podía hablar; balbuceé una disculpa, colgué el teléfono y lloré como hacía mucho tiempo que no lloraba. Afortunadamente, un minuto más tarde llegó a casa Pepa, mi mujer, se abrazó a mí y me consoló. Luego llegaron mis hijos y me abrazaron también. Qué buena gente es mi actual familia...

            Nada puede prepararnos para la muerte de un ser querido, y cada muerte es distinta, única. Si hubiese estado en mi mano elegir si mi hermano vivía o moría, ¿qué habría hecho? De prevalecer el egoísmo, habría optado por su supervivencia. Pero actuando con bondad, habría elegido la muerte. Porque la vida de José Carlos era un infierno, y su muerte una liberación.

            Mi hermano solía comentarme lo bien que había sabido morir nuestra madre. Él la acompañó en la ambulancia que la condujo al hospital; por lo visto, ella miraba por la ventanilla, como despidiéndose del mundo. Estaba tranquila, había aceptado su final. José Carlos también estaba presente cuando nuestra madre sufrió el colapso definitivo. Lo último que dijo justo antes de perder el conocimiento fue preguntar qué tal estaba nuestro padre.

            Al final, José Carlos aceptó la muerte y también supo irse con elegancia.

            Pero todo eso sólo es un leve consuelo para mí. En mi interior bullen un montón de emociones, muchas de ellas contrapuestas. Tristeza, sí, y vacío, un inmenso vacío. Es como si me quedara huérfano otra vez. También siento un raro vértigo... Mi familia original, en la que nací, estaba compuesta por mis padres, mis dos hermanos y mi abuela materna. Eso era todo; no tengo tíos ni, por tanto, primos. Pues bien, de esa familia original sólo quedo yo.

            Es como ser una ruina; lo que resta de lo que fue. Yo soy ahora el guardián de la memoria, el último de una saga, aunque no el último de la estirpe. Ahí están Leonor, Óscar y Pablo. Pero me siento un poquito solo, un poquito perdido, porque con la muerte de José Carlos una parte de mi vida, de mi hogar, de mi verdadera patria, se ha esfumado. En el fondo, muy en el fondo de mi interior, me siento como un niño abandonado.

            Ahora, cuando suena el teléfono por la mañana, el primer pensamiento que me viene a la cabeza es que es José Carlos llamándome (casi siempre era él cuando sonaba el teléfono). Y un instante después, el corazón me da un vuelco al comprender que no, que no puede ser, que nunca jamás volveré a charlar por teléfono con mi hermano, que Big Brother no volverá a merodear por Babel.

            En fin... Adiós José Carlos, hermano mayor; te voy a echar muchísimo de menos.
 
 
José Carlos Mallorquí del Corral
26 de diciembre de 1939 – 29 de julio de 2014
 
 
 
 

 
Nuestro padre publicó como complemento de una de sus novelas
la historia de Levi Strauss y sus pantalones. La empresa, en
agradecimiento, le envió a m padre una gran caja llena de ropa
vaquera para toda la familia. Las dos fotos se tomaron el día que
llegó, el sábado 30 de junio de 1956. Por entonces, los Levi's
no se vendían en España, así que debimos de ser los primeros
del país en llevarlos.



 
 
José Carlos y yo en 1956

 
José Carlos y yo en 1954
 
 
Nuestro padre hacía sus propias felicitaciones de Navidad.
En la foto, la mano de la izquierda es de Eduardo y la de la derecha
de José Carlos.