domingo, diciembre 24

El tradicional cuento navideño de Babel 2023



            Ya estamos aquí, otro año más. La Tierra ha recorrido 930 millones de kilómetros alrededor del Sol, viajando a 107.280 kilómetros por hora. Y nosotros con ella. Menudo palizón, ¿verdad? Y todo para volver al  mismo sitio que antes. A la Navidad.

            Ya he comentado muchas veces que yo, antes, odiaba la Navidad. Era un Mr Scrooge, un Grinch. Pero luego tuve hijos y ellos me enseñaron a volver a ser un niño y así poder ilusionarme de nuevo con el espumillón, las luces de colores y los árboles adornados. Y aunque los muy cabrones de mis hijos han crecido, me siguen gustando las fiestas del solsticio. De hecho, tengo un ritual navideño. Pocos días antes de Nochebuena, regreso a Chamberí, el barrio de mi niñez, y doy un paseo por los alrededores de la plaza de Los Chisperos. Se encuentra a cuatro manzanas de donde yo vivía. Enfrente estaba mi antiguo colegio. Recorro la calle Manuel Silvela, me detengo en la parroquia del Perpetuo Socorro y acabo en la plaza. Luego, voy a las Bodegas La Ardosa de la calle Santa Engracia y me zampo una ración de patatas bravas, que son las mejores de Madrid y siguen siendo exactamente iguales que cuando era niño. Lo hice anteayer, aquí tenéis la foto que lo demuestra.

 


            Por cierto, esa plaza, la de los Chisperos, es curiosa. Hasta hace nada, no tenía nombre. Bueno, sí que lo tenía, pero no había ninguna placa, su denominación no aparecía por ninguna parte. Quizá os preguntéis qué coño son los “chisperos”. Pues los herreros y sus familiares, aunque en realidad el monumento que adorna la plaza está dedicado a los autores de sainetes. Las figuras que aparecen serían los personajes típicos de ese género: un par de chulapas y otro par de chisperos.

            En fin, basta de nostalgia babosa y vamos al grano. El cuento.

            Creo que ya os he contado cómo suelo afrontar el cuento de Navidad. A finales de septiembre o principios de octubre me digo a mí mismo que debo empezar a darle vueltas al argumento del relato. Luego, me olvido por completo del asunto. Y me vuelvo a acordar a finales de noviembre. Entonces me pongo a buscar desesperadamente alguna idea. Que generalmente tarda en llegar. Cuando finalmente llega, me pongo a escribir; si el cuento es corto, no hay problema. Pero si es largo, ay amigos, entra en juego la angustia. El año pasado me pilló el toro y acabé de escribirlo durante la mañana de Nochebuena (por eso lo colgué por la tarde).

            La verdad es que no es fácil encontrar ideas originales para un relato navideño, porque es un tema más sobado que el palo de una zambomba. Además, la Navidad lleva dentro tanto azúcar que resulta casi imposible escribir una historia de buen rollo que no empalague. Quizá por eso se me ocurren muchas más ideas “gamberras” que “buenrrollistas”; el humor negro navideño es un territorio menos frecuentado y a prueba de diabéticos. No obstante, mi cuento favorito de entre todos los navideños que he escrito es “La historia del indiano”, un relato que una merodeadora tildó de “ñoño”; y quizá lo sea, aunque a mí me parece simplemente bonito.

            Este año, las cosas han ido sobre ruedas, pues encontré el argumento -casi a la primera- a mediados de noviembre. Para buscar ideas, a veces recurro a algunos truquitos. Por ejemplo, el “juego de los contrarios”. Me explicaré: Hace años, escuché a un autor que definía su último libro como lo contrario a Harry Potter. Cuando explicó el argumento me di cuenta de que no era ni remotamente lo contrario de la obra de Rowling. Entonces me pregunté: ¿Qué sería lo contrario de Harry Potter? Pues un mundo en el que todas las personas pueden hacer magia, menos el chaval protagonista que no puede hacer ni papa de magia. Desarrollé un argumento y comencé a escribirlo, aunque a las pocas páginas me cansé y lo abandoné. Pero sigo pensando que era una buena idea.

            El año pasado subí un cuento llamado “El ángel que se cayó a un agujero negro”, un relato gamberro protagonizado por un ángel disfuncional. Este año, jugando a los contrarios, me pregunté ¿qué es lo contrario a un ángel disfuncional? Pues un demonio disfuncional. Pero, claro, la disfuncionalidad de un ángel es completamente distinta a la disfuncionalidad de un demonio. Si en el primer caso todo acababa en desastre, en el segundo los acontecimientos conducen a un final feliz (aunque, si después de leerlo os paráis a pensarlo, también un poquito triste). El cuento de este año, llamado “El demonio que quiso ser bueno”, es un cuento de buen rollo, aunque su desarrollo es tirando a atípico. Los que esperabais una nueva muestra de mi habitual humor negro, mis disculpas. El año que viene os compensaré. De todas formas, sí que hay humor en el relato, aunque no oscuro.

            Como he dispuesto de suficiente tiempo para escribirlo sin prisas, me he permitido extenderme en la narración. Tiene 10.404 palabras. No lo sé a ciencia cierta, pero puede que sea el más largo que he colgado en Babel. Espero que no os resulte demasiado pesado.

            Y ya está. Solo me queda desearos lo mejor para estas fiestas. Bebed con moderación (o sin ella), comed como tigres, reíd como locos, llorad con nostalgia, jugad a ser niños, recordad a los que se fueron, disfrutad de los que siguen aquí, y f*ll*d, f*ll*d lo más posible.

            Queridos merodeadores, os deseo un feliz solsticio de invierno, una feliz Navidad, unas felicísimas fiestas.

            Aquí os dejo el cuento:

 

            EL DEMONIO QUE QUISO SER BUENO

            By César Mallorquí

 

            Había una vez un demonio llamado Pharphas. Su edad solo podía expresarse en eones, pues era uno de los ángeles primigenios que, en el amanecer de la creación, se alzaron contra Dios durante la rebelión de Lucifer, y que luego siguieron a este en su caída transformados en diablos. Eso era Pharphas, un ángel caído más.

            Sin embargo, Pharphas también era diferente al resto de los demonios. No en cuanto a su aspecto, pues era rojo, con cuernos, rabo terminado en punta de flecha y patas de carnero, como todos los demonios, pero sí en lo que a mentalidad se refiere. Pharphas se estaba replanteando sus ideas y valores (...)

 

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sábado, diciembre 9

Babel 18

 


            Hoy hace dieciocho años que nació este blog. Es cierto que últimamente funciona a medio gas, con largos intervalos entre post y post. Pero no está muerto, aún le queda un hálito de vida. Y seguirá vivo mientras mantenga mi único compromiso: el cuento de Navidad. Ya lo tengo medio escrito y lo colgaré puntualmente durante la mañana del 24 de diciembre.

            Pero hoy es el cumpleaños del blog, su mayoría de edad, y vale la pena detenerme un momento para celebrarlo. El año pasado no lo hice y me arrepentí. Así que muchas felicidades a todos, sobre todo a los que lleváis años acompañándome. Gracias por vuestra paciencia y por seguir ahí.

            Feliz cumpleaños, queridos merodeadores.

viernes, septiembre 8

El fin de los tiempos

 


            Mientras la escribo, cada novela se comporta de forma diferente. Cabría pensar que siendo yo siempre el mismo, mi trabajo debería desarrollarse siempre de forma similar; pero no es así. Cada novela parece tener vida propia y avanza, o no avanza, a su manera. Algunas novelas se escriben como un río manso, sin sobresaltos. Otras son torrentes de montaña que avanzan sorteando obstáculos, a veces remansándose, a veces precipitándose por cataratas. Hay novelas que se estancan y las hay que se resisten a nacer, o que forman meandros, o que se ramifican en multitud de afluentes.

            EL FIN DE LOS TIEMPOS (SM 2023), mi última y recién publicada novela, nació siguiendo, sucesivamente, tres cursos distintos. La primera idea me vino hace unos diez años, después de publicar La isla de Bowen. Aunque llamarlo “idea” es exagerado, porque lo único que me planteé fue que quería escribir sobre el fin de la civilización. Más concretamente, quería explorar la frontera entre el mundo civilizado y el mundo salvaje (podría decir “mundo natural”, pero “salvaje” describe mejor lo que pretendía hacer).

            Me puse a darle vueltas al asunto, desarrollé un argumento, diseñé unos personajes, comencé a escribir... y cuando llevaba más o menos treinta páginas, me detuve, hice examen de conciencia y me dije: “No, César, eso no es lo que quieres escribir”. Así que archivé el texto y comencé a buscar otro argumento. Tiempo después, desarrollé una nueva y completamente diferente historia y empecé a escribirla. Al cabo de unas cinco páginas, mi voz interior hizo sonar todas las alarmas: de nuevo había errado el camino. Otro textito archivado y otra vez a darle vueltas.

            Creo que ya he hablado de esto aquí, pero el caso es que hará uno o dos años, encontré el primer archivo, que estaba etiquetado con el muy impreciso título de “novela”, lo leí... y no tenía ni idea de qué era eso. Había olvidado por completo haberlo escrito. De hecho, ahora lo he vuelto a olvidar; no sé qué escribí. NOTA: Hice muy bien en abandonar ese texto.

            Pasó el tiempo, años, y yo seguía dándole vueltas a la historia –en realidad, el tema- que quería contar y que tanto se me resistía. Hasta que un buen día, no recuerdo cuándo, me di cuenta de cuál había sido mi error. En mis dos anteriores intentos había situado la historia muchos años después de que la civilización se hundiese. Pero si yo pretendía hablar de lo civilizado y lo salvaje, debía situar mi historia justo en el momento en que los últimos rastros de la civilización desaparecen. En cuanto comprendí eso, todo fue coser y cantar. Ideé un nuevo argumento, me puse a escribir y todo fluyó como un arroyo cantarín. Luego, ciertos avatares retrasaron dos o tres años la publicación de la novela, pero eso no viene al caso.

            ¿De qué va El fin de los tiempos? La acción se sitúa en España, en un futuro cercano. La civilización se ha derrumbado. No ha habido ningún gran apocalipsis, sino la progresiva degradación de una sociedad injusta en la que la desigualdad crecía al mismo ritmo que la miseria. Se produjo una inmensa crisis económica global, el Súper-Crack, que desencadenó algaradas y masacres. Hubo hambrunas, guerras civiles, se detonaron algunos artefactos nucleares (no muchos, afortunadamente). En ese contexto, se desató una pandemia, la Muerte Blanca, que diezmó a la humanidad. Y la civilización se fue a la mierda.

            La novela comienza en una zona residencial situada al oeste de una gran ciudad (que es Madrid, aunque nunca se dice en el texto). Esa zona está protegida por el ejército y en ella viven los civiles que trabajan para los militares. El resto de la ciudad está sumida en la barbarie. Un día, el destacamento del ejército recibe la orden de irse, dejando abandonados a su suerte a los civiles que viven con ellos. Todos saben que, en cuanto los militares no estén, bandas de saqueadores arrasarán la zona, así que deben irse. Justo ahí empieza la historia.

            Los protagonistas son tres hermanos, Álex, Tomás y Sara, de 16, 12 y 8 años de edad, respectivamente. El día en que los militares se van, abandonan la ciudad junto con sus padres, para dirigirse caminando a un pueblo situado a 300 km de distancia, donde quizá encuentren refugio. La primera parte de la novela, narrada por Tomás, cuenta lo que sucede durante ese viaje a través de un territorio sumido en el salvajismo.

            La segunda parte, narrada en tercera persona, transcurre once años después, cuando los protagonistas ya son adultos, y cuenta un segundo viaje, esta vez de búsqueda. Aunque los protagonistas tienen diferentes motivos para realizarlo: redención, amor, lealtad, compañerismo, curiosidad e incluso venganza. Hay una tercera parte, muy breve, que cierra la novela desde el punto de vista de Sara.

            ¿El fin de los tiempos es una novela posapocalíptica? Bueno, no ha habido un apocalipsis concreto, sino varios, pero a efectos prácticos sí que lo es. Por tanto, asume las constantes del género (algunos me han dicho que la portada recuerda a The Last of Us). También es una novela de aventuras que describe dos viajes llenos de peligro. Y por último, es una novela moral. No en el sentido de que tenga una moralina, sino porque propone varios dilemas éticos.

            El primero de ellos: Si la sociedad se hundiese, ¿qué harías: intentar mantener la civilización o sumarte a la barbarie? Cada uno de los tres hermanos ofrece una respuesta diferente a esa cuestión. La novela no toma partido; es el lector quien debe hacerlo (si le apetece, claro).

            Por otra parte, durante el relato, los protagonistas –es decir, los buenos- hacen cosas terribles. Ahí la cuestión es: y si no las hicieran, ¿qué? ¿Y cuál sería la alternativa? Y algo más: Si te comportas igual que los malos, ¿qué derecho tienes a considerarte bueno? Otro dilema: ¿Es lícito que la autodefensa, y la protección de los tuyos, anulen la piedad? En circunstancias extremas, ¿es legítimo ser egoísta? ¿Hay otra opción?

            Pero existe un punto de vista alternativo para encajar genéricamente la novela: es un western. En realidad, gran parte de los relatos posapocalípticos tienen la estructura, e incluso el escenario, del western (fijaos en las películas de Mad Max), y sin duda mi novela es un relato de frontera, la que existe entre lo civilizado y lo salvaje, como en el western. Para colmo, en la segunda parte los protagonistas viajan a caballo. De modo que sí, puede considerarse un western. Pero eso, en realidad, ¿qué más da?

            En la novela también hay una emisora misteriosa, Radio Libre Apocalipsis, que emite música de los 70; y un locutor, el Hombre Lobo, que es una especie de narrador del fin del mundo. Además, existe (o no) un mítico reino perdido donde se preservan los mejores valores de la humanidad.

            Como decía antes, El fin de los tiempos propone una serie de dilemas morales. Cada uno de los tres hermanos que protagonizan el relato ofrece una respuesta diferente. Tomás, el mediano, no soporta el mundo donde vive e intenta mantener su integridad moral. Sara, la pequeña, se suma sin atisbo de dudas a la barbarie, porque está segura de que es la única forma de sobrevivir. Tal y como ella misma dice: “Soy hija del caos, me crié en el caos, soy el caos”. En cuanto al mayor, Álex, es pragmático. Su postura vendría a ser: Si no hay más alternativa que la barbarie, adelante con ella; pero intentemos entretanto ser lo más civilizados posible.

            ¿Cuál es mi opinión personal? Creo que los tres hermanos tienen poderosas razones para defender sus posturas. Simpatizo con Tomás, porque es un idealista; pero su estrategia de supervivencia deja mucho que desear. En cuanto a Sara, sus motivaciones son sencillas, claras y muy realistas, pero jamás podría ser como ella. Respecto a Álex, se ha adatado, sobrevive y ayuda a sobrevivir a los demás, así que supongo que su postura es la más racional.

            Pero todo esto es teórico, claro, porque si llegara el fin de la civilización, supongo que yo tardaría unos cinco minutos en estar muerto. Mi historia no sería un novela, sino un microrrelato.

           

                            

martes, agosto 15

Pepa

 


            Suecia es de los escasos países, incluido el nuestro, en los que Pepa y yo no parecemos extranjeros. Yo mido 1’90 y ella 1’75, ambos tenemos ojos azules y la piel y el pelo claros (en mi caso, el pelo demasiado claro y ausente). Por supuesto, en cuanto abro la boca disipo toda opción de exotismo y me transformo en el ceñudo y cejijunto ibérico que en el fondo de mi ser soy (aunque albergo una teoría en la que se relacionan mi madre, el puerto de Barcelona, los marineros nórdicos y el inexplicable y desmesurado tamaño de los tres hijos de mis padres). Sin embargo, Pepa se expresa en su fluido y exquisito inglés y sigue manteniendo viva su apariencia de reina vikinga. Porque lo es (también tengo otra teoría sobre su madre, el puerto de La Coruña y, por supuesto, los marineros nórdicos).

            Cuento esto porque Pepa y yo acabamos de volver de pasar quince días recorriendo el sur de Suecia. Era el país escandinavo que nos faltaba. ¿Qué nos ha parecido? Que es un país muy bello, aunque nos ha hecho un tiempo de perros. Según confesión de los lugareños, el peor verano en décadas. También he podido comprobar que lo que se dice de las suecas no es un mero tópico; creo que es el país con más mujeres guapas por metro cuadrado de este universo. Supongo que con los hombres pasará lo mismo, aunque yo no los he visto, al menos con atención; pero los hay y algunos muy altos, eso hay que reconocérselo a los jodíos.

            El caso es que Suecia bien, nos ha molado; incluso hemos visto dos o tres veces el sol. Pero eso era lo que buscábamos, ¿no?; huir del horno español y viajar al norte, impulsados por nuestros potenciales genes nórdicos y en pos del fresquito. A Pepa y a mí nos encanta el norte; el de España y el de Europa, cualquier norte. De los países escandinavos, el que más nos gusta es Noruega, porque su belleza te deja boquiabierto (y sus precios también). Luego, personalmente, me fascinó el norte de Finlandia, más allá del círculo polar. Es un lugar raro, raro. Dinamarca y Suecia también están muy bien, aunque algo menos.

            Pero no he venido aquí para hablaros de nuestras vacaciones suecas, sino de Pepa, mi mujer. ¿Cómo es? La gran escritora, y gran amiga, Susana Vallejo dice que somos dos machos alfa. Y es cierto: yo soy la torpe imitación de un macho alfa, mientras que Pepa es la indiscutible jefa de la manada. Pepa es una fuerza de la naturaleza, una roca a la que asirse cuando el mundo se tambalea, una fuente de cariño y protección. Es inteligente, honesta, con un corazón de oro, trabajadora incansable, justa, amable, tan fuerte como encantadora, la mejor compañera de viaje que pueda concebirse, tanto en el sentido literal como en el metafórico. Sencillamente, Pepa es una gran mujer, una gran persona.

            A estas alturas, os estaréis preguntando que cómo es posible que un merluzo como yo haya conseguido pillar a semejante maravilla. Solo puedo deciros que, en lo que respecta a ella, cualquiera puede tener un mal día. Y en lo que me atañe, Pepa es, sencillamente, lo mejor que me ha pasado en la vida. He tenido mucha suerte.

            Vale, no es perfecta; qué aburrimiento si lo fuese. Tiene defectos. Hay dos, sobre todo, que me ponen nerviosillo: es terca como una mula, y yo diría que la persona más torpe del mundo con las manos, si no fuera porque algunas de sus hermanas la superan en torpeza. En fin, dos minucias que en nada opacan su resplandor.

            Hay algo sobre ella que aún no he dicho; no porque lo haya olvidado, sino porque lo reservaba para el final: Pepa es muy guapa. Recuerdo que hace unos años, estando en Noruega, un lugareño le dijo que parecía sueca. Entonces no lo entendí del todo, pero era un gran halago. Y una gran verdad: Pepa parece sueca de puro guapa. Peeeeero, no es lo único: Pepa, además, aparenta al menos quince años menos de los que tiene. Y eso es una virtud, ¿verdad? A mí me encanta, pero también me toca un poco las narices. Me explicaré:

            Solo soy tres años mayor que ella. No voy a negar que soy viejo, que tengo sobrepeso, que soy calvo y canoso (herencia, respectivamente, de papá y mamá), que ando ayudado por una muleta, y que estoy muy cascado. Pero más o menos aparento la edad que tengo, lo que ya es de por sí bastante deprimente. Pero, insisto, solo soy tres años mayor que Pepa.

            Pues bien, la cosa comenzó hace ya la friolera de dieciséis años, cuando un camillero hijo de puta se refirió a mí como el padre de Pepa. Con los años, la confusión se fue repitiendo; el encargado de una librería me tomó por el padre de Pepa, la cajera de un supermercado pensó que yo era el padre de Pepa, varios individuos más me confundieron con el padre de Pepa... y el colmo ha sido durante estas vacaciones, cuando dos putos taxistas suecos se refirieron a mí como el padre de Pepa.

            El primero..., bueno, al final fue muy amable. Pepa había perdido la cartera en su taxi, ya os hablado de la proverbial torpeza que la adorna. Afortunadamente, por una vez, tuve mi breve momento de gloria como macho alfa: No solo recordaba que compañía de taxis era, sino también el nombre del taxista: Nelson. Lo localizamos y el buen hombre volvió a la plaza para devolver la cartera. Y para confundirme a mí con el padre de Pepa. En fin, gracias, Nelson; pero la próxima vez te callas.

            El segundo taxista no era escandinavo, sino un gilipollas internacional. Cuando llegamos a nuestro destino, me señaló con un dedo  y le preguntó a Pepa: Your dady? Y lo repitió varias veces, como el sonriente bobo que era: Your daddy?, your daddy?, your daddy?...

            ¿Daddy? Tu puta madre, cabrón.

            ¿Entendéis ahora por qué me toca un poco las narices la eterna juventud de Pepa? Vale, que sí, que me alegro mucho por ella, y también por mí, soy afortunado. Pero, demonios, me hace sentir aún más viejo de lo que soy, lo cual supone enfrentarse a un abismo de inconcebible negrura.

            Ah, aún no os he dicho cómo se llama Pepa. Se llama María José; pero todos sus íntimos la llamamos Pepa. De hecho, solo la llamo María José cuando me enfado con ella. Teniendo eso en cuenta:

            Querida María José: comprendo que cada vez que me confunden con tu padre sea para ti un subidón de autoestima. Pero, ¿te importaría no correr a contárselo a todo el mundo como si fuera la cosa más divertida que ha sucedido en el planeta desde los tiempos de Adán y Eva? Coño, un poco de respeto, que soy tu padre.

miércoles, julio 5

En busca de la nostalgia perdida

 


            Vi En busca del arca perdida en octubre de 1981. Tenía 28 años; era joven, pero no un niño. Sin embargo, disfruté como un crío con esa película; y cada vez que la vuelvo a ver, vuelvo a disfrutar con placer infantil. Sencillamente, de todas las películas que he visto en mi vida, y son muchas, esta es la que más me ha divertido. No la mejor: la más divertida.

            Siempre me gustó el género de aventuras. Algunas de mis películas favoritas de niño eran Beau Geste, King Kong, 20.000 leguas de viaje submarino, El mundo en sus manos, El alegre burlón, Scaramouche, Los tres mosqueteros, Vikingos, Lawrence de Arabia... Más tarde, en mi juventud, dos películas aventureras de corte clásico, estrenadas el mismo año, se incorporaron a mi canon del género: El hombre que pudo reinar y El viento y el león. Luego, el cine de aventura, que tan popular había sido en los 50 y 60, pareció caer en el olvido. Hasta que llegó Indiana.

            Pero En busca del arca perdida no tenía nada que ver con los títulos que he citado, era otro tipo de aventura. Todos sabemos que Lucas y Spielberg se inspiraron en los seriales cinematográficos de la Republic que se proyectaban en las matinees de los cines de Estados Unidos durante los años 30 y 40. Es decir: puro pulp. Lo mismo había hecho Lucas con Star Wars. Por ejemplo, uno de los más característicos elementos de la saga galáctica es el texto que se pierde en el infinito al comienzo de cada film. ¿Una brillante idea original? Para nada, mirad esto:


            Es un homenaje/plagio a los seriales de Flash Gordon. Pero volviendo a Indiana Jones, el personaje se creó como una especie de monstruo de Frankenstein fabricado con retales de otros films: El sombrero de Humphrey Bogart en El Tesoro de Sierra Madre, el látigo de La marca del Zorro, la chupa de cuero y la vestimenta de Charlton Heston en El tesoro de los incas.


            Indiana Jones es una serie B transformada en serie A, un relato pulp engrasado con humor y filmado con grandes medios. La fórmula de la serie es sencilla: Ambientación retro, viajes, acción constante, peripecias circenses, mucho humor, desenfado, optimismo y toques de fantasía. Hay otras constantes, como una compañera de aventuras, bichos asquerosos o reliquias sagradas.

            Anteayer vi en la tele, por enésima vez, En busca del arca perdida, y me maravilló lo bien que sigue funcionando. Si nos fijamos en su tramo central, comprobaremos hasta qué punto es cierto lo de “acción constante”. Indy encuentra el arca en la tumba de las serpientes. Llegan los nazis, se quedan con el arca, encierran a Indy y a Marion en la tumba, Indy logra salir con sus habituales métodos de arqueólogo destructor de antigüedades; de ahí pasamos a la secuencia del ala voladora, con peleas, disparos y explosiones, y sin solución de continuidad llegamos a la espectacular secuencia de la persecución de los camiones nazis. ¿Cuánto dura eso? No sé, 25 o 30 minutos, supongo, y no hay ni un segundo de descanso, todo es acción, todo son cumbres, no hay valles. Un ritmo frenético que no permite que te pares a pensar en lo que estás viendo, porque a poco que lo pensaras te darías cuenta de que es un puro disparate. ¿Cómo demonios se puede viajar de polizón en un submarino? Y qué más da; es divertido, ¿no?, pues relájate y disfruta. Eso es Indiana Jones.

            Todo este rollo para llegar a El dial del destino. Pero antes de decir nada más, voy a puntuar la película con relación a las otras. En busca del arca perdida: 10. La última cruzada: 9. El templo maldito: 8. El dial del destino: 7. Y la calavera de cristal ni la considero; si hay que ponerle algo, un 3 pelado, y eso solo gracias al prólogo.

            Así que le doy a la película un notable; es decir, que en general me ha gustado. Pero dentro de ella hay algunas cosas que no me gustan nada. Y a partir de aquí, PELIGRO: SPOILERS.

            Comencemos por la introducción. Algunos comentan lo mal que está el face replacement que rejuvenece a Indy. No es cierto; está asombrosamente bien hecho (no como la chapuza de Scorsese en El Irlandés), da el pego al cien por cien. De hecho, esa larga secuencia es la que más me gusta de la película, porque es total y absolutamente Indiana Jones; a pesar, incluso, del espantoso CGI de la persecución sobre el tren.

            Este prólogo transcurre en 1944 y de ahí pasamos al Indy de 1969. Y también ahí empiezan mis problemas. ¿De verdad hacía falta convertir a nuestro aventurero favorito en un anciano solitario y gruñón al que nadie hace caso, en un profesor de segunda en un centro de segunda, en un hombre triste y aburrido? No y mil veces no; ese no es el destino que merece el personaje. Puedo imaginar a Indy como un viejo malhumorado, sí, pero con dignidad y conservando un brillante aunque controvertido prestigio. Lo veo, quizá, un poco como era su padre, Sean Connery, pero jamás como un donnadie. Aunque, claro, puede que la visión que plantea la película sea más realista... pero me importa un bledo. ¿Acaso el realismo ha tenido alguna vez algo que ver con Indiana Jones?

            Cuando, en el film, Harrison Ford se cala el Fedora, se pone la chupa de cuero y empuña el látigo, no veo a Indiana Jones; veo a un anciano disfrazado de Indiana Jones. Y como Ford no está para muchos trotes, sus escenas de acción son más escasas y limitadas, lo cual contribuye a ralentizar el ritmo de la narración, a lo que se añade un exceso de metraje. Con veinte minutos menos habría mejorado.

            Supongo que la propuesta fue: “hagamos un Indiana Jones otoñal” (con Ford como protagonista no quedaba otra, claro). La cuestión es: ¿puede hacerse un Indiana Jones otoñal? En mi opinión, no; porque algunas de las características de la serie son “acción constante, peripecias circenses, desenfado y optimismo”, y nada de eso casa bien con “otoñal”. Así que mi problema con el film surge desde su origen. Tras la trilogía original, no se debería haber prolongado la franquicia con un Ford anciano.

            Pero se ha hecho y aquí tenemos la quinta entrega. Phoebe Waller-Bridge cumple con solvencia su papel de réplica femenina al héroe. Mads Mikkelsen aporta su poderosa presencia física para dar consistencia a un villano que sobre el papel no la tiene. Banderas está ahí, pero podría no estar y no pasaría nada. La aparición de John Rhys-Davies es gratuita, un mero recurso a la nostalgia, y también otro bajonazo. ¿Sallah convertido en taxista de Nueva York? No me jodas, ¿es que ya no vamos a respetar nada? En cuanto a la dirección de Mangold, dejando aparte que sus escenas de acción son tirando a confusas, es eficiente (dado su trabajo en Logan, probablemente era el director más adecuado).

            En resumen: ¿Es una mala película? Pues no, al contrario. Si nos olvidamos de la trilogía inicial, es una película de aventuras más que correcta. Pero carece de algo: alma. En cierto modo, es como la excelente copia de un reloj: se parece mucho a un Rolex, pero le falta peso. Pues eso ocurre con El dial del destino: no es una película de Indiana Jones, sino una buena copia de una película de Indiana Jones.

            No obstante, como ya he dicho, el prólogo nos devuelve al Indy que nos gusta, y aunque solo sea por eso, vale la pena ver la peli. Y algo más: el final. Es bonito, una hermosa despedida y un buen pretexto para refocilarnos en la nostalgia, con esa maravillosa Marion Ravenwood a la que tanto hemos echado de menos.

            Y ya está, ¿es el final de Indiana Jones? Lo dudo mucho; más tarde o más temprano, alguien decidirá seguir ordeñando la vaca, pero con otro actor. ¿Imposible, solo Harrison Ford puede interpretar a Indy? Lo mismo se decía de Sean Connery y James Bond, y ya veis lo que pasó. En realidad, la cuestión es ¿debería hacerse? Teniendo en cuenta que la franquicia está en manos de Disney, mejor no, gracias.

miércoles, junio 28

Quiz cinéfilo


            Ya llegó el verano para acariciarnos con su tórrida mano, se acercan los tiempos de la molicie, el tinto de verano y los chapuzones, así que, para compensar la amarga negrura de mi anterior post, vamos a refrescarnos un poco.

            Os propongo un juego: Voy a mostraros 25 diálogos de película y vosotros tenéis que averiguar a qué título corresponde cada uno. Los hay fáciles, los hay difíciles y alguno que otro tiene trampa. La única condición que he seguido para elegirlos es que todos los habría acertado yo. Por supuesto, si fueran otras frases probablemente fallaría alguna; pero estas no. ¿De acuerdo? Pues adelante; primero pondré todos los diálogos uno detrás de otro y luego las soluciones.

 

1.  “Louis, presiento que este es el comienzo de una hermosa amistad”.

2.  “Tomaré lo mismo que ella”.

3.  “¿Sabes silbar, verdad Steve? Solo tienes que juntar los labios y soplar”.

4.  “Volveré”.

5.  “¡Stella! ¡Stella!”.

6.  “Shane. Shane. ¡Vuelve!”.

7.  “¡Está vivo!, ¡está vivo!”.

8.  “El mejor amigo de un chico es su madre”.

9.  "Está usted intentando seducirme, ¿verdad?".

10. "Elemental, mi querido Watson".

11. “¿Quiere parar, Dave? Pare, Dave. Tengo miedo...”.

12. “Dios mío, está lleno de estrellas.”

13. “Fue la Bella quien mató a la Bestia".

14. “Amar significa no tener que decir nunca lo siento”.

15. “Buenos días… y por si no volvemos a vernos: buenos días, buenas tardes y buenas noches”.

16. “Hazlo o no lo hagas, pero no lo intentes”.

17. “Tócala otra vez, Sam”.

18. “Francamente, querida, me importa un bledo”.

19. “Vamos a necesitar un barco más grande”.

20. “¡Eres tan feo que podrías estar en un museo de arte moderno!”.

21. “Y como alguno de vosotros vuelva a maltratar a otra puta, volveré aquí y os mataré a todos, malditos hijos de perra”.

22. "¡Alcalde, todos somos contingentes pero tú eres necesario!”.

23. “Elegí un mal día para dejar de fumar”.

24. “Soy tu mayor admiradora”.

25. "¡Caballeros, no pueden pelear aquí: esto es el Salón de la Guerra!".

 

SOLUCIONES:

 

1. La primera es muy facilita: Es lo que le dice Humphrey Bogart a Claude Rains justo al final de Casablanca, mientras se pierden en la niebla. Siempre he pensado que ese final era en realidad el principio de otra película que, afortunadamente, jamás se rodó (aunque hubo el proyecto de una continuación que se llamaría Brazzaville). Mejor; así podemos imaginar libremente qué fue de Rick y el capitán Renard, ese par de cínicos románticos.

2. Sentados a la mesa de un restaurante, Billy Crystal le dice a Meg Ryan que una mujer no puede fingir un orgasmo sin que el hombre se dé cuenta. Ella le responde fingiendo un orgasmo tan convincente como escandaloso. Una de las comensales, que asiste asombrada a la escena, le dice al camarero: “Tomaré lo mismo que ella”. Eso ocurre en Cuando Harry encontró a Sally.

3. Una asombrosamente bella y sexy  Lauren Bacall le dice a Humphrey Bogart que si quiere algo de ella, silbe. A continuación, le suelta la frase en cuestión. La peli es Tener y no tener.

4. Todos los merodeadores frikis lo habéis adivinado al instante. ¿Quién podría pasar a la historia del cine con un diálogo de una sola palabra? Solo Arnold Schwarzenegger, en Terminator.

5. Es lo que grita Marlon Brando en Un tranvía llamado deseo, de Elia Kazan, basada en la obra de teatro de Tennessee Williams. Confieso que todos los personajes de esta película me caen fatal. Sobre todo, la insoportablemente cursi Blanche DuBois.

6. Otro grito desesperado, esta vez el de un niño llamando a un pistolero arrepentido, la única figura paterna que ha conocido. En el extraordinario western Raíces profundas (que sirvió de inspiración a Clint Eastwood para hacer El jinete pálido).

7. Eso es lo que grita Victor Frankenstein cuando su monstruo cobra vida en Frankenstein, de James Whale. Todos los frikis lo sabíais, ¿verdad?

8. Se lo dice un inquietante Anthony Perkins a Janet Leigh poco antes de matarla. ¿Os suena el Motel Bates? Estamos hablando de la inmensa Psicosis, del gran Hitchcock.

9. Si digo “Sra. Robinson” todo está más claro, ¿no es cierto? Debí de ver El graduado cuando tenía quince o dieciséis años, y se convirtió en la película favorita de mi primera juventud, quizá porque me sentía tan confuso como Dustin Hoffman.

10. Claro, esto tiene trampa, porque esa frase se ha dicho en mil películas, aunque jamás en los relatos de Conan Doyle. Pero, ¿en qué film se dijo por primera vez? Pues en Las aventuras de Sherlock Holmes, de 1939, con Basil Rathbone como protagonista, uno de los mejores Holmes de la historia.

11. Los frikis no solo lo habrán sabido a la primera, sino que además habrán experimentado un orgasmo. Ese diálogo no lo pronuncia un ser humano, sino el ordenador HAL 9000 antes de morir en 2001: Una odisea del espacio.

12. Esto ya es más peliagudo y solo los auténticos frikis de mente y de corazón podrán responderlo. Esa frase es la última que pronuncia el astronauta Dave Bowman antes de “entrar” en el monolito gigante de 2001 que orbita en torno a Júpiter. Sin embargo, no se pronuncia en la película de Kubrick (aunque sí en la novela de Clarke). Esa frase es la que abre la secuela dirigida por Peter Hyams, 2010: Odisea dos. Un film nada desdeñable, aunque inevitablemente eclipsado por su precedente.

13. Si alguno no ha sabido responder a esto... en fin, no sé si se merece merodear por Babel. Estamos hablando de la frase final de una de las más maravillosas películas de todos los tiempos: el King Kong de Merian C. Cooper y Ernest B. Schoedsack. Este año se cumple el 90 aniversario de su estreno.

14. De todas las frases gilipollas que se han pronunciado alguna vez en cualquier película, esta es la más estúpida de todas. No solo era un diálogo, sino que además se convirtió en el eslogan del film: Love Story, una de las más cursis, tramposas y lacrimógenas películas jamás rodadas.

15. Lo dice Jim Carrey en la que sin duda es su mejor película: El Show de Truman.

16. Hablando de frases gilipollas, esta lo es y mucho. Se lo suelta Yoda a Luke en El imperio contraataca. Es una de esas frases estilo zen que parecen llenas de sabiduría, pero ¿qué significa en realidad? ¿Que hay que hacerlo todo bien a la primera? ¿Que no hay que ensayar y entrenar? Menudo instructor de mierda el enano orejotas.

17. ¿Habéis caído en la trampa? Porque esa frase jamás se pronuncia en Casablanca. En realidad pertenece a Sueños de un seductor, la película de Herbert Ross basada en la obra de teatro de Woody Allen Play It Again, Sam.

18. Otra facilita. Es lo que todos estábamos deseando que  Rhett Butler le dijera a la fascinante pero insufrible Escarlata O’Hara, en Lo que el viento se llevó.

19. Se lo dice Roy Scheider a Robert Shaw en Tiburón la primera vez que ve al bicho. Y tenía razón.

20. Uno de los múltiples y sofisticados insultos que profiere ese maestro de la humillación que es el sargento Hartman, en La chaqueta metálica.

21. Sencillita también. Es lo que advierte William Munny mientras se aleja del pueblo en la noche, bajo la tormenta, después de haberse cargado al sheriff "Little Bill" Daggett y a sus ayudantes. Estamos hablando de esa soberbia obra maestra que es Sin perdón.

22. También fácil. Se trata de uno de los surrealistas diálogos de Amanece, que no es poco.

23. Con esta frase inicia Lloyd Bridges (el papá de Jeff) su progresiva inmersión en el pánico, en Aterriza como puedas, la más descacharrante sucesión de gags jamás filmada.

24. Si eso te lo dice una enfermera de mediana edad, gordita y con una bondadosa sonrisa, puedes confundirlo con un halago. Pero si la enfermera es Kathy Bates y la película Misery, entonces es la antesala del infierno.

25. Es lo que exclama el presidente de Estados Unidos, interpretado por Peter Sellers, en una parodia muy negra sobre la guerra fría llamada Teléfono rojo, volamos hacia Moscú.

 

            Pues eso es todo. ¿Cuántas habéis acertado? Yo diría que si son trece o más ya podéis consideraos cinéfilos de pro. Y si son menos... bueno, puede que algunos de esos diálogos no os sonaran. Pues ahora ya os suenan; para que luego digan que Babel no sirve para nada.

            Con este refrescante juego, me despido de vosotros hasta quién sabe cuándo. Por si acaso, feliz verano.

sábado, junio 10

Llanto y rechinar de dientes

 


            Esta mañana me he despertado derramando lagrimones como puños, sumido en el negro pozo de la desesperación y la amargura. Al dirigirme al baño para cumplir con mi diario aseo, la imagen que me ha devuelto el espejo ha sido un dardo que se me ha clavado entre las aurículas izquierda y derecha al recordarme lo que soy. Con un gemido agónico, he intentado mesarme los cabellos, hasta que he recordado que no hay nada que mesar. Luego, ya bajo la ducha, el agua se deslizaba por el sumidero mezclada con mis lágrimas, mi dolor y mis mocos.

            Reuniendo las pocas fuerzas que me quedaban, me he vestido y me he arrastrado hasta la cocina como un caracol. ¿Despacio? No, aunque también. Como un caracol porque mientras me deslizaba por el parqué iba dejando a mi paso un rastro húmedo; no de babas, sino de eso: lágrimas y mocos. Tras prepararme un café con leche, que hoy tenía sabor amargo, me he arrastrado a mi despacho, a duras penas me he encaramado al sillón y, tras una hora larga de llanto inconsolable, me he puesto a pulsar el teclado con la esperanza de que las palabras pudieran aliviar mi sufrimiento; pero es inútil, no hay bálsamo capaz de calmar el dolor que me causa esta herida, esta úlcera, esta septicemia que me asola el alma.

            Supongo que os preguntaréis qué me pasa, aunque algunos ya lo habréis adivinado. ¿Que qué coño me pasa? Pues me pasa, maldita sea mi estampa, que hoy, diez de junio de 2023, cumplo... ¡70 años!

            La madre que me parió...

            Ya no hay excusas, ya no queda nada a lo que agarrarse: soy total, absoluta y definitivamente viejo, soy viejo que te pasas, soy una mierda de anciano, un despojo humano, un fósil viviente, soy un dinosaurio que todavía no se ha enterado de lo del asteroide, soy un vestigio del pasado, soy material de derribo, soy objeto de estudio para Indiana Jones, soy un bulto en un anticuario, una pieza desechada en cualquier museo. Resumiendo: para calcular mi edad hay que recurrir a la estratigrafía o al carbono 14.

            Y no me gusta, no me hace maldita la gracia; de hecho, me sienta como una patada en las pelotas. Me lo tomo como una afrenta, como una broma de mal gusto, como una catástrofe al lado de la cual lo del Krakatoa fue poco más que un petardo.

            ¡ADVERTENCIA!: Si alguien está tentado de decirme: “Pero la alternativa a hacerse viejo es peor, porque significa que te mueres”... Si alguien piensa decirme eso, le aconsejo que no lo haga. Porque si lo hace, averiguaré dónde vive y, con las últimas fuerzas de mis trémulas manos, le rebanaré el pescuezo. ¡Ya sé que hay cosas peores! Y no me consuela lo más mínimo. Morirse es chungo, no lo niego, pero envejecer también. Y cuando te mueres ya todo te importa un pijo, pero cuando envejeces estás cabreado y deprimido, y te duelen órganos del cuerpo que ni siquiera sabías que tenías.

            Contar 70 primaveras me colma de sorpresa, porque jamás creí que alcanzaría tan vetusta edad. Como mucho, me daba hasta los 65. Ya veis, como profeta también soy un fraude. Además... ¿Cómo expresarlo?... En fin, que no me gustan los viejos; me parecen un coñazo.

            Vale, hay viejos cojonudos, viejos que da gusto estar con ellos, viejos que te olvidas de que son viejos en cuanto hablas un minuto con ellos. Pero son una minoría. De hecho, muchos de mis amigos tienen mi misma edad: ergo son viejos. Pero son mis amigos, los he escogido yo, así que se parecen a mí en muchos aspectos y son carcamales diferentes.

            Aun así,  en el núcleo más íntimo de mis amistades venía pasando algo terrible desde hace un tiempo: Nos encontrábamos y uno le preguntaba a una: ¿Qué tal estás de la espalda? Y la interpelada respondía con profusión de datos clínicos. Entonces otro se ponía a hablar de sus cervicales, o de que se había quedado sordo de un oído, o de que tenía un ojo chungo... Joder, la primera hora de nuestros encuentros parecían un episodio de House. Me deprimía tanto que les rogué que cuando nos preguntáramos que qué tal estábamos, respondiéramos con un escueto “bien” o “mal” sin entrar en detalles.

            El caso es que, en general, los viejos no me gustan. Me parecen aburridos, acartonados, desenganchados del mundo, pesados, fúnebres y deprimentes. Se quedaron anclados en algún momento del pasado y ya no hay quien los saque de ahí. Huelen a naftalina. En particular, me enervan los viejos encantadores, esos ancianos como de peluche que son todo bondad y dan ganas de abrazarlos. Porque lo que a mí me provocan son ganas de atizarles con un lenguado en los morros y borrarles la estúpida sonrisa de la cara. ¿A qué viene esa complacencia y esa felicidad, carcamales? Prefiero los viejos gruñones que, al menor descuido, te tientan los lomos de un bastonazo. Al menos se rebelan; aún queda algo de energía en sus decadentes despojos,

            Pero ¿sabéis lo peor de todo? Que mi cuerpo tiene 70 años, pero mi cerebro no. Por favor, pero si hay partes de mi mente que todavía no han superado la adolescencia. De hecho, en conjunto, mi cerebro cree que tiene treinta años, el muy idiota.

            ¿Y lo más triste? Hace cinco años que estoy jubilado, pero solo en teoría, porque gracias a (o por culpa de) la Ley del Creador puedo seguir siendo un autónomo en activo. Es decir, sigo trabajando exactamente igual que antes. Y eso es lo único que todavía me une a mi perdida juventud. Deprimente, ¿verdad? Lo único que me salva un poquito es el castigo bíblico del trabajo. Para echarse a llorar. Y, además, eso me conduce a una pregunta aún más deprimente: ¿Cuántas novelas me quedan por escribir? Hace treinta años habría contestado que innumerables, infinitas casi, pero ahora sé que no, que la mayor parte de mi obra ya la he escrito y que lo que falta es limitado. No sé cuánto, pero menos de lo que ya he producido, eso seguro. Si no me diera tanta grima, me cortaría las venas.

            Exageras, diréis: hoy estás igual que ayer; 70 solo es un número. Es cierto, estoy como ayer: igual de jodido. Y sí, 70 es un mero guarismo, un jalón, un marcador, y la constatación numérica de que soy un puto viejo. De eso no me libra nada, salvo el tiempo, porque el año que viene tendré 71 y ya me dará igual todo. Puesto que estamos en la mierda, chapoteemos en ella. Y dentro de una década, si llego, tendré 80 y el cerebro de un boniato; me cagaré y me mearé encima, se me caerá la baba y oleré a naftalina. Lo único que espero es conservar la energía necesaria para liarme a bastonazos con el primero que se acerque.

            Y ya vale, no quiero seguir hablando de este turbio asunto. Para terminar este vómito de palabras con un toque culto, cerraré con una frase. Y como sucede con todas las frases, lo más probable es que sea de Oscar Wilde. De hecho, lo es:

            La tragedia de la vejez no es que uno sea viejo, sino que uno es joven”.

            Hala, ya está; a hacer puñetas.


            NOTA: El de la foto soy yo con tres o cuatro años. Parece mentira que una criatura tan angelical como ese niño haya acabado convirtiéndose en el desastre que soy ahora. La máquina de escribir era de mi padre -aunque ya la había cambiado por una Olivetti-, una vieja Underwood que ya era vieja entonces. Una década más tarde, aprendí a escribir al tacto con ella. La teclas eran duras como piedra y se me pusieron unas manos que ni las de Suarcenagüer.

miércoles, febrero 15

Ficción y exorcismos.

 


            ¿Para qué sirve el arte? Hay mil respuestas a esta pregunta; desde “para nada” hasta “para alcanzar el éxtasis”, pasando por 998 alternativas más. Sin embargo, a veces descubres sin pretenderlo una utilidad del arte que nunca antes habías percibido; al menos, no con tanta claridad. Y cuando reflexionas sobre ello, te maravillas, porque descubres que el arte puede hacer magia de muchas más formas de lo que pensabas. Cuando hablo de “arte”, me estoy refiriendo sobre todo a las artes narrativas, a la literatura, el cine, el cómic, el teatro, etc.; pero lo que voy a decir puede aplicarse a todas las artes.

            Hace unos días, fui a ver Los Fabelman, la última película de Steven Spielberg. Me gustó; es una película pequeña rodada con la habitual maestría de su director. Pero si la ves conociendo su clave oculta, entonces se convierte en apasionante. ¿De qué trata? Pues básicamente de la vida de Spielberg desde que tenía siete u ocho años y descubre el cine, hasta que consigue su primer trabajo en TV.

            Hace unos meses vi un documental de HBO, producido en 2017, sobre Spielberg, en el que el director habla de su vida y su trabajo. Bueno, pues eso me permite asegurar que todo lo que se cuenta en Los Fabelman es real, le ocurrió a Spielberg, incluyendo muchas de las anécdotas que aparecen en el film. Entonces, ¿por qué se llama Los Fabelman en vez de Los Spielberg? Pues porque en realidad no todo lo que cuenta la película es real; hay algo falso. Un hecho que constituye la razón, estoy seguro, de que Spielberg haya rodado esta historia, y que es la explicación íntima de toda la película. Pero para saber qué es, hay que conocer un poco la vida de Spielberg.

            Su padre, Arnold, era ingeniero eléctrico especializado en ordenadores, y su madre, Leah, concertista de piano. Tuvieron cuatro hijos, un chico y tres chicas; Steven es el mayor. Cuando era adolescente, comenzó a rodar películas de aficionado con la cámara de 8mm de su padre. En 1965, sus padres se divorciaron. Arnold se largó y Leah, poco tiempo después, acabó casándose con Bernie Adler, el mejor amigo de Arnold. Steven siempre culpó a su padre del divorcio, hasta el punto de apenas dirigirle la palabra durante quince años.

            La separación de sus padres fue un hecho crucial en la vida de Spielberg. De hecho, podemos encontrar la figura del “padre ausente” en muchas de sus películas, como ET, Encuentros en la tercera fase, La guerra de los mundos, Hook o en la mismísima Indiana Jones y la última cruzada. Pues bien, muchos años después, en los 90, Spielberg descubrió algo que le dejó anonadado: El culpable de la separación de sus padres no había sido Arnold, sino Leah al iniciar una relación romántica con Bernie, el mejor amigo de su marido. Arnold nunca se lo dijo a su hijo, porque seguía amando a su ex-esposa y no quería perjudicarla de ninguna manera.

            ¿Os imagináis el palo que fue para Spielberg descubrir eso? Se había pasado toda la vida repudiando injustamente a un hombre que no solo era inocente, sino que además se comportaba como un santo. Tras descubrirlo, Spielberg se reconcilió con su padre. Pero estoy seguro de que el peso de la culpa debió de ser abrumador.

            Volvamos a Los Fabelman. La película, como he dicho, sigue fielmente la biografía de su director; hasta que llega al meollo de la trama, el divorcio de los padres. Entonces la historia cambia y cuenta algo que no ocurrió en la realidad. Sammy Fabelman (el personaje que representa a Spielberg) es un chico obsesionado con el cine que no para de rodar películas en 8 mm. En cierta ocasión, durante unas vacaciones, Sammy rueda un corto sobre su familia. Más tarde, mientras está montando el material (es decir, viendo una y otra vez las mismas imágenes), descubre algo en lo que no se había fijado antes, porque no era lo que filmaba, sino lo que estaba en segundo plano. Son imágenes de su madre con Bernie; no hacen nada en especial, solo hablar, pero parecen lo que en realidad son: una pareja de enamorados.

            Es decir, Sammy descubre por su cuenta (y con ayuda del cine) la infidelidad de su madre. Por tanto, nunca culpará a su padre del divorcio, nunca cometerá esa injusticia. Justo lo contrario de lo que en realidad pasó. En cierto modo, Los Fabelman es una ucronía. Creo que Spielberg rodó esta película para remediar su gran error, para librarse de la culpa a través de la ficción.

            Es decir, Spielberg ha utilizado el arte para corregir la realidad.

            Y esa es la utilidad de la creación artística que yo no había percibido con nitidez: su capacidad para corregir la vida. No solo haciendo que lo que está mal pase a estar bien, sino también para que el mal, que con frecuencia se disfraza de virtud en el mundo real, aparezca ante nuestros ojos con claridad. El arte no solo imita la vida, sino que también la mejora.

            Supongo que eso es lo que hacemos todos los que nos dedicamos a tareas creativas. Cogemos la realidad y la moldeamos para darle sentido; o todo lo contrario, para mostrar el sinsentido que se esconde tras lo real. Y a veces exorcizamos nuestros fantasmas y demonios mediante lo que imaginamos.

            Sin duda, es más rápido y barato que ir al psiquiatra.