miércoles, febrero 15

Ficción y exorcismos.

 


            ¿Para qué sirve el arte? Hay mil respuestas a esta pregunta; desde “para nada” hasta “para alcanzar el éxtasis”, pasando por 998 alternativas más. Sin embargo, a veces descubres sin pretenderlo una utilidad del arte que nunca antes habías percibido; al menos, no con tanta claridad. Y cuando reflexionas sobre ello, te maravillas, porque descubres que el arte puede hacer magia de muchas más formas de lo que pensabas. Cuando hablo de “arte”, me estoy refiriendo sobre todo a las artes narrativas, a la literatura, el cine, el cómic, el teatro, etc.; pero lo que voy a decir puede aplicarse a todas las artes.

            Hace unos días, fui a ver Los Fabelman, la última película de Steven Spielberg. Me gustó; es una película pequeña rodada con la habitual maestría de su director. Pero si la ves conociendo su clave oculta, entonces se convierte en apasionante. ¿De qué trata? Pues básicamente de la vida de Spielberg desde que tenía siete u ocho años y descubre el cine, hasta que consigue su primer trabajo en TV.

            Hace unos meses vi un documental de HBO, producido en 2017, sobre Spielberg, en el que el director habla de su vida y su trabajo. Bueno, pues eso me permite asegurar que todo lo que se cuenta en Los Fabelman es real, le ocurrió a Spielberg, incluyendo muchas de las anécdotas que aparecen en el film. Entonces, ¿por qué se llama Los Fabelman en vez de Los Spielberg? Pues porque en realidad no todo lo que cuenta la película es real; hay algo falso. Un hecho que constituye la razón, estoy seguro, de que Spielberg haya rodado esta historia, y que es la explicación íntima de toda la película. Pero para saber qué es, hay que conocer un poco la vida de Spielberg.

            Su padre, Arnold, era ingeniero eléctrico especializado en ordenadores, y su madre, Leah, concertista de piano. Tuvieron cuatro hijos, un chico y tres chicas; Steven es el mayor. Cuando era adolescente, comenzó a rodar películas de aficionado con la cámara de 8mm de su padre. En 1965, sus padres se divorciaron. Arnold se largó y Leah, poco tiempo después, acabó casándose con Bernie Adler, el mejor amigo de Arnold. Steven siempre culpó a su padre del divorcio, hasta el punto de apenas dirigirle la palabra durante quince años.

            La separación de sus padres fue un hecho crucial en la vida de Spielberg. De hecho, podemos encontrar la figura del “padre ausente” en muchas de sus películas, como ET, Encuentros en la tercera fase, La guerra de los mundos, Hook o en la mismísima Indiana Jones y la última cruzada. Pues bien, muchos años después, en los 90, Spielberg descubrió algo que le dejó anonadado: El culpable de la separación de sus padres no había sido Arnold, sino Leah al iniciar una relación romántica con Bernie, el mejor amigo de su marido. Arnold nunca se lo dijo a su hijo, porque seguía amando a su ex-esposa y no quería perjudicarla de ninguna manera.

            ¿Os imagináis el palo que fue para Spielberg descubrir eso? Se había pasado toda la vida repudiando injustamente a un hombre que no solo era inocente, sino que además se comportaba como un santo. Tras descubrirlo, Spielberg se reconcilió con su padre. Pero estoy seguro de que el peso de la culpa debió de ser abrumador.

            Volvamos a Los Fabelman. La película, como he dicho, sigue fielmente la biografía de su director; hasta que llega al meollo de la trama, el divorcio de los padres. Entonces la historia cambia y cuenta algo que no ocurrió en la realidad. Sammy Fabelman (el personaje que representa a Spielberg) es un chico obsesionado con el cine que no para de rodar películas en 8 mm. En cierta ocasión, durante unas vacaciones, Sammy rueda un corto sobre su familia. Más tarde, mientras está montando el material (es decir, viendo una y otra vez las mismas imágenes), descubre algo en lo que no se había fijado antes, porque no era lo que filmaba, sino lo que estaba en segundo plano. Son imágenes de su madre con Bernie; no hacen nada en especial, solo hablar, pero parecen lo que en realidad son: una pareja de enamorados.

            Es decir, Sammy descubre por su cuenta (y con ayuda del cine) la infidelidad de su madre. Por tanto, nunca culpará a su padre del divorcio, nunca cometerá esa injusticia. Justo lo contrario de lo que en realidad pasó. En cierto modo, Los Fabelman es una ucronía. Creo que Spielberg rodó esta película para remediar su gran error, para librarse de la culpa a través de la ficción.

            Es decir, Spielberg ha utilizado el arte para corregir la realidad.

            Y esa es la utilidad de la creación artística que yo no había percibido con nitidez: su capacidad para corregir la vida. No solo haciendo que lo que está mal pase a estar bien, sino también para que el mal, que con frecuencia se disfraza de virtud en el mundo real, aparezca ante nuestros ojos con claridad. El arte no solo imita la vida, sino que también la mejora.

            Supongo que eso es lo que hacemos todos los que nos dedicamos a tareas creativas. Cogemos la realidad y la moldeamos para darle sentido; o todo lo contrario, para mostrar el sinsentido que se esconde tras lo real. Y a veces exorcizamos nuestros fantasmas y demonios mediante lo que imaginamos.

            Sin duda, es más rápido y barato que ir al psiquiatra.

 

sábado, diciembre 24

El bonito y entrañable cuento navideño de Babel


           Lo siento, amigos míos, este año me he retrasado. El cuento de Navidad me ha quedado más largo de lo que yo pensaba y lo he terminado esta mañana a última hora. Pero justo a tiempo, ¿no? De ninguna manera iba a faltar a la única cita ineludible de La Fraternidad de Babel. Mi cuento anual, donde reúno todo mi espíritu navideño para, en ocasiones (como esta), pervertirlo hasta convertirlo en algo monstruoso. Aunque espero que divertido.

            Como sabéis, mis cuentos navideños son de dos clases: o de buen rollo, o gamberros. El año pasado publiqué uno tierno y bonito, así que este año tocaba gamberrada. El cuento se llama El ángel que se cayó a un agujero negro, y estoy seguro de que con él ofenderé a más de un colectivo. Qué le vamos a hacer; ese es el precio que hay que pagar por practicar el humor negro.

            Esta vez me voy a extender poco, que ya voy muy retrasado. Son las 16:30, acabo de comer (comida china) y estoy en mi despacho. Mis hijos ya no viven en casa. Pablo vino ayer de Barcelona y se quedará unos días. Óscar vendrá luego para cenar todos juntos. Aperitivos, lubina al horno y panqueques de postre. Ahora la casa está en silencio.

            Así que voy a aprovechar ese silencio para desearos feliz solsticio, feliz Navidad, felices fiestas. Os deseo lo mejor y os envío un abrazo.

            Y ahora os dejo con el cuento. Ojalá os guste.


EL ÁNGEL QUE SE CAYÓ A UN AGUJERO NEGRO 

            Había una vez un ángel llamado Kerubiel. Era un ángel del montón, perteneciente a lo más bajo de las jerarquías angélicas, justo por detrás de los Principados y de los Arcángeles. No obstante, pese a su humilde condición angelical, Kerubiel era, como todos los ángeles, impresionante.

            Alto, rubio, resplandeciente, con unas facciones tan nobles que era imposible no derramar una lágrima al contemplarlas, y dotado de unas majestuosas alas blancas. Además, sus apariciones terrenales estaban acompañadas de truenos y relámpagos, tan intensos que en ocasiones provocaban incendios.

            Sin embargo, Kerubiel no era exactamente como el resto de los ángeles. Hace ciento cincuenta mil años (152.315, para ser precisos), mientras recorría el universo, pasó demasiado cerca de Holmberg 15A, un monstruoso agujero negro de 40 mil millones de masas solares, cruzó el horizonte de sucesos y se precipitó a su interior... (Si quieres seguir leyendo, pincha AQUÍ)




jueves, noviembre 24

Caballos salvajes

 


            La imaginación es algo así como un caballo salvaje: muy bonito, pero del todo inútil hasta que lo domas. De hecho, la imaginación tiene mucho prestigio, pero también un lado oscuro. Sobre todo al principio, cuando de niño eres incapaz de controlar a ese caballo salvaje que tienes en la cabeza. Porque todos los niños son imaginativos, pero unos más que otros, y a veces serlo supone un hándicap, un serio problema.

            Ayer vi Armageddon Time, el último film de James Gray. Ambientado en el Nueva York de los 80, cuenta la historia de Paul Graff, un chico de once o doce años, el miembro más joven de una familia de clase media. La película, que recomiendo, trata sobre muchos temas: la familia, la educación, el racismo, la lucha de clases... Pero hay un aspecto con el que me sentí especialmente identificado: Paul es un mal estudiante, porque le encanta pintar y tiene una imaginación desbordante, así que está siempre con la cabeza en las nubes. De hecho, su tutor sugiere que es “lento”, en el sentido de retardado. El caso es que tiene tan malas notas y hace tantas trastadas, que sus padres deciden sacarlo del instituto donde estudia y llevarlo a un colegio privado de élite. Bueno, pues exactamente lo mismo me pasó a mí.

            Casualmente, hace un par de semanas tuve un encuentro por videoconferencia con alumnos de un instituto, y les conté que yo, hasta el equivalente a 4º de la ESO, había sido muy mal estudiante, porque siempre andaba con la cabeza en las nubes y porque en vez de estudiar leía comics, o hacía dibujos, o me quedaba embobado imaginando historias. Mis padres, alarmados por mi bajo rendimiento, me cambiaron de colegio. Y, tiempo después, el director del nuevo centro se reunión con ellos para sugerirles que quizá yo era un poquito deficiente mental. Mis padres le respondieron que, si yo era tonto, ¿por qué también era siempre el primero de la clase en redacción?

Luego, les conté a los alumnos que, paradójicamente, lo mismo que en su momento hizo de mí un mal estudiante, ahora era lo que me servía para ganarme la vida. Había conseguido domar al caballo salvaje.

            Entonces una alumna me formuló una muy buena pregunta: ¿No debería el sistema educativo prestar especial atención a los alumnos con talentos inusuales? Pues sí, claro, debería. Porque no se trata solo de los chicos y chicas demasiado imaginativos. Tampoco los superdotados, los más inteligentes, encajan en el actual sistema y con frecuencia acaban en fracaso escolar.

            El problema es que, al generalizarse, la educación se convirtió en una especie de fábrica, donde todos los alumnos son instruidos de igual forma y al mismo ritmo haciendo énfasis en las mismas materias. Pero no todos los alumnos son iguales y algunos deberían recibir una atención especial. No porque sean tontos, sino porque su cerebro funciona de una manera distinta. Pero eso no sucede. Al contrario, los alumnos con talentos especiales suelen ser problemáticos, porque no siguen el ritmo de la clase, porque rompen las normas y porque no encajan en un sistema demasiado rígido. En consecuencia, muchos de ellos, los menos afortunados, acaban condenados al fracaso vital. Y su talento se pierde.

            La chica que me formuló la pregunta tenía razón. El sistema educativo debería prestar una atención especial a cada alumno, ayudándolo a desarrollar plenamente sus particulares habilidades, en vez de coartarlas. Pero eso supondría clases con mucho menos alumnos, profesores de apoyo, programas de capacitación y planes de estudios más dúctiles. Es decir, más dinero. Y mejores políticos. No sé si algo así es hoy posible, pero debería serlo.

            Volviendo a la película, en gran medida trata sobre la injusticia social. Los desfavorecidos están condenados a una exclusión y una pobreza de la que jamás podrán escapar, mientras que ante los escasos privilegiados se extiende una alfombra roja que mulle el camino hacia un éxito inevitable.

            ¿Y qué pasa con Paul, nuestro pequeño protagonista? Al final de la película... ojo, voy a hacer un spoiler, pero no importa. Al final de la película, Paul se encuentra en el salón de actos de su elitista colegio, donde el director está soltando un discurso. El hombre les dice que ellos, los alumnos, son los dirigentes del mañana. Ellos están destinados a liderar la economía, la política, la sociedad... Mientras oye esto, Paul se pone lentamente la chaqueta, sale a la calle y se va sin decir nada.

            Él no quiere dirigir empresas, ni comandar partidos, ni ser un líder social. Lo único que quiere es pintar. Igual que otros quieren hacer música.

            O yo escribir.

viernes, octubre 28

Del Coyote a la ciencia ficción pionera: medio siglo sin José Mallorquí

 


El próximo 7 de noviembre se cumplen 50 años de la muerte de mi padre. Medio siglo, es increíble... Si me paro a pensar en ese martes, siete de noviembre de 1972, lo recuerdo como si hubiera sido ayer, con todo detalle. Pero, claro, cómo olvidarlo. Aunque me gustaría poder hacerlo.

            Yo tenía diecinueve años y en ese instante mi vida se volvió del revés. Durante muchos, muchos años, arrastré un profundo sentimiento de culpa por el suicidio de papá. Es inevitable, supongo. Curiosamente, hace años logré quitarme de encima la culpabilidad gracias a este blog. Quería dedicar una entrada al aniversario de su muerte y me puse a escribir sin tener nada concreto en la cabeza. Era una carta para él y... fue como escritura automática; las ideas me llegaban sin buscarlas, sin pensarlas siquiera, era casi como si escribiera al dictado de una parte de mí que hasta entonces había callado.

            Ese post, esa carta, obró el milagro de abrirme la mente y me permitió contemplar aquella tragedia desde todas las perspectivas. Hasta entonces, había asumido el suicidio de mi padre exclusivamente desde su punto de vista. Pero de pronto lo vi desde el mío, y comprendí que mi padre, al pegarse un tiro, me había hecho una cabronada. Por eso, concluyó su nota de suicidio con un “Perdón”.

            Claro que le perdoné. Y también me perdoné a mí mismo.

            El caso es que he asistido a las dos muertes de José Mallorquí. Una rápida, en el 72. Y otra lenta, desde entonces hasta ahora. Muerte por depresión y arma de fuego la primera. Muerte por olvido la segunda. Cuando murió, era uno de los escritores más conocidos de España; ahora, cada vez menos gente lo recuerda.

            Suele ocurrir. Si os digo: Frank G. Slaughter, Larry Collins, James Michener, Somerset Maugham, Viki Baum, Harold Robbins, León Uris, Sven Hassel, Sinclair Lewis... ¿Cuántos de estos nombres os suenan? Si eres muy joven, probablemente ninguno. Pero todos ellos fueron escritores de gran éxito más o menos hacia mediados del siglo pasado. Y todos ellos, tras su muerte, han sido olvidados. Pues lo mismo ha sucedido con mi padre; casi nadie nacido después de 1980 sabe quién fue y qué hizo.

            Aunque, por otra parte, su caso es distinto. En primer lugar, por ser español y haber gozado, a mediados del siglo pasado, de un gran éxito internacional. En segundo lugar, por su contribución al género que más fama le dio al ser uno de los forjadores del llamado Western Latino. En tercer lugar, por su calidad literaria, muy superior a la del resto de escritores españoles de novela popular. En cuarto lugar -algo que muchos no saben-, por su contribución a los géneros fantásticos en nuestro país, gracias sobre todo a dos iniciativas suyas: la revista Narraciones Terrroríficas y la colección Futuro.

            En fin, aunque mi padre sea un escritor en proceso de olvido, todavía queda gente que lo recuerda con todo el respeto y el cariño que merece. Hace seis años, La Casa del Lector de la Fundación Germán Sánchez Ruipérez, le dedicó una estupenda exposición. Y ahora, el Festival 42 de Géneros Fantásticos, que tendrá lugar en Barcelona entre el 2 y el 6 de noviembre, le va a dedicar un acto con motivo del 50 aniversario de su muerte.

            Se trata de una mesa redonda llamada “Del Coyote a la ciencia ficción pionera: medio siglo sin José Mallorquí”. En la mesa estaremos Armand Balsebre, catedrático de Comunicación Audiovisual y Publicidad de la Universidad Autónoma de Barcelona, la escritora Ledicia Costas y este vuestro seguro servidor. Y el moderador de la mesa será nada más y nada menos que Pablo Mallorquí, nieto de José Mallorquí.

            El acto tendrá lugar el sábado 5 de noviembre a las 11:00, en la Biblioteca Ignasi Iglésias. Can Fabra. Auditori Fabra.

            De modo que, si estáis en Barcelona ese sábado y no tenéis nada mejor que hacer, me encantaría veros ahí.



jueves, octubre 6

Tamara & Putin, la pareja del momento.

 


            Tamara: El asunto es más o menos así: Había una vez una pija muy pija llamada Tamara que, aunque tenía 40 tacos, hablaba y se comportaba como una adolescente. Digo que era pija porque decía cosas de pija, las decía con acento de pija y, qué demonios, ella se calificaba a sí misma de pija. Pues bien, esa pija se enamoró de otro pijo nueve años menor que ella y ambos se prometieron. Pero antes de la boda sobrevino el desastre: aparecieron unos videos en los que se veía al pijo morreándose con otras muchachas. No es de extrañar, porque el joven pijo tenía un aspecto de golferas que echaba patrás. La boda se canceló y la pareja de pijos se separó. Fin de la historia. Una gilipollez, ¿verdad? Bueno, pues esa gilipollez ha hecho que, durante más de una semana, toda España esté pendiente de la pija.

            Me resulta asombrosa la fascinación del público por semejantes personajes. ¿Qué ha hecho en su vida Tamara? Nada que valga la pena, salvo aparecer en algunos programas de TV donde se mostraba como la pija que es. Y ser hija de famosos, que eso ayuda. ¿Por qué le interesa a la gente? Quiero pensar que por el morbo de comprobar que “los ricos también lloran”, pero me da que no. Esto se parece más a un patio de vecinos donde sobrevuelan los chismes. Antes, los cuernos se los ponían a la hija de la Paqui, y hoy se los ponen a una marquesa mediática. Aunque también puede ser por la fascinación que siempre han producido los freaks, los monstruos de feria. Desde hace tiempo, los medios han venido ofreciendo el lamentable espectáculo de personajes grotescos. Como lo fueron el padre Apeles, Rappel, Jesús Gil, Pocholo o Belén Esteban. Porque Tamara es el pijerío llevado al extremo, la grotesca caricatura de una pija.

            Aunque, en realidad, me temo que lo que gran parte del público siente hacia Tamara es una fascinación aspiracional. Les gustaría ser como ella. Y eso ya es más peliagudo. Porque Tamara es superconservadora y supercatólica. Sin ir más lejos, esto es lo que opinó hace poco sobre la diversidad sexual: “Estamos viviendo un momento muy complicado para la humanidad, hay tantos tipos distintos de sexualidades, hay tantos sitios distintos donde puedes ejercer el mal”. Luego, añadió que lo peor de todo es que esa diversidad sexual “se ve con normalidad”. ¿Es que echa de menos recurrir a la lapidación?

            Tamara es un pija, es superficial y es tóxica. Pero ¿tonta? Teniendo en cuenta el rédito que le saca a su tóxico y superficial pijerío, creo que no; o al menos no del todo. Los tontos somos nosotros. Y si no, aquí me tenéis a mí, perdiendo el tiempo en hablar de alguien sin interés.

            Putin: Que Putin es hijo de sí mismo (un hijo de Putin) lo sabemos todos. Bueno, todos no, como veremos. Así que no voy a perder el tiempo diciendo que es un psicópata formado en la escuela de la KGB, un iluminado imperialista y un asesino aficionado al polonio. No, de eso no voy a hablar.

            De lo que quiero hablar es de los viejos comunistas españoles. La verdad es que hay que tener mucha fe para seguir siendo comunista hoy. Porque seguir creyendo en el “paraíso socialista” después de los desmanes de Stalin, después del muro de Berlín, después de la invasión de Checoslovaquia y Afganistán, y sobre todo después de que la Unión Soviética se desmoronara por la ineficacia social y económica de su sistema... seguir siendo comunista contra toda esa evidencia requiere una fe a prueba de bombas.

            Cuando comenzó la invasión rusa de Ucrania, proliferaron en las RRSS los comentarios en contra, sin apenas oposición. Pero algunas respuestas se iban por peteneras: En vez de comentar la agresión rusa, enumeraban la lista de las atrocidades cometidas por occidente, y en particular por USA. Que son muchas, no lo niego. Pero un mal no anula a otro mal.

            En un pequeño debate en Facebook, un amigo nostálgico del comunismo hizo eso: citar todas las barbaridades cometidas por Estados Unidos. Como si eso le restara gravedad a lo que hacía Putin. Le respondí que vale, que sí, que todo eso era cierto. Pero que ahora el malo es Rusia. Mi amigo respondió algo que no entendí, porque se fue por los cerros de Úbeda. Como sin argumentos no hay debate, dejé de intervenir. Pero más tarde leí los comentarios que mi amigo intercambiaba con otro nostálgico del comunismo. “Desde que tengo memoria”, venía a decir, “todos los males del mundo han venido de occidente”. Y Rusia, claro, es tan santa como el Vaticano.

            Me pregunto si esos viejos nostálgicos se han enterado de que Rusia ya no es comunista, sino una oligarquía de tintes mafiosos y maneras fascistas. Supongo que sí, pero sus cerebros están sometidos a un reflejo pavloviano. Oyen “Rusia” y agitan jubilosos el rabo. Oyen “Occidente” y enseñan los colmillos.

            Evidentemente, carece de sentido comparar a Tamara con Putin. No se parecen en nada, no tienen nada en común, salvo estar de actualidad. Aunque, espera,  ahora que lo pienso, sí que comparten algo: su odio a los homosexuales. No, si al final van a hacer buena pareja...

jueves, septiembre 1

Ofensas

 


            Un sabio refrán reza: “No ofende quien quiere, sino quien puede”. Es cierto; solo unas cuantas personas, las más próximas a mí, pueden herirme con palabras, porque me importa su opinión. Pero lo que me diga un desconocido, sencillamente me la trae al pairo. La mayor parte de la gente (casi ocho mil millones de personas) pueden insultarme, ponerme a parir o despreciarme, da igual: me resbala. Tampoco las ideas me ofenden, por muy monstruosas que sean. Pueden abochornarme, indignarme o darme vergüenza ajena; pero ¿ofenderme, como si fueran un agravio personal? De eso nada.

            En realidad, lo de las ofensas suena un poco decimonónico, de cuando el honor era lo más importante y se lavaba junto a la tapia de un convento, a sable o pistola. Un concepto de otros tiempos. Y, sin embargo, rabiosamente actual. De hecho, hay toda una generación a la que, si bien despectivamente, llaman los ofendiditos. Y es cierto: hoy en día no se puede abrir la boca, o pulsar el teclado, sin ofender a alguien.

            El otro día, en el programa de TV Real Time With Bill Maher, una ex-alumna de la universidad de Nueva York comentaba que en la parte trasera de su carné de estudiante había un teléfono de urgencia para denunciar ofensas. ¡De urgencia! Te ofenden y es como si te dispararan y necesitaras auxilio inmediato. Resulta entre ridículo y estremecedor.

            Vale, es cierto que mi libertad termina donde empieza la tuya. Pero ojo, donde empieza tu libertad, no tu susceptibilidad. La pregunta es ¿por qué sucede? Los nuevos censores socavan hasta tal punto la libertad de expresión que, para ser ofensivo, basta con discrepar aunque solo sea mínimamente del dogma políticamente correcto. ¿Cómo hemos llegado a esto?

            Siempre he pensado que las relaciones humanas se rigen por principios similares a los económicos. Por ejemplo, el valor de un producto depende de la relación entre la demanda y la oferta. Si el producto es muy demandado y hay pocas unidades, sube de precio. Y al revés: si es menos demandado y hay muchas unidades, el precio baja.

            Pues bien, con los hijos sucede lo mismo. Hace no mucho, pongamos que cuando yo era pequeño, la gente tenía un montón de hijos. Por ejemplo, la familia de Pepa, mi mujer, son ocho hermanos, y no se trataba de ninguna excepción. En 1960, el índice de natalidad era de 2,86. Actualmente es de 1’19; es decir, que cada pareja tiene una media de un hijo y un quinto de otro, muy por debajo de la tasa de reposición.

            El caso es que si, por ejemplo, tienes seis hijos, inconscientemente el valor de cada hijo disminuye. Si se muere uno es una tragedia, pero oye, te quedan cinco más. Ya, esto puede parecer una burrada, lo sé; pero no olvidemos que antiguamente se tenían muchos hijos porque más o menos la mitad la diñaban, y los supervivientes eran necesarios para cuidar a los padres en su vejez.

            Ahora supongamos que solo tienes uno o dos hijos. Si es uno y muere, la pérdida te destrozará. Si son dos y uno la palma, te destrozará igualmente y, además, volcarás todo tu afecto en el que queda y lo sobreprotegerás. Es decir, que cuando tienes pocos, el valor de cada hijo se multiplica. Es una cuestión numérica: en un caso tienes que repartir tu amor, tu atención, tu tiempo, tu dinero y tu esfuerzo entre seis, y en el otro solo entre uno o dos. Es evidente que en el segundo caso los hijos reciben más que en el primero. Conocéis el paradigma del hijo único, ¿verdad?, el típico niño consentido y mimado. Pues en cierto modo (y con frecuencia literalmente), ahora todos los niños se han convertido en hijos únicos.

            Y en esas estamos. Mi generación y las siguientes hemos tenido muy escasos hijos, de modo que los sobrevaloramos y los sobreprotegemos. Los mimamos y los malcriamos. Los debilitamos en definitiva. Muchos padres han educado a sus hijos intentando mantenerlos en capullos de algodón, libres de todo daño físico y emocional. Por ejemplo, los cuentos tradicionales, transformados para que el lobo no sea malo, o la mamá de Bambi no muera, o Hansel y Gretel no acaben en un horno. No vaya a ser que el niño se traumatice.

            En las pruebas deportivas de los coles, todos ganan medallas; desde el que llega primero a la meta hasta el que tropezó con sus propios pies a los dos metros de la salida. Porque nadie quiere frustraciones. Si el niño hace un dibujito, será el dibujo más hermoso del mundo, aunque en realidad sea una birria que ofende a la vista. Nada de animarlo a esforzarse más, no se vaya a cansar. Y, sobre todo, es vital huir del conflicto. Si el chico se porta mal, cualquier cosa antes que regañarlo. Adiós, problemas. Hola, síndrome del emperador.

            En resumen: se educa a los niños preparándolos para un mundo que no existe, un mundo sin tensiones ni conflictos. Pero las cosas no son así. En el mundo real siempre hay algún momento en el que se tiene que tragar mierda. Siempre hay frustraciones, líos e injusticias. Siempre hay que esforzarse, porque en la vida nada es fácil. Por eso, cuando los niños criados en burbujas crecen, se encuentran con una realidad muchas veces hostil para la que no están preparados. Y se frustran. Y, como tienen la piel muy delicada, se ofenden a la primera de cambio.

            En fin, no digo que todos los llamados millennials sean así, porque odio las generalizaciones y porque además sería mentira, pero muchos de ellos sí corresponden a ese patrón. Y son muy ruidosos.

viernes, julio 29

Para toda la humanidad

 


            En cierta ocasión, durante una charla suya, el llorado Miquel Barceló dijo algo que me llamó la atención, porque, pese a ser evidente, nunca había caído en ello: Lo más asombroso de la carrera espacial no fue el alunizaje, sino que después, y durante más de medio siglo, ningún humano volviera a ir más allá de la órbita baja de la Tierra.

            Yo tenía dieciséis años recién cumplidos cuando el Apolo 11 se posó en el Mar de la Tranquilidad. ¿Os imagináis lo que supuso para mí contemplar las borrosas imágenes en blanco y negro del primer humano en pisar otro cuerpo celeste? No, no tenéis ni idea, porque la mayoría de vosotros no vivió aquello. Además, perdéis de vista que yo era un pirado de la ciencia ficción. Fue un éxtasis para mí, una epifanía, una arrebato. Yo, que tanto había leído sobre el futuro, ¡estaba viviendo el futuro!

            Y qué felices me las prometía, amigos míos. Ahora la Luna, me decía; mañana Marte, y pasado las estrellas. Imaginaba vuelos espaciales comerciales, majestuosas estaciones orbitales, bases en el sistema solar, videotélefonos, coches voladores... Bueno, eso no; los coches voladores siempre me parecieron una mala idea. El caso es que imaginaba un futuro del estilo de 2001: Una odisea del espacio. Ahí iba a vivir yo.

            Luego, poco a poco, la cruda realidad me fue pasando por encima. La carrera espacial concluyó. A fin de cuentas, ya había un ganador. El programa Apolo se canceló. Los gigantescos cohetes Saturno V dejaron de fabricarse. Llegaron los transbordadores espaciales, pero eran poco más que autobuses con alas solo capaces de alcanzar órbitas bajas. Además, eran una chapuza. Y ahora los norteamericanos ni siquiera pueden ir a la Estación Espacial por sus propios medios, y tienen que comprarle pasajes a los rusos o a Space X.

            Fue un proceso lento, pero en algún momento quedó claro que mis sueños se habían ido al garete. Yo esperaba que el futuro me trajera una utopía espacial, y lo que al final me ha traído es una especie de distopía en la que la humanidad vive hipnotizada por unos pequeños artilugios rectangulares. Aunque, hay que reconocérselo, en esos artilugios van incluidos los videoteléfonos, algo que nadie imaginó jamás.

            Alto ahí, diréis; siempre te quedan las misiones no tripuladas. Es verdad; pensar que ahora mismo hay un par de rovers deambulando por Marte me emociona un poco. Pero no es lo mismo,

            Pues bien, más o menos de eso va la serie de televisión Para toda la humanidad, que se emite en AppleTV. Se trata de una ucronía en toda la regla. Su punto Jonbar, es decir, el acontecimiento que quiebra la realidad histórica, consiste en que, en 1969, los rusos llegaron primero a la Luna, adelantándose por unos meses a los norteamericanos. Lo cual hace que la carrera espacial se prolongue durante las siguientes décadas.

            La trama se centra en el personal de la NASA, sobre todo en los y las astronautas. La primera temporada comienza con el alunizaje ruso, continúa con el alunizaje yanqui, y sigue con el entrenamiento de un grupo de mujeres astronautas y el establecimiento de la primera base lunar. La segunda temporada, ambientada en los 70, narra la ampliación de la base y los conflictos con los rusos. La tercera temporada (cuyo último capítulo se emite hoy) se ambienta en los 90 y describe la carrera para llegar a Marte entre americanos, rusos y una empresa privada. Todo ello, por supuesto, aderezado con la relaciones y conflictos entre los protagonistas.

            ¿Es Para toda la humanidad una obra maestra? No, dista mucho de serlo. ¿Es una gran serie? Probablemente tampoco, aunque a veces se aproxime. Sencillamente es una buena serie de ciencia ficción, respetuosa con la inteligencia del espectador. Lo que ya es mucho, creedme.

            En la serie, aparte del devenir de la carrera espacial, hay otros dos temas predominantes. En primer lugar, el feminismo. De hecho, siendo una obra coral, la mayor parte de sus personajes importantes son mujeres. De entre las que destaco a Molly Cobb, interpretada por  Sonya Walger, una astronauta con más cojones que todos sus compañeros masculinos juntos. El segundo tema recurrente es el de la homosexualidad en el seno de una sociedad absolutamente intolerante.

            El casting es excelente y todos los actores encajan en sus roles con solvencia. De entre ellos, aparte de Sonya Walger, quiero destacar a     

Joel Kinnaman, un actor al que siempre me agrada ver. Por cierto, probablemente es el actor con mejor planta del panorama actual. Le pones un traje de gala del ejército colonial inglés, y el tío queda de un gallardo que alucinas. Por lo demás, la puesta en escena está muy cuidada y los efectos especiales, sin pretender ser apabullantes, son más que correctos.

            No todo es bueno, por supuesto. En gran medida, esta serie es un folletín, lo cual no es malo (¿acaso no lo son la mayoría de las series?). Pero a veces, por fortuna escasas, se aproxima peligrosamente al culebrón. Aparte de eso, el devenir de ciertos personajes resulta forzado, y algunos tópicos huelen un poco a naftalina. Por ejemplo, los rusos soviéticos son los taimados hijos de puta de siempre. No obstante, lo bueno predomina sobre lo malo.

            En cualquier caso, ¿sabéis lo que más me gusta de Para toda la humanidad? El intenso aroma a ciencia ficción clásica de toda la vida que desprende. Viéndola, no puedo evitar evocar a Robert Heinlein, o a Arthur Clarke, o a Fredric Brown. Es refrescante, como volver al pasado. Aunque, bien pensado, de eso va precisamente la serie: de volver al pasado para corregirlo.

            En fin, que os la recomiendo. Ya sé que muy pocos están suscritos a AppleTV (aunque tiene contenidos de gran calidad), pero tengo entendido que la plataforma ha puesto la primera temporada en abierto. Es decir, que os bajáis la aplicación y podéis verla gratis, sin necesidad de suscribiros.

            Besos.