jueves, noviembre 28

Hay que matar al Príncipe Azul



            Como añoso escritor de novelas juveniles, tengo un evidente hándicap: ¿qué coño sabe un dinosaurio de los jóvenes actuales? Es decir, ¿conozco a mi público? Bueno, como ya he dicho otras veces, procuro conservar dentro de mí al niño que fui. Pero de esto ya hablaré en otra ocasión. El caso es que no, no tengo un conocimiento directo sobre los actuales adolescentes. Es cierto que mis dos hijos fueron adolescentes no hace mucho, pero no olvidemos que es obligación de todo hijo ser un inescrutable misterio para sus padres. Entonces, ¿qué hago para enterarme de cómo son los jóvenes actuales? Pues hago varias cosas, pero la más práctica es fisgar por la blogosfera.

            Frecuento varios blogs de adolescentes (cambian con el tiempo), blogs de chicos y de chicas, todo tipo de blogs sobre todo tipo de temáticas. Así es como me entero de qué le preocupa a los jóvenes ahora, de cómo se expresan, de cuáles son sus intereses... Pues bien, en el curso de estas investigaciones he descubierto algo que me ha dejado de piedra: lo increíblemente machistas que se están volviendo las nuevas generaciones. Y no me estoy refiriendo sólo a los varones, que dentro de todo sería lo esperable, sino a las chicas.

            Hace unos meses, charlando con una veinteañera, me dijo que su pareja ideal sería un hombre seguro de sí mismo, que le enseñase cosas, que le abriera los ojos al mundo. Yo me quedé de piedra, pues se trata de una universitaria, con trabajo y, por tanto, independiente. Qué machista, le dije; ¿y por qué no al revés? Ella, como era de esperar, negó en redondo que eso fuera machismo, y aseguró que todas sus amigas, que todas las mujeres en realidad, piensan de esa forma.

            En otra ocasión, merodeando por blogs de adolescentes, recalé en uno sobre sexualidad. Una de las chicas que lo llevaban había escrito un post sobre el proceso de iniciación sexual de las adolescentes. No lo recuerdo con precisión, pero venía a decir que primero se empieza con los besos y los sobeteos; luego, con el tiempo, hay que hacerle unas pajillas a tu chico. Después vienen las mamadas (y trágatelo aunque te dé asco). Más tarde se echa un polvo. Y a poco después llega la sodomía...

            Al llegar a ese punto confieso que los ojos me hacían chiribitas. Aquella chica no estaba narrando el alegre proceso de florecimiento sexual de las adolescentes, no estaba diciendo: y luego, qué de puta madre, te la meten por el culo. No, ni mucho menos; lo decía resignada, estaba describiendo algo escasamente agradable, pero necesario. ¿Necesario para qué? Para mantener satisfecho a tu chico y no dejarle escapar (esto lo digo yo, no ella).

            En cuanto a los blogs de literatura juvenil, están llenos de novelas románticas saturadas de ideas románticas. Pero no la clase de ideas románticas que cabría esperar en el siglo XXI, sino ideas románticas de hace cincuenta años, o más bien del siglo XIX. ¿Conocéis las novelas de Federico Moccia? Apestan, son retrógradas hasta la náusea. Machismo en estado puro. ¿Y qué decir de la ultraconservadora serie Crepúsculo? Y de todas las imitaciones, claro...

            Cabría preguntarse si todo esto es una tendencia general o meras anécdotas. Pues bien, según una encuesta realizada hace dos años entre 1.396 adolescentes de ambos sexos, el “80% de los encuestados considera que los celos son normales en las relaciones de pareja, y un 60% piensa que la mujer necesita el amor de un hombre para realizarse”. El 40% consideran que ''el hombre debe ofrecer protección a la mujer'' y que ''ellas han de ser complacientes con su novio (80%)''. Hay que señalar que los porcentajes citados son similares entre chicos y chicas.

            Es para echarse a llorar. Las chicas de mi generación, por citar lo que conozco, nacieron en una sociedad donde, aun siendo mayores de edad, para poder sacarse el pasaporte o el carné de conducir necesitaban el permiso del marido o, en su defecto, del padre. Muchas de esas chicas se rebelaron contra el machismo imperante y lucharon por la independencia y la igualdad. Hicieron avanzar el mundo y más de una se dejó la piel en el proceso. La de la mujer parecía la única revolución triunfante del siglo XX.  Y, de repente, nos encontramos con un retorno a los valores más apolillados.

            En gran medida, esto se debe a la extraña idea que tienen  las adolescentes sobre el amor romántico. Según ellas, la ambición fundamental de toda chica es encontrar, no una pareja, sino la pareja perfecta, el príncipe azul. Pero como los príncipes azules no existen, se enamoran del primer gilipollas que se cruza en su camino y lo idealizan hasta convertirlo en lo que desean que sea: un puñetero príncipe azul.

            Vale, todo el mundo idealiza a la persona amada; pero hay límites. Porque la idea del amor que tienen las adolescentes es la entrega total, la fusión de dos cuerpos y dos almas en una sublime unidad (estoy siendo irónico). Y esa entrega incondicional, esa confianza absoluta, se traduce en darle a su chico las claves de Internet, permitir que él les controle el móvil, aceptar los celos como muestra de amor, consentir que les perforen el ojete aunque no les apetezca, o, cuando menos, entregarles a sus príncipes fotos picantes que luego, quién sabe, podrían usarse como chantaje o acabar circulando alegremente por la Red; aunque claro, eso es imposible que suceda porque ese chico es un caballero, un príncipe azul... (ahora soy sarcástico) ¿Y luego nos extrañamos de que la violencia machista entre los adolescentes se esté incrementando a marchas forzadas?

            En cualquier caso, ¿por qué? ¿Por qué las jóvenes han dado un paso atrás en el proceso  de emancipación de las mujeres y están retornando a unos roles sexuales tan caducos? Bueno, por un lado porque durante las últimas décadas la sociedad se ha vuelto más conservadora, y por otro porque, considerando (erróneamente) ganada e imparable la revolución de la mujer, el movimiento feminista ha perdido voz y presencia social.

            Pero hay algo más, algo quizá más importante: el miedo. Miedo al futuro. Las mujeres están socialmente más indefensas porque ocupan muchos menos puestos de poder que los hombres. Además, son ellas en última instancia quienes cargan con el peso de la prole. Es una gran responsabilidad. Las mujeres necesitan estabilidad y seguridad para poder sacar adelante lo que se espera de ellas. En tiempos de optimismo y bonanza económica, en tiempos de ayudas sociales, una mujer se ve con fuerzas para independizarse, trabajar y cuidar de sus hijos, aunque sea sola (la monoparental es el tipo de familia que más rápido crece). Pero en tiempos de crisis, cuando no hay apoyo social y el futuro es incierto, ¿no resulta tentador tener a tu lado un macho alfa que te cuide y te proteja, aun a costa de perder tu libertad? En fin, no sé si esto es así, pero se non è vero, è ben trovato.

            Adelantándome a lo que más de uno/a me va a decir, ya sé que no todas las jóvenes son así. De hecho, estoy seguro de que muchas de las merodeadoras jr. de Babel, si no todas, no tienen nada que ver con los estereotipos que acabo de citar (son chicas listas; leen mi blog) También sé que conocéis a muchas adolescentes que son independientes, luchadoras y se dejan de chorradas románticas. Yo también conozco a más de una. Vale, pero no estoy hablando de casos particulares, sino de estadísticas y de tendencias sociales. ¿De acuerdo?

            Ahora me dirijo a las adolescentes y jovencitas que merodean  por aquí. Queridas amigas: vuestro problema es que no tenéis ni puta idea de cómo son los hombres. Los tergiversáis, sea por exceso o por defecto. Así que un día de estos os lo voy a explicar. ¿Sabéis cuál es el problema de los príncipes azules? Pues que, con mucha frecuencia, cuando los besáis se convierten en ranas. Pero ya hablaremos largo y tendido.

viernes, noviembre 22

¿Soy un friki?



            Hace unos meses, mi hijo mayor, Óscar (26 tacos), me comentó que yo era un friki. Cuando le pregunté por qué decía eso, me contestó: “Porque te gustan los cómics”. Me quedé perplejo; en primer lugar, porque cuando yo era niño, a todos los niños les gustaban los cómics, y nadie consideraba esa afición como un signo de frikismo. Entre otras cosas porque por entonces aún no existían los frikis. En segundo lugar, porque yo no me siento friki; es más, los frikis me ponen un poquito nervioso.

            Aunque, claro, todo depende de lo que entendamos por “friki”. Veamos lo que dice la RAE al respecto: "friki. (Del ingl. freaky). 1. adj. coloq. extravagante, raro o excéntrico. 2. com. coloq. Persona pintoresca y extravagante. 3. com. coloq. Persona que practica desmesurada y obsesivamente una afición." Y ahora lo que dice la Wikipedia: “Friki o friqui (del inglés freak, extraño, extravagante, estrafalario, fanático) es un término coloquial para referirse a una persona cuyas aficiones, comportamiento o vestuario son inusuales.1 Al conjunto de aficiones minoritarias propias de los frikis se denomina frikismo o cultura friki, como puedan ser la ciencia ficción, la fantasía, los cómics, el manga y la animación, entre otros”.

            Respecto a la definición de la RAE, no me considero pintoresco ni extravagante y no practico desmesurada ni obsesivamente ninguna afición. Soy un poco raro y un tanto excéntrico, es cierto, pero ambas características pueden aplicarse a gran variedad de asuntos, aparte del frikismo.

            En cuanto a lo que dice la Wikipedia, ni mi comportamiento ni mi vestuario son inusuales. De hecho, eso es lo que más nervioso me pone de los frikis: su empeño en vivir en un mundo irreal. En mi opinión, un friki es aquel que permite que sus aficiones se conviertan en una obsesión e invadan su vida normal. Por ejemplo, disfrazándose de sus héroes de ficción, o hablando klingon, o discutiendo durante horas sobre quién es más rápido, Flash o Superman. Eso suena a caricatura, pero no lo es, al menos no del todo. Un friki ama tanto su afición (o detesta tanto el mundo real), que intenta convertirla en realidad mediante un simulacro que, al menos a mí, me resulta un poquito patético; sobre todo cuando el friki lo es como refugio ante su incapacidad para relacionarse con el mundo real. Ya sabéis, el típico adolescente gordo y granujiento, sin habilidades sociales y que tartamudea cada vez que se cruza con una chica. ¿Otra caricatura? Seguro que sí, aunque esa clase de gente existe, no lo dudéis. Pero la mayor parte de los frikis no son así.

            Porque hay otro aspecto en la definición de la Wikipedia que todavía no hemos considerado: las aficiones inusuales. Y ahí sí, lo reconozco, me han pillado; porque, sin ir más lejos, entre los ejemplos que menciona el texto hay tres que comparto: me gustan la ciencia ficción, la fantasía y los cómics (todo lo cual hace que mi hijo Óscar me considere un friki).

            Pero, ¿basta con tener aficiones poco comunes para ser un friki? Creo que ésa es una condición necesaria, pero no suficiente, así que no, no basta. A mí me interesa la cultura popular; de hecho, mi trabajo está relacionado con ella. Me gusta la literatura (y el cine) de género; y no sólo la ciencia ficción y la fantasía, sino también el terror, el thriller, el histórico, el western... Me gustan los cómics, aunque últimamente ando un poco desorientado. Me gustan las series de TV. Y no solo consumo esa clase de productos, sino que además leo ensayos y artículos sobre ellos.

            Pero, atención, nada de eso me obsesiona. Ninguna de esas actividades se entromete en mi mundo real. Aunque... eh... en fin, puede que eso no sea del todo cierto.

            Voy a hablaros de algunas cosas que hay en el salón de mi casa. Por ejemplo, de las catorce figuritas de Tintín que tengo repartidas por la habitación; son de resina, muy caras, y me encantan. Algunas, la mayoría, me las han regalado y otras me las he comprado yo; por ejemplo, cada vez que gano un premio me regalo una. También hay un poster enmarcado en la pared; es la portada de La isla negra, de Tintín. Tengo otros dos; uno en el pasillo –Las siete bolas de cristal- y otro en el despacho –El tesoro de Rackham el Rojo-.

            Si entramos en mi despacho, veremos  otras tres láminas de Tintín, si bien más pequeñas, colgando de las paredes. Sobre una mesita descansa una reproducción del Fetiche Arumbaya del álbum La oreja rota. En unas baldas hay seis figuritas pequeñas, también de Tintín, pero de plástico. Y dos tazas con las efigies de Tintín y Haddock. Y, entre medias, una taza con el logotipo de The Twilight Zone. Y a la derecha una figurita de El Coyote.

            Sobre los estantes de las librerías hay más figuritas: Dos reproduciendo personajes de Watchmen –Búho Nocturno y El Comediante-, y otra un bonito Terminator articulado. Y ocho preciosos robots de hojalata. Ah, en la pared situada frente a mi escritorio cuelga un enorme cartel enmarcado de la película King Kong de 1933. Y en la pared de detrás tengo dos reproducciones de viejas y coloristas portadas de la revista de ciencia ficción Amazing Stories; una anuncia e ilustra una novela llamada “Suicide Squadrons of Space” y la otra “Fish Men of Venus”. Y todo eso sin mencionar los libros y objetos que no están a la vista.

            Pues bien, ¿no será que, de algún modo, permito que la  ficción se entrometa en el mundo real? ¿Y no hay síntomas, al menos en lo que respecta a Tintín, de cierta obsesión?

            Para nada; ya he dicho que me interesa la cultura popular desde un punto de vista intelectual. Además, muchos de esos objetos me producen placer estético. Hergé era un extraordinario grafista y su merchandising es el más cuidado que conozco. Por otro lado, esos objetos me traen buenos recuerdos y son muy decorativos...

            Maldita sea, ¿a quién quiero engañar? Soy un jodido friki; y eso, a mi avanzada edad, resulta tan inmaduro como patético.

            ¿O no?

jueves, noviembre 14

Qwerty


 
            Hace años, mi buena amiga y gran escritora Care Santos me pidió para su página Web un pequeño texto que iba a sumarse a otros textos que sus amigos escritores le habían obsequiado. Decidí utilizar una vieja idea de mi cuaderno de ideas, una pequeña historia llamada Qwerty. La escribí, y el resultado no me gustó. Dejé pasar un tiempo y volví a escribirla. Mal. Y al cabo de unos meses la escribí de nuevo, con idénticos deplorables resultados.
             Era desesperante; se trataba de una historia muy sencilla, pero no lograba que quedara bien, no transmitía lo que quería que transmitiese. Así que la dejé en stand by... y me olvidé por completo del asunto. Hasta que, años después, me acordé, revisé lo que había escrito y me di cuenta al instante del estúpido error que había cometido: en los primeros tres intentos, por algún motivo, me había empeñado en escribir en tercera persona, cuando era un texto que pedía a gritos la primera persona. Entre otras cosas, porque no es una historia inventada, sino algo que me sucedió a mí cuando tenía veintipocos años. Espero que no haya quedado mal del todo.

            Qwerty
           by César Mallorquí
 
            Añoro la voz de las máquinas de escribir, el tabaleo de los tipos percutiendo contra la cinta entintada y el papel. Hace muchos años, antes de la Edad del Silicio, esa voz, ese sonido, era el rumor de fondo de las oficinas y el tam-tam de los escritores. Mi padre era escritor, así que la percusión de su máquina de escribir fue la banda sonora de mi niñez.
           Cuando yo tenía catorce años, durante el verano, mi padre se empeñó en que aprendiese a escribir al tacto; es decir, empleando los diez dedos de las manos y sin mirar el teclado. Me compró un método, el Caballero, y me obligó a hacer una página diaria de ejercicios.
           asdfgf ñlkjhj asdfgf ñlkjhj asdfgf ñlkjhj asdfgf ñlkjhj asdfgf ñlkjhj...
           Y así con todas las letras, una y otra vez. Fue un soberano coñazo, pero aprendí en un par de meses, y hoy le estoy infinitamente agradecido a mi padre. Suya fue la primera máquina de escribir que tuve; una viejísima Underwood con un teclado tan duro que parecía un banco de musculación dactilar, y con unos tipos móviles cuya tendencia natural, paradójicamente, era inmovilizarse al encallar los unos contra los otros. Posteriormente adquirí una Olivetti, más moderna y algo menos dura. Y luego...
            La primera vez que probé un procesador de textos –el Wordperfect- debió de ser a finales de los 80. Aún recuerdo con nitidez la experiencia; me senté frente al ordenador y comencé a juguetear sin saber muy bien cómo funcionaba. A los cinco minutos ya me había dado cuenta de que aquel programa era la mejor herramienta de escritura que jamás se había inventado. Una hora más tarde, me sentía como quien, después de trasladarse toda la vida en un viejo Seiscientos, empuña de repente el volante de un Ferrari.
            En ese preciso instante, mi vieja y querida Olivetti se convirtió en un fósil. La informática supuso para las máquinas de escribir lo que el asteroide que se estrelló contra el Golfo de México para los dinosaurios.
           Poco a poco, y en todas su variedades –mecánicas, eléctricas, electrónicas-, las máquinas de escribir fueron desapareciendo del mundo hasta extinguirse por completo. Y una nueva especie, un darwiniano salto evolutivo, ocupó su nicho ecológico: los ordenadores.
           Pero los ordenadores son mudos, no tienen voz. O, mejor dicho, sí que la tienen; pero ese ridículo cliqueo que hacen los dedos al impactar contra las teclas suena afónico, sin brío, como un balbuceo o como las bielas de un motor desajustado. Desde luego, nada que ver con el vigoroso tamborileo de los tipos de una máquina de escribir.
           Los seres humanos somos especialmente sensibles a los instrumentos de percusión. Todas las culturas del mundo, pasadas y presentes, han usado tambores. Gaitas no, e instrumentos de cuerda tampoco; pero una u otra forma de tambores, todas sin excepción. De hecho, es muy probable que la música, allá en el pasado más remoto, surgiera precisamente de la percusión. Supongo que a algún cromañón le dio por golpear con un palo un tronco hueco, y al resto de los homínidos les pareció una buena idea. El caso es que la percusión, la forma más diáfana del ritmo, nos afecta de un modo muy primario, como si incidiese directamente en lo más profundo y primitivo de nuestro sistema nervioso.
           ¿Y qué era una máquina de escribir, sino, entre otras cosas, un instrumento de percusión? Su sonido parecía mero ruido, y desde luego no era música (aunque quizá sí música atonal), pero hablaba, decía algo. Decía: eh, aquí hay alguien que está escribiendo. Y te informaba de si lo hacía rápido o deprisa, de si intercalaba muchas pausas y de cuándo empezaba a, o dejaba de, trabajar. Había algo cálido y cercano en ese sonido, era la partitura de una de las más nobles actividades humanas. Y a veces, muy ocasionalmente, ese sonido decía más de lo que cabría esperar.
           Permitidme que os cuente una pequeña historia.
           Ocurrió hace mucho tiempo, a mediados de junio del 76 o del 77; yo contaba veintipocos años y aún iba a la universidad. Se acercaba el final del curso y tenía que entregar un trabajo para no recuerdo qué asignatura; pero, como siempre, lo había dejado para el último momento, así que lo tuve que escribir de un tirón, pese a que era condenadamente largo.
            Estaba solo en casa. A primera hora de la tarde, me senté frente a la máquina de escribir, en mi dormitorio, y comencé a teclear. Pasaron las horas y se hizo de noche, y seguí escribiendo hasta bien entrada la madrugada. Hacía calor, así que tenía la ventana abierta. La ventana daba al patio interior de la casa, que se comunicaba con los patios de los edificios contiguos. Al fondo se divisaban las farolas de la calle paralela a la mía.
           Es curioso lo que ocurre cuando pasas mucho tiempo escribiendo de noche. Todo está en silencio; la única lámpara encendida es la que hay sobre tu escritorio, un tenue resplandor orientado hacia abajo que deja en penumbras la periferia de la habitación. Estás ahí, dentro de una burbuja de luz, rodeado por un mundo oscuro e impreciso. A veces, el sentido del espacio se altera y todo parece alejarse. En otras ocasiones, cada detalle adquiere una nitidez sobrenatural. La atmósfera se densifica, el tiempo se ralentiza; es como estar dentro de un cuadro de Edward Hooper.
            Pero aquella noche había algo distinto: el silencio no era total. Del exterior llegaba el golpeteo de otra máquina de escribir. Sonaba cerca, a no más de quince o veinte metros de distancia, aunque no procedía de mi edificio, sino probablemente de la casa contigua. Desde mi habitación no se distinguían las ventanas de esa vivienda, de modo que me resultaba imposible comprobar si alguna estaba iluminada.
            El caso es que ahí estábamos, dos mecanógrafos nocturnos interpretando un improvisado dueto. Lo cierto es que resultaba agradable. El repiqueteo de aquella otra máquina de escribir quebraba la soledad, convirtiéndola en cercanía. Dos personas haciendo lo mismo, al mismo tiempo, mientras el resto del mundo duerme. Era reconfortante; como encontrar a un amigo en medio del desierto. Supongo que la voz de mi Olivetti provocaba similares sensaciones en el otro mecanógrafo.
            No recuerdo cuánto duró aquello; varias horas, desde luego. A veces él hacía pausas, a veces las hacía yo; la mayor parte del tiempo escribíamos simultáneamente. Pero entonces, a eso de las tres de la madrugada, ocurrió algo: ambos dejamos de escribir a la vez y la noche quedó en absoluto silencio. Y, de pronto, tuve una idea...
            ¿Conocéis la musiquilla de Una copita de Ojén? Todo el mundo la conoce: un toque, pausa breve, cuatro toques, pausa larga y dos toques. Ta... ta-ta-ta-ta... ta-ta.
            Pues bien, alcé una mano y pulsé cinco teclas con el ritmo del inicio de aquella estrofa musical. Ta... ta-ta-ta-ta...
           Un breve silencio.
           Y entonces me llegó la voz de la otra máquina de escribir completando la estrofa con dos toques seguidos: ta-ta.
            Otro silencio.
            El vello se me erizó y noté un cosquilleo en la nuca. Acababa de suceder algo mágico. La pausa duró unos minutos y luego ambos reanudamos la escritura.
            Han transcurrido muchísimos años desde entonces; demasiados. Nunca averigüé la identidad del otro mecanógrafo; ignoro si era hombre o mujer, joven o viejo. No lo sé y jamás lo sabré; aunque, en el fondo, creo que es mejor que sea un misterio. Lo que sí sé es que pocas veces en mi vida me he sentido tan cerca de alguien como aquella noche me sentí de ese desconocido.

 

miércoles, noviembre 6

Estoy enfadado



            Estoy cabreado. Lo estoy por muchos motivos, algunos privados, otros públicos. Y me jode, porque últimamente me han sucedido cosas buenas y debería estar contento, feliz como una perdiz. Pero no, estoy cabreado. Qué mala suerte...

            Para colmo de males, de todos mis motivos de cabreo sólo uno me afecta directamente, y es el menos importante. Los demás motivos están relacionados con otras personas, o con el país en el que vivo. Y eso es chungo, porque lo me afecta a mí puedo manejarlo a mi manera, pero ante lo que le sucede a los demás no puedo hacer nada. Y me siento impotente, enfadado y preocupado. Me preocupan tantas cosas sobre las que no tengo control...

            Unas vez le oí decir a un etólogo que el sentimiento básico de los mamíferos superiores en la naturaleza es el miedo. Miedo a no comer o a ser comidos. Lo comprendo; también el miedo es el sentimiento básico de la humanidad. Miedo a no conseguir trabajo o miedo a perderlo, miedo a quedarte sin casa, miedo al desarraigo, miedo al desprestigio social, miedo a la enfermedad, miedo al futuro (que es el temor más terrible)...

            En realidad, el miedo es una herramienta de supervivencia. Te hace evitar los peligros; y, si no queda más remedio, enfrentarte a ellos con más energía, sea corriendo o sea luchando. Pero ¿qué ocurre cuando no se puede huir y no hay nada ni nadie en concreto contra lo que luchar? A eso se le llama estrés. Y el miedo se queda ahí, retroalimentándose a sí mismo. El miedo sin salida ofusca y paraliza. Eso lo saben bien los manipuladores sociales.

            Curiosamente, no tengo miedo. Hace siete años, un médico me anunció que iba a morir, que la enfermedad que tenía me iba a matar en breve. Fue extraño, porque no sentí miedo. Sentí asombro y distanciamiento; como si en vez de ser el protagonista de un drama fuera un mero espectador. Era como verme a mí mismo desde fuera. El caso es que llevaba mucho tiempo en el hospital, sin que nadie pudiera diagnosticar mi enfermedad. Y durante ese periodo sí que tuve miedo. Pero cuando me dijeron que iba a morir, el miedo desapareció.

            Afortunadamente, fue un error. Los médicos acabaron diagnosticando correctamente mi enfermedad, me sometí a un tratamiento y aquí estoy. Fue un proceso largo, penoso y duro, un proceso que, sin embargo, produjo un inesperado efecto: me libró del miedo a lo que pueda pasarme a mí. Veréis, cuando me dijeron que iba a morir, me quitaron la esperanza. Y cuando a una persona le quitan la esperanza, también le quitan el miedo. Porque en última instancia la causa del miedo es la expectativa de una pérdida; por eso, cuando ya no tienes nada que perder, el miedo se desactiva.

            No estoy curado; mi enfermedad no tiene cura. Pero puede cronificarse, mantenerse a raya, que es lo que los médicos han hecho conmigo. Hago vida normal, ni siquiera tomo medicinas, pero me someto a controles cada tres o cuatro meses. Y sé que, inexorablemente, mi enfermedad, ese monstruo dormido que llevo dentro, algún día despertará. Y entonces habrá que volver a luchar contra ella, y puede que me mate o puede que no. Quién sabe. Lo sorprendente es que, en el fondo, me da igual. Miento; no es que me de igual. Preferiría vivir, claro. Pero si no es así... bueno, no me da miedo. Creo que cuando se equivocaron anunciando mi muerte inminente, me vacunaron contra el miedo a morir. De un modo u otro, yo ya he muerto. Y no es tan malo como dicen.

            Por otra parte, desde entonces, desde hace siete años, tengo la sensación de estar viviendo un tiempo extra, un tiempo prestado por el que sólo puedo sentirme agradecido, pues me ha permitido seguir disfrutando de las personas que amo. Cuando ese tiempo acabe, será lo que sea, pero no una injusticia, porque nada tiene de injusto que los regalos no sean eternos. En realidad, para qué negarlo, he tenido mucha suerte.

            Mi enfermedad también fue muy instructiva; me enseñó muchas cosas sobre mí y sobre los demás. Al principio me cogió por sorpresa, con la guardia bajada, y me dejé llevar por la autocompasión. Y nunca me he dado tanto asco, nunca me he sentido tan miserable y despreciable. Me entran ganas de darme de bofetadas sólo de recordarlo. Y me juré que nunca, jamás de los jamases, utilizaría mi enfermedad como chantaje moral. Mi enfermedad no debía ser una carga para nadie, salvo para mí; mi enfermedad no debía obligar a nadie a hacer nada. Pasé dos meses ingresado en un hospital creyendo que me iba a morir. Cuando mis amigos venían a visitarme, yo bromeaba, me burlaba de mí mismo, simulaba el mejor humor posible. No quería que mi muerte fuera un drama, sino una comedia. No quería que los demás me recordaran con lágrimas, sino con una sonrisa. Las enfermeras me llamaban “el paciente paciente”, por la poca lata que daba. No quería ser una carga; eso me habría horrorizado.

            Aún recuerdo a Pepa, mi mujer, viniendo a verme cada día antes y después del trabajo. Se estaba machacando por mí, y eso me partía el corazón. Un día me enfadé con ella, le dije que no quería que viniese a verme tanto, que no me iba a pasar nada por estar solo (si algo sé manejar bien es la soledad); le dije que quería que descansase, que quería que se olvidase un poco de mí, que quería que estuviese con nuestros hijos. No quería convertirme en una carga para ella, ni para nadie, porque prefiero estar muerto que ser un pesado. Y no lo digo por altruismo, sino por dignidad.

            También recuerdo a Samael, mi gran amigo. Hurtándole tiempo al trabajo me visitaba todos los días al mediodía, aunque sólo fuera durante unos minutos. Yo bromeaba con él: ¿Otra vez aquí?, le decía. Pero qué pesado eres... Aunque en el fondo lo que me pedía el cuerpo era darle un abrazo y echarme a llorar de agradecimiento. Pero nada de dramas; ése era el lema.

            En realidad, si me paro a pensarlo, en cierto modo mi enfermedad ha sido una bendición. Me ha enseñado muchísimas cosas. Por ejemplo: la próxima vez que me muera lo haré mejor. Aparte de eso, me ha mostrado mis límites, y que esos límites están mucho más lejos de lo que yo pensaba. También me ha enseñado lo entrañables, desinteresadas y bondadosas que pueden ser las personas. Me ha enseñado que la muerte no es nada, absolutamente nada en el sentido más literal de la palabra. Lo único que importa es lo que ocurre antes. Me ha enseñado a respetarme a mí mismo no permitiéndome caer en la autocompasión. Me ha enseñado a valorar cada minuto de la existencia. Me ha enseñado que la mejor respuesta a un drama es la risa. Me ha enseñado que sólo soy un chiste y que eso no tiene nada de malo. No soy importante para nadie, ni siquiera para mí mismo, y eso es genial.

            Así que vivo un tiempo prestado y quizá soy un poquito más sabio que antes. Estupendo, ¿no?

            Entonces, ¿por qué demonios tengo que estar tan cabreado?

            NOTA: No sé por qué he escrito esto. Quería soltar vapor, supongo, así que me he puesto a escribir sin saber muy bien sobre qué. A veces, Babel es una catarsis. Y sin comerlo ni beberlo he hablado de mi enfermedad. No lo había hecho antes en el blog, nunca; aunque escribí entradas estando enfermo, y unas cuantas desde el hospital, con las manos temblándome tanto a causa de la cortisona que apenas podía pulsar el teclado. Pero nunca mencioné mi enfermedad.

            No quería que me vieseis como a un enfermo. Mi mundo analógico se había ido a la mierda, pero en el mundo digital yo seguía siendo el mismo de siempre. Necesitaba sentirme así y Babel fue entonces una gran ayuda para mí. Quizá por eso sigo escribiéndolo.

            No hay nada que me irrite más que la injusticia, el abuso con que los fuertes tratan a los débiles. No, no es que me irrite; es que me revuelve las tripas, me saca de mis casillas. Hay tantas injusticias en España que ya ni me quedan fuerzas para indignarme. Pero es que últimamente también hay muchas injusticias a mi alrededor, injusticias que afectan a personas a las que quiero, incluso injusticias que comenten personas próximas a mí. Y ya estoy harto de tanta mierda. No me he muerto ni he resucitado para eso...

            Joder, qué enfadado estoy.