
La historia que os voy a contar ocurrió a finales de los 70, no recuerdo con exactitud el año. Fui testigo de ella, al igual que Samael, un frecuente visitante de Babel, así que os aseguro que es cierta. Por aquella época, yo frecuentaba un bar (un pub en realidad) que estaba atendido por un camarero al que llamaremos Pedro (todos los nombres son falsos). Era un chaval muy joven –veinte o veintiún años a lo sumo-, delgado, rubio, con los ojos azules; un tipo muy guapete, vamos. Por otro lado, Samael tenía (y tiene, porque todavía vive) un padrino llamado Lucas, de unos cincuenta años por aquel entonces, que era propietario de una cafetería en el centro de Madrid a la que llamaremos La Concha. Un buen día, un banco le compró el negocio por unos cuantos millones, que Lucas invirtió posteriormente en bingos, forrándose en el proceso. Pero eso es otra historia. El caso es que Lucas vendió la cafetería y, para celebrar el último día que La Concha estaba abierta, decidió dar una fiesta.
Pues bien, esa noche Samael y yo nos pasamos por el pub donde trabajaba Pedro, que estaba muy cerca de La Concha, para tomar unas copas antes de ir a la fiesta. A eso de la una de la madrugada, Pedro cerró el pub; entonces, Samael y yo le invitamos a venir con nosotros al festejo y él aceptó, así que nos fuimos los tres a La Concha. El local, como siempre que las copas son gratis, estaba atestado de gente. Buscamos a Lucas por entre el gentío y lo encontramos charlando con una pareja amiga suya a quienes ni Samael, ni yo, ni por supuesto Pedro, conocíamos de nada.
Los llamaremos Pepe y Marisa. Eran un matrimonio de mediana edad, clase media, dos o tres hijos adolescentes y apariencia formal, la típica pareja pequeño burguesa que podemos encontrar cualquier domingo a la salida de misa o tomando el aperitivo en José Luis. Gente enteramente normal, incluso un poco anodina. Aunque aquella noche, en la fiesta, había un matiz un tanto discordante: Pepe estaba borracho... mejor dicho, tenía un pedo de mariscal general. Bueno, saludamos a Lucas, y Lucas nos presentó a sus amigos. Entonces sucedió. Mientras estrechaba, vacilante, la mano de Pedro, nuestro amigo camarero, Pepe musitó en tono etílico:
-Pero qué chico más guapo...
Un ramillete de confusas sonrisas floreció entre los presentes.
-Pero guapo, guapo, guapo... –insistió el turbio Pepe sin soltar la mano de Pedro.
Las sonrisas se tornaron nerviosas. Entonces, Pepe sonrió con picardía, se inclinó hacia el joven camarero y le propuso poniendo morritos:
-¿Por qué no me das un beso?...
Las sonrisas se congelaron. Pedro, tan desconcertado como alarmado, se apartó bruscamente de Pepe y se sitúo detrás de mí. Aquí conviene señalar que, como soy muy alto y muy grande, mucha gente, a lo largo de mi vida, ha decidido escogerme como parapeto, algo, por cierto, que no sé si acaba de gustarme del todo. En fin, el muy borracho Pepe no se amilanó ante la evidente negativa de Pedro, de modo que avanzó hacia él con los brazos extendidos, los labios prestos para el ósculo y diciendo:
-Anda, no seas tonto, dame un besito...
Pedro le esquivó interponiendo mi cuerpo entre él y el compulsivo besador. Pepe, sin cortarse un pelo, comenzó a perseguirle al tiempo que reclamaba un beso con dipsómana tenacidad. Y se pusieron a girar a mi alrededor.
Detengámonos un momento para examinar la situación con detalle. Ahí estaba yo, en medio de una cafetería atestada de gente, con una expresión en el rostro que oscilaba entre el asombro, la consternación y el desconcierto, mientras a mi alrededor daban vueltas un cuarentón libidinoso y un efebo asustado, el primero persiguiendo al segundo y el segundo huyendo del primero. Frente a mí, Lucas contemplaba la escena con los ojos como platos. A su lado, Marisa, la mujer de Pepe, lloraba a moco tendido. Creo que fue una de las situaciones más absurdas y ridículas que he vivido.
Finalmente, Lucas consiguió reaccionar; atrapó a su amigo y se lo llevó a un rincón discreto para intentar que se calmase. Confieso no recordar lo que hicimos nosotros a continuación. Supongo que, dado lo incómodo que era todo aquello, no tardaríamos mucho en largarnos de allí. Más tarde, supe que Pepe y Marisa se separaron. Según ella, durante los veintitantos años que duró su matrimonio, jamás había percibido el menor atisbo de las verdaderas inclinaciones sexuales de su marido.
Puede que el hecho que acabo de describir resulte cómico; a decir verdad, parece una escena sacada de un mal vodevil. Pero al mismo tiempo es dramático. Pensad en Pepe. En aquellos tiempos, la homosexualidad no era comprendida ni tolerada; de hecho, no había homosexuales, sino maricones. Además, Pepe había nacido en el seno de una clase social para quien la imagen de un hombre practicándole una fellatio a otro hombre, o de una mujer realizando un cunnilingus con otra mujer, constituían el colmo del vicio y de la depravación. Pero a Pepe, probablemente desde que era niño, le gustaban los hombres; su libido no se excitaba con las chicas de dieciocho años que tanto suelen excitar a los cuarentones, sino con jóvenes efebos como nuestro amigo Pedro. Sin embargo, Pepe no podía mostrar abiertamente su sexualidad, tenía que ocultarla, de modo que convirtió su vida privada y social en una farsa. Me lo imagino (no lo sé, sólo lo imagino), dando ocasional rienda suelta a sus verdaderos deseos en turbios servicios públicos que olían a mierda y orina, o en la oscuridad de sórdidas salas de cine X, o recurriendo a los servicios de algún chapero callejero, y me lo imagino volviendo luego a casa con su mujer y sus hijos, lleno de vergüenza y culpabilidad. Ahora pensad en Marisa. De repente, en unos segundos, el hombre al que supuestamente amaba, la persona con la que compartía su vida, se transformó en un perfecto desconocido, y además en alguien cuya naturaleza, probablemente, ella despreciaba.
La pregunta que siempre me ha rondado la cabeza es por qué Pepe escogió ese momento y ese lugar para sacar a la luz su zona oculta. Porque estaba muy borracho, ésa es la primera respuesta que se me viene a la cabeza. Pero, ¿era la primera vez que se emborrachaba? Lo dudo mucho; puede que el alcohol actuara como catalizador, pero creo que la decisión de mostrar sus verdaderas tendencias estaba tomada, aunque sólo fuera subconscientemente, desde hacía tiempo. Franco había muerto tres o cuatro años atrás y vientos de democracia y libertad comenzaban a soplar en España, así que Pepe debió de decirse: a la mierda todo, basta ya de fingir. Pero posiblemente no lograba reunir el valor necesario para dar el paso definitivo; hasta que una noche, desinhibido por los muchos whiskys trasegados, y ante la visión del bello efebo Pedro, Pepe debió de pensar que los hechos son más elocuentes que las palabras, y por eso se lanzó a ese insensato y público, pero también liberador, intento de besuqueo. En fin, no lo sé; sólo lo supongo.
La historia que acabo de contaros es un ejemplo entre muchos. Una tragicómica salida del armario, una zona oculta que repentinamente se despliega como un abanico ante los estupefactos ojos de los demás. Pero la mayor parte de las zonas ocultas permanecen ocultas para siempre jamás. Por eso, cuando mires a tu pareja, cuando estés con tus padres, o con tus hermanos, o con tus mas cercanos amigos, puedes estar seguro de que todos ellos ocultan algo, de que ninguno es exactamente como tú crees que es.
Lo cual, por supuesto, me incluye también a mí.