martes, abril 24

La zona oculta

Todos tenemos en nuestra personalidad, en nuestro pasado, en nuestra vida, un rincón oculto que jamás le mostramos a nadie. No tiene por qué ser algo horrible, ni humillante, ni siquiera particularmente vergonzoso; basta con que sea algo que no queremos que los demás sepan de nosotros. Las razones para esta ocultación son múltiples, infinitas, pero podemos estar seguros de que la ocultación existe, en todo el mundo, siempre. Por mucho que creas conocer a alguien, por mucha intimidad y confianza que haya habido entre vosotros, no te quepa la menor duda de que esa persona guarda en su interior un secreto que nunca te confesará... o quizá sí.

La historia que os voy a contar ocurrió a finales de los 70, no recuerdo con exactitud el año. Fui testigo de ella, al igual que Samael, un frecuente visitante de Babel, así que os aseguro que es cierta. Por aquella época, yo frecuentaba un bar (un pub en realidad) que estaba atendido por un camarero al que llamaremos Pedro (todos los nombres son falsos). Era un chaval muy joven –veinte o veintiún años a lo sumo-, delgado, rubio, con los ojos azules; un tipo muy guapete, vamos. Por otro lado, Samael tenía (y tiene, porque todavía vive) un padrino llamado Lucas, de unos cincuenta años por aquel entonces, que era propietario de una cafetería en el centro de Madrid a la que llamaremos La Concha. Un buen día, un banco le compró el negocio por unos cuantos millones, que Lucas invirtió posteriormente en bingos, forrándose en el proceso. Pero eso es otra historia. El caso es que Lucas vendió la cafetería y, para celebrar el último día que La Concha estaba abierta, decidió dar una fiesta.

Pues bien, esa noche Samael y yo nos pasamos por el pub donde trabajaba Pedro, que estaba muy cerca de La Concha, para tomar unas copas antes de ir a la fiesta. A eso de la una de la madrugada, Pedro cerró el pub; entonces, Samael y yo le invitamos a venir con nosotros al festejo y él aceptó, así que nos fuimos los tres a La Concha. El local, como siempre que las copas son gratis, estaba atestado de gente. Buscamos a Lucas por entre el gentío y lo encontramos charlando con una pareja amiga suya a quienes ni Samael, ni yo, ni por supuesto Pedro, conocíamos de nada.

Los llamaremos Pepe y Marisa. Eran un matrimonio de mediana edad, clase media, dos o tres hijos adolescentes y apariencia formal, la típica pareja pequeño burguesa que podemos encontrar cualquier domingo a la salida de misa o tomando el aperitivo en José Luis. Gente enteramente normal, incluso un poco anodina. Aunque aquella noche, en la fiesta, había un matiz un tanto discordante: Pepe estaba borracho... mejor dicho, tenía un pedo de mariscal general. Bueno, saludamos a Lucas, y Lucas nos presentó a sus amigos. Entonces sucedió. Mientras estrechaba, vacilante, la mano de Pedro, nuestro amigo camarero, Pepe musitó en tono etílico:

-Pero qué chico más guapo...

Un ramillete de confusas sonrisas floreció entre los presentes.

-Pero guapo, guapo, guapo... –insistió el turbio Pepe sin soltar la mano de Pedro.

Las sonrisas se tornaron nerviosas. Entonces, Pepe sonrió con picardía, se inclinó hacia el joven camarero y le propuso poniendo morritos:

-¿Por qué no me das un beso?...

Las sonrisas se congelaron. Pedro, tan desconcertado como alarmado, se apartó bruscamente de Pepe y se sitúo detrás de mí. Aquí conviene señalar que, como soy muy alto y muy grande, mucha gente, a lo largo de mi vida, ha decidido escogerme como parapeto, algo, por cierto, que no sé si acaba de gustarme del todo. En fin, el muy borracho Pepe no se amilanó ante la evidente negativa de Pedro, de modo que avanzó hacia él con los brazos extendidos, los labios prestos para el ósculo y diciendo:

-Anda, no seas tonto, dame un besito...

Pedro le esquivó interponiendo mi cuerpo entre él y el compulsivo besador. Pepe, sin cortarse un pelo, comenzó a perseguirle al tiempo que reclamaba un beso con dipsómana tenacidad. Y se pusieron a girar a mi alrededor.

Detengámonos un momento para examinar la situación con detalle. Ahí estaba yo, en medio de una cafetería atestada de gente, con una expresión en el rostro que oscilaba entre el asombro, la consternación y el desconcierto, mientras a mi alrededor daban vueltas un cuarentón libidinoso y un efebo asustado, el primero persiguiendo al segundo y el segundo huyendo del primero. Frente a mí, Lucas contemplaba la escena con los ojos como platos. A su lado, Marisa, la mujer de Pepe, lloraba a moco tendido. Creo que fue una de las situaciones más absurdas y ridículas que he vivido.

Finalmente, Lucas consiguió reaccionar; atrapó a su amigo y se lo llevó a un rincón discreto para intentar que se calmase. Confieso no recordar lo que hicimos nosotros a continuación. Supongo que, dado lo incómodo que era todo aquello, no tardaríamos mucho en largarnos de allí. Más tarde, supe que Pepe y Marisa se separaron. Según ella, durante los veintitantos años que duró su matrimonio, jamás había percibido el menor atisbo de las verdaderas inclinaciones sexuales de su marido.

Puede que el hecho que acabo de describir resulte cómico; a decir verdad, parece una escena sacada de un mal vodevil. Pero al mismo tiempo es dramático. Pensad en Pepe. En aquellos tiempos, la homosexualidad no era comprendida ni tolerada; de hecho, no había homosexuales, sino maricones. Además, Pepe había nacido en el seno de una clase social para quien la imagen de un hombre practicándole una fellatio a otro hombre, o de una mujer realizando un cunnilingus con otra mujer, constituían el colmo del vicio y de la depravación. Pero a Pepe, probablemente desde que era niño, le gustaban los hombres; su libido no se excitaba con las chicas de dieciocho años que tanto suelen excitar a los cuarentones, sino con jóvenes efebos como nuestro amigo Pedro. Sin embargo, Pepe no podía mostrar abiertamente su sexualidad, tenía que ocultarla, de modo que convirtió su vida privada y social en una farsa. Me lo imagino (no lo sé, sólo lo imagino), dando ocasional rienda suelta a sus verdaderos deseos en turbios servicios públicos que olían a mierda y orina, o en la oscuridad de sórdidas salas de cine X, o recurriendo a los servicios de algún chapero callejero, y me lo imagino volviendo luego a casa con su mujer y sus hijos, lleno de vergüenza y culpabilidad. Ahora pensad en Marisa. De repente, en unos segundos, el hombre al que supuestamente amaba, la persona con la que compartía su vida, se transformó en un perfecto desconocido, y además en alguien cuya naturaleza, probablemente, ella despreciaba.

La pregunta que siempre me ha rondado la cabeza es por qué Pepe escogió ese momento y ese lugar para sacar a la luz su zona oculta. Porque estaba muy borracho, ésa es la primera respuesta que se me viene a la cabeza. Pero, ¿era la primera vez que se emborrachaba? Lo dudo mucho; puede que el alcohol actuara como catalizador, pero creo que la decisión de mostrar sus verdaderas tendencias estaba tomada, aunque sólo fuera subconscientemente, desde hacía tiempo. Franco había muerto tres o cuatro años atrás y vientos de democracia y libertad comenzaban a soplar en España, así que Pepe debió de decirse: a la mierda todo, basta ya de fingir. Pero posiblemente no lograba reunir el valor necesario para dar el paso definitivo; hasta que una noche, desinhibido por los muchos whiskys trasegados, y ante la visión del bello efebo Pedro, Pepe debió de pensar que los hechos son más elocuentes que las palabras, y por eso se lanzó a ese insensato y público, pero también liberador, intento de besuqueo. En fin, no lo sé; sólo lo supongo.

La historia que acabo de contaros es un ejemplo entre muchos. Una tragicómica salida del armario, una zona oculta que repentinamente se despliega como un abanico ante los estupefactos ojos de los demás. Pero la mayor parte de las zonas ocultas permanecen ocultas para siempre jamás. Por eso, cuando mires a tu pareja, cuando estés con tus padres, o con tus hermanos, o con tus mas cercanos amigos, puedes estar seguro de que todos ellos ocultan algo, de que ninguno es exactamente como tú crees que es.

Lo cual, por supuesto, me incluye también a mí.

lunes, abril 16

Centenario




Siempre he pensado que es mejor no conocer a los creadores que uno admira: eso evita decepciones. Porque, aunque parezca extraño, no tiene por qué existir la menor relación entre la calidad de una obra artística y la calidad personal del artista que la crea. Y lo digo tanto en un sentido como en otro; he conocido a artistas malos o mediocres que, sin embargo, eran personas interesantísimas, y he conocido a artistas muy brillantes, pero absolutamente impresentables como seres humanos. Aunque, la verdad, suele darse más lo último que lo primero. En realidad, no deberíamos extrañarnos, pues, en contra de lo que solemos creer, las personas no somos entidades compactas y homogéneas, sino la suma de un conjunto de atributos que, en ocasiones, parecen absolutamente desconectados entre sí. Es decir, se puede ser un capullo al 90% y sin embargo poseer un 10% de genialidad.

Esto viene a cuento porque este año se celebra el centenario del nacimiento de Georges Remi, Hergé, el creador de Tintín. Pero, antes de nada, una confesión: soy un fan incondicional de los comics de Hergé, un tintinófilo extremo, un friki que no se deja tupé por mera imposición alopécica y que no usa pantalones bombachos porque aún conserva un mínimo de dignidad (y porque no hay dios que encuentre hoy en día un pantalón bombacho). Tengo, por supuesto, la colección completa de los álbumes de Tintín, incluyendo las distintas versiones de cada uno de ellos, y adquiero –aún más, leo- todo libro que trate sobre Hergé y su obra. Además, en mi casa hay diversos adornos relacionados con el universo Tintín. Dos pósters enmarcados: la portada de la primera versión de La isla negra y la portada de Siete bolas de cristal. Una reproducción del famoso cohete de Objetivo: la Luna. Cuatro carísimas y preciosas figuras de resina (una de ellas –Tintín con traje de astronauta- fue mi último regalo de Reyes). Una colección de pins con los personajes y, en fin, varios objetos más que reposan orgullosos sobre los estantes de las librerías de mi despacho.

Todo comenzó cuando, a los ocho o nueve años de edad, ingresé en el colegio San Alberto Magno. Como no tardé en descubrir, entre el alumnado existía una mafia, o club selecto, de seguidores de Tintín. La cosa consistía en intercambiar álbumes del personaje, pero para poder intercambiar hacía falta poseer al menos un álbum no leído por los demás; si no lo tenías, no te prestaban los suyos ni aunque se lo suplicases de rodillas (malditos egoístas). Así que me picó la curiosidad y logré agenciarme uno de los títulos de la colección; en concreto, Las joyas de la Castafiore. De ese modo ingresé en el club y tuve acceso a la mayor parte de los álbumes. Lo que me convirtió en un adicto y me hizo descubrir que no me bastaba con leer una vez cada título, así que a partir de aquel momento conseguí que mis familiares me fueran regalando –por cumpleaños, santos, Reyes, etc.- los distintos álbumes hasta tener la colección completa. ¿Cuántas veces habré releído los comics de Tintín? No lo sé, docenas... Y lo seguí haciendo hasta bien entrada mi primera juventud, y aún ahora, de vez en cuando, y aunque me los sé de memoria, releo alguno de mis títulos favoritos. Como podéis ver, soy un fanático.

Así pues, no es el propósito de esta entrada hacer una crítica objetiva de los comics de Tintín; ¿cómo ser ecuánime con lo que uno ama? Lo más ponderado que puedo decir de Hergé es que era un extraordinario dibujante, un magnífico narrador, un excelente diseñador gráfico y que creó un mundo propio habitado por una estimulante y variada galería de personajes. Y eso no es muy ponderado que digamos, ¿verdad? Pero no, no es de Hergé de quien quiero hablar, sino de Georges Remi. No del dibujante, sino de la persona.

No conocí personalmente a Georges Remi. Casi lo único que sabía acerca de su vida privada era que existía un borrón en su pasado: tras la Segunda Guerra Mundial, fue acusado de haber colaborado con los nazis durante la ocupación de Bélgica. No obstante, el motivo de esa acusación era que Remi había seguido publicando sus comics (Tintín, claro) en una revista controlada por los alemanes. Y, hombre, no está bien, pero no es lo mismo eso que gasear a treinta mil judíos. Así que le perdoné, igual que le perdoné a Borges haber prestado su apoyo moral a los militares golpistas. Un desliz lo tiene cualquiera... más o menos.

Pero hace unos años se publicó en España Hergé, de Pierre Assouline (Ediciones Destino Áncora y Delfín, 1997), una tan abultada como documentada biografía del dibujante belga. Y, tras leerla, Georges Remi se me cayó a los pies. No se trataba sólo de que hubiese colaborado con una revista filo-nazi; era un ultraconservador que, antes y durante la guerra, coqueteó abiertamente –aunque nunca llegó a militar- con el fascismo, un católico preconciliar (y no me refiero al Vaticano II, sino a Trento) y un hombre de moral anticuada y estricta, que, como todos los hombres de moral anticuada y estricta, acabó traicionándose a sí mismo. Pero no era sólo eso, no eran sólo sus ideas políticas y éticas. La imagen que brota de las páginas del libro de Assouline (y no se trata de una obra contraria a Hergé, ni mucho menos) es la de un hombre autoritario, intolerante, ególatra y egoísta, un hombre atormentado por sus contradicciones y, al mismo tiempo, inflexible en sus creencias. Es decir, exactamente la clase de persona con la que no me iría ni a tomar una caña al bar de la esquina. Así era el creador de mi querido Tintín.

Reconozco que al principio esto me desconcertó. ¿Cómo podía admirar tanto la obra creativa de (en mi opinión) semejante impresentable? Es cierto que, con el tiempo, las ideas de Remi fueron evolucionando, algo que queda patente en su obra, sobre todo en Tintín en el Tibet y en Las joyas de la Castafiore, pero estoy seguro de que siguió siendo hasta su muerte el mismo hombre autoritario, maniático, ególatra y egoísta de siempre. ¿Cómo conciliar esa imagen con mis adorados comics de Tintín? Bueno, el dilema no duró mucho, porque a Remi no llegué a conocerle y ya jamás le conoceré, pero su obra permanece. Y es la obra creativa lo que importa; el autor sólo es el medio (¿o el médium?) de que se valen las musas para manifestarse. En realidad, el creador, su naturaleza como ser humano, sus defectos y virtudes personales, importan un carajo.

No obstante, voy a confesar algo que en principio parece un contrasentido: Tintín, el personaje, nunca me ha gustado. Demasiado bueno, demasiado blando, demasiado asexuado. En el fondo, no es de extrañar que no me guste, pues Tintín no es más que la proyección ideal de su autor, un eterno boy scout ejemplo de rectitud y buenas costumbres. Un plasta, vamos. Y sólo le perdono porque alguien que tiene tan buenos e interesantes amigos y enemigos no puede ser del todo insulso. En efecto, no me interesa Tintín, pero adoro a todos los coprotagonistas y secundarios que le acompañan. Comenzando, claro está, por el capitán Haddock, el más querido personaje para cualquier tintinófilo de pro, ejemplo de dipsomanía y maestro del insulto surrealista. Pero también Silvestre Tornasol, Milú, Hernández y Fernández, Bianca Castafiore, Néstor, o el malvado Rastapopulos, o el pesadísimo Serafín Latón...

En el fondo, me pasa lo mismo con Tintín que con Hergé: no me gustan ellos, pero me encanta lo que hacen. Y ya que hablamos de gustos, os confesaré cuáles son mis historias favoritas de Tintín: El asunto Tornasol, Siete bolas de cristal y El templo del sol, El secreto del Unicornio y El tesoro de Rackham el Rojo, Tintín en el Tibet, Las joyas de la Castafiore, Stock de coque (precioso título, por cierto), El cetro de Ottokar, La oreja rota, Tintín en el país del oro negro y –aunque fue un álbum no muy bien recibido por la crítica- Vuelo 714 para Sidney. Éste es mi top ten de la tintinidad. Nunca me gustaron Tintín en el país de los soviets (pura demagogia fascista), ni Tintín en el Congo y Tintín en América (demasiado infantiles). Pero sobre todo, detesto Tintín y los Pícaros, que es una descorazonadora traición al espíritu de la serie.

Por cierto, leí hace poco que los herederos de Hergé y Spielberg se habían puesto finalmente de acuerdo para llevar las aventuras de Tintín a la gran pantalla con personajes de carne y hueso. La verdad es que no sé qué pensar al respecto... Tintín y su mundo funcionan de maravilla en comic, pero no pueden ser trasladados tal cual al cine. A comienzos de los sesenta, se rodaron dos películas sobre el personaje en imagen real: Tintín y el misterio del Toisón de Oro (Francia/Bélgica, 1961) y Tintín y las naranjas azules (Francia/España, 1964). Ambos filmes son malísimos por muchas razones, pero una de las cosas que demuestran es que los personajes deben ser reformulados para su adaptación cinematográfica. ¿Qué hará el viejo Steven con Tintín? Ya veremos.

Por último, una pregunta que nos permitirá saber cuántos auténticos tintinófilos hay entre los merodeadores de Babel: ¿Hernández y Fernández son exactamente iguales?

lunes, abril 9

Sugerencias

Creo que ya he hablado aquí más de una vez sobre la actual crisis del género fantástico (cuando digo “género fantástico” lo hago en su sentido más amplio; es decir, incluyendo la ciencia ficción y la mayor parte del terror). No se trata, me apresuro a aclararlo, de una crisis comercial, como demuestran las masivas ventas de Harry Potter & sucedáneos o Tolkien & sucedáneos, sino de una crisis creativa. Sencillamente, el fantástico que se produce actualmente resulta, salvo contadas excepciones, mediocre, repetitivo y aburrido. Además, el problema no es tanto la escasez de obras relevantes, sino la casi total ausencia de autores más o menos indiscutidos, de nuevos creadores que sirvan de referencia y marquen el camino. Es como si el género fantástico hubiera cambiado el I+D por el reciclado.

Quizá, no lo sé, se trate sólo de una crisis del fantástico anglosajón, y puede que en el resto del mundo se estén produciendo obras extraordinarias que algún día descubriremos con pasmo y alborozo, aunque no las tengo todas conmigo. Sea como fuere, y teniendo en cuenta las novedades que llegan a nuestro mercado editorial, los aficionados al género llevamos muchos años de capa caída. Concretamente, desde la década de los 80. ¿Las razones? Son muchas y no voy ni siquiera enumerarlas, porque no es tal el propósito de esta entrada. Si alguien quiere profundizar en el tema, le recomiendo Propuesta para una nueva caracterización de la ciencia ficción, el (masivo) artículo que Julián Díez ha publicado en la revista electrónica Hélice (si quieres leerlo, pincha AQUÍ).

La cuestión es, ¿qué podemos hacer los aficionados al fantástico cuando las novedades que nos llegan resultan tan insatisfactorias? Volver la vista atrás, por supuesto. De entrada, esperar como agua de mayo las nuevas obras de viejos autores que todavía no han sucumbido a la senilidad, como ocurre con Christopher Priest (lo malo es que no se me ocurren muchos más nombres que citar). En segundo y último lugar, ir a nuestra librería en busca de viejas novelas pendientes de leer. Por ejemplo, yo no he leído todo lo que ha escrito Ballard ni todo lo que escribió Dick, aunque, la verdad, no tengo excesivas ganas de leer las obras completa del lisérgico Philip K.

En fin, el fantástico se ha convertido para muchos de nosotros en un triste páramo. Por eso, cuando en mitad del desierto encontramos un oasis, resulta casi obligatorio correr la voz entre nuestros hermanos beduinos (creo que se me ha ido la olla con esta metáfora, pero estoy vago y la voy a dejar tal cual). Además, uno de los propósitos de este blog son las recomendaciones, sugerir que tal o cual libro vale la pena, intercambiar tesoros. Y hoy, amigos míos, tengo un par de recomendaciones que haceros.

La primera es El cura, de Thomas M. Disch (Berenice, 2007). Reconozcamos, de entrada, que esto es de nuevo volver la vista al pasado, porque Disch procede de la New Wave, allá por los lejanos 60, el momento en que la ciencia ficción alcanzó su máxima madurez. Además, El cura fue publicada en USA en 1994, así que nos llega con trece años de retraso. En cualquier caso, Disch (del que algún día hablaré largo y tendido) es uno de los mejores escritores fantásticos del siglo XX, y la aparición en nuestro mercado de una nueva novela suya siempre supone todo un acontecimiento (al menos entre quienes se enteran, que no somos muchos, me temo).

Yendo al grano, El cura es una excelente novela, aunque si eres un ferviente católico te recomiendo que no la leas, porque se trata de una de las más virulentas críticas a la Iglesia Católica que jamás me he echado a la cara. Y es virulenta no por una sobredosis de énfasis, sino precisamente por su sobriedad. Permitidme reproducir el texto de contraportada, y así me ahorro tener que contar el argumento con mis propias palabras, que es más trabajoso (ya os he dicho que hoy estoy vago): “Disch nos ofrece una potente y oscura novela endemoniadamente cómica. Una novela gótica como no se ha escrito otra. Patrick Bryce, un cura católico de una parroquia en Minneapolis, con un pasado pedófilo, mantiene su vicio en secreto hasta que es chantajeado. Para no ser delatado tiene que encabezar una campaña antiaborto, pedir perdón cara a cara a cada una de sus víctimas, leer y estar dispuesto a analizar el trabajo de un barroco escritor de ciencia ficción de culto, y debe llevar tatuado a Satanás en su pecho. Pero estas exigencias son el menor de sus problemas. Más terrible es su certeza de que las pesadillas que tiene, y en las que es un obispo del siglo XIII, no son sueños... Su único santuario para él y su doble, Silvano de Rochefort, es la Iglesia, llena de corrupción y escándalo en ambas eras. Las dos personalidades cruzarán un laberinto de horrores hacia sus propios destinos infernales”. En resumen, El cura es un duro alegato contra la hipocresía del catolicismo, un vigoroso thiller y un inteligente relato sobrenatural... o quizá no, porque el final de la novela, tan sutil como ambiguo, abre la puerta a dos interpretaciones radicalmente distintas. Os lo aconsejo: no dejéis de leerla.

El segundo tesoro que quiero compartir con vosotros me lo proporcionó, literalmente, mi buen amigo Julián Díez. Hace unas semanas, Julián tuvo la amabilidad de regalarme Puente de pájaros, de Barry Hughart (Bibliópolis, 2007). Reconozco que el obsequio me extrañó un poco. De entrada, el autor no me sonaba de nada; pero lo más inquietante era el subtítulo: “Una novela de la antigua china”. ¿Una novela de chinos?, pensé con desconfianza. Porque detesto cordialmente las chinerías escritas por autores occidentales; siempre me suenan falsas e impostadas. No obstante, la novela (otra mirada al pasado, pues apareció en 1984) había ganado el Premio Mundial de Fantasía ex aequo con Bosque Mitago, la obra maestra de Robert Holdstock. Además, Julián insistía en que era una novela excelente, y yo suelo coincidir con sus gustos, así que comencé a leerla...

Y ya no la pude soltar. Disfruté, señoras y señores, como un cerdo en un barrizal (otro símil poco afortunado que no corrijo por pura vaguearía). ¿Cómo definir Puente de pájaros? Divertida, caprichosa, chispeante, ingeniosa y, sorprendentemente, también poética. La novela –en realidad un relato picaresco- narra las peripecias del campesino Buey Número Diez y del sabio Li Kao en su búsqueda de la Gran Raíz de Ginseng, todo ello en medio de una China medieval absolutamente inventada. Porque el verdadero subtítulo de la novela es “A Novel of an Ancient China That Never Was”. Es decir: una novela de una antigua China que nunca existió.

Puente de pájaros, amigos míos, es una obra sencillamente deliciosa, un relato lleno de humor e imaginación que, en ocasiones, como cuando narra la historia que da nombre al título, se vuelve inesperadamente lírico, aunque jamás en un tono grave ni pretencioso, sino siempre de forma ligera, burbujeante y descaradamente divertida. Creednos –a mí y a Julián-: Puente de pájaros es una gozada que no os podéis perder.

Y, como ya os he dicho que me siento un tanto indolente, esto es todo por hoy, queridos merodeadores de Babel.