lunes, junio 30

Zozobra


¿Qué sucede cuando una fuerza irresistible choca contra un objeto inamovible? Nada; se trata de una pregunta con trampa, porque en un mismo universo no puede haber a la vez fuerzas irresistibles y objetos inamovibles. O lo uno, o lo otro, y en este caso, amigos míos, nos ha tocado vivir en un universo de fuerzas irresistibles. Supernovas, agujeros negros, quasars, hornos nucleares en el corazón de las estrellas, galaxias que chocan... el mismísimo nacimiento del universo fue fruto de un irresistible Big Bang.

No obstante, en medio de ese huracán cósmico, había lugares donde imperaba el orden; o, al menos, el suficiente orden como para que surgiese la vida y evolucionase hasta la aparición de una especie inteligente. Me refiero al Sistema Solar y a la Tierra (lo aclaro, porque lo de “especie inteligente” podría sembrar alguna duda). El caso es que los seres humanos estamos habituados a vivir en un entorno más o menos ordenado y predecible. De hecho, nuestro equilibrio mental depende en gran medida de la exactitud con que se cumplen nuestras predicciones. Oprimimos un interruptor porque predecimos que, haciéndolo, se encenderá la luz. Conducimos un coche del punto A al punto B porque aventuramos: 1º que el coche va a funcionar; 2º que el punto B está donde se supone que está; y 3º, que completaremos el trayecto sin sufrir un accidente o ser alcanzados por un rayo. Conectamos la televisión presuponiendo que sintonizaremos el programa deseado, saltamos confiando en que la fuerza de la gravedad impedirá que salgamos despedidos hacia el espacio, escribimos correos electrónicos augurando que llegarán a su destino... A lo largo de la vida, vamos acumulando un bagaje de experiencia cuyo único fin es permitirnos conocer y predecir el comportamiento del mundo que nos rodea. Eso, la predictibilidad del universo local, nos conforta y estabiliza.

Porque, ¿qué pasaría si oprimiéramos el interruptor y no se encendiera la luz, si abriéramos el grifo y no saliera agua, si las cosas cambiaran de lugar espontáneamente, si lanzáramos al aire una piedra y la piedra nunca cayese? El orden del mundo se tambalearía y nuestra mente zozobraría igual que una barca en medio de una galerna. En gran medida, la locura no es más que la imposibilidad de realizar predicciones correctas.

Necesitamos orden para sentirnos seguros, pero cada vez hay menos orden al que agarrarse. Antes no era así; por el contrario, el orden de las cosas estaba tan claro que la palabra esquizofrenia ni siquiera se había inventado. Por ejemplo, la Tierra era plana y estaba sustentada sobre una inmensa tortuga. “¿Y sobre qué está sustentada la tortuga?”, le preguntó el discípulo al sabio. “Sobre otra tortuga”, respondió el sabio. “¿Y esa otra tortuga sobre qué se sustenta?”, insistió el discípulo. El sabio carraspeó, se rascó la axila y respondió: “Mira, de la tortuga para abajo, todo son tortugas”. ¡Genial! Eso es una respuesta tranquilizadora que permite predecir confortablemente el universo. Si haces un agujero lo suficientemente hondo, ¿qué encontrarás? Pues tortugas hasta aburrirte.

Sin embargo, este universo tan reconfortante se tambaleó cuando empezó a correr el rumor de que la Tierra era esférica. ¿Esférica? Entonces, ¿por qué diantres no se caen los que están abajo? Y ahí tienes a todos los habitantes del hemisferio sur, hechos un manojo de nervios ante la lógica posibilidad de que un buen día acaben precipitándose al vacío estelar, y desconcertados porque algo tan evidente no haya sucedido todavía.

En fin, esférica o no, la Tierra ocupaba el centro del universo y el firmamento giraba a nuestro alrededor desgranando la música de las esferas. Eso, ser el eje de la creación, quieras que no tonifica. Pero entonces apareció Copérnico y, zas, la Tierra dejó de ser el centro y se puso a girar en torno al Sol, como el resto de los planetas. Eso desanima a cualquiera, aunque al menos el Sol, nuestro Sol, era el centro del universo. Algo es algo. Pero la alegría duró poco, pues no tardó en descubrirse que nuestro maravilloso Sol era en realidad una birria de sol situado en la periferia de la Galaxia (algo así como vivir en Parla). Bien, vale, pero la Galaxia es el universo, ¿no? Pues no; nuestra galaxia sólo es una más entre los millones de galaxias que pueblan el verdadero universo.

Deprimente, ¿verdad? Pero al menos teníamos las férreas leyes de la mecánica newtoniana poniendo orden en el cosmos y haciendo que todo fuese tranquilizadoramente previsible. Entonces llega Einstein y nos dice que el tiempo es elástico y que el espacio tiene una simpática tendencia a curvarse. Ya no podemos ni preguntar la hora, porque si lo hacemos, nos responderán: “¿Qué hora es dónde y a qué velocidad?”. Bueno, al menos la velocidad de luz es una constante fija. Y siempre nos quedaba la sólida materia que nos rodea, lo que podíamos tocar y sentir... Hasta que aparecieron Planck y sus amigotes con la teoría cuántica, demostrándonos que la materia no está constituida por ordenadas pelotitas de diversos tamaños, sino que el micromundo es un lugar desconcertantemente parecido al País de las Maravillas de Alicia. Para colmo, el gamberro de Heisenberg va y se marca el Principio de Incertidumbre. De incertidumbre, tú; es decir, lo contrario a la certidumbre. Un principio que viene a decir: “no sólo no tienes ni idea, chaval, sino que nunca la vas a tener” (Gödel también dijo algo deprimentemente parecido). Incluso el mismo Universo, que antes lo era literalmente todo, ahora puede no ser más que un universo de mierda entre infinitos universos paralelos.

Vale, todo lo que antes era sólido se derrumba a nuestro alrededor. Pero siempre nos queda Dios, ¿no? Pues no. Aparte de que Nietzsche asegura que ha muerto, las evidencias nos dicen que, o bien Dios no existe, o bien juega de puta madre al escondite. En cualquier caso, no podemos contar con él. Entonces, ¿qué nos queda? ¿Acaso hay algo predecible y constante a lo que podamos agarraros? ¿El inmutable ciclo de las estaciones, quizá? Pues no, el puñetero cambio climático ha mandado el orden estacional a hacer puñetas, y si no que se lo pregunten a las cigüeñas.

No obstante, aún disponíamos de algo fijo e inalterable, un último baluarte del orden y de la previsibilidad al que podíamos aferrarnos para sentir que pisábamos terreno sólido. Pues bien, amigos míos, ese bastión ha caído.

Porque, vamos a ver, ¿quién en su sano juicio podría haber predicho que la Selección Española de Fútbol, en vez de caer derrotada en cuartos de final practicando un juego pesado y aburrido, iba a ganar la Eurocopa mediante un bellísimo juego de control y tiralíneas que recuerda a la mejor selección brasileña? ¿Es que nos hemos vuelto locos o qué?

Cosas así hacen que el suelo zozobre bajo nuestros pies.

sábado, junio 21

B.C.

¿Os habéis fijado en que la vida tiene un “sabor” de fondo? Empleo la palabra “sabor” como metáfora, porque no existe ningún término para denominar a lo que me refiero; podría decir “tonalidad” o “sentimiento”, pero me parece más apropiado “sabor”, sobre todo en el sentido de “regusto”. Se trata de una sensación muy tenue, una especie de melodía mental absolutamente indefinible que nos acompaña en todo momento, como un suave sonido de fondo, una impresión que cambia con el tiempo y las circunstancias. Además, no siempre somos conscientes de ella; de hecho, cuantos más años tenemos, menos conscientes somos. Por ejemplo, ahora mismo, mientras escribo esto, no la percibo. Pero podría percibirla; bastaría con adoptar la actitud mental adecuada, aunque, al ser ésta básicamente contemplativa, tendría que dejar de escribir. Lo dejaremos para luego.

Ahora vamos a hacer un experimento. Recordad un episodio del pasado, uno relacionado con vuestra infancia; da igual que sea bueno o malo, significativo o banal; lo importante es que sea intenso. Vale, cerrad los ojos y concentraos en ese recuerdo... ¿No notáis la suave sensación que lo acompaña, no paladeáis su sabor? Pues a esa sensación me refiero. Si ahora evocarais otro recuerdo, uno de una época diferente, volveríais a notar una sensación de fondo, sólo que distinta. Cada momento tiene su sabor.

¿Qué es y de dónde procede esa sensación? Creo que de tres fuentes distintas. En primer lugar, de la percepción de nosotros mismos, el auto-reconocimiento de nuestro cuerpo y de nuestra mente. Esto me recuerda un chiste: Dos cincuentones se encuentran por la calle y uno dice: “Hombre, cuánto tiempo sin verte; ¿cómo estás?”. Y el otro responde: “Muy bien; pero si cuando tenía veinte años me hubiera despertado un día sintiéndome como me siento ahora, habría ido corriendo al hospital más cercano”. El caso es que nos percibimos a nosotros mismos constantemente; si tu cuerpo tiene buen tono, tu percepción mental también lo tendrá, y si tu cuerpo está, por ejemplo, cansado, ese cansancio impregnará tu mente. Hay un diálogo constante entre nuestro mundo emocional y nuestro cuerpo. Por ejemplo, estoy acatarrado, así que tengo una percepción “nublada” de mí mismo.

La segunda fuente es la percepción del mundo exterior. Mientras escribo esto, noto una determinada temperatura en la piel (calor, ya ha llegado el verano), noto una leve brisa procedente de la ventana, noto la luz (intensidad, inclinación, color...), debería notar olores (pero estoy acatarrado), noto el tacto de las teclas, del sillón, de la mesa y del suelo; percibo sonidos (una persiana enrollándose a lo lejos, un coche pasando por la calle, el tecleteo...) y veo lo que me rodea: me encuentro en mi despacho, un lugar que conozco tan bien que ni me fijo en él; pero ahí están los libros en sendas librerías, las decenas de objetos absurdos que pueblan las baldas, la desordenada mesa de cristal sobre la que trabajo, el gran póster de King Kong (sujetando a Fay Wray y machacando un biplano) que se alza frente a mí, la puerta abierta mostrando la fuga del pasillo...

Todas estas percepciones del mundo exterior afectan a mi estado de ánimo; a veces mucho (por ejemplo, durante una tormenta, que es un auténtico cóctel de sensaciones), y a veces, como ahora, poco. En ocasiones, algo nos produce un gran impacto emotivo-sensorial y esa impresión queda registrada indeleblemente en nuestro cerebro. Seguro que todos recordamos una luna maravillosa, o un firmamento estremecedor, o un atardecer deslumbrante, o una mañana especialmente luminosa. Todos esos momentos, todos esos factores, crean y modelan el “sabor” de fondo de nuestras vidas.

La tercera fuente es la imaginación. Es decir, la parte emocional que añadimos a nuestros recuerdos y sensaciones, sólo porque queremos que sea así, pues en realidad nos lo estamos inventando. Que estas impresiones tengan un origen falso no importa lo más mínimo, pues son tan intensas o más que las reales.

Por otro lado, lo cierto es que percibíamos mucho más el “sabor de fondo” de la vida cuando éramos niños, o muy jóvenes, que de adultos. Creo que eso tiene que ver con la forma en que percibimos el mundo y cómo cambia con el paso de los años. De pequeños, todo era nuevo; los primeros brotes de la primavera, la luz incidiendo sobre el aire polvoriento de una habitación cerrada, el frescor del agua cuando te zambulles, el olor de la hierba cortada, las personas, los paisajes, todo era nuevo para nosotros, porque lo vivíamos por primera vez, de modo que poníamos toda nuestra atención en percibir cada detalle de la vida. Así surge el “sabor”. Sin embargo, conforme envejecemos la vida pierde novedad y empezamos a dejar de prestar atención a las cosas importantes. Ya no nos fijamos en los brotes de la primavera, ni nos detenemos a contemplar cómo cambian las cosas a nuestro alrededor conforme la luz del sol declina. Dejamos de prestar atención a la vida, y el “sabor” se diluye hasta desaparecer.
Pero, por muy carrozas que seamos, podemos recobrar esas sensaciones. Basta con detenernos unos minutos y prestar atención a lo que nos rodea... Los trinos de un pájaro, el rumor de la brisa en los árboles, la textura de la luz... No pensar, sentir... Y poco a poco, como un suave bolero, el sabor de la vida va concretándose. Es distinto a lo que sentía hace treinta años, claro, pero está ahí y lo noto como una parte inseparable de mí mismo. En gran medida, sentirse vivo no consiste más que en prestar atención.

Pues bien, todo este rollo viene a cuento –si es que viene a cuento, cosa que dudo- porque ayer me di un inesperado atracón de “sabores” pasados. Veréis, a comienzos de los 70, Luis Gasca fundó la editorial Buru Lan, que estaba dedicada al comic. Lanzó varias series destinadas a recuperar lo mejor del comic clásico norteamericano (el Rip Kirby o el Flash Gordon de Alex Raymond, por ejemplo) y un par de excelentes revistas: El Globo y Zeppelin. Entre las series que publicó había dos –editadas en formato de libro de bolsillo- que yo (y mi buen amigo Samael) seguía con fidelidad: B.C. y Edad Media (The Wizard of Id). La primera estaba escrita y dibujada por Johnny Hart, y en la segunda el guión era de Hart y los dibujos de Brant Parker. En ambos casos se trataba de daily strips, tiras diarias de tres o cuatro viñetas, al estilo Peanuts.

Me encantaban B.C. y Edad Media. Su humor se basaba en el sarcasmo y el surrealismo, y también en los juegos de palabras, algo que lamentablemente se perdía con la traducción. B.C. era tanto el nombre de uno de los personajes como las iniciales de Before Christ, pues la serie versaba sobre un grupo de irónicos cavernícolas. Edad Media era lo mismo, sólo que trasladado a eso, la Edad Media. En realidad, ambas series eran un incisivo cachondeo sobre la naturaleza humana, una visión divertida, y bastante ácida, de la vida moderna y sus neurosis. Una pequeña obra maestra que no llegaba a la altura de Peanuts, su directo referente, pero que en muchas ocasiones bordeaba la genialidad. El caso es que, no sé muy bien por qué, asocio mis dieciocho y diecinueve años con esas dos series. Puede que sea porque al poco cerró Buru Lan y jamás volví a leer (ni siquiera ver) nada relacionado con B.C. y Edad Media. Ambas series aparecieron y desaparecieron en ese periodo de mi vida, quedando desde entonces íntimamente ligadas a él en mi recuerdo.

Pero ayer fui a Elektra, una tienda de cómics, para comprarle un regalo a un amigo y, de paso, para agenciarme el Lost Girls de Moore y Gebbie, cuando de pronto vi algo inesperado: El libro de oro de B.C., una antología publicada por Astiberri Ediciones con motivo del cincuenta aniversario de la serie. Huelga decir que lo compré y, después de treinta y seis largos años, volví a disfrutar de los sarcásticos cavernícolas de Johnny Hart. Fue como reencontrarme con un viejo amigo, aunque descubrí con tristeza que Mr. Hart había muerto hacía un año, en abril de 2007, poco antes de que el libro fuera publicado en inglés.

La cuestión es que, mientras leía una tras otra las tiras que aparecen en el libro –algunas las conocía, otras no-, percibía con toda nitidez el “sabor mental” de mis dieciocho y diecinueve años. No puede describirse, claro; no hay palabras adecuadas ni en este ni en ningún otro idioma, pero aun así voy a intentar explicar cómo es ese sabor:

Una brisa templada, el sol describiendo hileras al pasar a través de una persiana, un Bloody Mary, olor a lavanda, un cielo azul sin nubes, tacto a hierba fresca, sabor a vainilla, tintineo de cristales, espuma de cerveza, tierra mojada tras la tormenta, cabellos lacios acariciándome las mejillas, eternidad.

A eso “sabe” mi primera juventud, aunque imagino que la suma de sensaciones del párrafo anterior sólo tiene sentido para mí. Era, en cualquier caso, una sensación sumamente agradable, pura vitalidad y optimismo. No duró mucho; poco después mi vida cambió y el sabor se volvió más amargo. Quizá por eso lo valoro tanto, quizá por eso El libro de oro de B.C. me ha devuelto tan nítidamente el recuerdo de ese sabor, quizá por eso he decidido escribir esta entrada tan poco interesante.

Hoy es el día del solsticio de verano, un día que sabe a Sol, a piedra y a historias antiguas.

Feliz solsticio, amigos míos, y mil perdones por aburriros con mis pajas mentales.

lunes, junio 16

Adiós, cine clásico

Hace poco, les recomendé a mi hijo Óscar y a su novia Bea (ambos de 21 años) tres películas clásicas: El Padrino I, El Padrino II y Al final de la escalera. De hecho, les dejé los DVD’s para que las vieran. Y las vieron. Y no les gustaron. Menuda plancha, pensé, porque yo les había hablado maravillas de esas películas; ¿acaso soy de una generación tan distinta?, me pregunté. Pues sí, me respondí; soy de una generación muy distinta, y no tanto por mis gustos como por mi acceso a esos gustos. Me explicaré.

Digamos que yo empecé a ir solo (sin mis padres) al cine a partir de mediados de los 60. En aquella época existía la posibilidad de contemplar en pantalla grande no sólo películas recientes, sino también clásicos; sobre todo, es cierto, clásicos norteamericanos. Veréis, por aquel entonces había en Madrid –y supongo que en toda España- tres tipos de salas cinematográficas. Estaban los cines de estreno, que eran más o menos lo mismo que son ahora. Después teníamos los cines de reestreno, más baratos, donde se proyectaban las películas que hasta poco antes habían ocupado las carteleras de los cines de estreno. Y finalmente estaban los cines de barrio, de programa doble, donde podían proyectar literalmente cualquier cosa.

Yo, como todos los chavales de mi edad, solíamos acudir a los cines de barrio porque eran los más baratos (la entrada costaba entre 1’50 y cinco pesetas) y porque ponían dos películas seguidas. Es cierto que la programación solía ser horrible (recuerdo un pseudo Superman japonés que todavía me pone los pelos de punta), pero entre Santo, el enmascarado de plata, o Maciste el coloso, podía caerte Ciudadano Kane, La diligencia o King Kong. En aquellos cines de barrio no existía ningún criterio de programación; compraban paquetes a las distribuidoras y lo exhibían todo, sin orden ni concierto. Así pues, ir a uno de esos cines era como una ruleta rusa donde podías tragarte una infame serie Z inmediatamente seguida de una obra maestra. Eso sí, las copias siempre estaban en un estado infecto; pero éramos jóvenes y eso no nos importaba.

Luego teníamos la televisión, que era en blanco y negro, y su programación se nutría, sobre todo, de películas en blanco y negro. Ahí, en la caja tonta, vi lo mejor de John Ford, lo mejor de Capra, lo mejor de Hawks, lo mejor de Sturges, lo mejor de Walsh, gran parte de John Huston, casi todo Welles, casi todo Wilder, gran parte de Hitchcock, mucho de Wellman, mucho de Hathaway, mucho de Wyler... en fin, casi todo el cine clásico norteamericano. Y también bastante cine italiano y, en menor medida, francés. Y todo eso lo vi antes de cumplir los 18 años. Por ejemplo, ¿sabéis cuáles eran mis películas favoritas en 1966, cuando tenía trece años de edad?: King Kong, de 1933, Beau Geste, de 1939, y Los viajes de Sullivan, de 1941.

Y es que, por aquel entonces, para mí el cine no tenía fecha de caducidad, ni importaba lo más mínimo que fuera en color o en blanco y negro. Todo era cine; lo único importante era si me gustaba o no. Y disfrutaba igual con el sobrio y clásico estilo de Howard Hawks que con la más sincopada dirección de, por ejemplo, un Peckinpah. Estaba abierto a todo porque había “mamado” de todo.

Más tarde, la TV pública (la única que había) comenzó a emitir interesantísimos ciclos de cine. Recuerdo dos dedicados al western, otros dos al thriller, uno a la ciencia ficción, otro al neorrealismo italiano, u otros enteramente consagrados a Hitchcock, a Preston Sturges o a Billy Wilder. Pero no sólo la TV programaba ciclos; a finales de los 60 y comienzos de los 70, algunas salas cinematográficas exhibieron, y con cierto éxito, ciclos dedicados a determinados directores o géneros. Ciclos, por ejemplo, donde descubrí a ese genio insuperable que fue Buster Keaton, o donde contemplé la etapa inglesa de Hitchcock... De vez en cuando, además, se volvían a estrenar con todos los honores películas que habían tenido en su momento una gran acogida; por ejemplo, Lawrence de Arabia o 2001: Una odisea del espacio.

Pues bien, nada de eso existe ya. Los cines de barrio pasaron a mejor vida, la TV en abierto sólo emite películas en color y lo más recientes posible, se acabaron los ciclos, las salas cinematográficas no proyectan más que películas actuales, sean lo que sean. ¿Y qué pasa en los videoclubs? Pues sí, en algunos hay algo de cine clásico acumulando polvo en los estantes... Es decir, en una época en la que más que nunca se tiene acceso a la producción audiovisual y a la reproducción casera de la misma, las nuevas generaciones están más alejadas que nunca del cine clásico en su conjunto. O, dicho de otra forma, las nuevas generaciones son profundamente incultas en lo que respecta al séptimo arte.

Óscar y Bea son un par de jóvenes inteligentes y sensibles; entonces, ¿por qué no les gustaron dos obras maestras indiscutibles como El Padrino I y II? Pues porque no están habituados a ese tipo de narrativa. Ellos han nacido en el seno de la cultura MTV, donde el ritmo de las imágenes es pura histeria visual, una cultura donde todo es más rápido que el pensamiento. Están acostumbrados a directores como Tony Scott y su cámara epiléptica o Baz Luhrmann (a-ver-cuántos-planos-me-caben-en-diez-segundos-de-montaje). En el cine que conocen no suele haber puesta en escena, sino una especie de malabarismo del montaje que por lo general sólo sirve para ocultar los errores y las carencias de directores que, precisamente, lo ignoran todo sobre la puesta en escena. Así pues, no es de extrañar que les parezca lento y aburrido el cadencioso clasicismo de Coppola, ni que les haga bostezar una película tan sobrecogedora como Al final de la escalera, pues para percibir su extraordinaria calidad hace falta verla con calma, empapándose poco a poco de su malsano ambiente.

Mi hijo Óscar, por ejemplo, se niega a ver películas en blanco y negro, o anteriores a digamos los años 90. En realidad, carece de cultura cinematográfica. Pero no es su culpa... La verdad es que es culpa mía; debería haberle mostrado en su momento la maravilla del cine clásico, pero no lo hice. Porque no caí en ello. A mí nadie, ningún adulto, me abrió las puertas de ese cine; pero es que no hacía falta, pues el cine clásico “estaba en el aire”. El problema es que hoy ya no está en ninguna parte, salvo en remotos canales digitales que nadie, salvo los dinosaurios, visitan.

Alto, ¿no será eso? ¿No será que estoy hablando como el maldito carroza que soy? Pues no, amigos míos, lo niego: el cine clásico es clásico porque es intemporal y puede gustar a cualquiera en cualquier momento. Además, en cierta ocasión tuve la oportunidad de demostrarlo. Hace cuatro o cinco años, tuve que dar una charla en el colegio de mis hijos sobre el humor. Ilustrando la charla debía llevar la escena de alguna película, pero ¿cuál? ¿Qué fragmento de comedia podía gustarle a chavales de tercero y cuarto de la ESO? Tomé una decisión arriesgada; di la charla, que trataba sobre todo acerca del humor en literatura, y luego, cuando acabé, les dije que iba a poner en el video una secuencia de una película en blanco y negro producida en 1935. Como era de esperar, todo el mundo protestó. Les dije que, si al cabo de un par de minutos se aburrían, la quitaba. Y conecté el vídeo.

Era la secuencia del camarote de Una noche en la ópera, de los hermanos Marx. Al principio, los chavales cuchicheaban, distraídos; al poco, comenzaron las carcajadas y a los tres minutos tuve que subir el sonido porque el estruendo de las risas hacía inaudibles los diálogos. Cuando acabó la secuencia y corté la película, todos insistieron en verla completa. Les había encantado. Esos chicos detestaban el blanco y negro, lo desconocían todo acerca de los ochenta o noventa primeros años de la historia del cine, y la anticuada dirección de Sam Wood les parecía marciana, pero el talento de los hermanos Marx está más allá del tiempo y de las modas, así que les conquistó por completo. Eso es lo bueno del cine clásico: no hace falta explicarlo, basta con verlo de la forma adecuada.

En resumen: hoy en día, las nuevas generaciones están totalmente alejadas del cine clásico. Lo desdeñan, no porque no les guste o pueda gustarles, sino porque no lo conocen. Me parece injusto; injusto para ellos, porque al no poner a su alcance ese maravilloso patrimonio artístico, se les priva de un inmenso placer. A veces me pregunto por qué, si en los colegios se estudia literatura, no se estudia también cinematografía. Acto seguido me respondo, claro, que sería una auténtica cagada conseguir que a los chavales se les exigiese aprender de memoria las películas de John Ford o la historia del expresionismo alemán. No, esa no es la solución. Pero, ¿por qué no hacer algo mucho más sencillo, barato y, a la larga, eficiente? ¿Por qué no incluir en el plan de estudios una sesión semanal de cine? Cada semana, los alumnos de todos los colegios e institutos de España estarían obligados a ver en el aula una película clásica. En total, unas 35 películas al año. Sólo verlas, sin trabajos ni deberes adicionales. Bien elegidas, esas 35 películas podrían crear entre los chavales verdadera afición por el cine clásico; o cuando menos, quitarles el miedo a verlo. ¿No os parece?

Estoy casi convencido de que ningún político merodea por Babel, pero si por ventura pasara por aquí alguno con acceso a la ministra de educación de turno (últimamente suelen ser mujeres), le agradecería que le pasara la sugerencia. Aunque, bueno, quién sabe, quizá Mercedes Cabrera sea adicta a este blog... En tal caso, Mercedes, guapa, ¿por qué no te lanzas y te pones de lleno con eso de la película clásica semanal? Di que es idea tuya; quedarás bien, saldrás en los papeles y en la tele, y no te costará un duro. Además, aunque ya sé que eso no importa mucho, probablemente sería una medida eficaz...

Alto, un momento... ¿no oís algo así como un eco?... De repente, no sé por qué, me ha dado la sensación de estar hablando solo...

martes, junio 10

55

Hoy, diez de junio, es mi cumpleaños. Cincuenta y cinco tacos. Maldición. “La juventud es una enfermedad que se pasa con el tiempo”; no sé quién dijo eso, pero no me cabe duda de que era un imbécil. ¿Tiene algo de bueno envejecer? Pues no, nada. Ah, sí, la experiencia... Lo que pasa es que tener experiencia sólo significa que has dispuesto de más tiempo para hacer gilipolleces. No, envejecer es una cagada se mire como se mire, sobre todo cuando tu cerebro se empeña en ser más joven que tu cuerpo. Aunque supongo que lo contrario sería peor... En fin, qué le vamos a hacer.

Pues no resignarme, eso es lo que voy a hacer. De acuerdo, mi organismo y mi DNI pueden empañarse en acumular años como avaros, allá ellos si les gusta; pero mi pertinaz falta de madurez seguirá anclada en unos estupendos y eternos catorce años de edad. Me niego a madurar, amigos míos, me niego a ser el añoso, aburrido y convencional adulto que el calendario y la sociedad insisten que debo ser. Por eso, si algún día leéis algo escrito por mí, por ejemplo en este blog, y pensáis: “mira, éste es el típico texto que escribiría un cincuentón”, decídmelo, porque iré al veterinario más cercano para que me ponga una inyección que acabe de una vez por todas con mi patética existencia. No hay nada peor que morirte por dentro antes de que la muerte te alcance.

Por lo demás, mi bella y hermosa ama y señora me ha regalado una Nikon D300 y un zoom 19/200. Y mis hijos unas preciosas camisetas. Tengo una familia cojonuda. Y también tengo un montón de buenos amigos que me han felicitado por teléfono o por correo electrónico. Además, me he comprado seis libros en Crisol (justo lo que me hacía falta: más libros) y he comido en Sanxenxo, un excelente restaurante gallego. Acabo de soplar las velas y de tomarme un pedacito de tarta. Ha sido un buen día.

Y ahora, para despedirme, reproduciré el texto que mi buena amiga Almudena me ha mandado:

"El cincuenta y cinco (55) es el número natural que sigue al 54 y precede al 56.

Representación de 55:

Numeración romana: LV
Numeración china: 五十五

Propiedades matemáticas:

Es un número compuesto, que tiene los siguientes factores propios: 1, 5 y 11. Como la suma de sus factores es 17 < 55, se trata de un número deficiente.
Es el décimo término de la sucesión de Fibonacci, después de 34 y antes de 89.

Características: 55 es el número atómico del cesio".

Y 55 son los besos que os mando a todos y cada uno de vosotros

miércoles, junio 4

En la mente de House

Hace mucho que no hablo del viejo Gregory House. Eso no se debe a que mi devoción hacia la serie haya menguado con el paso del tiempo, ni mucho menos; lejos de ello, sigo considerando a House una de las series más inteligentes de la historia de la televisión. Y, quizá –junto con los buenos años de Los Simpson-, la más provocadora. La verdad es que si no he hablado del ácido doctor es porque no tenía nada nuevo que decir. Pero hoy sí.

Hay muchas formas de juzgar la calidad de una serie de TV; por ejemplo, evaluando el nivel medio de los episodios a lo largo del tiempo. En ese sentido, yo diría que House se merece un aprobado alto, incluso un notable. Los críticos con la serie (siempre hay infieles) objetan que se trata de una formula repetida capítulo a capítulo: llega un enfermo con síntomas rarísimos, House se equivoca dos o tres veces con el diagnóstico y finalmente, en un rapto de inspiración, da con la solución. Y es cierto, la mayor parte de los episodios encajan en ese esquema. Pero eso, a los adictos a la serie, no nos importa, porque sabemos que esa fórmula no es más que el marco general donde se desarrolla lo verdaderamente interesante. Por supuesto, hay episodios –afortunadamente escasos- que sólo son fórmula, y esos resultan sin duda los peores, pero en general la brillantez de la serie se encuentra en la periferia del caso clínico, en lo que sucede alrededor de la “enfermedad-McGuffin”. Cargarte la serie, por repetitiva, sin tener en cuenta esto, sería como restarle importancia a la pintura porque la inmensa mayor parte de los cuadros son rectangulares.

Pero hay otra forma de juzgar la calidad de una serie: no por su nivel medio, sino por las cumbres que llega a alcanzar. Y ahí House gana por goleada, porque los buenos episodios de la serie pueden ser muy, muy buenos, incluso magistrales. El ejemplo más claro de esto es el penúltimo capítulo de la primera temporada, Tres historias (premio Emmy 20005 al mejor guión), un relato complejo y sutil narrado con la precisión de un mecanismo de relojería. Una obra maestra del arte audiovisual; y, creedme, no exagero. Pues bien, hasta ahora esa era la más alta cima alcanzada por nuestro buen/mal doctor; y puede que siga siéndolo, pero le acaba de surgir un serio competidor en el doble capítulo (final de la cuarta temporada) que ayer emitió Cuatro.

Se trata del capítulo llamado La cabeza de House y su continuación El corazón de Wilson. En esta historia, House sufre un accidente de autobús y, a causa de un golpe en la cabeza, pierde la memoria de sus últimas horas; sólo recuerda que entre los pasajeros del autobús distinguió a uno con síntomas de una enfermedad mortal, pero no sabe quién es. Así pues, ambos capítulos son una especie de viaje al interior de la mente de House donde se mezclan sueños, alucinaciones y recuerdos, tanto reales como falsos, una narración casi abstracta que en ocasiones me recordó a los mejores momentos no musicales del All That Jazz de Bob Fosse. Pero no solo es eso, sino también un bien orquestado y comedido drama que concluye con una de las secuencias más emotivas que jamás he visto en la pequeña pantalla.

Así pues, tanto si sois o no seguidores de la serie, os recomiendo encarecidamente que veáis esos dos episodios, porque sin duda forman parte de lo mejor de la historia de la TV. Y por si alguien siente aún alguna reticencia, adelantaré dos cosas: En primer lugar, que por primera vez se ve a Gregory House derramando una lágrima. Sólo una, es cierto, y en unas circunstancias más bien chungas, pero aun así resulta un espectáculo de lo más inusual. En segundo lugar, en este doble episodio la doctora Lisa Cuddy realiza un streeptease en toda la regla (aunque no todo lo completo que a uno le gustaría) que, pese a su naturaleza onírica y freudiana, resulta de lo más estimulante y pone de relieve -¡y cómo!- la extraordinaria forma física y los envidiables cuarenta y tantos años de la actriz Lisa Edelstein.

En fin, hacedme caso y, si no los habéis visto, conseguid como sea La cabeza de House y El corazón de Wilson. No os arrepentiréis.

lunes, junio 2

Hola de nuevo, Dr. Jones

Ayer vi Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal (IJ4 en lo sucesivo), lo cual es una muestra más de que me estoy haciendo viejo. Porque hace unos años la hubiese visto el día de su estreno, o al día siguiente, pero la semana pasada pensé que habría mucha gente, mucho lío, y me dio una pereza enorme. Así que lo dicho, me estoy haciendo viejo, igual que el dr. Jones, igual que Spielberg... ¿igual que Lucas? No, Lucas se volvió viejo hace muchos, muchos años (justo desde el momento en que descubrió que vender figuritas articuladas era mucho más rentable que hacer películas). En fin, el tiempo no pasa en balde, ni siquiera para las leyendas (me refiero a Jones, no a mí).

De entrada, una confesión: a Indiana Jones estoy dispuesto a perdonárselo casi todo. En primer lugar, porque disfruté tanto con En busca del arca perdida, me lo he pasado tan bien viéndola (todas y cada una de las múltiples veces que la he visto), que cualquier cosa relacionada con ella –por ejemplo, sus secuelas- me sabe a gloria bendita. En segundo lugar, porque Indiana Jones es, junto con James Bond, el máximo héroe creado por el cine, el más popular, el que más profundamente se ha incrustado en la mitología moderna. Y si no, decidme: ¿quién puede hacerle sombra a Indy? ¿El Ben Gates de La búsqueda o el Rick O’Connell de La momia? Bah, meras copias de nuestro arqueólogo. ¿El Neo de Matrix? Un burdo fantoche vestido de sado-maso fashion. ¿Spiderman, Batman, Lobezno o cualquiera de los múltiples superhéroes que vuelan y brincan por nuestras pantallas? No, su popularidad procede el comic, no del cine, y ninguno de ellos tiene la rotunda personalidad de Indiana.

Reconozcámoslo, amigos, únicamente James Bond está a la altura del dr. Jones, pero con una diferencia: sólo hay dos buenas películas de Bond: Casino Royal y Desde Rusia con amor, y no pasan de ser eso: buenas películas de género; el resto son entre mediocres y muy malas. Sin embargo, Indiana Jones nació con una obra maestra del cine de aventuras: En busca del arca perdida. Así pues, amigos míos, no soy objetivo al hablar de este personaje; me cae demasiado bien. Entonces, ¿qué me ha parecido IJ4? Que es la peor de la tetralogía, pero, aún así, me lo he pasado bomba viéndola.

De entrada una pregunta: ¿Hacía falta tanto tiempo para escribir un guión así? La trama argumental de las películas de Indiana Jones nunca ha sido demasiado compleja, pero en el caso de IJ4 se vuelve casi esquemática, un mero pretexto para pasar de una escena de acción a otra. De hecho, carece casi por completo del espíritu de búsqueda épica que impregnaba los argumentos de En busca del arca perdida y La última cruzada. La verdad es que la trama de IJ4 puede resumirse en dos escasamente interesantes líneas.

Otra pregunta: ¿Está Harrison Ford para esos trotes? Pues sí y no, qué queréis que os diga. Hay que reconocer que, para los 65 tacos que tiene, Ford se conserva en una envidiable forma física, algo que se percibe en su lenguaje corporal y en su agilidad. Pero su rostro ha envejecido, ha perdido frescura; ya no vemos en él esa expresión de jubilosa insensatez que caracterizaba al personaje. Aunque bien pensado, eso es lógico; han transcurrido casi veinte años desde La última cruzada, el dr. Jones ha cambiado, se ha vuelto más sensato, menos impetuoso (dobla cuidadosamente las camisas para hacer el equipaje). En este sentido, resulta lógica la evolución del personaje, pues nos encontramos ante un héroe más cansado, un héroe crepuscular. No obstante, eso entra en contradicción con el espíritu hipervitalista que presidía la serie, y esa contradicción se nota en el resultado final.

En cuanto al tema de la película, también aquí hay un cambio: después de tres films centrados en temas mágico-religiosos (es decir, pura fantasía), IJ4 cambia de género y se enmarca dentro de la ciencia ficción. ¿Algún problema? No, para nada; de nuevo parece una decisión lógica. Porque Indiana Jones no es más que la actualización de los héroes pulp de los años treinta, y sus escenarios –Arabia, la India colonial, la selva- son propios de la literatura popular de aquellos tiempos. Sin embargo, IJ4 se desarrolla en los años cincuenta, una época en la que el pulp ya ha desaparecido y lo que se lleva son los platillos volantes y las películas de ciencia ficción de serie B, así que nuestro aventurero favorito no hace más que adaptarse a sus tiempos. Sin embargo... Veréis, los McGuffins de la primera y tercera entregas de la serie tenían empaque. No cabe duda de que encontrar el Arca de la Alianza mola, y de que todo gran héroe que se precie debe buscar el Grial; pero, ¿qué demonios son las piedras Shankara? Y lo mismo puede decirse de las calaveras de cristal: no sé lo que son, ni me interesa particularmente saberlo.

Respecto a los antagonistas, la dimensión de un héroe se mide por la grandeza de sus rivales, e Indiana Jones ha contado con los enemigos más pérfidos que puedan imaginarse: los nazis. ¿Cómo olvidarnos del sádico y grimoso mayor Toth, de En busca del arca perdida, o de la bella y traicionera Elsa Schneider de La última cruzada? Y no sólo los nazis, por supuesto; Rene Belloq –el reverso oscuro de Indy- fue un enemigo atractivo y elegante, ¿y qué decir de Mola-Ram, el demoníaco sacerdote de Kali? Pues que un tipo capaz de arrancarte el corazón es, sin duda, un rival digno de tenerse en cuenta. Sin embargo, los malos de IJ4, reconozcámoslo, no están a la altura. En esta ocasión se trata de pérfidos rusos soviéticos, comandados por la no menos pérfida coronel Irina Spalko, interpretada por la casi siempre magnífica Cate Blanchett. El problema es que Irina Spalko no pasa de ser un fantoche sin personalidad, la caricatura de la caricatura de una comunista. La verdad es que se trata de una antagonista de cartón piedra a la que el guión no saca el menor jugo.

Entonces, ¿me estoy cargando la película? No, qué va, ni mucho menos. De entrada, las primeras secuencias del film –lo que va desde el comienzo hasta que Indy sale del frigorífico- es Indiana Jones en estado puro, un salir de un lío para meterse en otro peor, una auténtica gozada. Después, todo el metraje está impregnado del mismo sentido del humor de siempre, de la chispeante auto-ironía que es marca de fábrica de la serie. Y las escenas de acción son estupendas, y las persecuciones trepidantes, y las peleas divertidísimas, y Shia LaBeuf da el tipo en su papel de –supongo que a estas alturas no revelo ningún secreto- hijo de Indy, y es una auténtico placer reencontrarse con Marion Ravenwood, la mejor “chica Jones” de la historia, y las autorreferencias son comedidas y encantadoras, y el ritmo no decae en ningún momento, y... vamos, que me lo pasé de puta madre viendo la película. Porque puede que ésta sea la más floja de la serie, puede que ya no tenga tanta magia, puede que resulte un tanto crepuscular, pero, parafraseando el viejo eslogan de un conocido brandy español: un poco de Indiana Jones es mucho.

Una cosa más antes de terminar. En la última secuencia de la película, Shia LaBeouf recoge el sombrero de Indiana, que ha caído a sus pies, y hace amago de ponérselo, pero Indy pasa a su lado, se lo quita y, mirándole como si le dijese “esto es mío”, se lo pone y se va. Fin. A mi modo de ver, esto puede significar tres cosas: 1. Que sólo hay un Indiana Jones, Harrison Ford, jamás habrá otro y con IJ4 se acabó el personaje. 2. Que Harrison Ford rodará otra película más de Indiana Jones. 3. Que por ahora no, pero más adelante Shia LaBeouf heredará el sombrero y el látigo.

La segunda opción me parecería terrible, pues un Indy septuagenario se me antoja un tanto deprimente. La tercera ni me la imagino. ¿Un pseudo Indiana Jones en los años sesenta y setenta? Suena fatal. En cuanto a la primera... ¿sólo Harrison Ford puede interpretar a Indy? Pues no sé qué decir; a fin de cuentas, todo el mundo pensaba que nadie podría sustituir a Sean Connery en el papel de James Bond, y ahí tenéis a Daniel Craig mojándole la oreja. Pero Indy es especial, claro... No obstante, hay un momento durante la película en que se comentan muy de pasada las actividades de Indiana durante la guerra, y eso me parece de lo más atractivo. ¿Qué hizo Indiana Jones durante la Segunda Guerra Mundial? No lo sé, pero me encantaría saberlo. O, mejor dicho, contemplarlo.