lunes, febrero 10

Cine y literatura


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           El arte más popular del siglo XX y de lo que llevamos del XXI es el cine, entendiendo “cine” como cualquier narración audiovisual (lo que incluye las series de TV). Si yo os preguntara cuál es la forma narrativa más parecida al cine, algunos diríais que el teatro, ya que comparten elementos básicos como los actores y la puesta en escena. Otros, con mucha razón, responderíais: el cómic. Pero vamos a dejar de lado, por hoy, las viñetas.

            Cine y teatro se parecen, pero difieren en, al menos, dos aspectos sustanciales: 1. El teatro se basa en la palabra y el cine en la imagen. 2. En el teatro, el espectador sólo tiene un punto de vista, mientras que en el cine el director controla el punto de vista del espectador a su antojo. Parece poca cosa, pero eso redunda en que la gramática y la sintaxis de cine y teatro sean completamente distintas.

            Lo cierto es que, desde un criterio narrativo, lo que más se parece al cine es la novela. Pero demonios, diréis, en la novela las palabras pesan aún más que en el teatro. ¡Son todo palabras! Cierto, pero gran parte de las palabras de una novela están destinadas a generar imágenes en el cerebro del lector. Una descripción puede ofrecer una prosa exquisita, pero lo importante es la imagen que crea. Y junto con la imagen, la emoción. Igual que el cine.

            Por otro lado, el cineasta disfruta de una libertad narrativa absoluta, pues controla el punto de vista, el tiempo y el espacio. Exactamente igual que el escritor; de hecho, este aún más, porque no está limitado por cuestiones técnicas ni por el presupuesto. Si queréis una prueba de que la narrativa del cine y novela se parecen mucho, pensad en cuántas película están basadas en novelas y cuántas en obras de teatro.

            En efecto, ambas narrativas, la literaria y la cinematográfica, se parecen, aunque no son idénticas. Hay cosas que el cine hace mejor que la novela –por ejemplo la acción-, y cosas que la novela hace mejor que el cine –por ejemplo la introspección-. Siendo así, y conviviendo ambos géneros durante más de un siglo, es lógico que la literatura haya influido en el cine, y que el cine haya influido en la literatura. Eso puede detectarse con facilidad en escritores como Juan Marsé, Ian McEwan, Cabrera Infante, Paul Auster o Manuel Puig.

            Pecaría de osadía si intentara escribir un profundo ensayo sobre la influencia del cine en la novela, porque carezco de los conocimientos necesarios y, además, ya hay decenas de esos ensayos. Voy a escribir sobre algo que conozco mucho mejor: sobre mí. Me encanta el cine, me gusta muchísimo. En mi ranking de artes narrativas, sitúo primero a la literatura, en segundo lugar, pero muy, muy cerca, al cine, y en tercer lugar al cómic. Como es lógico, el cine ha influido en lo que escribo; primero inconscientemente y después con alegre deliberación.

            El cine forma parte de nuestras vidas y de nuestra forma de entender y narrar la realidad. De niños, aprendemos a hablar escuchando a los demás, y del mismo modo aprendemos a interpretar el lenguaje de las imágenes en las diversas pantallas. No nos damos cuenta de ello, pero muchas veces pensamos de forma cinematográfica. Eso, en un escritor, se transmite a su obra sin que se dé cuenta. Al cabo de un tiempo descubrí que me pasaba a mí: en mi obra había mucho cine. Quizá sea un defecto, una sucia hibridación, no lo sé y, a decir verdad, me importa un bledo. Lo que sí sé es que es mi forma de escribir y no puedo dejar de ser yo mismo, así que comencé a utilizar conscientemente ciertos recursos del cine en mis novelas. En esta entrada y en la siguiente comentaré algunos ejemplos, por si pueden ser útiles a alguien.

            El narrador. Hay varios tipos de narradores en tercera persona, pero me centraré en dos: El Narrador Omnisciente, que lo ve y lo sabe todo, incluyendo los pensamientos y sentimientos de los personajes. Y por otro lado, el Narrador Objetivo, o Narrador Cámara, que sólo cuenta lo que ve y lo que oye, y no se mete en la cabeza de los personajes.

            Cuando leo una novela en la que el narrador cuenta los pensamientos de un personaje siempre pienso que el escritor está haciendo trampa. ¿Por qué? Pues porque en la vida real eso no sucede; sabemos lo que piensa alguien porque nos lo dice, o porque lo intuimos, pero no porque una vocecita nos lo susurre al oído. Y en el cine ocurre lo mismo: queda fatal un primer plano del actor y una voz en off recitando sus pensamientos.

            Pero, claro, la literatura tiene sus propias armas, y es lícito que un narrador omnisciente lo haga. Es más, confieso que yo lo hago -aunque lo menos posible-, porque resulta práctico. No obstante, me siento un poquito tramposo. Así que en general tiendo a usar el narrador-cámara. Más adelante me extenderé sobre esto.

            Ahora bien, ¿cuándo se empezó a usar esta clase de narrador? Hace no mucho pregunté en Facebook si alguien conocía alguna novela anterior al siglo XX que utilizase el narrador-objetivo. Nadie supo responderme, y a mí desde luego no me viene a la cabeza ninguna. Así que me atrevo a aventurar que el narrador-objetivo surgió por influencia del cine.

            El tempo. Tanto en el cine como en la literatura, el autor maneja el ritmo y el tiempo a su antojo y, además, de forma parecida. Por ejemplo, cuando escribo una escena de acción utilizo párrafos y frases más cortas, con descripciones someras, casi a brochazos, sin detenerme en detalles. De ese modo pretendo transmitir al lector una sensación de velocidad y vértigo. En una película sucede igual: en las secuencias de acción los planos son más cortos y el montaje más picado.

            Pues bien, hace tiempo estaba yo escribiendo una escena de acción y lo hacía de la forma que he descrito: frases y párrafos cortos. Pero era una escena bastante larga; cuando la terminé y la releí tuve la sensación de que aquello quedaba... digamos que monótono. De algún modo, la sensación de velocidad se iba perdiendo conforme avanzaba la lectura, y el texto se desinflaba progresivamente y quedaba más bien sosote.

            Entonces se me ocurrió algo: Más o menos a mitad de la escena, dejé de escribir corto y empecé a utilizar frases incluso más largas de lo que en mí es usual, y párrafos más abultados, deteniéndome en detalles, sensaciones y descripciones. Luego, volví a  la prosa rápida. De este modo, alterando el tempo del relato, contraponiendo lentitud y velocidad, le daba un respiro al lector y conseguía mantener en él la sensación de vértigo hasta el final del texto.

            ¿Qué había hecho? Pues una cámara lenta, como en las películas de Sam Peckinpah.

            Bueno, basta por hoy. En la próxima entrada seguiré hablando de cine y literatura; y, tranquilos, prometo con una mano sobre el Necronomicón que sólo habrá una entrada más acerca de este tema.