lunes, enero 26

Escepticismo


Ya he hablado aquí en más de una ocasión acerca de las series de TV que me tienen enganchado (House, Medium, Perdidos, Mad Men, Mujeres Desesperadas...), pero siempre me he referido a series de ficción y resulta que hay un programa de no-ficción que me tiene igualmente enganchado. Me refiero a Mythbusters (Cazadores de mitos), una serie del canal Discovery.

El esquema del programa es sencillo: existen un montón de creencias populares que se tienen por ciertas, pero que nunca han sido demostradas. Un grupo de personas (los mythbusters) ponen a prueba esos mitos para averiguar si son verdad o mentira. Los conductores de la serie son dos expertos en efectos especiales cinematográficos: Jamie Hyneman y Adam Savage. Me apresuro a aclarar que “efectos especiales” no son la manipulación de imágenes por ordenador ni la truca tradicional (a eso se le llama “optical effects”), sino todos aquellos efectos que se producen de forma física y real (y controlada, claro) en el rodaje, como la lluvia, la niebla, las explosiones, los disparos, los chorros de sangre, los choques, los incendios etcétera. El escenario del programa es, precisamente, M5 Industries, la empresa de efectos especiales propiedad de Hyneman, y hay otros tres colaboradores: Tory Belleci (especialista en modelismo), Kari Byron (pintora y escultora) y Grant Imahara (experto en animatrónica).

Los mythbusters toman un mito popular (por ejemplo: los elefantes temen a los ratones), lo reproducen y comprueban si es falso o verdadero. Gracias a este programa he averiguado que se puede romper una copa de cristal con la voz, que un tanque de gasolina no explota cuando se le dispara o que nadie puede morir asfixiado por sus propios pedos (sic). En fin, el programa está llevado con mucho sentido del humor, la forma de reproducir los mitos suele ser ingeniosa y los temas resultan de lo más interesante, sobre todo si eres de los que disfrutan –como yo- enterándote de gilipolleces curiosas. Pero, aparte de todo esto, creo que Mythbusters merece reconocimiento porque en el fondo se trata de una eficaz divulgación popular del método científico.

La serie no trata sobre ciencia y ninguno de sus presentadores es científico, pero los sistemas que emplean para poner a prueba los mitos siguen, con cierto rigor, los principios de observación, inducción y experimentación propios del método científico. En resumen, el programa viene a decir: no te creas lo que te cuentan sólo porque te fías de quien lo cuenta, ni porque te suene bien, ni porque te apetezca creértelo: se escéptico y ponlo a prueba.

Precisamente, y enlazando con lo anterior, ahora estoy leyendo Por qué creemos en cosas raras (Alba 2008), de Michael Shermer, fundador de la Skeptics Society y de la revista Skeptic. El libro, que lleva el subtítulo “Pseudociencia, superstición y otras confusiones de nuestro tiempo”, analiza mediante el uso de la razón y el método científico diversas creencias populares, desde los fenómenos paranormales hasta las pseudomedicinas, pasando por toda suerte de rarezas, pero sobre todo se centra en las razones por las que las personas –incluso personas inteligentes- se empeñan en creer auténticas chorradas. La explicación de Shermer es compleja y demasiado larga para exponerla en esta entrada (quizá lo haga en otro momento), pero voy a aventurar una respuesta parcial.

En una ocasión, mientras debatía con una persona creyente en cierta clase de pseudomedicina, le expuse una serie de razones por las que esa creencia suya era irracional y mostré mi extrañeza ante el hecho de que no supiese nada acerca de las cuestiones que le planteaba. Esa persona me contestó diciendo más o menos: “Como comprenderás, no me obsesiono en buscar argumentos en contra de la medicina en que creo”. Se trate de alguien con estudios universitarios, alguien que ha recibido una educación superior a la media, y sin embargo consideraba que su respuesta era, no ya lógica, sino evidente, cuando a mí se me antoja una de las muestras de irracionalidad más grandes que jamás he oído. Esa persona había decidido creer en una pseudomedicina, sin razones objetivas, sin argumentos, y luego se había informado al respecto leyendo sólo los argumentos a favor, pero no los en contra, porque no le interesaba poner a prueba sus creencias, sino sólo confirmarlas.

Es decir, todo se reduce a desear creer en algo, el famoso I want to believe del agente Mulder. Pero, ¿por qué? Creo que la razón estriba en lo más profundo de nuestra naturaleza. Los seres humanos nos caracterizamos por buscar esquemas en lo que nos rodea, por encontrar pautas que ordenen el mundo y nuestro lugar en él. Pero la vida no siempre ofrece pautas reconocibles, así que ¿qué hacemos cuando no encontramos esquemas que nos valgan? Nos los inventamos, porque eso nos tranquiliza.

Pondré un ejemplo. Cuando juego al póker suelo realizar una serie de pequeños ritos que sólo cabe calificar de supersticiosos: ordeno las fichas de determinada manera, miro las cartas de cierta forma... sé que nada de eso servirá para atraer la suerte, pero si no lo hago me siento incómodo. Lo que sucede es que al jugar al póker me zambullo en el mecanismo más aleatorio que existe, pues está regido por el azar, de modo que no hay ninguna pauta. Así pues, yo establezco una serie de pautas irracionales y repetitivas que crean en mi mente una apariencia de orden y me dan seguridad. La necesidad de que el mundo esté ordenado se encuentra en el fondo de todas las creencias irracionales, desde la religión hasta la pseudomedicina, pasando por la superstición, los ovnis o la conspiromanía.

No obstante, aunque en el seno de nuestro cerebro exista un “procesador de pensamiento mágico”, podemos educar nuestra mente para someter las creencias a la criba del pensamiento racional. Es decir, podemos aprender a practicar el escepticismo (que, etimológicamente significa “mirar, observar”). Y para ese proceso de educación y aprendizaje vienen de maravilla programas como Mythbusters o libros como Por qué creemos en cosas raras. Y, para acabar, permitidme reproducir los pensamientos de dos hombres que dedicaron sus vidas a divulgar el método científico y sus logros. Ambas citas aparecen en el libro de Shermer.

Me da la impresión de que lo que hace falta es un equilibrio exquisito entre dos necesidades contrapuestas: un análisis escrupulosamente escéptico de todas las hipótesis que se nos presenten y, al mismo tiempo, una enorme disposición a aceptar ideas nuevas. Si sólo se es escéptico, ninguna idea nueva calará, uno nunca aprende nada nuevo y se convierte en un viejo malhumorado convencido de que la estupidez gobierna el mundo. (Y encontrará, por supuesto, muchos datos que lo avalen.)
Por otra parte, si el pensamiento es virgen hasta la simpleza y no se tiene una pizca de sentido escéptico, no se pueden distinguir las ideas útiles de las inútiles. Si para uno todas las ideas tienen el mismo valor, está perdido, porque entonces, a mi entender, ninguna idea vale nada”.
Carl Sagan
El descrédito de una fe sólo se hace en interés de un modelo de explicación alternativo y no como un mero ejercicio de nihilismo. Ese modelo alternativo es el propio racionalismo, que, vinculado a la honradez moral, se convierte en la herramienta para el bien más potente que nuestro planeta haya conocido”.
Stephen Jay Gould.

Amén.

lunes, enero 19

Adiós, número 6


Vale, vale, ya lo sé; estos últimos días he desatendido Babel, lo siento. Digamos que me he tomado un descansito después de las fiestas, pero ya estoy aquí otra vez, en plena forma y dispuesto a enrollarme con lo primero que se me pase por la cabeza. Desgraciadamente, y como viene siendo usual en los últimos tiempos de este blog, lo que ahora se me pasa por la cabeza es una muerte, la del actor Patrick McGoohan.

Hace unos días, consideraba la posibilidad de escribir una entrada acerca de los iconos culturales que han marcado a mi generación y sin duda uno de esos iconos fue Mr. McGoohan. En primer lugar, porque en los 60 protagonizó la serie de TV Danger Man (1960-1962, 1964-1968), donde interpretaba a John Drake, un espía de la OTAN. La serie tuvo un enorme éxito, igual que su continuación Secret Agent (1965-1966). Gracias al personaje de Drake, McGoohan llegó a ser una de las mayores estrellas de la televisión mundial, pero era un hombre inteligente, culto y con inquietudes, y estaba hasta la coronilla de interpretar a un sucedáneo de James Bond (un sucedáneo que superaba a su modelo en muchos sentidos, por cierto), así que decidió dejar la serie. Con el objetivo de retenerle, los productores le dieron carta blanca para llevar adelante el proyecto que le saliese de las narices y así surgió una de las series más míticas de la TV: El Prisionero.

El Prisionero (1967) fue ideado, impulsado, producido y parcialmente escrito y dirigido por McGoohan. La idea de partida es la siguiente: un agente secreto de quien nunca conocemos el nombre (aunque probablemente sea John Drake) decide presentar su dimisión, pero al regresar a casa es narcotizado con un gas y secuestrado. Cuando recobra el conocimiento, se encuentra en La Villa, un pueblecito costero con apariencia de agradable zona vacacional y un estilizado aire años veinte, que en realidad es una sofisticadísima cárcel donde se encierra a personas que ocultan ciertos secretos para logra su confesión. Allí nadie tiene nombre, sino un número. McGoohan es el número 6 y quien dirige La Villa es el número 2; existe un misterioso número 1 cuya identidad no se revela hasta el último capítulo (o no).

Cada uno de los 17 capítulos que componen la serie sigue el mismo esquema: el número 2 intenta, por diversos medios, que McGoohan confiese los motivos de su dimisión; si no lo consigue, es destituido y se nombra a un nuevo número 2; así que, como el número 6 jamás confiesa, en la serie aparecen 17 números 2 distintos. Por otro lado, McGoohan intenta escapar y/o averiguar quién controla realmente La Villa, quién es el número 1. Todo ello se resuelve (?) en un capítulo final que es un puro festival de psicodelia sesentera.

El prisionero apareció en DVD y tuve el placer de revisitarla hace un par de años. Nostalgia aparte, la serie sigue siendo brillantísima, con argumentos sólidos, diálogos inteligentes y una estimulante mezcla de thriller, antiutopía y ciencia ficción. Por otro lado, zambulléndonos sin complejos en la nostalgia, El prisionero se emparenta en mi memoria con otra serie inglesa de culto, mi serie favorita de todos los tiempos: Los vengadores.

En fin, tras concluir el rodaje de El prisionero, McGoohan abandonó la TV para dedicarse de lleno al cine, donde debutó con Estación polar Cebra (1968). Nunca fue una estrella cinematográfica; creo que jamás le dieron un papel protagonista, pero se convirtió en un magnífico actor de reparto, entre cuyas actuaciones yo destacaría al odioso alcaide de Fuga de Alcatraz (1979) y al no menos odioso Eduardo I de Braveheart (1995).

En cualquier caso, para mi generación Patrick McGoohan siempre será el irónico número 6 de El prisionero, y su lema la frase que aparecía al final de la presentación de cada capítulo: “¡No soy un número, soy un hombre libre!”.

Patrick McGoohan, 19 de marzo de 1928 (Nueva York) – 13 de enero de 2009 (Los Ángeles). Descanse en paz.

Y a ver si deja de morirse la gente, que esto empieza a parecerse a un obituario.


martes, enero 6

Noche de magos

Es tarde, ya de madrugada. Los regalos están puestos al pie del árbol, todos envueltos en papeles de colores. El salón está lleno de globos. Hace años, mis hijos estarían dormidos a estas horas, pero ya son mayores, así que ahí los tengo, en sus habitaciones, colgados de Internet. Ahora, ellos también nos regalan algo. Me encanta esta noche, siempre me ha gustado. Noche de Reyes, noche de magos.

Espero que el canoso, el pelirrojo y el negro os traigan muchos obsequios, sobre todo de esos que no sirven para nada, pero siempre habéis deseado tener.

Y ahora shhhhhh... a dormir.

Feliz noche.