jueves, noviembre 27

El coleccionista de frases 20

Ayer, mi hermano –Big Brother- me envió un listado que circula por la Red con respuestas chuscas a preguntas de exámenes de la ESO y el bachillerato; es decir, algo así como un extracto de la Antología del disparate. En general, eran textos muy divertidos, por absurdos y disparatados; pero la última respuesta –como señalaba BB en su mail- trascendía a la simple chorrada para, probablemente de forma involuntaria, convertirse en una obra maestra de la ironía. A mi modo de ver, se trata de una frase digna de Oscar Wilde, un rasgo de sutil ingenio muy oportuno, por cierto, a raíz de las últimas declaraciones de los gerifaltes eclesiásticos. La pregunta, extraída de un examen de religión, era: ¿Qué es la fe? Y la respuesta del anónimo y genial alumno fue:

“Fe es lo que nos da Dios para poder entender a los curas”.

sábado, noviembre 22

No soy un blogger

Hace unos días, alguien se refirió a mí llamándome “blogger”. Me sentí extraño y lo primero que pensé –casi con violencia- fue: ¡no soy un blogger!, pero acto seguido me di cuenta de que mantengo un blog, éste, y por tanto, técnicamente, sí que soy un blogger. Pero no lo soy, no me siento como tal, no me veo formando parte de ningún movimiento. Aunque, claro, objetivamente lo soy... Podría estar eternamente oscilando entre este ser y no ser, como si deshojara una margarita infinita, porque ambas afirmaciones, aunque opuestas, son ciertas. Soy un blogger porque creé y mantengo La Fraternidad de Babel; pero no lo soy en la medida en que para mí, un blog no es algo en sí mismo, sino una mera extensión de mi necesidad de comunicarme. Me comunico en persona, me comunico a través de mis libros, me comunico con artículos en revistas y, casi por pura inercia, también me comunico en Internet. Pero hay una diferencia: en Internet obtengo un feedback casi instantáneo, la comunicación se produce en ambos sentidos. Ergo: La Fraternidad de Babel no es una tribuna, sino una tertulia. Cierto merodeador de Babel dijo en una ocasión que este blog era para él un lugar tranquilo donde tomar café y charlar mientras fuera llueve. Qué hermosa imagen me pareció ésta; yo también lo siento así.

Por eso no soy un blogger. Un amigo me sugirió que utilizara las diversas herramientas que hay disponibles para controlar el tráfico de visitantes del blog y conocer su número, su procedencia, sus preferencias, etc. Otro me dijo que ordenara las entradas por categorías. Otro más me recomendó que anunciara el blog en mis libros. No hice ni caso, porque una tertulia de café no funciona así, no hay control ni orden, sino pura espontaneidad. Me importa un bledo el número de lectores que tenga Babel; lo que sí me importa es su calidad, y en ese aspecto tengo la fortuna de andar más que sobrado. No quiero promocionar mi blog, no quiero premios ni aparecer como ejemplo de nada, no quiero avalanchas de visitantes; de hecho, creo que si Babel se masificase, lo cerraría. Me gusta así como es, pequeño, privado, casi anónimo, un lugar tranquilo en medio del caos donde los merodeadores podemos encontrarnos y hablar de cualquier cosa al amor de una lumbre, sin alzar la voz, entre taza y taza de café.

No soy un blogger, ni vosotros unos blogueros; somos merodeadores, jinetes solitarios, cazadores furtivos, socios del inexistente y selecto club de los que no pertenecen a ningún club. Y esto no es un blog, sino un punto de encuentro, una tranquila taberna a las afueras de Babilonia, un alto en el camino. Un blog no es nada, sólo un soporte, una pantalla en blanco. Lo único real es lo que entre todos creamos en esa pantalla.

jueves, noviembre 13

Vértigo


La escena tiene algo de cinematográfica: es de noche; la cámara fija, centrada en la puerta, muestra desde dentro la parte superior de la cabina de un cajero automático. Sabemos que hay una mujer tumbada en el suelo, una indigente que duerme, o intenta dormir, resguardándose del frío en ese lugar; lo sabemos, pero no la vemos, porque el encuadre lo impide. Tres chicos, muy jóvenes, abren la puerta y empiezan a tirarle basura a la mendiga; a ella no la vemos, pero a ellos sí. Se ríen, se lo están pasando de puta madre. Los chicos, después de martirizar un poco a la pobre mujer, se van. Corte. Los chicos vuelven; traen con ellos un bidón de líquido inflamable, rocían con él a la indigente y uno de ellos arroja al suelo un cigarrillo encendido. De pronto, un fogonazo y las llamas se elevan interponiéndose entre la cámara y los rostros de los asesinos. Como en las buenas películas de terror, no presenciamos la agonía de la pobre mujer, porque se produce fuera de cuadro. Eso queda para nuestra imaginación.

Dos de los asesinos se llaman Oriol Plana y Ricard Pinilla, y tenían dieciocho años cuando mataron; el tercer asesino tenía diecisiete, era un menor, de modo que su identidad de hijo de puta está protegida por la ley y sólo sabemos que se llama Juan José y que su apellido empieza por M. La mujer se llamaba María del Rosario Endrinal. El crimen se cometió el 16 de diciembre de 2005; faltaba poco para Navidad.

Supongo que todos habéis visto esas imágenes en los telediarios. A mí, igual que a vosotros, se me revuelve el estómago al contemplarlas; pero, si he de ser sincero, no sé qué me impresiona más: el asesinato en sí o el desastre vital que precedió a ese asesinato. Vale, las caras de esos niños bien de clase media alta, esas sonrisas tan similares a las de los torturadores de Funny Games, la película de Haneke, me asquean. Son bestias cobardes que sólo se atreven a dar rienda suelta a su sadismo cebándose en los débiles, torturando a aquellos que no pueden defenderse. Son malas personas, escoria moral, y al mismo tiempo son algo incluso peor: son absolutamente estúpidos. A los dos mayores de edad los han condenado a 17 años de cárcel; lo único que espero es que los demás reclusos de la prisión les enseñen, en sus propias carnes, lo que significa abusar del más débil.

Pero hay algo que se me antoja aún más estremecedor. En los telediarios, tras las imágenes que he descrito antes, aparecieron otras imágenes: un grabación en video casero de María del Rosario cuando tenía unos treinta años y era una persona normal que vivía una vida normal, cuando aún era guapa y todo el mundo la llamaba afectuosamente Charito. Antes de extraviarse en el submundo, Charito trabajaba como secretaria de dirección, estaba casada, tenía un hija, vivía en un piso lujoso, la vida era amable con ella. Hasta que un buen día aparecieron las drogas. Ignoro qué clase de drogas tomaba Charito; que yo sepa, sólo la heroína, el blanco jaco oscuro, puede provocar una caída tan en picado. Pero en el ambiente en que se movía Charito no era frecuente la heroina. Quizá fue la farlopa, quizá comenzó a tejer su vida con un estampado de rayas colombianas. No lo sé y poco importa. A fin de cuentas, puede que las drogas no fueran la enfermedad, sino un síntoma, pero tampoco lo sé. El caso es que Charito se cayó de su torre de cristal y perdió el trabajo, perdió a su marido, perdió a su hija, perdió a sus padres, perdió su hogar, perdió la cordura, lo perdió todo. No quiero ni imaginarme lo terrible que fue ese descenso a los infiernos. Luego, la calle, pedir limosna, dormir en los portales sobre nidos de cartón, cambiar las drogas prohibidas por la droga permitida del alcohol barato, y las violaciones por parte de otros mendigos, los robos, los golpes, el desprecio, la soledad absoluta, hasta que finalmente, tres sádicos descerebrados la quemaron viva una noche de invierno. Por aquel entonces tenía 50 años; éramos más o menos de la misma edad.

Creo que jamás seré una alimaña semejante a los asesinos de Charito. Creo, igualmente, que nunca caeré tan bajo como ella cayó. Pero, ¿estoy seguro? Pensamos que el infierno se encuentra lejos, en remotos lugares que nunca visitaremos, pero es mentira; el infierno está muy cerca, a la vuelta de la esquina, porque, al final, el infierno somos nosotros mismos. Por eso, cuando contemplo la foto de Charito que hay sobre estas líneas, y luego recuerdo las llamas que consumían su cuerpo en el cajero automático, lo que siento, aparte de horror, es un profundo vértigo.

lunes, noviembre 3

Barack Obama

Sería tonto creer que, en Estados Unidos, el Partido Republicano representa a la derecha y el Partido Demócrata a la izquierda; desde nuestra perspectiva europea, ambos partidos son muy de derechas. Lo que pasa es que, sobre todo a partir de Reagan –y con Bush jr. ni te cuento-, los republicanos son la hostia de derechas, acojonantemente de derechas, descacharrantemente de derechas, tan, tan, tan de derechas que a su lado los demócratas parecen una pandilla de filo-comunistas o, ya sin exagerar, de socialdemócratas.

Pero no nos engañemos, si Barack Obama fuese un político español militaría en el PP, aunque, evidentemente, no sería aznarista (sobre todo, porque Aznar es busherista). No obstante, tampoco tiene mucho sentido, ni resulta útil, analizar la política norteamericana desde el punto de vista de la política europea. Europa es un conjunto de países, unos más ricos que otros, pero todos de segunda, tercera o cuarta fila; Estados Unidos, por el contrario, es el Imperio. Y no es lo mismo la política casi tribal de un país cutrecillo como España, que la política del Imperio. No digo que sea mejor ni peor, sólo que es diferente. Por eso, aunque demócratas y republicanos sean una panda de derechosos y meapilas, no da igual que en la Casa Blanca haya un demócrata o un republicano. No, no es lo mismo, y menos ahora. Y si alguien alberga alguna duda al respecto, que se conteste a sí mismo la siguiente pregunta: ¿sería hoy el mundo igual si, en vez de ser atracado electoralmente, Al Gore hubiese sido nombrado presidente en las elecciones de 2000? ¿Daba lo mismo Bush jr. que Gore? Para nada, amigos míos, para nada. Aun aceptando que las diferencias entre un demócrata y un republicano sean sólo de matiz, esos pequeños matices, amplificados por el poder del Imperio, pueden resultar catastróficos. Esa es la principal diferencia entre la política norteamericana y la europea: el tamaño. Algo que, como todas las damas saben, importa.

Y creo que nunca como ahora han sido tan importantes esas diferencia de matiz, tanto para los yanquis como para nosotros. La locura neocon se ha cargado la economía mundial y ha zarandeado el equilibrio de poderes; es necesario un cambio, por mínimo que sea, es necesario que alguien tome las riendas, de confianza y señale un camino a seguir; es necesario expulsar a la extrema derecha del poder, y no (sólo) por razones ideológicas, sino porque esa panda de cavernícolas lo ha hecho como el culo de mal. Barack Obama parece una persona inteligente, culta, civilizada y, sin duda, es un líder carismático. Quizá sea la clase de persona que necesite el mundo ahora. En todo caso, lo seguro es que McCain no lo es, y menos con esa paleta-palin al lado. Hace falta un cambio, y cuanto más grande mejor.

Os confesaré algo: creo que Obama va a ganar, y creo que no lo hará mal del todo. No lo digo basándome en las encuestas, sino en una pequeña teoría: el nombre de las personas influye y puede ser determinante. Voy a poneros un ejemplo: Adolf Hitler. El padre de Hitler, Alois, era hijo natural y llevaba el apellido de su madre: Schicklgruber. Posteriormente, el hermano de su padre lo reconoció, dándole el apellido familiar: Hiedler, de origen checo. Al final, Alois germanizó su apellido trasformándolo en Hitler. Bueno, supongamos que ese cambio de apellidos no se hubiera producido y Adolf Hitler se hubiese llamado Adolf Schicklgruber. ¿Os imagináis a las masas enfervorecidas reunidas frente al Reichstag, con el brazo en alto y gritando al unísono “Heil Schicklgruber!”? De ninguna manera. “Heil Hitler” tiene empaque, pero “Heil Schicklgruber” suena a coña. Más que de invadir Checoslovaquia, te entran ganas de tomarte unas jarras de cerveza y contar chistes de judíos. Sencillamente, un tipo llamado Adolf Schicklgruber puede aspirar, como mucho, a un puesto de funcionario de correos, pero no a dominar el mundo. Así pues, si Alois Schicklgruber no se hubiera empeñado en cambiarse el apellido, nunca se habría producido la Segunda Guerra Mundial y habría unos cuantos millones más de judíos, gitanos, polacos, rusos, etc, en el mundo.

Pero hay más casos. ¿Creéis que un tipo llamado Thor Heyerdahl podría ser, por ejemplo, odontólogo? Ni de coña; alguien con ese nombre está predestinado a construir una balsa con mondadientes y cruzar el Pacífico a bordo de ella sin más herramientas que una navaja suiza ni más alimento que unos cuantos cocos. Y lo mismo puede decirse de Gengis Khan, Napoleón, Alejandro Magno, Karl Marx, Albert Einstein, Vlad Tsepes, Von Richthofen, Vladimir Illich Lenin, Hernán Cortés, Armand-Jean du Plessis, cardenal-duque de Richelieu y tantos otros: personas con tales nombres están predestinadas a hacer grandes cosas; buena o malas, pero en cualquier caso grandes.

Ahora, pronunciad despacio: Ba-rack O-ba-ma... ¿A qué da gusto decirlo, a que tiene ritmillo? El nombre comienza suave, bara, como una sonrisa, y de repente descarga una ck contundente, un puñetazo en la mesa, un trallazo seco y vibrante que invita a agachar la cabeza, para acto seguido serenarse en un obama que suena misterioso y oriental. Reconozcámoslo: “Barack Obama” es un nombre cojonudo, un nombre de puta madre, un nombre que, inevitablemente, impulsará a su portador a realizar grandes proezas. Vamos a hacer un pequeño experimento mental: recordad la música de Indiana Jones, hacedla sonar en vuestras cabezas. ¿Ya está sonando el ta-ra-rara, ta-rará...? Bueno, pues con esa banda musical en mente, pronunciad en voz alta: “BARACK OBAMA”. ¿A que encaja? Alguien con ese nombre podría ser explorador, guerrero, asesino a sueldo, espía (Me llamo Obama, Barack Obama), mad doctor, campeón mundial de los pesos pesados o, sí, presidente de los Estados Unidos de Norteamérica. Pero nunca, nunca jamás, el nombre de ese pobre tipo que perdió las elecciones cuando todo el mundo creía que iba a ganar. No, amigos míos, ese nombre tiene mucho poder, es el nombre de un ganador.

Poneos en la piel de un yanqui cuando mañana vaya a votar y, en la soledad de la cabina, contemple las dos alternativas que se le ofrecen. Por un lado, un abuelete que se llama como una marca de patatas, y por otro un semidiós llamado, nada más y nada menos, que Barack Obama (¡ta-ra-rara, ta-rará!). Joder, es que no hay color, es que aunque seas del Ku Klux Klan se te van los dedos a votar por Obama. Es inevitable; tiene ritmo.

Pero no nos pongamos a tirar cohetes todavía. Hoy, en medio de esta disparatada crisis, se ha abierto la oportunidad de cambiar el mundo, de arreglar muchas cosas que están mal, y Barack Obama tiene la posibilidad de hacerlo. Pero no lo hará; aunque quisiera, no podría, porque no le dejarían. Y si se pusiese muy pesado, si se empeñase mucho, lo único que conseguiría es, siguiendo una vieja tradición de su patria, que le pegaran un tiro. A fin de cuentas, la Segunda Enmienda no recoge en realidad el derecho de los yanquis a poseer armas, sino su derecho a tirotear a los presidentes que alteran demasiado el estatus quo.

Un par de párrafos atrás, he dicho que no hay color; pero sí lo hay: negro, o más bien café con leche. Barack Obama es un negrata, ¿os habíais fijado? Y si, pese a su poderoso nombre, mañana no gana las elecciones, será única y exclusivamente por el color de su piel, porque es un negrata. Ahora bien, si eso sucede, si al final ganan Juan Patata y su mascota Palin, no nos rasguemos las vestiduras deplorando el racismo yanqui y, antes, preguntémonos si en nuestro país un candidato gitano o de origen marroquí podría haber llegado tan lejos.

Por último, un consejo: si eres yanqui, haz lo que te de la gana, pero coño, vota a Obama (¡ta-ra-rara, ta-rará...!)