lunes, mayo 29

Adicciones


 
          Durante una parte de mi vida, digamos que entre los 18 y los 30 años, fui un gran bebedor. De vez en cuando hacía descansos etílicos y me tiraba unos meses sin probar el alcohol, pero en general bebía mucho. Cuando contaba alrededor de treinta años, mi vida sentimental se alborotó demencialmente y me produjo un severo estrés, lo que me llevó a beber más de lo usual. Bebía por la mañana, bebía por la tarde y bebía por la noche. Estaba borracho la mayor parte del tiempo.

          Pasados unos meses, la tormenta amorosa en la que estaba inmerso se calmó y decidí dejar un tiempo la bebida. Pero, para mi sorpresa y consternación, me resultó difícil dejar de beber. Por primera vez en mi vida me causaba desazón estar sobrio. Aquello, estar volviéndome adicto al alcohol, me asustó, me acojonó tanto que no tarde mucho en convertirme en el casi-abstemio que ahora soy.

          Muchos años más tarde, a principios de los 90, yo estaba pasando por otra mala racha emocional; ya no soportaba mi trabajo en publicidad y el estrés me carcomía. Entonces empecé a hacer compras sin sentido; compraba sobre todo libros que no me interesaban y discos que no pensaba oír. En realidad, lo hacía por la satisfacción instantánea que me causa el hecho de comprar, por el chute de dopamina que me narcotizaba durante unos minutos. Me empecé a convertir en un adicto a las compras. Luego, cuando dejé la publicidad y el estrés se desvaneció, se acabaron las compras compulsivas (salvo en lo que respecta a los libros, pero eso es otra historia).

          A lo largo del tiempo, he comprobado que la mayor parte de la gente es adicta a algo, aunque no se dé cuenta. Un amigo mío es adicto al amor; necesita estar enamorado para chutarse dopamina. Otro amigo era adicto al póker (hasta que las deudas lo sepultaron). Un par de conocidos fueron adictos a la heroína. La madre de una amiga era adicta al Optalidón. Otro conocido era cocainómano. Se da el caso incluso de un gran amigo que poseía lo que podría denominarse una “personalidad adictiva”. Era adicto al juego, a la bolsa, a la cocaína, al café con leche (sic), a las chicas jóvenes...

          Desde hace unos años he visto nacer y crecer una nueva adicción: a los teléfonos móviles. O, mejor dicho, a las redes sociales. La gente se pasa horas en las redes y consulta constantemente el móvil (150 veces al día de promedio, según Oracle Marketing Cloud). La verdad es que no lo entendía, hasta que abrí un perfil en Facebook. La cosa es así: cuando escribimos un comentario o colgamos una foto y recibimos un like, experimentamos un breve chute de dopamina; cuantos más likes, más chutes, y si nos comparten, pues eso, chutazo. En realidad, cada vez que consultamos el móvil hacemos lo mismo que un yonqui preparando la jeringuilla. (No lo he dicho, pero supongo que sabéis que la dopamina es el neurotransmisor que activa las áreas de placer del cerebro).

          La cuestión es que yo me preguntaba cómo era posible que tanta gente fuera adicta a tantas y tan variadas formas de droga (cocaína, heroína, alcohol, pero también amor, religión, juego, sexo, móviles...). Al final, llegué a la conclusión de que existía un componente proclive a la adicción en la naturaleza humana. Pero hace poco leí un artículo que cambió mi punto de vista.

          Trataba sobre las investigaciones de Bruce Alexander -un psicólogo de Vancouver- sobre la adicción. La idea que tenemos acerca de ese asunto proviene de unos experimentos realizados a principios del siglo XX. Consistían en lo siguiente: Se cogía una rata de laboratorio, se la metía en una jaula y se le ofrecían dos fuentes de agua: una con agua normal y la otra con agua mezclada con alguna droga (cocaína o heroína). Al cabo de un tiempo, la rata empezaba a beber sólo del agua drogada, cada vez más, hasta que moría de sobredosis. De esto se dedujo que había sustancias tan poderosamente adictivas que, una vez probadas, eran incontrolables.

          Pues bien, Alexander advirtió que había algo erróneo en ese experimento. Se cogía una rata, se la apartaba de sus congéneres y se la encerraba en una pequeña jaula sin ninguna distracción. Eso no era un entorno natural. Así que decidió repetir el experimento, pero con una variante. Construyó una gran jaula a la que llamó Parque de Ratas. Había mucho espacio, muchas ratas, muchos elementos de distracción (bolas, túneles, ruedas...) y la más sabrosa comida para ratas.

          Luego, puso las dos fuentes de agua, una normal y otra drogada, y observó lo que pasaba. ¿Y qué pasó? Pues que al principio las ratas bebían indistintamente de un fuente u otra; pero luego, poco a poco, las ratas dejaron de consumir el agua drogada y pasaron a beber sólo el agua limpia. Y ni una sola rata murió de sobredosis.

          Conclusión: El factor desencadenante de la adicción no era la droga. Era la jaula.

          Por tanto, amigos míos, si algún día descubrimos en nosotros mismos una conducta adictiva, quizá lo primero que deberíamos preguntarnos es en qué clase de jaula estamos encerrados.
 
 

domingo, mayo 21

Cuando la ciencia enloquece...



          Como todos sabéis –lo confesé en una reciente entrada-, mi gran ambición en esta vida es convertirme en un mad doctor y hacer todo tipo de tropelías, como apoderarme de (o destruir) el mundo. De hecho, creo que reúno las condiciones necesarias para ello, salvo por el pequeño detalle de que no estoy doctorado en nada. Tengo el físico adecuado: soy muy grande, con el cráneo rapado, luzco barba de mormón y desprendo un aire avieso. Fallan los ojos, que son azules y deberían ser negros como las tinieblas; pero eso se soluciona con unas lentillas. En cuanto a mi intelecto, me paso la vida imaginando ideas extravagantes, lo que no puede ser más adecuado para la dedicación a la que me refiero. Pero no hablemos de mí, sino de vosotros.

          ¿Os habéis preguntado de dónde sale el arquetipo del científico loco? ¿O qué significa? ¿O en cuántas clases se subdividen los mad doctors? ¿O si ha habido científicos locos en la vida real?  ¿O cuál fue el primero?

          Eso último es sencillo: El primer científico loco de la historia fue Víctor Frankenstein, protagonista de la novela que tiene por título su apellido, de Mary Shelley. No os podéis ni imaginar lo importante y germinal que fue esa novela. De entrada, es la primera novela de ciencia ficción. Además, el primer mad doctor de la historia. Y por último, presenta el primer hombre sintético generado por la ciencia. Si eso no es germinal, que venga Cthulhu y lo vea.

          Por otro lado tenemos las circunstancias que dieron origen a la novela. Mary Shelley y su marido Percy Bysshe Shelley viajan a Suiza, donde habían sido invitados a pasar el verano en la residencia de su amigo Lord Byron, Villa Diodati, junto al lago de Ginebra. Eso ocurrió en 1816, el famoso año sin verano, pues el cielo del planeta se había oscurecido a causa de las cenizas proyectadas por la explosión del volcán Tambora en Indonesia. ¿Os podéis imaginar un escenario más sugestivo y, a la vez, inquietante? En el transcurso de aquel encuentro, Byron les propuso a los Shelley,  y a su médico personal John Polidori, que cada uno escribiera una historia de terror. Sólo dos de ellos, Mary Shelley y Polidori, completaron sus relatos. Y así surgieron dos grandes mitos de la cultura popular: Frankenstein y el vampiro.

          ¿No os gustaría saber más sobre el asunto? ¿No os apetece revolcaros en el fango de la alta cultura friki? ¿No os seduce la idea de paladear el embriagador vino del romanticismo siniestro? ¿No os embelesa la posibilidad de codearos durante unos días con un grupo de personas extravagantes, locas y encantadoras (como, por ejemplo, yo)? Seguro que sí, pues en caso contrario no leeríais este blog.

          Bueno, pues estáis de suerte, porque, del 3 al 7 de julio, en los Cursos de Verano del Escorial,  el gran Ricard Ruiz Garzón va a dirigir el curso LOS ESPEJOS DEL MONSTRUO: 200 AÑOS DE 'FRANKENSTEIN'. En el evento participarán el propio Ricard, Sergi Viciana, Elia Barceló, Luis Alberto de Cuenca, Lisa Tuttle, Ian Watson, Sofía Rhei, Gonzalo Suarez, Fernando Marías, Cristina Macía, Alejo Cuervo, Jesús Palacios y mucha gente interesante más.

          Entre ellos, este vuestro seguro servidor, que el día 3, a las 12:00, dará una conferencia titulada Cuando la ciencia enloquece: la figura del 'mad doctor' en el género fantástico. Y luego, a las 16:00, participará en una mesa redonda titulada El milagro de Mary Shelley, junto a Ricard, Sergi, Luis Alberto y Elia. ¿Os lo vais a perder? No seáis mendrugos; valdrá la pena asistir a ese curso. Además, ¿acaso no sois amantes de la fantasía, la ciencia ficción y el terror? Pues bien, si el curso tiene éxito en un futuro habrás más dedicados a esos géneros de nuestras entretelas. Coño, inscribíos, que más triste es robar que pedir...

          Echadle un vistazo al programa del curso pinchando AQUÍ
 
 

lunes, mayo 1

Adiós, cariño


         
 

          Hoy estoy triste, muy triste. Fuera, más allá de la ventana, la mañana era soleada en Madrid; pero dentro, en mi interior, llovía mansamente y hacía frío. Mi corazón no está aquí, sino a 624 kilómetros de distancia, en Barcelona.

          Se llamaba María Luisa Lafuente; era la ahijada de mi padre, José Mallorquí y, a su vez, era mi madrina –y su marido, José María Gispert, mi padrino-. También era una de las mujeres más buenas, sensibles e inteligentes que he conocido. Murió esta madrugada. Hoy, a media mañana, me ha telefoneado mi padrino para decírmelo. Llevo horas llorando.

          Lo más terrible de todo es que ésta es la segunda vez que muere, porque hace años contrajo la terrible, la injusta, la abominable  enfermedad del olvido, y su mente comenzó a disolverse como una voluta de humo en medio de un vendaval. La última vez que hablé con ella por teléfono, hace ya muchos años, estoy seguro de que no me reconoció. Simuló que sí, pero no, no sabía quién era yo. Lo noté, entre otras cosas, porque no me saludó como siempre lo hacía, no me dijo: Hola, cariño.

          Más tarde, poco a poco, dejó de conocer, dejó de hablar, dejó de estar.  Una vez fui a Barcelona y comí con mi padrino y sus hijas. Después, me invitaron a subir a la casa familiar para ver a María Luisa, pero rehusé. No podía soportar verla así. Más tarde, de regreso a Madrid, me di de bofetadas y me llamé a mí mismo cobarde y gilipollas, que es lo que era (y supongo que soy). La siguiente vez que estuve en Barcelona, fui a verla. Ella ya no estaba allí, era un fantasma, un eco. Y que precisamente María Luisa, una mujer tan sensible, culta e inteligente, tuviera aquel destino, me pareció tan injusto que derramé lágrimas en las que se mezclaban la desolación y la rabia. A veces me gustaría creer en dios para poder odiarlo.

          Sin embargo, la siguiente vez que visité a María Luisa presencié algo que me desconcertó.  Mi madrina, ajena a todo, movía una mano como si siguiera los compases de una melodía. Era como si en el interior de lo que quedaba de su mente hubiera una orquesta tocando sólo para ella. Esta mañana mi padrino me ha dicho que María Luisa ha muerto dulcemente, “como una vela que se extingue”. Quiero creerlo así, quiero creer que mi querida madrina ha muerto sin dolor ni angustia, con una sinfonía en la cabeza.

          Hoy lo he recordado: cada vez que María Luisa me telefoneaba su saludo inicial era un dulce “hola cariño”. Y luego hablábamos mucho rato. Ella siempre me animó a escribir. Me decía: “Tú serás escritor”, incluso cuando yo trabajaba en publicidad y ni se me pasaba por la cabeza dedicarme a la literatura. “Tú serás escritor”... Al final tuvo razón; me conocía mejor que yo mismo.

          Esta madrugada ha muerto María Luisa Lafuente, mi madrina, mi amiga, mi segunda madre. Los que no la conocisteis no os podéis hacer una idea de lo maravillosa que era. Pensad en algo muy hermoso, extraordinariamente bello; pues así era ella, por dentro y por fuera. Ahora se ha ido, y el mundo es un poquito menos luminoso, pero deja muchas cosas buenas tras de sí. Está su marido, José María, mi padrino, un hombre excelente, y están sus tres maravillosos hijos, Emma, Mireia y Oriol, y un puñado de nietos y biznietos. Y su recuerdo.

          Ya es por la tarde, y llevo un rato evocando algo que sucedió hace mucho tiempo, cuando yo tenía quince o dieciséis años. Es una tontería, pero no sé por qué me parece importante. La primera vez que probé la pizza fue en Barcelona. María Luisa me invitó. Creo que es bonito recordar la primera vez que hiciste algo y con quién estabas. Una tontería, ya os lo he dicho…

          Supongo que la vida es una constante despedida, y que el tiempo acaba quitándote todo lo que amas. En fin... Gracias María Luisa, querida madrina, por todo lo bueno que me diste, incluyendo la pizza. Nunca te olvidaré.

          Adiós, cariño...