martes, marzo 30

Sobre la cultura y otros lujos

Este fin de semana (en realidad de jueves a domingo), Pepa y yo hemos estado en Viena, celebrando nuestro vigésimo séptimo aniversario de boda. Ha sido un bonito viaje –sobre todo por la compañía-, aunque debo reconocer que Viena me ha decepcionado un poco. Entendedme, es una ciudad muy bonita y agradable, llena de monumentos magníficos, pero... no sé, esperaba algo más romántico, más decadente quizá, y lo que he encontrado es una ciudad moderna más impersonal de lo que imaginaba. Supongo que las expectativas eran demasiado altas y eso ha contribuido a la relativa decepción que he sentido. Aún así, el viaje ha sido provechoso y satisfactorio, por supuesto.

Pero no es de eso de lo que quiero hablar. Como bueno turistones, fuimos a visitar el Hofburg, es decir, el conjunto arquitectónico donde está el antiguo Palacio Real, la Biblioteca Nacional, la Escuela de Equitación, varios museos y, también, el actual despacho del presidente de Austria. La zona destinada a los aposentos imperiales y el Tesoro está especialmente orientada hacia los tiempos de Francisco José e Isabel de Baviera, más conocida como Sisí. El caso es que, como no podía ser de otra forma, nos quedamos asombrados por todo ese lujo, anonadados por aquella sobredosis de arte y cultura que nos rodeaba por todas partes. Anonadados, fascinados, pero también cabreados, porque ¿cuánto costaba toda ese “arte y cultura” que nos rodeaba? Ingentes cantidades de dinero, millones destinados a satisfacer únicamente a una clase privilegiada. Una injusticia, vamos.

Es cierto que esa clase privilegiada se fue a hacer puñetas y que ahora su abrumador patrimonio pertenece al Estado; es decir, a todos los austriacos y, en cierto modo, a todo aquel que, como hicimos Pepa y yo, abone la entrada para visitar el palacio. Un cartel allí situado decía más o menos: “Ya no tenemos emperador, pero tenemos sus joyas”. El caso es que todo aquello me hizo pensar en el coste de la cultura. Pero, antes de seguir, veamos lo que dice el diccionario acerca de la palabra “cultura”.

1. f. cultivo.
2. f. Conjunto de conocimientos que permite a alguien desarrollar su juicio crítico.
3. f. Conjunto de modos de vida y costumbres, conocimientos y grado de desarrollo artístico, científico, industrial, en una época, grupo social, etc.
4. f. ant. Culto religioso.

Centrándonos en la tercera definición, está claro que la cultura es fundamental para nuestra supervivencia como especie. Los humanos no sólo les legamos los genes a nuestros descendientes: también les trasmitimos una cultura que les permitirá competir con ventaja frente a otros seres vivos. Es la transmisión cultural –unida a la superior inteligencia- lo que nos sitúa en la cúspide de la pirámide trófica (si es que no ocupan ese lugar las cucarachas o las ratas), convirtiéndonos en los poderosos depredadores hijos de puta que somos.

Ahora vamos a reducir el campo de la cultura, limitándolo al “desarrollo artístico”. En este sentido de la palabra, la cultura no sólo no es vital para nuestra supervivencia, sino que es un lujo. Voy a poner un ejemplo muy ilustrativo extraido de mi reciente viaje austriaco. Mientras visitábamos las platerías imperiales, la audioguía nos informó de que, hasta mediados del XIX, hubo en palacio una maravillosa vajilla de oro y otra de plata, ambas con más de cien servicios, pero ya no existen, pues fueron fundidas para fabricar monedas con las que sufragar no sé qué guerra. Es decir, dos magníficos trabajos de orfebrería, dos obras maestras, fueron sacrificados para servir a una causa mayor que la del arte: la supervivencia. Comer en vajilla de oro es un lujo; ganar la guerra una necesidad.

El arte no surgió en la historia humana hasta que la revolución neolítica permitió crear excedentes. Alto, diréis, ¿y qué pasa con las pinturas rupestres del paleolítico, algunas tan excelentes como los bisontes de Altamira o los caballos de Lascaux? Pues, sencillamente, pasa que son arte para nosotros, pero no para los hombres que las realizaron. Esas pinturas no se ejecutaron para que las vieran todo el mundo; al contrario, fueron confeccionadas en el interior de profundas cuevas, en lugares sagrados y restringidos donde sólo podían ser contempladas por algunos iniciados. El valor de esas pinturas no era estético, sino mágico y/o religioso. Probablemente, los pintores paleolíticos eran chamanes (o algo parecido) cuyo función resultaba básica para cohesionar y vertebrar al grupo. No eran un lujo, sino una necesidad.

Los humanos pre-neolíticos se dedicaban a la caza y la recolección. Al no poder crear excedentes alimenticios, todos los miembros del grupo ocupaban la totalidad de su tiempo en asegurarse la supervivencia diaria y apenas existía forma alguna de especialización. Todos hacían de todo durante todo el tiempo. Y nadie tenía tiempo para hacer cosas superfluas. Luego llegó el neolítico, la humanidad se volvió sedentaria, comenzaron a crearse excedentes, surgieron las primeras civilizaciones y, con ellas, el trabajo comenzó a especializarse. Y, como sobraba comida, algunos trabajadores se dedicaron a hacer cosas superfluas (no necesarias para la supervivencia), como por ejemplo “arte”. Pero ese arte no era para todo el mundo, ni mucho menos; estaba destinado al disfrute de las clases dirigentes y religiosas. Porque el arte era caro.

Y así fue durante muchísimos siglos. Los libros eran costosísimos (un monje tardaba más o menos un año en copiar la Biblia, y mucho más si añadía ilustraciones), igual que los músicos, los pintores, los poetas, los orfebres, los escultores y, en fin, todos aquellos artesanos cuyos servicios sólo podían ser costeados por los más opulentos. El arte era o religioso o aristocrático. Punto.

Luego apareció la imprenta y los costes de la cultura escrita bajaron considerablemente, aunque los libros aún eran productos caros que seguían estando al alcance de unos pocos. Además, para acceder a la cultura hace falta una educación previa, y hasta hace no mucho la mayor parte de la población era analfabeta. Creo que la única forma de arte que estaba al alcance del pueblo llano era el teatro; pero, claro, entonces al teatro no se le consideraba cultura. Con el surgimiento de la burguesía, el público consumidor de arte se incrementa, pero siempre dentro de los límites de las clases altas. La cultura se abarata, pero sigue siendo cara. Y llega la revolución industrial, y con ella la posibilidad de reproducir mecánicamente ciertos productos culturales. Paralelamente, el nivel de vida aumenta (al menos en occidente) y la educación se extiende a todas las capas sociales, contribuyendo todo ello a una reducción de los costes de la cultura. Reducción, no anulación.

Todo esto viene a cuento (si es que viene a cuento), porque mientras visitaba el Hofburg recordaba a aquellos que deambulan por los pixelados pasillos de Internet exigiendo una cultura libre, democrática y gratuita. ¿Libre y democrática? Jamás la cultura ha sido tan libre y democrática como ahora. Se editan miles de libros a precios asequibles; y si el precio no te parece asequible, ahí tienes las bibliotecas públicas. Puedes gozar de una orquesta sinfónica en tu casa con sólo comprarte un CD, o colgar la reproducción de cualquier cuadro en tu salón (antes, las reproducciones eran casi tan caras como los originales), o comprar arte original a precios más o menos módicos, o disfrutar de funciones teatrales y cinematográficas en tu propio hogar... La cultura está hoy al alcance de cualquiera, pues al utilizar los sistemas de producción industrial, y al incrementarse enormemente el número de consumidores de arte, los costes se han abaratado. Pero sigue habiendo costes.

Cultura libre y democrática, por supuesto que sí. Pero, ¿gratuita? No, amigos míos, la cultura, en el sentido que estamos empleando, es un lujo, y los lujos deben pagarse. Ya, pero ¿y si no se pagan? Entonces gran parte de la cultura tal y como ahora la conocemos y concebimos desaparecerá. ¿Que a lo mejor luego viene otra cosa, otro sistema, otros medios de articulación cultural? Puede ser, pero hasta el momento nadie ha sabido decirme qué en concreto.

jueves, marzo 11

¡Vigilad el cielo!

Una de las maravillas de la literatura es que permite vivir situaciones que, de otro modo, te estarían vedadas. Vivir amores más grandes que la vida misma, visitar escenarios remotos e inaccesibles, correr aventuras trepidantes, investigar misterios, introducirte en la mente humana... en fin, cualquier cosa que se nos ocurra. Pues bien, una de las maravillas de la literatura de ciencia ficción (cf, por acortar) es que te permite vivir situaciones en principio plausibles, pero por el momento ajenas a nuestra realidad. Viajar a las estrellas, conectarte mentalmente a un ordenador, desplazarte en el tiempo, relacionarte con robots y un largo etcétera de temas.

Ahora bien, ¿cuál sería el gran tema, si es que existe un gran tema, de la cf? Supongo que habrá diversas opiniones al respecto; la mía es muy concreta: el gran tema de la cf es “el otro”. Y, en concreto, la máxima forma de otredad que podamos concebir: el alienígena.

Vamos a ver, a mí no me sorprendería que hubiese otros seres inteligentes en el universo; lo que me sorprendería es que no los hubiese. Creo que, dada la extrema vastedad del universo, y aunque no tengamos la menor prueba, es lógico pensar que la vida se ha desarrollado en otros planetas. También es lógico pensar que esas vidas alienígenas estarán sujetas a la evolución darwiniana y, por tanto, parece razonable que la evolución haya conducido a la inteligencia, como ocurrió en la Tierra. Pero, claro, esas inteligencias extraterrestres pueden estar a miles de años luz de nosotros; son, hoy por hoy, absolutamente inalcanzables. Salvo que vengan a visitarnos, claro.

La cf aborda el tema del alienígena de diversas maneras. La más “pura”, por así decirlo, son los relatos de “primer contacto”; es decir, el primer encuentro entre humanos y extraterrestres. Ahí tenemos novelas clásicas tan conocidas como “Cita con Rama” y “El fin de la infancia”, de Clarke. O “Contacto”, de Carl Sagan, que se adentra en una variante del género: los mensajes extraterrestres. Otra forma de tratar al alienígena es convertirlo en monstruo, como ocurre en “Destructor negro”, de Van Vogt, novela que “sirvió de inspiración”, o fue directamente plagiada, para “Alien, el octavo pasajero”. Luego están las historias de ovnis, y los relatos de “diplomacia alienígena”, y las épicas narraciones de guerras estelares, y, en fin, un montón de variantes.

Me gustaría aclarar algo: quizá el reto más complejo que puede afrontar un escritor es intentar dar forma a una psicología alienígena. De hecho, es tan difícil que, como viejo lector de cf que soy, creo que nadie lo ha conseguido, ningún escritor ha logrado diseñar mentalidades alienígenas convincentes al cien por cien. Con una excepción: Cordwainer Smith. Pero, en realidad, sus personajes no son alienígenas, sino seres humanos de un futuro muy, pero que muy distante. Aún así, la mente de esos personajes resulta tan extraña y exótica como la del alien más raro que podamos imaginar. Creo que es la forma más radical de otredad que he encontrado en la literatura, sea del género que sea.

Otra cosa: La cf puede utilizar el tema del extraterrestre como mero divertimento, lo cual no es malo; pero también puede convertirlo en una metáfora acerca de diversos asuntos, en particular sobre la xenofobia. Ahí está, por ejemplo, esa excelente película que es “Distrito 9”, donde el contacto con alienígenas no es más que una explícita reflexión sobre el apartheid. Por otro lado, la mera existencia del extraterrestre, del “otro”, exige una auto definición por nuestra parte. Lo alienígenas son eso, lo que sea. Vale; entonces, ¿qué somos nosotros? Por eso digo que la “inteligencia extraterrestre” es el gran tema de la cf: porque escribir sobre él implica, si se hace seriamente, reflexionar sobre la naturaleza de nuestra especie. No puede existir el “otro” si no tenemos muy claro lo que significa ser “nosotros”. Estoy seguro de que, si tuviéramos alguna prueba de la existencia de una civilización extraterrestre, nos cuestionaríamos seriamente nuestro lugar en el universo. Y nos llenaríamos de temor, por cierto.

Y puede que no sin razón, porque me he dejado para el final otra gran variante de la cuestión alienígena: las invasiones extraterrestres. Vale, lo reconozco, me lo paso pipa con una buena historia de aliens cabrones empeñados en quedarse con la Tierra y follarse a nuestras hermanas. Y me gustan desde la primera que leí, que fue la primera que se escribió: “La guerra de los mundos”, de H. G. Wells. Esta magnífica novela, por cierto, no es sólo un apasionante relato de aliens josdeputa, sino una crítica al colonialismo occidental tan en boga por aquella época. Propone además una visión realista sobre el asunto, pues los humanos no pueden hacer nada contra la tecnología marciana y al final son los gérmenes lo que inclina la balanza de nuestro lado.

La novela de Wells ofrece una visión bélica de las invasiones extraterrestres que ha servido de modelo a numerosos relatos posteriores, pero en 1955 apareció otra novela que ofrecía un modelo distinto de invasión: la infiltración silenciosa. Me refiero a “La invasión de los ladrones de cuerpos”, de Jack Finney, aunque su fama proviene más de la película que Don Siegel rodó al año siguiente (posteriormente se realizaron otras tres versiones cinematográficas; la última, dirigida por Oliver Hirschbiegel, es espantosa). El argumento trata sobre unos aliens que adoptan nuestra apariencia y nos sustituyen sin que (casi) nadie se de cuenta. Aquí la metáfora habla sobre la pérdida de la identidad; unos la han visto como un crítica al macarthismo y otros como una crítica al comunismo, aunque probablemente sólo era un divertimento.

Otra variante, muy curiosa, del “modelo infiltración” es “Los cuclillos de Midwich”, de John Wyndham, una de mis invasiones extraterrestres favoritas. Los cuclillos ponen sus huevos en nidos de otras especies de pájaros para que sean estos quienes los empollen y críen. La historia de la novela es la siguiente: un buen día, el tranquilo pueblo inglés de Midwich se ve rodeado durante 24 horas por un campo de fuerza infranqueable y todos sus habitantes pierden el sentido. El fenómeno desaparece y, al cabo de un tiempo, todas las mujeres del pueblo descubren que están embarazadas. Nueve meses después, nacen unos niños de ojos dorados y poderes extraordinarios que parecen humanos, pero no lo son. En realidad son las crías de cuclillos extraterrestres.

Y es que los aliens pueden invadirnos de muchas formas distintas. Cliford D. Simak imaginó en su novela “Caminaban como hombres” a unos extraterrestres que nos invadían dedicándose a comprar, en secreto, todos los terrenos y edificios de la Tierra, cargándose así la economía y dejándonos, literalmente, sin espacio para vivir. El mismo escritor imaginó una invasión pacífica, incluso pastoril, en su novela “All Flesh Is Grass”, donde los extraterrestres llegan a la Tierra en forma de semillas cósmicas, pues son flores. Y no puedo olvidarme de “Marciano vete a casa”, de Fredric Brown, cuyo argumento se centra en una invasión extraterrestre de pequeños hombrecillos verdes, inmateriales y sumamente tocapelotas. Se trata de una sátira, por supuesto.

En fin, hay tantas novelas sobre alienígenas belicosos que ni se me pasa por la cabeza intentar ser exhaustivo. Recuerdo “La lucha contra las pirámides” (Wolfbane), de Frederik Pohl, o “La fragua de Dios”, de Greg Bear, o “Campo de batalla: la Tierra”, de L. Ron Hubbard, el padre de la Cienciología, una novela malísima que John Travolta llevó al cine con resultados ridículos. Es digna de mención “Bajo la piel”, de Michel Faber, una historia en la que los extraterrestres nos invaden porque les encanta el sabor de nuestra carne; y también “El corcel”, de Carol Emshwiller, donde nos convertimos en monturas de unos aliens invasores. Aunque, a decir verdad, esas dos últimas obras son más fábulas que ciencia ficción. La última novela de invasiones clásicas que recuerdo haber leído es “Ruido de pasos”, de Larry Niven y Jerry Pournelle, un relato muy, pero que muy mediocre (no me gustan esos dos autores; ni juntos ni por separado).

La mayor parte de las historias de invasiones alienígenas (aunque no todas) concluyen con el triunfo de la humanidad, lo cual no es nada realista. El ejemplo más próximo que tenemos de la invasión de otro planeta es la conquista de América por los europeos, y ya sabemos cómo acabaron los indígenas americanos. Una ley de la historia reza que cuando dos civilizaciones chocan, la que posee inferior tecnología se va a hacer gárgaras con tachuelas. Pues bien, si una especie extraterrestre dotada de una tecnología capaz de alcanzar las estrellas decidiera invadirnos, jodidos estaríamos. Y eso queda claro en la novela de invasiones alienígenas más realista que he leído: “Los genocidas”, de Thomas M. Disch. En esta historia, los aliens llegaron, se cargaron a la humanidad como quien acaba con una plaga de hormigas, y cubrieron nuestro planeta con sus cultivos extraterrestres. Los escasos humanos que quedaron sobreviven entre las plantaciones llevando una infraexistencia y de vez en cuando son fumigados. Eso sí que es ponernos en nuestro lugar en el universo: los extraterrestres son tan superiores a nosotros, que para ellos sólo somos insignificantes animales a los que no hay que prestar más atención que la necesaria para eliminarnos.

Supongo que os preguntaréis a qué viene este rollo. La verdad es que yo también me lo pregunto... porque lo único que quería es recomendaros, más o menos, una novela que acaba de reeditarse. Se trata de “Amos de títeres” (La factoría de ideas, 2010), la primera novela que publicó Robert Heinlein (en 1951). Mejor dicho, la primera novela para adultos, pues antes había publicado cuatro juveniles (en España se publicó por primera vez con el título "Titán invade la Tierra"). Se trata, claro, de una invasión extraterrestre, en su variante “infiltración silenciosa”. Los aliens, una especie de babosas bastante repugnantes, llegan a la Tierra en secreto y se dedican a controlar cuerpos humanos mediante el procedimiento de subirse a la chepa de las personas e introducirles unos zarcillos en el cerebro. Cómo vemos, se trata de una variante sobre “La invasión de los ladrones de cuerpos” (o al revés, porque la novela de Finney es posterior). Y, teniendo en cuenta la ideología de Heinlein, estoy seguro de que la alegoría anticomunista no es casual.

Puede que “Amos de títeres” no sea una buena novela, pero sin duda es una novela francamente divertida. Heinlein era un excelente narrador y, por aquella época, aún no tenía agudizados sus peores defectos (aunque el ramalazo “halcón” no se lo quita nadie), y el relato respira el entrañable aroma paranoico de las mejores series B del cine de los 50. En realidad, eso es “Amos de títeres”: una buena, entrañable y divertida serie B.

Por cierto, en 1994 Stuart Orme llevó esta novela al cine teniendo como protagonista a un Donald Sutherland en horas bajas. La película, que en España se llamó “Alguien mueve los hilos” (y que se estrenó directamente en video), desaprovecha por completo el material literario del que parte y está rodada con telefílmica desgana y muy escasa imaginación. Aunque, bien pensado, Orme tiene su mérito, pues ya es difícil convertir una novela muy divertida en una película aburridísima.

En cualquier caso, si os gustan las historias de alienígenas encabronados decididos a convertirse en okupas de nuestro planeta, os lo pasaréis muy bien leyendo “Amos de títeres”. ¿Una lectura intranscendente? Por supuesto, ¿y qué?

martes, marzo 2

No, nunca, jamás.

Aunque el año de mi nacimiento, 1953, se empeñe en afirmar que soy un carroza, suelo decirme a mí mismo que nací en la Era Atómica y me crié en la Era Espacial. También me recuerdo que pertenezco a una de las primeras generaciones de lo que podríamos llamar el “cambio constante”; es decir, soy una persona acostumbrada desde siempre a que la sociedad y la tecnología se transformen a un ritmo endiablado, lo cual ha impedido que la ola de Toffler me arrastre y me sumerja en el océano de la parálisis y la incomprensión. Vamos, que estoy habituado al cambio.

Por ejemplo, aprendí a manejar un teclado al tacto -sin mirar y con todos los dedos- cuando tenía trece años (mi padre me obligó y, aunque en su momento me pareció una putada, ahora se lo agradezco). Aprendí con una viejísima Underwood –la misma donde se escribió El Coyote, por cierto- y luego mi padre me regaló un moderna Olivetti mecánica. Durante mucho tiempo escribí siempre a máquina, hasta que un día probé un procesador de textos. Al instante comprendí que aquello era la mejor herramienta para escribir que se había fabricado jamás y desde entonces no volví a utilizar una máquina de escribir. Y en parte me jodió, no os creáis, porque me encantaban las máquinas de escribir y, si queréis que sea sincero, todavía echo de menos el sonido de los tipos percutiendo contra el papel. Pero las ventajas del Word (aunque mi primer procesador fue un WordPerfect) son tantas que no tuve la menor duda a la hora de cambiar.

Y de igual modo cambié del video al DVD (algo no muy difícil, pues visionariamente había escogido el formato betamax), y alegremente salté de los vinilos a las casetes, y de las casetes a los CD’s, y de los CD’s al MP3. He pasado de la fotografía analógica a la digital, me he adaptado a los ordenadores, y a Internet (la prueba, sin ir más lejos, es este blog), y a las consolas, y a toda suerte de gadgets... En fin, que he procurado no quedarme atrás en el progreso tecnológico. Hasta ahora. Porque, amigos míos, ya tenemos en el mercado un avance tecnológico que me niego a aceptar: el libro electrónico.

Y mira que resuelve problemas ese artefacto del demonio. De entrada, puedes comprar los textos a un precio considerablemente más barato. Además, se pueden almacenar tropecientos títulos en su memoria, evitando así las librerías atestadas. Puedes también aumentar a tu antojo el tamaño de la letra, y elegir la tipografía, y comprar los textos inmediatamente a través de Internet, y además pesa poco, y se evita la tala de bosques para papel. Seguro que hay decenas de ventajas más; habría que ser tonto para no adoptar ese sistema de lectura.

Vale, pues soy tonto. Porque resulta que me gustan los libros. No, no me refiero a su contenido, sino al objeto en sí, a esas cosas con cubiertas, goma e hilo, tinta y páginas de papel. Me gusta su forma, su tacto, su olor, el sonido de las hojas al pasarlas, y no les doy lametazos de milagro. Adoro ir a las librerías y hurgar por los estantes; me gusta hojear los libros, y me gusta llevármelos a casa sintiendo su peso en una bolsa, y me chifla amontonarlos en una pila junto a mi mesilla de noche, como promesas corpóreas, no como fantasmas digitales. Me gusta ir a casa de las personas y echarle un vistazo a sus libros, porque eso dice mucho sobre la gente. Me apasionan las librerías de viejo (¿cómo envejece un libro electrónico?), y las ferias de libros, y las grandes bibliotecas, y los mercadillos. Me gustan hasta los puntos de lectura. Y me gusta guardar de vez en cuando pequeñas cosas entre las página de los libros ya leídos –entradas de cine, folletos, notas, fotografías...-, algo así como cápsulas de tiempo que quizá me sorprendan (y me llenen de nostalgia) si algún día vuelvo a encontrarlas. Y me gusta tropezar con esos mismo detalles en los viejos libros que compro en las librerías de viejo, igual que me gustan los libros dedicados (por mí, o para mí, o por otros para otros). Y me gusta los recuerdos asociados a ciertos libros que nos gustaron mucho; textos que, con el tiempo, olvidamos y tergiversamos, pero que como libros, como objetos, permanecen inmutables, transmitiéndonos las sensaciones de su primera lectura con sólo tocarlos. Toda mi vida, desde que tengo memoria, he amado a los libros. No voy a pasar de ellos ahora.

Vaya, releo lo que he escrito y me siento tan fuera de onda, tan equivocado, tan anclado en el pasado, como el archivero que rechaza los libros porque está acostumbrado a los rollos de pergamino, o el copista que mira con desdén a la imprenta, diciéndose a sí mismo que la impresión mecánica jamás podrá desbancar a la calidez de la letra humana. Por fin Toffler lo ha conseguido: su ola de cambio constante me ha arrastrado de lleno al parque jurásico de los dinosaurios tecnológicos.

Y, ¿sabéis lo peor de todo? Me importa un bledo. Adoro los libros, esos ladrillos de papel que al final no hacen más que ocupar espacio y acumular polvo, y no me sale de las narices prescindir de ellos. Así que no, no me compraré un libro electrónico, nunca lo tendré, jamás.

Palabra de triceratops.