martes, octubre 30

Viejos mitos


Los merodeadores más veteranos ya sabéis lo mucho que me gusta Halloween. No lo celebro, ni me disfrazo, ni hago nada especial, pero me gusta que exista. Básicamente, porque le encanta a los niños, y porque va de monstruos y de terror, y porque es la única fiesta abiertamente pagana que se celebra en todas partes.

¿Sabíais que “pagano” viene del latín pagus, que significa “aldea”? Halloween (contracción de All Hallows' Eve, Víspera de Todos los Santos en inglés antiguo) tiene un origen campesino: proviene de la festividad celta de Samhain, el fin del verano y de la cosecha. En Samhain, el mundo de los vivos y el de los muertos se comunicaban. y, al caer la noche, espíritus malévolos acechaban a los mortales para devorarlos. Por eso, para calmar el hambre de tan terribles espectros, se dejaba un plato de comida fuera de casa. Y por eso ahora, en Halloween, los niños se disfrazan de monstruos y van de casa en casa pidiendo comida/chucherías.

Los antropólogos dicen que en la mayor parte de Europa hubo dos grandes tsunamis históricos que borraron casi todo rastro de las culturas anteriores: el Imperio Romano y el cristianismo. Ahora bien, los procesos de romanización y cristianización fueron mucho más rápidos y efectivos en las ciudades que en el campo. En las zonas rurales siguieron practicándose los viejos ritos, a veces mezclados con los nuevos, durante muchísimo tiempo. Por ejemplo, en el siglo XIV hubo un edicto papal contra los que veneraban a las piedras (a los megalitos). Es decir, que mil años después de instaurarse el cristianismo, aún había gente en el campo que practicaba ritos neolíticos. De hecho, siguieron practicándose, de una forma u otra, hasta bien entrado el siglo XX. Por eso “pagano” y “aldeano” eran casi sinónimos.

Durante el último siglo, nuevos tsunamis se extendieron por Europa (y el mundo en general) arrasando lo que quedaba de la cultura campesina: la radio, la televisión y ahora Internet. Los efectos homogenizadores de los medios de comunicación de masas, unidos a la escolarización masiva y la migración a las ciudades, han sido letales para el mundo rural.

Cuando yo era adolescente, allá por los 60, había un conocido musicólogo y cantante especializado en el folclore rural: Joaquín Díaz (de hecho, sigue en activo). Díaz iba de pueblo en pueblo, pidiéndole a los ancianos que le cantaran viejas canciones tradicionales para grabarlas y conservarlas. Recuerdo que ya entonces, Díaz comentaba que ese patrimonio de música popular estaba en peligro de extinción, que con cada anciano que fallecía se perdía una parte de la memoria tradicional. Pero eso viene de mucho más lejos. A finales del siglo XIX, Yeats escribió El crepúsculo celta, donde registraba tradiciones, mitos y leyendas de la Irlanda rural. Lo hizo porque ese mundo se estaba perdiendo y quería conservarlo, aunque sólo fuese como recuerdo.

La revolución industrial inició el masivo éxodo del campo a las ciudades; las zonas rurales se despoblaron y empobrecieron. Por señalar una frontera, podríamos decir que la Segunda Guerra Mundial marcó el final de un mundo y el nacimiento de otro distinto. Fue una brecha, una cicatriz en la historia, un cambio sin precedentes. Aunque no instantáneo, claro. Cuando yo era niño aún había en España zonas que conservaban más o menos intacta la cultura rural, pero eran comunidades al borde de la extinción que, de hecho, ya no existen.

Y no es que me parezca mal, por supuesto. El antiguo mundo rural estaba dominado por la incultura y la superstición, con unas condiciones de vida durísimas y una extrema pobreza. Superar todo eso fue un avance, no un retroceso. Pero no en todos los sentidos; perdimos algo e intentamos sustituirlo por otra cosa que no ha funcionado.

Las sociedades rurales estaban muy cohesionadas; la gente sentía un intensa pertenencia a la tierra y establecía fuertes lazos con su comunidad. En ese sentido había cierta sensación de seguridad y protección. Aunque estaban las calamidades externas, claro; las malas cosechas, los desastres naturales, los accidentes, las guerras y las enfermedades. El mundo, más allá de la aldea, era oscuro e inquietante. Para enfrentarse a eso, el antiguo campesino desarrolló a lo largo de los milenios una mitología que le servía para enfrentarse a lo desconocido, para explicarlo y, supuestamente, para controlarlo hasta cierto punto (por ejemplo, los esconjuraderos de los que hablé hace poco).

Era una mitología falsa, como todas las mitologías, pero proporcionaba seguridad. Te decía cuál era tu papel en el mundo, por qué ocurrían las cosas, y lo que tenías que hacer y no hacer. Ese conjunto de mitos y tradiciones, vinculados a la comunidad mediante ritos y fiestas, era como una manta que te arropaba y protegía frente a lo desconocido y, en última instancia, te consolaba de las desgracias.

Eso lo perdimos, junto con la inocencia, cuando dejamos atrás la cultura rural. Rompimos los lazos con la tierra y nos pusimos al servicio de las empresas que nos daban empleo. Al sumergirnos en la muchedumbre de las ciudades, los vínculos con la comunidad se difuminaron hasta desaparecer. Ni siquiera conocemos a nuestros vecinos. Sin comunidad no hay compromiso de mutua ayuda, así que establecimos un pacto con el Estado: nosotros cumplimos con nuestras obligaciones y, a cambio, el poder, un poder ciego e impersonal, nos protege.

Dejamos de creer en las hadas, las brujas y los demonios, así que inventamos nuevas mitologías. Mitologías políticas, mitologías capitalistas, mitologías sociales, mitologías de progreso y justicia, mitologías de los mass media, mitologías de la democracia y la libertad. Todo eso nos ayudaba a entender el mundo y a saber cuál era nuestro papel en él. Nos proporcionaba seguridad y cobijo. Nos consolaba en la desgracia.

Pero de pronto, eso falla. Tu pacto con el poder se quiebra y los mitos que has construido se derrumban uno tras otro. ¿Con quién puedes contar? ¿Con tus amigos de Facebook? ¿Con las hadas? Y entonces descubres que lo único que has hecho es cambiar una mentira por otra mentira, que no hay nada a lo que agarrarte, ni comunidad, ni compromiso, ni justicia, ni futuro.

Nuestra única certeza es que estamos solos y perdidos.

En el folclore tradicional (los cuentos de hadas, por ejemplo), el bosque simboliza lo desconocido, lo salvaje, la oscuridad donde habitan las entidades sobrenaturales y los lobos. El bosque es lo contrario de la aldea. Pues bien, ahora estamos en el bosque, de noche, y si cerramos los ojos seguro que podemos oír a los lobos.

Vale, ¿a qué viene este mal rollo? Pues a que se acerca Halloween, la fiesta del terror. Así que... temblemos.

Feliz Halloween, amigos; feliz Samhain.



miércoles, octubre 24

Big-Brother.com


Uno de los grandes mitos de Internet es el “todo gratis”, la patológica reluctancia de los internautas (menuda palabreja estúpida) a pagar por casi cualquier producto o servicio que pueda obtenerse en la Red. Y digo “casi”, porque todos los usuarios abonan religiosamente su cuota a las compañías telefónicas, que tienen en su mano la contundente potestad de desconectar al moroso, algo que hasta los más reacios a aflojar la mosca entienden perfectamente. Más allá de eso, gran parte de los usuarios consideran que Internet es una especie de cornucopia de la abundancia, una paraíso anárquico donde cualquiera puede hacer o tomar lo que le venga en gana sin soltar un céntimo. Es como comprar un coche y presuponer que la gasolina, el aceite y el líquido de frenos saldrán gratis de por vida.


¿Y por qué no? A fin de cuentas, es lo que hay. No cuesta nada hacerse un perfil en Facebook o Twiter, igual que es gratis colgar un blog o diseñar una página web. Si nos paramos a pensarlo, los servicios gratuitos que funcionan en la Red son aquellos cuyos contenidos están generados por los propios usuarios. O bien aquellos que distribuyen por el morro productos que no son suyos, pero eso es otra historia.

Hay otro mito derivado del “todo gratis”: Al no haber intereses económicos en juego, los mensajes y contenidos que se propagan por los medios sociales son siempre sinceros y honrados, de persona a persona. Debo reconocer que cuando me encuentro con los angélicos entusiastas de la purísima Arcadia Digital siento una mezcla de piedad e indignación. ¿De verdad se creen eso? Probablemente sí, porque lo de informarse, profundizar y reflexionar no es una costumbre muy extendida. Así que la Red es la auténtica democracia, ¿eh?; un territorio hecho por y para los usuarios, un universo totalmente ajeno a los intereses y manejos del vil Mercado, ¿verdad?

¡Ja!

Repito por triplicado: ¡Ja, ja, ja! Que es como decir: Ay que me descojono. Salvo por el hecho de que no tiene ni pizca de gracia. Dicen que el mayor poder del Diablo es conseguir que las personas no crean en su existencia. Pues lo mismo pasa con la Red: que muchos piensan que allí no pueden entrar los demonios. Y así, con toda facilidad, llegan los demonios y les poseen.

Veréis, hace tiempo descubrí una cosa extraña: cuando entraba en ciertas páginas web, siempre aparecía publicidad de la Casa del Libro en la que, invariablemente, se anunciaban mis propias novelas. ¿Sorprendente? No, en absoluto; era publicidad específicamente diseñada para mí.

Ahora quien os habla es el ex-publicitario. En la publicidad clásica, es fundamental conocer y definir al grupo de consumidores a quienes va dirigido el producto que se va a anunciar. Se lo denomina target group; o, traducido al cristiano: “grupo objetivo”, aunque sería mejor la versión literal: grupo-diana. Para que me entendáis, los anuncios no van dirigidos a todo el mundo, sino a aquellos consumidores que, por una u otra razón, son mejores candidatos a adquirir el producto en cuestión. Por ejemplo, el target group de un Porsche será: hombres de clase muy alta, de entre 30 y 45 años, residentes en ciudades, con formación universitaria y que trabajan en puestos directivos o por cuenta propia. Esto me lo acabo de inventar, pero no creo que el target de Porsche ande muy lejos de lo que acabo de exponer.

Como podéis ver, se trata de una definición del grupo muy general. Se podría pormenorizar un poco más, pero no demasiado, porque la base de esta clase de análisis es estadística. Vamos a ver: ¿Por qué hombres? ¿Es que ninguna mujer se va a comprar un Porsche? Claro que sí, pero estadísticamente los que compran coches deportivos son varones, y a la vieja publicidad no le compensa tener en cuenta al escaso porcentaje de mujeres que también están dispuestas a hacerlo. Todo en la publicidad clásica se rige por la estadística y la ley de los grandes números.

En cualquier caso, está claro que cuanto mejor conozcas y mejor definas a tu grupo objetivo, más eficaz será tu publicidad. Y no te digo nada si consigues hacer publicidad para personas en concreto en vez de publicidad para grandes grupos. Publicidad a la carta, por así decirlo: publicidad dirigida, no a hombres de clase media, jóvenes, urbanitas, etc., sino publicidad para Pepe Pérez o para María López. Hasta hace muy poco, eso era imposible. Pero ahora, gracias a la bendita Arcadia Digital, ya se puede hacer. Y se hace.

Voy a deciros algo que no tiene nada de mito: Todo cuanto hacéis en Internet, las páginas que visitáis, los artículos que compráis, los temas que os interesan, las búsquedas, los datos que aportáis en las redes sociales, todo, absolutamente todo, es registrado, procesado y, eventualmente, comercializado. No existe el secreto en la Red, no existe la intimidad. Y quien ignore esto, es presa fácil del marketing. Por ejemplo, actualmente se han desarrollado, entre otras, unas técnicas llamadas Data mining, Microtargeting y Buzz monitoring. ¿No las conocéis? Pues ellas sí que os conocen a vosotros.

Data mining significa “minería de datos”. Básicamente consiste en buscar –mediante sistemas informáticos del tipo “redes neuronales”- patrones en grandes y aparentemente caóticos conjuntos de datos (por ejemplo, los obtenidos en Internet). Esto, aplicado al marketing, permite descubrir tendencias y, también, trazar perfiles de los consumidores relacionados con esas tendencias.

El Microtargeting se utiliza mucho en propaganda política, pero cada vez se emplea más en el mundo comercial. Se trata de un sistema con base estadística que (copio literalmente) “permite una segmentación avanzada del mercado a nivel individual, respondiendo a las preguntas básicas del marketing: ¿Qué personas quieren lo que ofrezco? ¿Dónde las encuentro? ¿Cómo las convenzo?”. La palabra clave es “individual”. Ya no se trata, como antes, de estudiar y convencer de lo que sea a grandes y más bien nebulosos grupos humanos; ahora, gracias al Paraíso Digital, es posible estudiar, definir y manipular a grupos minúsculos de la población, y llegar a ellos con mensajes individualizados.

El Buzz monitoring consiste en “detectar, rastrear y establecer el seguimiento de las conversaciones que se llevan a cabo en la Red respecto a un tema relevante. La técnica se basa en robots que rastrean blogs, foros y el resto de formas que toma la Web social con el fin de medir las tendencias y los rumores que corren por Internet respecto aquello que interese analizar”.

Conviene señalar que todos estos procesos se ejecutan mediante sistemas informáticos, con el sensible ahorro de tiempo, esfuerzo y dinero que eso supone. Antes, para conseguir algo semejante (si es que podía conseguirse), hubiera hecho falta el trabajo conjunto de miles de personas, lo que lo hacía inviable económicamente. Pero ahora con unos cuantos ordenadores, un par de técnicos y los programas adecuados, ahí lo tienes, barato y rápido. El kit del perfecto Gran Hermano.

¿Me he puesto coñazo con todo este rollo? Vale, pues voy a intentar sintetizarlo. Lo que pretendo decirte es que ahora los malos, los que quieren manipularte, se enteran de todo lo que haces y eres a través de tu vida en Internet. Además, descubren en ti patrones de comportamiento que ni tú mismo conoces, y los utilizan para dirigirse a ti con mensajes diseñados específicamente para ti, expuestos de la forma más adecuada para tu personalidad, con el inquebrantable propósito de comerte el coco.

Y llegados a este punto, un mensaje del patrocinador de este blog: Si eres de los que se creen inmunes a la publicidad y el marketing, te sugiero que hagas lo siguiente: 1. Deja de leer esta entrada. 2. Fabrícate una capa roja. 3. Ponte la capa y unos calzoncillos por encima del pantalón. 4. Abre una ventana y arrójate al vacío. Porque, quién sabe, a lo mejor también resulta que lo único que puede dañarte es la kriptonita. (Estoy siendo sarcástico; que nadie intente hacer lo que acabo de decir, salvo que viva en un bajo).

Y es que, veréis, ya no estamos hablando de anuncios que tú sabes que son anuncios, porque tienen pinta de anuncios y están en espacios destinados a los anuncios. Cuando tienes la certeza de que algo es publicidad, puedes defenderte, puedes alzar barreras y escudos. Pero ¿qué pasa cuando no sabes que se trata de publicidad, porque esa publicidad parece otra cosa? ¿Cómo defenderte de algo que ni siquiera sabes que está ahí?

Pongamos un ejemplo básico: una simple búsqueda con Google. Como sabéis, ese buscador prioriza las respuestas según una serie de algoritmos para que aparezcan en primer lugar las páginas más relevantes. Esa fue en gran medida la razón de su éxito. Por otra parte, el 90% de los usuarios no pasa de la primera página, concentrándose sobre todo en los tres primeros resultados. De ello se deduce la tremenda importancia de estar bien situado en las búsquedas. Pues bien, ningún problema para el marketing, porque existen diversas estrategias, como SEO y SEM, para forzar primeras posiciones en las búsquedas, aunque las páginas carezcan de interés. ¿Te fías de Google? No deberías.

¿Y qué me dices de los debates en chats, foros y redes sociales? No hay nada más puro y honesto, ¿verdad? Personas hablando libremente entre sí, sin intereses ni manipulaciones. Salvo que en esos libérrimos intercambios de ideas intervenga algún Community Manager pagado por alguna organización (empresas, partidos políticos, instituciones religiosas, etc.) para que manipule y dirija esas charlas con fines que no tienen nada de puros y honestos. Pero, ¿es muy común esa práctica? Os daré un dato: este año de crisis y paro, la profesión más demandada es la de Community Manager.

Y luego están los blogers con miles de seguidores. Como no cobran, sus comentarios y opiniones deben de ser, lógicamente, honestos y sinceros. A menos, por supuesto, que al bloger le hayan pagado por defender (o atacar) determinadas marcas o ideas. O puede que en su popular blog haya un link que lleve a cierta web o a un video de Youtube, un link que está ahí porque alguien ha soltado la pasta para que esté ahí, no por libre elección del bloguero (cuya libertad se ha limitado a extender la mano y coger los 300 euracos que le han soltado por poner ese enlace).

¿Y los Influencers? Se trata de gente con muchos seguidores en Internet. Pueden ser blogers, o famosos (deportistas, actores, periodistas...) que se mueven por las redes sociales, gente con gran capacidad de influencia sobre sus seguidores. La empresas tienen estrategias para fidelizarlos (o directamente comprarlos) con el objetivo de que hablen bien de sus productos.

También tenemos esas webs temáticas donde la gente, los usuarios, opinan sobre ciertos servicios, como hoteles o restaurantes. Opiniones honestas y sinceras de las que uno se puede fiar, ¿no es cierto? Aunque puede ser que alguien contrate los servicios de una empresa de marketing digital para que llene esas webs de opiniones adversas hacia algún rival. Ha ocurrido y sigue ocurriendo.

Internet es una maravilla en muchos sentidos, pero no el paraíso digital que algunos proclaman. En realidad, se trata de una prolongación de la vida, y en la vida coexiste lo bueno con lo malo (aunque en mayor proporción lo segundo que lo primero). El marketing digital ha experimentado un crecimiento increíble. Pero, atención, aún está en la edad de piedra, por así decirlo. Dentro de diez años, las técnicas que acabo de comentar serán pura arqueología, porque los procesos se habrán sofisticado hasta un punto que no podemos ni imaginar.

Y conviene recordar que hay algo especialmente perverso en el marketing digital: se oculta, se disfraza, no muestra lo que es. Y eso multiplica su eficacia. Además, en comparación con la publicidad clásica, resulta relativamente barato. Es la democratización del Gran Hermano.

Facebook, Google, Twiter o Linkedin no cobran por sus servicios. Por tanto, no se les puede exigir nada. Pero sus dueños no son almas de la caridad, no son buenos samaritanos que desean colmaros de favores sin pedir nada a cambio. Sus dueños, sus accionistas, quieren pasta, rentabilizar el invento. Y la conseguirán de cualquier manera; por ejemplo, vendiendo al mejor postor los cuantiosos datos que poseen sobre vosotros, o controlando y sesgando los mensajes que corren por la Red.

Internet no es democrático, no es el paraíso de los usuarios; lo parece, pero es un espejismo que conduce al engaño. El “gratis total” suena muy bonito; tan bonito como cuando se te aparece el Diablo y te ofrece el oro y el moro a cambio de algo tan nimio como tu alma. En realidad es lo mismo, sólo que en Internet los demonios parecen ángeles.







lunes, octubre 15

El gran juego


Siempre me han gustado los juegos de tablero; en particular el ajedrez, el backgammon y el reversi. Respecto al ajedrez, mi relación con él es similar a mi amor por Halle Berry o Rachel Weisz: una pasión imposible. Soy malísimo jugando al juego de los reyes; doy tanta penita que me avergüenza jugar en línea, por las carcajadas que voy a provocar en mis contrincantes. Me gusta ese juego, pero no es para mí (o, mejor dicho, yo no soy para él). Como decía creo que Unamuno: el ajedrez es poco como ciencia y demasiado como juego. Too much para mí, en cualquier caso.

En cuanto al backgammon, me gusta y no juego del todo mal, pero siempre me ha molestado un poco lo mucho que interviene la suerte en su desarrollo. Es un juego mitad de azar y mitad de estrategia; divertido, pero “impuro” en el sentido de que muchas veces todo depende más de una tirada de dados que del talento de los jugadores.

Y luego está el reversi, también llamado othello. Quizá no lo conozcáis, porque es un juego bastante minoritario, así que os explicaré de qué va. Se juega en un tablero de 64 casillas, todas iguales. En la ilustración de arriba podéis ver el tablero en su posición de salida, antes de hacer la primera jugada. Las fichas son blancas por una cara y negras por la otra. Cada jugador escoge un color y, por turnos, van colocando una ficha en el tablero. Al mover, te “comes” todas las fichas del contrario que haya entre la ficha que acabas de poner y cualquier otra tuya que ya estuviera sobre el tablero, en horizontal, vertical y diagonal. “Comer” significa darle la vuelta a las fichas de tu contrario que hayas capturado para que pasen a ser de tu color. Para mover siempre hay que comer; si no, se pasa el turno. Gana quien al final de la partida tenga más fichas. Eso es todo, no hay más reglas.

Parece sencillo, pero es realmente complejo; no tanto como el ajedrez o el go, aunque mucho en cualquier caso. Aprendí a jugar al reversi hará cosa de tres décadas, cuando alguien me regaló un tablero, y desde hace unos quince años lo practico en Internet con frecuencia. Soy un jugador mediocre; mi ranking está a medio camino entre los mejores y los peores. No obstante, me vanaglorio de haberle ganado una partida (sólo una) a Mario Madrona, tres veces campeón de España.

El reversi es un juego en gran medida anti-intuitivo, porque cuando haces lo que parece más lógico, en realidad estás haciendo lo más inadecuado. Por ejemplo: como gana el que al final tenga más fichas, los malos jugadores se ponen como locos a comer fichas del rival desde el principio. Justo lo contrario que deberían hacer, porque la estrategia ganadora consiste en tener muchas menos fichas que el contrario durante la mayor parte de la partida (cuantas menos fichas tengas, menos movimientos posibles tendrá el otro), pero eso sí, colocadas en los sitios adecuados. Hay otras cuestiones, como los stoners, los quiet moves, la paridad o los laterales desequilibrados, que también se les escapan a los malos jugadores.

Pues bien, cuando juego en línea con un mal jugador siento cierta sádica sensación de superioridad al verle cometer error tras error, sobre todo porque él piensa que lo está haciendo de puta madre. Al final, en cuatro movimientos le destrozo y el pobre tipo se queda con un palmo de narices, porque estaba convencido de que me iba a machacar él a mí. En esos casos, sé que sé cosas sobre el juego que el otro jugador ni imagina.

Pero lo malo de ser un mediocre es que, como dice el refrán, donde las dan las toman. Porque cuando juego contra un jugador mejor que yo, uno realmente bueno, ocurre lo mismo que decía antes, pero al revés. El tío me gana una y otra vez, y yo no tengo la más remota idea de cómo lo consigue. Está claro que él sabe cosas sobre el juego que yo ni imagino. Lo que sí me imagino es a ese cabrón mirándome por encima del hombro con burlona condescendencia. Y se me llevan los demonios.

Bueno, sólo es un juego, claro; algo sin importancia. Sin embargo, el otro día me di cuenta de que el reversi puede ser una metáfora sobre algo mucho más grande. Porque, a fin de cuentas, ¿no es la vida un juego, un juego en el que se gana o se pierde? Y si aceptamos eso, ¿no os parece que hay jugadores que saben cosas sobre el juego (sobre la vida) que nosotros ni imaginamos? Yo sí.

Creo que hay gente, no mucha, que entiende a la perfección las reglas y la estrategia de la vida, y que eso les proporciona una enorme ventaja y una gran capacidad de control. Las personas normales, como yo (si es que soy normal), conocemos una parte de esas reglas, pero no todas, y eso nos convierte en jugadores mediocres del juego de la vida.

Aunque, en realidad, no se trata solo de saber, sino también de aceptar y valer. Gran parte de la estrategia ganadora es depredadora (comer fichas, comer personas), enormemente cruel, y yo, como tantos otros, estoy “lastrado” por una conciencia y una ética que me impiden jugar con libertad. Por otro lado, aunque soy capaz de percibir y comprender algunas estrategias ganadoras, también sé que soy incapaz de ponerlas en práctica, porque mis características personales no son las adecuadas. No valgo para ello.

Hay, por supuesto, ciertas peculiaridades. A diferencia de los juegos de tablero, en la vida no todos los jugadores parten en igualdad de condiciones; algunos lo hacen con muchísima ventaja y otros con terrible desventaja. Además, en el juego de la vida los jugadores ganadores pueden modificar las reglas a su favor (basta con mirar a nuestro alrededor para comprobarlo). Por último, quizá el juego de la vida se parezca más al backgammon que al reversi o al ajedrez, porque el factor suerte es fundamental.

En cualquier caso, estoy convencido de que hay jugadores del juego de la vida que juegan mucho mejor que yo, porque saben cosas que no sé, porque lo ven todo más claro. Y no puedo evitar que se me lleven los demonios al imaginar la displicencia con que deben de mirarme, conscientes del mediocre imbécil que soy.

Aunque, no sé, ahora que lo pienso me da la sensación de que a lo que realmente se parece la vida es a un casino. Básicamente, porque la banca siempre gana.



jueves, octubre 4

Juana de Arco no.


Después de tanto tiempo, ya no sé qué he escrito en este blog. Entre mi mala memoria y que Babel cumplirá pronto siete años, temo empezar a repetirme como esos abueletes que te contaban veinte veces el sitio de Belchite. Por cierto, ya deben de quedar muy pocos abuelos que hayan pasado la Guerra Civil. ¿Qué batallitas contarán ahora los nuevos abuelos? Cuando me llegue el turno, me enrollaré con la dictadura y la heróica lucha contra Franco, ya lo tengo todo preparado. Me relamo pensando en los coñazos que voy a dar. Pero me estoy yendo por las ramas. Decía que no sé si os he contado ya cierta anécdota; aunque en el fondo da igual, porque os la voy a contar de todas formas. Su protagonista fue Buster Keaton. Como sé que hay merodeadores muy jóvenes rondando por aquí, aclararé que Buster Keaton fue un actor cómico del cine mudo (en España se le conocía por Pamplinas). Era un genio, tanto como Charles Chaplin. Aunque sean en blanco y negro y mudas, ved sus películas; sobre todo El maquinista de la General.

Bien; ¿sabéis cuáles fueron las últimas palabras de Keaton antes de morir?: “Juana de Arco no”.

Resulta que Keaton, ya muy mayor, estaba moribundo en la cama, rodeado por un grupo de familiares y amigos. De pronto, exhaló un suspiro y se quedó absolutamente inmóvil. “Creo que ha muerto”, dijo alguien. Y otro sugirió: “Tocadle los pies; dicen que la gente, cuando va a morir, tiene los pies fríos”. Entonces Keaton, que seguía vivo, dijo con un hilo de voz: “Juana de Arco no”.

¿No os parece genial? Creo que es el mejor epitafio que he oído en mi vida. Si hubieseis estado allí, en ese momento tan dramático, ¿qué habríais hecho, reír o llorar? Es fantástico que alguien te ponga en esa tesitura, ¿verdad? Hay que ser muy grande para convertir el momento de la propia muerte en un gag. Pero para eso precisamente existe el humor: para conjurar el horror.

Hace poco, mi amigo Samael me remitió una frase de Winston Churchill que yo no conocía: “La imaginación consuela a los hombres de lo que no pueden ser. El humor los consuela de lo que son”.

Al final, en última instancia, cuando todo ha fallado, eso es lo que nos queda: la risa. Aunque no haya motivos; o, mejor dicho, precisamente porque no hay motivos.

Vivimos en un mundo que es para troncharse.