viernes, diciembre 28

Babel, Babelia y yo


La verdad es que los tres mundos laborales por los que ha discurrido mi vida –periodismo, publicidad y literatura- son proclives a los egos hinchados. He conocido a muchos periodistas que se consideraban a sí mismos los únicos y verdaderos guardianes de la Verdad, observadores privilegiados de los mecanismos ocultos del universo. Ellos eran los informados, y los demás una panda de ovejitas ignorantes. Luego, si escarbabas un poco, descubrías que su “conocimiento secreto” no era más que un montón de cotilleos de dudosa procedencia y escasa entidad, o meros rumores jamás confirmados.

El caso de los publicitarios es aún más lamentable, sobre todo en lo que respecta a los creativos. Veréis, los creativos publicitarios son (eran, más bien) profesionales extraordinariamente bien pagados. Cuando yo trabajaba en publicidad, mi sueldo era muy superior a los salarios de mis clientes, incluyendo a la mayor parte de los directores generales. En los 80, los creativos ganábamos una pasta gansa. Además, trabajábamos en un entorno técnicamente muy sofisticado, íntimamente relacionado con lo audiovisual y las últimas tecnologías. Era un trabajo cosmopolita en el que se disponía de todos los medios imaginables. Además, era un trabajo con gran exposición pública. Así pues, el endiosamiento de muchos creativos resultaba de lo más grotesco. Se comportaban como artistas caprichosos, como si fueran Picasso, Kubrick o Borges, cuando lo único que hacían (hacíamos) era vender detergentes.

En cuanto a los escritores... ay, mamma mía, he conocido algunos que parecían estar un par de metros por encima de la divinidad. Y me refiero tanto a escritores consagrados como a plumas primerizas que, por haber publicado un par de relatos en algún blog o fanzine ya se creen mejores, más listos y más sensibles que los demás.

No pretendo decir que todos los periodistas, publicitarios y escritores son así, ni mucho menos. De hecho, creo que sólo una minoría sucumbe al lado oscuro (la vanidad); pero es una minoría tan ridícula y tocapelotas...

El caso es que, consciente de todo eso, llevo mucho tiempo luchando con mi ego para mantenerlo controlado, porque creo que una de las mayores debilidades del ser humano es la vanidad. Así que periódicamente me digo: No eres un artista, César, sino un puto artesano, y tu trabajo tiene tanto mérito o demérito como el de un ebanista, un herrero o un alfarero. Me pongo en mi lugar y así procuro no convertirme en un gilipollas vanidoso.

Pero, amigos míos, ocasionalmente hay que darle un poco de gustito al ego. De vez en cuando, un terrón de azúcar y unas palmaditas en los lomos vienen bien para mantener el ánimo alto. Y ésta, me temo, es una de esas ocasiones.

Como sabéis, Babelia, el suplemento cultural de El País, elige por estas fechas los mejores libros publicados durante el año, según los distintos géneros. Hasta ahora, no había incluido la literatura infantil y juvenil, pero este año sí. Y resulta que un comité de 30 expertos ha escogido La isla de Bowen como la mejor novela juvenil publicada en 2012, tanto en lo que se refiere a autores extranjeros como autóctonos.

Estoy que me salgo de gustito. Tengo el ego que ya no le cabe ningún traje, de gordo que está. Así que permitidme un instante de vanidad:

¡Coño, pero qué bueno soy!

Ya está, se cerró el grifo del autobombo.

No obstante, estoy muy satisfecho de La isla de Bowen, así que no os libraréis de que un día os cuente mi Teoría de la Novela de Aventuras. Pero no hoy.

La lista de los libros del año aparecerá en Babelia, pero ya se ha publicado un anticipo en Papeles Perdidos, el blog del suplemento. Si queréis, podéis echarle un vistazo pinchando AQUÍ.

Y ya está, creo que ésta será la última entrada del año. Así que amigos míos, queridos merodeadores de las exóticas tierras de Babel, os deseo a todos lo mejor para el año que viene. Y para los cien siguientes, también.

Un abrazo y feliz año nuevo.

lunes, diciembre 24

Un relato navideño: Supernavidad


Aquí estoy otra vez, un año más, sentado en mi despacho durante la mañana de la Nochebuena, escribiendo el prefacio para la única tradición de Babel, nuestro entrañable cuento de Navidad, mi regalo para vosotros los merodeadores.

Me gusta sentir este instante. Estoy solo, pero oigo a mi familia deambulando por la casa. Acabo de tomarme un café con leche. La mañana es soleada, así que la luz entra a raudales por la ventana que está a mi espalda, activando mi “generador de arcos iris” (si queréis saber lo que es eso, tendréis que leer la introducción al cuento del año pasado). Decenas de pequeños arcos iris giran a mi alrededor. Me siento como un mago.

Puede que éste sea el momento en que más cerca estoy de vosotros, aunque no os conozca personalmente. Porque os hago un regalo. Un regalo de verdad, ¿eh?, no una puñetera metáfora. Escribo el cuento únicamente para vosotros; y no un cuento cortito, sino de veintitantas páginas. Sea bueno o malo, está trabajado. Pero no nos engañemos, el placer de un regalo es tanto para quien lo recibe como para quien lo ofrece, y a mí me encanta regalaros estos cuentos de Navidad.

El de este año se llama Supernavidad y está dedicado a todos vosotros, pero muy en particular a los que han perdido su trabajo, y a los que no pueden encontrar su primer empleo, y a los que se han quedado sin hogar, y a los que apenas tienen dinero para sobrevivir, y a los que les han arrebatado sus derechos... En definitiva, este cuento está dedicado a todos los que de un modo u otro sufren lo peor de esta crisis de mierda. Aunque sea una mentira, quizá al leerlo os sintáis un poquito reconfortados.

Queridos amigos, os deseo a todos feliz Navidad, feliz Solsticio.

Un abrazo grande, grande, grande.

Supernavidad
By César Mallorquí

Las grandes historias, y ésta lo es, suelen tener muchos comienzos distintos. Podríamos empezar, por ejemplo, relatando lo que ocurrió la noche del 25 de diciembre, cuando los cielos de la Tierra se llenaron de OVNIS. En el sentido literal de la palabra: Objetos Voladores No Identificados. ¿Una invasión extraterrestre? No, ni mucho menos; cuando finalmente los objetos fueron identificados, su naturaleza resultó infinitamente más extraña y perturbadora que cualquier flota de platillos volantes.

El caso es que miles de inexplicables objetos surcaron los cielos del planeta aquella noche. Uno de ellos sobrevoló Madrid hacia el oeste, en dirección al Palacio de la Moncloa. Dos cazas del ejército intentaron abatirlo, pero el objeto los hizo explotar en el aire mediante un rojizo rayo letal. Luego, deceleró y se posó suavemente en los jardines de la residencia del presidente. Al instante, docenas de agentes de seguridad lo rodearon apuntándole con sus armas.

Un hombre voluminoso, con barba y pelo largo, bajó lentamente del vehículo. En una mano llevaba una ametralladora Mk 48 y en la otra un saco; a su derecha había un extraño animal y a su izquierda un ser inverosímil. Los agentes amartillaron los percutores y le conminaron a que tirara su arma y se pusiera de rodillas. Ignorando la orden, el hombre esbozó una sonrisa torcida, escupió sobre la hierba y dijo:

—Venga, alegradme la noche...
 
Si queréis seguir leyendo, pinchad AQUÍ.


viernes, diciembre 21

Aguinaldo


Pensaba escribir esta entrada antes, a principios de semana, para separarla un poco del único rito anual de Babel, el cuento de Navidad. También había barajado algunos temas; por ejemplo, cuando busqué unos datos para el cuento, descubrí (o redescubrí, porque ya lo sabía) algo interesante: en la distintas tradiciones europeas existe la figura de un ser sobrenatural que en Navidad lleva regalos a los niños que se han portado bien. Los más populares son Papá Noel, los Reyes Magos y el Niño Jesús, pero hay otros, como La Befana, El Tomte, Ded Moroz, los Yule Lads o el Olentzero.

Lo que no todo el mundo sabe es que muchos de esos bondadosos regaladores tenían un compañero que era todo lo contrario: un ser maligno que castigaba a los niños que habían sido malos. Por ejemplo, junto a Santa Claus viajaba un demonio llamado Krampus, que secuestraba a los niños malos metiéndolos en una cesta. Y hay otros, como el Belsnickel, el Père Fouettard (“Padre Látigo”, ahí es nada), el Knecht Ruprecht o el Jólaköttur (un monstruoso gato gigantesco que se come a los niños islandeses malos). Incluso el Olentzero vasco (un carbonero grande, bruto y desarrapado) era al principio un tipo que odiaba a los niños, pero en el siglo XX se le transformó en todo lo contrario.

Y ésa es la cuestión. En el siglo XX se eliminaron de la tradición a todos los personajes que castigaban a los niños (convengamos que lo del carbón de los Reyes Magos es muy poca cosa al lado de un demonio, un gato monstruoso o un sádico azotador). ¿Supone eso un cambio de sensibilidad? Pues sí, claro; aunque también significa más cosas. Pero como ése no es el tema, lo dejaremos para otro momento.

También había considerado la posibilidad de hablar de los cuentos. Yo escribo muy pocos relatos breves, porque las novelas me ocupan todo el tiempo y porque en este país los cuentos apenas tienen salida, pero me encantan los cuentos; si pudiese, me dedicaría sobre todo al relato breve. En fin, el caso es que a los españoles no les gustan los cuentos, vaya usted a saber por qué. Me parece que de esto ya hemos hablado en Babel, así que no le daré más vueltas.

El caso es que hace no mucho se reeditó mi relato de ciencia ficción El rebaño en la antología Prospectivas (Salto de Página, 2012). Quizá sea mi cuento más conocido (desde luego es el que más se ha reeditado), y al parecer está considerado un pequeño clásico de la cf española. Por otro lado, hace aún menos apareció mi relato Cuento de verano en Bleak House Inn (Fábulas de Albión, 2012), la antología dedicada a Dickens que ha coordinado Care Santos. Pero de esto también hemos hablado. Por último, comencé hace poco a corregir el original de El círculo de Jericó (mi primer libro “profesional” y mi primera y única antología) para la reedición que va a hacer Alberto Santos.

A lo que vamos: de repente, me vi rodeado de cuentos míos por todas partes (hay que sumar el cuento de navidad de este año). Entonces se me ocurrió reunir los cuentos que he escrito desde que publiqué El círculo de Jericó. Y lo hice: una selección de quince relatos (catorce cuentos y una novela corta). Entonces, ¿por qué no hacer una antología con ellos? Podría escribir un prólogo y un breve comentario a cada cuento... Vale, y luego ¿qué? En España las antologías se pudren en los estantes de las librerías, nadie compra relato breve, así que se editan con cuentagotas, y más en estos tiempos. Mi buen amigo y gran escritor Rodolfo Martínez me ha sugerido la edición electrónica, y puede que acabe haciéndole caso. Pero no puedo evitar sentir que un libro electrónico no es un libro, sino el fantasma de un libro...

Pero tampoco voy a hablar de esto, qué demonios. Voy a hablar de la Navidad.

¿La sentís? Yo no.

Como ya he contado aquí más de una vez, de niño me encantaba la Navidad. Luego, desde la muerte de mi padre hasta el nacimiento de mis hijos, odié la Navidad. Pero mis hijos me hicieron recuperar el cariño hacia esa fiesta -que para mí es más el solsticio de invierno (hoy, por cierto) que el nacimiento de Cristo-. Mis hijos son ya mayores, pero mi mujer y yo seguimos decorando la casa con adornos navideños, y a mí me siguen gustando las fiestas del solsticio.

Los ritos y las fiestas solares sirven, entre otras cosas, para cohesionar a la comunidad; y no solo a la actual, sino a las del pasado y a las que vendrán en el futuro. Es una continuidad, algo así como una columna en el tiempo que contribuye a sostener una estructura invisible. Cuando celebras el eterno ciclo del Sol, revistan los ritos la forma que revistan, te estás vinculando a algo muy antiguo y muy grande. Eso me gusta y me tranquiliza... He intentado mil veces explicarle esto a mis amigos más antinavideños, y jamás he conseguido que me entiendan. A lo mejor porque es una paja mental, vaya usted a saber.

La cuestión es que cuando llegan estas fechas intento encontrar un día, un momento, en el que poder sentir lo que yo busco en la Navidad. No razonar, ni reflexionar: sentir. El año pasado no lo conseguí, y creo que este tampoco lo conseguiré. Me parece que ni siquiera voy a intentarlo. No tengo derecho, no sería justo. ¿Navidad? ¿Qué Navidad? Esta crisis eterna y desalentadora se la ha llevado por delante. ¿Qué magia del solsticio voy a encontrar si lo único que se percibe en el ambiente es tristeza, cabreo y desaliento?

Hay algo que me parte especialmente el corazón: las familias que no podrán comprarle regalos a sus hijos pequeños. Y no lo siento por los niños que se van a quedar sin regalos sin saber por qué... bueno, sí que lo siento, pero los niños son muy fuertes. En realidad, lo que me rompe por dentro es pensar en esos padres y madres que se sentirán impotentes, y culpables por no poder darles a sus hijos todo lo que querrían. Se sentirán fracasados, se odiarán a sí mismos y para ellos la Navidad será una puta mierda. Qué injusto, joder; qué tremendamente injusto... Nos lo están robado todo, hasta la magia.

Soy un desastre; no he escrito sobre lo que me había planteado escribir, lo he hecho tarde y además me da mal rollo. La única excusa que puedo aducir es que tengo un catarro inmenso, el padre de todos los catarros, y que últimamente estoy durmiendo fatal. Pero, por otro lado, aunque esta entrada parezca una lamentable divagación, en realidad está relacionada con el argumento del cuento de Navidad de este año. Sólo me falta hablar de superhéroes...

Como todos los años, colgaré el cuento en Babel el día 24. Se llama Supernavidad y su tesis es que, si le añades magia, la Navidad mejora. ¿Qué clase de “magia” y en qué sentido “mejora”? Para encontrar respuesta a tan apasionantes preguntas deberéis aguardar a la Nochebuena.

Hasta entonces, amigos míos, un fraternal abrazo. Y unos cuantos recuerdos de las Navidades pasadas.














domingo, diciembre 9

Babel 7


La Fraternidad de Babel nació de la procrastinación. Por si no conocéis esa palabra tan extraña, procrastinar significa postergar; dejar para luego lo que tienes que hacer y dedicarte a otra cosa que no tiene importancia. Soy un maestro procrastinador, lo reconozco; campeón mundial de la especialidad. Si pagaran por procrastinar, sería millonario. Pues bien, hace siete años, por la tarde, me llegó un e-mail de mi querida amiga y gran escritora Care Santos, anunciando que acababa de abrir su propio blog, Silencio lo demás. Yo estaba trabajando, pero interrumpí la escritura para echarle un vistazo. Al cabo de un rato, como quien no quiere la cosa, me metí en la página de Blogger y descubrí lo fácil que era crear un blog. Y, como lo mío es procrastinar, me puse a hacerlo, aunque no tenía la menor intención de tener un blog.

Sin embargo, una vez confeccionada la página, sin pensarlo mucho, decidí activarla. Y luego escribí la primera entrada. Y por último, de forma absurda, envié un e-mail a toda mi agenda de direcciones anunciando el nacimiento de Babel. Sin un pelo de reflexión, ya tenía mi propio blog. Como si hiciera falta uno más. Pero, qué demonios, era la excusa perfecta para procrastinar.

El problema era que no sabía para qué narices quería un blog ni qué puñetas iba a hacer con él. Tardé en averiguarlo, pero finalmente lo conseguí: en Babel escribiría sobre todo aquello que no puedo escribir ni publicar en otra parte. Sin plan ni orden, bajo la bandera de la divagación. Una liberación para un escritor, creedme; porque cuando escribo una novela, estoy atado a ella, a su argumento, a su estructura y a sus personajes, durante meses. Pero en Babel escribo lo que me sale del pijo (qué mal hablo, coño) cuando me sale del pijo. Babel es el reflejo de mi caos mental.

Sorprendentemente, Babel encontró cierto eco y hubo gente que comenzó a merodear por aquí. Jamás me he preocupado de saber cuántos son, porque no me sale de las narices entrar en la estúpida carrera de sumar visitantes igual que se suman “amigos” de Facebook. No quiero cantidad, sino calidad, y eso ya lo tengo. Babel no es una gran sala de conferencias, sino un pequeño café donde se reúne una tertulia para charlar de lo divino y de lo humano. Y así viene siendo desde hace siete años.

Siete años... Después de tanto tiempo, Babel se ha convertido en parte de mi vida. Si no existiese, lo echaría en falta. Entendedme, ya sé que no es importante, que sólo es uno más de los millones de blogs que pueblan el ciberespacio. Pero también yo soy sólo uno más de los miles de millones de personas que atestan el planeta. Y, aún así, soy único; nunca ha habido y nunca habrá otro César Mallorquí (por fortuna, claro). Pues lo mismo pasa con Babel: es único, igual que vosotros. Este lugar es minúsculo, pero especial.

A lo largo de siete años, hemos hablado de muchas cosas; la mayoría intrascendentes, y sólo algunas importantes, al menos para mí. De hecho, hay tres momentos clave en la historia de Babel. A comienzos de 2007 estuve a punto de cerrar el blog, pero escribí una serie de entradas que me hicieron cambiar de idea. Algún día os explicaré por qué. El segundo hito fue la serie de diez posts que escribí sobre mi hermano Eduardo. Gracias a ellos pude cumplir un deseo largo tiempo postergado. Por último, Babel me ayudó a tranquilizar mi conciencia respecto a mi padre en una reciente entrada. Sólo por esos tres momentos se justifica la existencia de Babel. Y por los merodeadores, claro; sin vosotros esto sería una puta masturbación mental digitalizada.

En fin... La Fraternidad de Babel cumple hoy siete años de vida. Me alegro de que el cumpleaños del blog sea en diciembre, porque enlaza con lo que sin duda es la única tradición de este lugar: el cuento de Navidad. Vosotros me regaláis vuestra presencia aquí y yo os regalo un cuento. Espero que el de este año, que aún está en proceso de escritura, os guste. Y si no, como siempre digo, consolaos pensando que es gratis.

Bien, ya está. Hoy es el cumple de Babel. Gracias por merodear por aquí.