viernes, enero 25

La isla de Bowen. Making off


Mi propósito inicial era escribir una novela inspirada en la obra de Julio Verne, pero eso es muy general, así que lo primero que hice fue una lista de lo que no quería hacer:


1. No quería hacer un homenaje a Verne, porque eso de los homenajes privados me parece una chorrada. ¿Quién soy yo para “homenajear” a nadie?
2. No quería hacer un pastiche de Verne, porque todos los que he leído suenan falsos y artificiales. Una copia, por buena que sea, siempre es eso: una copia.
3. No quería hacer un steampunk, por muy de moda que esté, porque Verne jamás fue un escritor steampunk. Ese movimiento se ha inspirado en Verne, pero ahí acaba toda la relación. Ignoro qué energía movía al Nautilus, pero estoy seguro de que no era mediante una caldera de vapor.

Entretanto, pensé que debía refrescar la lectura de Verne. Había perdido varios libros suyos (los tengo, seguro, pero ignoro dónde), así que compré la selección de Los viajes extraordinarios que hizo Espasa. Y me disponía a leerla, cuando me di cuenta de que era un error. Si lo hacía, corría el riesgo de copiar a Verne, que era justo lo que no quería hacer. Lo que pretendía es recrear su espíritu... O, mejor dicho, recrear la huella que la obra de Verne había dejado en mí, y para eso me bastaba con la memoria. Así que cerré el libro y no releí ninguna de sus obras.

Y comprendí algo: para acercarme a la esencia de Verne, debía alejarme de Verne. De entrada, en el marco temporal. Verne es un autor decimonónico cuya obra está ambientada en la segunda mitad del siglo XIX. Y ese es uno de los problemas de los pastiches vernianos, la imagen casi caricaturesca de una época que suele representarse encorsetada y tópica. A mí eso no me interesaba; era una ambientación demasiado estereotipada. O corría el riesgo de serlo. Así que decidí que la acción de la novela transcurriese en el siglo XX, en el periodo de entreguerras, lejos ya del manierismo victoriano.

También tomé otra decisión: La isla de Bowen no iba a ser una novela juvenil, ni para adultos, ni para nadie en particular. Iba a ser una novela de aventuras al estilo clásico, y punto. Por lo general, cuando escribo siempre tengo en cuenta a los lectores, pero en este caso el único lector que iba a tener presente sería yo mismo. Era una novela para mí, la clase de novela que me apetecía volver a leer.

Comencé a darle vueltas al argumento, partiendo tan sólo de las condiciones iniciales: un barco, una isla, un volcán y un dirigible. No recuerdo cuánto tardé, pero finalmente encontré el argumento general. Que no voy a contar, para evitar spoilers; así que hablaré sólo de lo que sucede al principio de la historia.

Verne fue un maestro de la novela de aventuras, pero también uno de los padres de la ciencia ficción. Mi argumento tenía un poderoso componente de ciencia ficción, pero... pero no era un tema demasiado propio de Verne, sino, en todo caso, más bien de Wells. Vale, me dije, ¿y qué? Se trata de capturar el espíritu, no el detalle. Pero me engañaba; al aceptar ese argumento, estaba ampliando el ámbito de la novela, llevándolo más allá de Verne. A partir de ese momento, los referentes que manejaba se multiplicaron. Verne, Wells, Conan Doyle, Kipling, London, Poe, Lovecraft, Rider Haggard, el Tintín de Hergé, el Corto Maltes de Hugo Pratt, películas como King Kong o El mundo en sus manos... Quería meter todo eso en un alambique y obtener un destilado.

Ya con el argumento en la cabeza, empecé definiendo el ámbito geográfico de la historia. Pocos años antes había estado en la Laponia finlandesa, unos 250 km. al norte del Círculo Polar, y aquel extraño y exótico lugar me pareció de lo más verniano. Así que parte de la novela transcurriría en el Ártico. Ahora bien, Inglaterra es un país fundamental (y evocador) para la literatura aventurera, así que otra parte de la acción transcurriría allí. El resto, en España y Noruega. En cuanto a la época: 1920.


Establecido esto, empecé a documentarme, una tarea que me llevó mucho tiempo. Leí libros sobre expediciones polares, sobre historia, sobre los comienzos de la fotografía, sobre vidas de santos celtas, sobre química, sobre la Primera Guerra Mundial, sobre geografía... En Internet encontré algunas joyas, como un artículo que describía con detalle las características técnicas del primer mercante español propulsado por un motor diesel, así que la descripción del barco de mi novela, el Saint Michel, es bastante fiable. También encontré un plano del metro de Londres en 1920, lo que me llenó de sorpresa y gozo. Y decenas de detalles más, como por ejemplo los salarios medios en aquel entonces, la cronología del descubrimiento de los elementos, o el cambio de la peseta a francos.

Una parte de la documentación la hice in situ. En 2009, mi mujer y yo pasamos las vacaciones de verano, recorriendo el sur de Inglaterra desde Canterbury hasta Cornualles. Precisamente en Cornualles era donde necesitaba encontrar una iglesia medieval no muy alejada del mar. Tras explorar un poco la costa sur, Pepa y yo descubrimos el lugar perfecto: la iglesia de San Gluvias, en Penryn, muy cerca de Falmouth y su puerto. La iglesia estaba en la cima de una colina boscosa, una zona solitaria algo alejada del pueblo (podéis verla en la foto de abajo), y a su alrededor se extendía un pequeño cementerio. Justo lo que necesitaba; además, la iglesia tenía un aire misterioso y sombrío.


Después de las vacaciones, me puse a trabajar en la estructura, en la trama y en los principales personajes. Iba a ser una novela hasta cierto punto coral, pero necesitaba un personaje carismático que atrapara la atención del lector. El profesor Ulises Zarco, de 46 años de edad, alto y fornido, ex-catedrático, explorador y director de la sociedad geográfica SIGMA; un hombre de carácter tonante y muy mal genio que, según se dice en el texto, es “misógino, e insufrible, y grosero, y colérico, y prepotente, y despótico, e impertinente; aparte de vanidoso, excéntrico y caprichoso”. Pero también es culto, inteligente, valiente, honesto y absolutamente leal.

Para este personaje partí del modelo clásico de “académico malhumorado”, como el Challenger de Doyle o el Lidenbrock de Verne, pero lo llevé un poco más allá, haciéndole más brusco y violento que sus referentes. En realidad, el profesor Zarco está a caballo entre el héroe clásico y el héroe pulp.

Zarco era el personaje carismático que necesitaba, pero resultaba demasiado extremo, demasiado radical, así que me parecía prudente incluir en la novela una voz más humana: Samuel Durango, 23 años, el fotógrafo que comienza a trabajar para SIGMA al principio de la historia. En el texto se intercalan páginas de su diario, ofreciendo su punto de vista. Tiene un papel fundamental en la trama. Otro personaje esencial es Elisabeth Faraday, inglesa de 43 años, esposa del arqueólogo y explorador Sir John Thomas Foggart. Es el polo opuesto de Zarco; mientras que en él todo es brusquedad, ella es pura cortesía, pero con una determinación a prueba de bombas y un fino sentido de la ironía.

Esos son los personajes principales, pero ya he dicho que la novela es en gran parte coral, así que hay otros caracteres relevantes: Adríán Cairo, ex-soldado, cazador profesional y mano derecha del profesor; Katherine Foggart, la hija de Elisabeth; Gabriel Verne, capitán del Saint Michel; Sarah Baker, secretaria y “chica para todo” de SIGMA, y esposa de Cairo; Aitor Elizagaray, primer oficial del Saint Michel; Bartolomé García, químico... Y, por supuesto, el villano de la historia, el armenio-británico Aleksander Ardán, un multimillonario propietario de la poderosa empresa minera Cerro Pasco Resources Ltd., que no es malo por pura maldad, sino por el motivo más usual: la ambición.

Bien, con los personajes definidos y la trama estructurada, me dispuse a comenzar la escritura. Pero antes hice algo: escribí una frase con grandes letras en un folio (verde, por cierto) y la colgué en una de las librerías de mi despacho, para tenerla siempre presente. Esa frase, que también aparece como cita en el libro, es el mensaje codificado que Otto Lidenbrock encuentra al principio de Viaje al centro de la Tierra, y dice así (ya me lo sé de memoria): “Desciende al cráter del Yocul de Sneffels, que la sombra del Scartaris acaricia antes de las calendas de julio, audaz viajero, y llegarás al centro de la Tierra, como he llegado yo. Arne Saknussemm”.

¿Por qué puse ese cartel? Porque, en mi opinión, en esa frase se concentra la esencia de la aventura... o quizá no su esencia, sino el aroma, o puede que la música. De entrada, la frase es una invitación al viaje, y también una promesa fabulosa: llegar al centro de la Tierra. El tono arcaico, su formulación como si fuera el mapa de un tesoro, y sobre todo esos maravillosos nombres... Yocul de Sneffels... Scartaris... Saknussemm... Pronunciadlos en voz alta, pausadamente; suenan exóticos, imponentes, severos y también, de algún modo, inquietantes. Llamadme exagerado, pero esa frase me parece pura poesía.

El caso es que me puse a escribir. La novela comienza con un prólogo donde se narra el extraño asesinato de un marinero inglés en un remoto puerto noruego del Ártico (esta clase de prólogo no es común en la aventura clásica; digamos que se trata de una concesión al lector actual). Acto seguido, tras un fragmento del diario de Samuel Durango, pasamos al primer capítulo, encabezado por un título (como el resto de los capítulos, a la vieja usanza). Estamos en el Madrid de 1920, en la sede de SIGMA –Sociedad de Investigaciones Geográficas, Meteorológicas y Astronómicas-, situada en la calle Almagro 9. Un inciso: esa calle está muy cerca de donde yo vivía antes. Hace muchos años, en el número 9 de Almagro había un palacete en ruinas (de finales del XIX o principios del XX) rodeado por un jardín Cuando yo era pequeño, los chavales lo llamábamos “la casa del miedo”, y si no te colabas dentro al menos una vez eras un gallina. Yo lo hice; era un edificio impresionante, pero estaba hecho polvo; la verdad es que era muy peligroso andar por allí. En fin, el caso es que el palacete que describo en la novela existió realmente.

En el primer capítulo se presentan los principales personajes y se establece el marco de la futura aventura: una enigmática cripta medieval en Cornualles, unas misteriosas reliquias y la búsqueda de John Thomas Foggart, un arqueólogo desaparecido desde hace un año. Como veis, es un esquema clásico, la búsqueda del explorador perdido; lo encontramos, por ejemplo, en Los hijos del capitán Grant, de Verne, pero también en la realidad, como la famosa historia de Stanley y Livingstone.

Tratad de entender lo que estaba haciendo. Me proponía recrear, evocar, el espíritu de la aventura clásica, así que tenía que usar forzosamente clichés propios del género. El profesor malhumorado, el explorador perdido... O la Sociedad Geográfica. Esa institución, en sí misma, ya es una resplandeciente promesa de aventura. Uno se la imagina con grandes librerías de cedro repletas de viejos volúmenes, con mapas antiguos enmarcados, con instrumentos científicos, llena de objetos exóticos... así describo SIGMA y, en particular, el despacho de Zarco.

Sí, estaba manejando tópicos. Era imprescindible para mis propósitos. Ahora bien, si te limitas a usar el tópico sin más, lo que obtienes es una aburrida copia. Pero si remozas el tópico, lo refrescas, lo actualizas y le das nueva consistencia, entonces el resultado puede ser muy estimulante. Para que me entendáis: George Lucas con Star Wars, y Lucas-Spìelberg-Kasdan con En busca del arca perdida, utilizaron todos y cada uno de los tópicos del género pulp. Pero los reciclaron de tal forma que parecían nuevos. Eso es lo que yo quería hacer con la aventura clásica.

Si nos fijamos en las dos películas citadas, vemos que una de las claves para ese remozamiento del tópico es el humor. El humor es un lubricante que permite que la maquinaria narrativa funcione con más suavidad, dando nuevo lustre a los metales oxidados. Es como decirle al lector: “Esto es un juego; venga, suspende la incredulidad y vamos a jugar juntos”. Por eso, La isla de Bowen, aunque no es una novela de humor, está entreverada de humor e ironía en cada una de sus páginas.

Como me interesaba especialmente potenciar el efecto sugestivo del texto, me esforcé en llenarlo de escenas evocadoras. Una iglesia medieval solitaria y aislada, en una noche muy cerrada, lloviendo, y en el viejo cementerio contiguo un grupo de hombres con linternas y paraguas a punto de entrar en una cripta. Las reuniones en la sociedad geográfica, el puente de mando del Saint Michel, la sala de lectura de la Biblioteca Británica, los clubs de caballeros, los puertos, las cavernas, las ruinas prehistóricas, el paisaje ártico... Con todo ello pretendía recrear la atmósfera del género.

El libro está divido en dos partes; la primera, de 280 páginas, se titula El enigma de la cripta, y la segunda, de 220, Aquí hay tigres. En realidad, la aventura sólo se despliega en toda su extensión a partir de la segunda parte. Antes también hay aventura, por supuesto, y peripecias, y viajes, y conflictos, y misterios, pero todo va más lento. Es el largo preámbulo del que hablaba en la anterior entrada. Tras la introducción, la novela comienza con un ritmo lento que se va acelerando progresivamente, se desata en la segunda parte y culmina con una apoteosis donde pasa de todo. Me esforcé en que ese preámbulo, al principio pausado, fuera divertido, haciendo interaccionar a los personajes, escribiendo los diálogos más ágiles y brillantes que me fuera posible, creando situaciones y conflictos interesantes, planteando misterios... Ahí me la jugaba; si me salía bien, la novela funcionaría; si la cagaba, sería un coñazo alargado (como esta entrada).

Había otro aspecto delicado. Como he dicho, la novela tiene dos partes; la primera es pura aventura clásica, sin apenas elementos no reales. Pero, dado que tomaba como principal referente a Verne, la novela también es un roman scientifique, así que la ciencia ficción irrumpe de lleno en la segunda parte. Pero como ya he dicho, es ciencia ficción más al estilo Wells. ¿Casarían bien las dos partes o se notaría el cambio? Por si acaso, me impuse que los elementos de ciencia ficción que iba utilizar pudieran haber sido imaginados por un escritor de comienzos del siglo XX. Ciencia ficción antigua, por tanto.

Y escribí, escribí, escribí. Debéis saber algo: para escribir una escena, la que sea, tengo que visualizarla mentalmente, lo cual requiere bastante concentración. Eso hace que mientras trabajo, de algún modo “viva” lo que estoy escribiendo. Pues bien, cuando estaba a punto de narrar la parte de la novela que sucede en el Ártico, decidí prepararme viendo unos cuantos documentales en Internet. Me tiré, no sé, un par de horas viendo imágenes del Polo Norte y alrededores; luego me puse al teclado, cerré los ojos y me imaginé la escena: una barca llegando a la playa de guijarros de una isla ártica... Y de pronto, durante un instante, dejé de estar en mi despacho y os juro que me transporté a esa playa. Lo sentí físicamente, el frío en la cara, los guijarros bajo las suelas de mis botas, el olor del mar... Duró poco, pero fue alucinante. Es increíble lo que puede hacer la imaginación.

No sé cuánto tardé en escribir la novela, porque entre medias la interrumpí para escribir otra (La estrategia del parásito). Debió de ser un año, puede que un poco más. Ah, por cierto, lo olvidaba; a lo largo de todo el texto hay constantes referencias a los clásicos de la aventura. Algunas son muy evidentes; por ejemplo, el capitán se llama Verne. Otras son menos claras, como que el barco se denomina Saint Michel porque así se llamaba el yate de Verne. Y otras son tan rebuscadas que ni yo mismo me acuerdo de ellas. Nada de eso tiene importancia, por supuesto; es algo totalmente independiente a la novela, y si no pillas las referencias no pasa nada. Pero si las pillas, te sientes de lo más listo.

En fin, terminé la novela y le puse el título. La isla de Bowen. Y ahí tuve una pequeña metedura de pata. Al comenzar a escribir la historia, necesitaba un nombre para un santo celta de Cornualles. Busqué nombres propios de esa zona y el que más me gustó fue Bowen. Como se suponía que ese santo medieval había sido el primero en llegar a cierta isla, implícitamente le dio su nombre. Por eso lo de la “isla de Bowen”. Vale, pero no se me ocurrió comprobar si ya existía alguna isla llamada así... y, qué demonios, existe: Bowen Island, en la Columbia Británica de Canadá. Bueno, no sería la primera vez que dos lugares distintos comparten el mismo nombre.

El caso es que terminé la novela y me quedé temblando. Ese tocho de 500 páginas que acababa de finalizar o funcionaba o era una mierda, sin término medio. Mordiéndome las uñas, le dejé el manuscrito a mi mujer y a mi hermano. A ambos les gustó, pero..., vaya, son mi familia La tercera persona que leyó el texto ya no era un familiar, sino un profesional de la edición, y su reacción fue entusiasta. Incluso demasiado entusiasta. Me quedé un poco perplejo.

Decidí presentar la novela al premio EDEBÉ. Y lo gané. Y, de pronto comenzaron a llegarme felicitaciones extremadamente entusiastas, comenzando por varios miembros del jurado y siguiendo por cuantos habían leído el texto en la editorial. Algunos aseguraban que era la cota de calidad más alta alcanzada por el premio (lo cual incluye otras tres novelas mías, por cierto). Y después llegaron las reseñas y las críticas. Las mejores y más laudatorias críticas que he tenido en mi vida. Una de ellas, por ejemplo, la del Diario de Mallorca, definía La isla de Bowen como “Una novela escrita en estado de gracia”. Soldevilla, crítico literario de La Vanguardia, tras publicar una encomiástica crítica en el suplemento cultural, llamó a la editorial para solicitar mi dirección de correo y me envió un amabilísimo e-mail dándome las gracias por haber escrito esa novela. De hecho, eso sucedía con frecuencia: la gente no solo me felicitaba, sino que también me daba las gracias. En fin, un cúmulo de reconocimientos que por el momento han culminado con la selección de La isla de Bowen, por parte de Babelia, como la mejor novela juvenil publicada en 2012.

Y yo estaba cada vez más desconcertado, no entendía nada. Pero si sólo es una novela de aventuras, me dije. ¿Qué demonios he hecho?... Sólo cabía una respuesta: había hecho exactamente lo que me había propuesto hacer. Pretendía recrear la novela de aventuras clásica y lo había conseguido; cuando los adultos leían mi novela, evocaban todas las novelas y películas de aventuras que habían leído y visto en su niñez. Mi buen amigo y gran escritor Rodolfo Martínez comentó que había sido como volver a la infancia. La isla de Bowen era una máquina del tiempo.

Bien, besitos y laureles para mí, pero qué requetelisto que soy. Sólo hay un pequeño problema en forma de pregunta: ¿Cómo demonios lo he hecho? Bueno, os lo acabo de contar, pensaréis... pero la cosa no es tan sencilla, porque lo que os he contado es en gran medida una racionalización a posteriori. Al ponerme a escribir la novela tomé muchas decisiones de forma consciente, pero otras muchas fueron fruto posterior de la intuición y del olfato, más que del cálculo. Ideas que se me ocurrían mientras escribía, escenas nuevas.. El mismísimo final de la novela no es exactamente el que tenia previsto. Un artefacto literario es como un reloj; un mecanismo lleno de piececitas en el que basta con que cualquier engranaje se desajuste para que el reloj funcione mal. El problema es que es imposible tener en la cabeza, de forma consciente, todas las piececitas de una novela. Por eso hay que fiarse de algo tan poco fiable como el subconsciente, que a veces lo hace bien y a veces lo hace fatal, sin que tú tengas el menor control sobre él.

Así que realmente no sé cómo hice La isla de Bowen; al menos, no del todo. Y eso es una putada. Dicen que de los fracasos se aprende; lo que ya no se dice tanto es que los éxitos te paralizan. Lo siguiente que escriba debería estar a la altura, ¿no? Lo malo es que de momento no consigo encontrar ningún proyecto que lo esté. He abandonado la novela en que trabajaba porque me parecía mala en comparación con La isla de Bowen. ¿Ése va a ser ahora mi referente, mi cota de calidad? Pues estamos buenos...

Me alegro mucho de haber escrito La isla de Bowen, entendedme; pero se ha convirtiendo en una especie de losa que cada vez pesa más. Mi querida amiga y editora Reina Duarte me sugirió que escribiera otra novela con los mismos personajes. Mmmm..., tentador. De hecho, ya lo había pensado; sería algo así como un experimento. En La isla de Bowen utilicé el esquema narrativo de la aventura clásica, pero si escribiese otra novela sobre SIGMA y el profesor Zarco me basaría en la estructura narrativa del pulp, y estoy seguro de que el resultado final sería muy distinto. Tentador e interesante, sí; pero no es el momento. Ya veremos lo que nos depara el futuro.

Y ya está, se acabó. Os pido disculpas por haber escrito una entrada tan larga, pero no quería empezar una serie de post. Si habéis conseguido llegar hasta el final, os agradezco vuestra paciencia, y os prometo que la siguiente entrada será más breve y menos endogámica. Gracias por perder el tiempo leyéndome.



Descends dans le cratère du Yokul de Sneffels
que l’ombre du Scartaris vient caresser avant les calendes de juillet,
 voyageur audacieux, et tu parviendras au centre de la Terre.
Ce que j’ai fait.
Arne Saknussemm.

viernes, enero 18

¡Por Júpiter! Teoría de la Aventura


Cuando volví a escribir, a comienzos de los 90, estaba seguro de que los géneros donde me iba a sentir más cómodo eran el fantástico y la ciencia ficción. Y así fue, en efecto. También creía que me iba a instalar confortablemente en el thriller, y estaba en lo cierto (de hecho, mezclé todos esos géneros en El coleccionista de sellos). Lo que no podía imaginar es que el género que más iba a disfrutar escribiendo era la novela de aventuras. Entre otras cosas, porque ese género, como veremos, ya no existe.

El primer indicio lo tuve a finales de los 90, con La cruz de El Dorado, porque me divertí escribiéndola, y yo no suelo divertirme cuando escribo. Pero tanto disfruté con la experiencia que cinco años después escribí otra novela con los mismos personajes, La piedra inca. Ambas obras son relatos de aventuras, qué duda cabe; pero no son aventura clásica, porque están hibridados con el género picaresco. Otras novelas mías tienen componentes aventureros, pero también mezclados con otros géneros, nunca en estado puro.

Sin embargo, casi desde que volví a la literatura acariciaba un proyecto: escribir una novela al estilo de Julio Verne. Verne fue mi escritor favorito durante la infancia; de hecho, conformó en gran media mi forma de ver la realidad. El asombro ante el mundo y el universo; la curiosidad no por encontrar respuestas, sino por descubrir misterios. Supongo que eso es lo que yo quería reflejar en una novela, el regreso a la inocencia de un mundo lleno de prodigios y maravillas. Recuperar el asombro de la infancia. Volver a ser niño.

Por una u otra razón, ese proyecto quedó en suspenso durante más de quince años. Aunque me apetecía mucho emprenderlo, siempre lo dejaba para otro momento. Quizá inconscientemente me daba cuenta de que me enfrentaba a algo mucho más complejo que un simple pastiche verniano. Porque en realidad lo que me proponía hacer era resucitar un género muerto. Y algo así requiere reflexión.

Y vaya si reflexioné, amigos míos; La isla de Bowen es mi novela más largo tiempo meditada. En 2008 me di cuenta de que si no llevaba adelante el proyecto, corría el riesgo de morirme sin hacerlo nunca. Así que, mientras me dedicaba a escribir otras cosas, comencé a preparar mi novela verniana. Al principio, sólo me puse una condición: en el texto debían aparecer una isla, un volcán, un barco y un globo o dirigible. Eso es todo lo que tenía. Y mis recuerdos, claro.

Pero antes de seguir, vamos a analizar de qué estamos hablando. La aventura es un género muy grande, un supergénero, porque abarca muchísimas temáticas. Tan grande es que, con el tiempo, se ha fragmentado, transformándose en diversos géneros autónomos. La novela del oeste, el terror, las historias bélicas, la fantasía heroica, el space opera, el thriller, gran parte del género histórico, las novelas de espías, el hard boiled, los relatos de viajes, todas esas temáticas pertenecen al género de aventuras, pero se han emancipado de él convirtiéndose en reinos independientes. De hecho, si nos centramos en la esencia del género, casi cualquier relato es un relato de aventuras (incluso un simple paseo por el Dublín de 1904).

El caso es que a base de fragmentarse, el género puro de aventuras prácticamente ha desaparecido. ¿A qué me refiero al decir “puro”? Pues a la novela clásica de aventuras, un género que Salvador Vázquez de Parga definió así: “Es la narración de una empresa arriesgada, de algo insólito e inhabitual, que muy frecuentemente se vincula a un viaje hacia lo desconocido con episodios inesperados, que produce en quien lo realiza una cierta incertidumbre e inseguridad”. Podría poner muchos ejemplos de novela clásica de aventuras, pero me limitaré a tres: La isla del tesoro (1883), de Stevenson, Viaje al centro de la Tierra (1864), de Verne, y El mundo perdido (1912), de Conan Doyle.

Ahora bien, ¿en qué se distingue la aventura clásica de otras variantes del género? Pues básicamente en su peculiar estructura narrativa; una estructura que no es arbitraria, sino que persigue provocar en el lector cierto estado mental. En la aventura clásica, la acción no comienza desde el principio, sino que viene precedida de un largo preámbulo. Por ejemplo: transcurren diez capítulos antes de que Jim Hawkins se embarque en la Hispaniola, ocho antes de que el profesor Challenger llegue al valle perdido y dieciséis antes de que el profesor Lidenbrock descienda por la chimenea del volcán Snnefels. ¿Por qué esa tardanza? Por dos excelentes razones:

1. Para preparar mentalmente al lector, provocando en él expectación y ensoñación. Lo primero que hace el relato es plantear un misterio, una extraña maravilla, un reto. El lector debe desear emprender el viaje y soñar, mientras, con los prodigios que encontrará en el camino. De algún modo, la aventura debe comenzar en la mente del lector antes de que comience realmente la aventura.

Intentaré ilustrarlo con un ejemplo. Mantener una relación sexual puntual y, en ocasiones, ilícita, se denomina eufemísticamente “tener una aventura”, ¿no? Bien, supongamos que vais a citaros con una chica preciosa para hacer el amor por primera vez (hablo desde un punto de vista masculino por razones de mi sexo; las merodeadoras podéis invertir los géneros, porque el resultado será el mismo). En principio, hay dos formas de afrontar ese encuentro: A) Recoges a la chica, te la llevas a un hotel y echas un polvo tan salvaje como rápido. Vale, no digo que eso esté mal, pero hay otra opción. B) Recoges a la chica y os vais a cenar a un restaurante discreto y románico. Luego, charláis tomando una copa en un bar tranquilo. Después dais un paseo... y durante todo ese tiempo tanto ella como tú sabéis que vais a acabar echando un polvo, lo que resulta de lo más excitante. Y al final vais a un hotel y lo echáis. Pero todo habrá sido muchísimo mejor, más rico en matices, más duradero. A eso se le llama demorar el placer, y permite crear un estado mental lleno de fantasías, ensoñaciones y promesas. Así pues, la opción A sería pornografía y la opción B, erotismo. Porque la pornografía es lo que se muestra, y el erotismo lo que se oculta; la pornografía es lo que va directo al grano, y el erotismo lo que da un rodeo. Y que conste que no tengo nada contra la pornografía. Pero hay cosas mucho mejores.

Supongo que el símil está claro. En la aventura, como en un encuentro amoroso, es mejor dilatar el tiempo, demorar el momento de entrar en acción; porque eso permite inducir en el lector un excitante estado mental entre mágico y onírico. Pero ése no es el único propósito de los largos preámbulos de la novela de aventuras clásica.

2. Conocer a y simpatizar con los personajes. De nada sirven las peripecias más trepidantes si no te interesan los personajes que las protagonizan. Por ello, la novela de aventuras clásica se toma su tiempo en presentar a los personajes, para que el lector los conozca y se identifique con ellos. Hace falta un protagonista carismático, el motor de la acción, pero también un plantel de secundarios que estén a su altura. Y un antagonista temible, porque la talla del héroe se mide por el tamaño de sus rivales.

Leer una novela de aventuras es emprender un viaje; y si vas a pasar mucho tiempo viajando, querrás conocer antes a tus acompañantes. Te tiene que apetecer emprender una aventura con ellos.

Estas son las razones básicas para los largos preámbulos del género en su versión clásica. Porque hay otras formas de aventura, como por ejemplo el pulp, donde la acción suele comenzar desde el principio. Para que me entendáis, y recurriendo al cine, El hombre que pudo reinar, de Houston, es aventura clásica, mientras que En busca del arca perdida, de Spielberg, es pulp. Ambas películas me encantan, pero lo que yo quería hacer estaba más cerca del film de Houston, que no por casualidad se basa en un relato de Kipling.

Pues bien, en eso se resume mi teoría de la aventura clásica. La estrategia del género, en esa vertiente, consiste en inducir en el lector un estado mental donde la aventura se instala como una ensoñación y una promesa. Para ello, utiliza una estructura narrativa que dilata la acción al principio para ir acelerándose poco a poco. Hay más factores, por supuesto, pero hablaré de ellos en la próxima entrada, cuando explique cómo escribí la novela.

Un último punto antes de terminar. Siempre que me he propuesto escribir una novela de aventuras, o con componente aventurero, he situado la trama en el pasado. La verdad es que me resulta casi imposible ambientar una aventura de estructura clásica en la actualidad. ¿Por qué? Pues porque el género está íntimamente relacionado con el viaje y con la exploración de un mundo, el nuestro, cuando todavía era prácticamente desconocido, una época en la que el mero hecho de viajar ya era un riesgo y una aventura. Pero ahora, con Google Earth, documentales en TV, teléfonos móviles y líneas aéreas low cost, el mundo carece de misterio y el viaje se ha transformado en turismo. La aventura clásica es hija del movimiento romántico, y vivimos en un mundo cada vez menos romántico. Supongo que por eso hoy en día el género en su estado más o menos puro sólo sobrevive en algunas novelas históricas.

Personalmente, creo que el marco temporal perfecto para situar eso que yo todo el rato estoy llamando “aventura clásica” va desde 1838, cuando Edgar Allan Poe publica El relato de Arthur Gordon Pym, hasta la Segunda Guerra Mundial. Durante ese periodo, el mundo es cada vez más conocido, pero aún conserva inmensos territorios inexplorados. Es un mundo de penumbras con algunos focos de intensa luz. Al mismo tiempo, la tecnología evoluciona rápidamente, permitiendo empresas y expediciones cada vez más ambiciosas. También es la era del colonialismo, algo muy chungo éticamente, pero una rica fuente de argumentos para la literatura aventurera. Es, por último, el periodo en que la ciencia comenzó a sustituir a la magia.

Supongo que os preguntaréis si dedicar tanta palabrería a una novela mía no es un acto de narcisismo. La respuesta es: sí, por supuesto. Pero, veréis, soy escritor y me gusta reflexionar sobre mi trabajo. Y, quién sabe, puede que a algunos de vosotros no os aburran del todo mis reflexiones. Así que en la próxima entrada os contaré cómo escribí La isla de Bowen, consiguiendo con esa novela cumplir uno de mis más anhelados sueños: crear un personaje capaz de exclamar con naturalidad: ¡Por Júpiter!

viernes, enero 11

Divagaciones y buenos propósitos


Por primera vez en la historia de Babel, he escrito una entrada y, tras meditarlo, he decidido no publicarla de momento (de ahí el retraso). Porque era un poco deprimente y no quería comenzar el año con mal rollo. Ya están las cosas lo suficientemente chungas.

Lo que pasa es que durante el último año han sucedido demasiadas desgracias a mi alrededor. Han muerto varias personas a las que apreciaba; otras han enfermado o empeorado de su enfermedad; muchas tienen problemas en el trabajo. Es como si estuviese de noche en un bosque, con un farol en una mano, mirando a mi alrededor sin ver nada más que tinieblas.

Salvo que me mire a mí mismo (de ahí el farol), porque paradójicamente este último año ha sido bastante bueno para mí. Comencé 2012 ganando el Premio Edebé con La isla de Bowen, y lo cerré viendo cómo Babelia la escogía como la mejor novela juvenil del año. Ahora, con un poco de perspectiva, me doy cuenta de que ese ha sido mi proyecto literario más ambicioso (recrear un género que ya no existe). Y al parecer lo conseguí llevar a buen puerto; pero ya hablaremos de esto en otro momento También publiqué en 2012 La estrategia del parásito, que gozó de buena acogida, al menos en principio. Y durante el año apareció Prospectivas (Salto de Página), una antología del mejor cuento de ciencia ficción española actual editada por Fernando Ángel Moreno. En ella está El rebaño, quizá mi cuento más famoso; o, al menos, el que más veces se ha publicado. Lo escribí hace exactamente veinte años, pero quizá siga siendo mi mejor cuento. Con su reedición en Prospectivas ha vuelto a recibir espléndidas críticas; tanto es así, que hubo varias reseñas centradas exclusivamente en El rebaño.

A final de año apareció Bleak House Inn. Diez huéspedes en casa de Dickens (Fábulas de Albión), una antología editada por Care Santos sobre relatos de fantasmas de algún modo dickensianos (los relatos, no los fantasmas). Ahí está Cuento de verano, mi contribución a la antología. Es una versión humorística del famoso Cuento de Navidad de Dickens, y también ha tenido buenas críticas. El adjetivo más usado ha sido “desternillante”, lo que me parece de perlas. Ah, y varios merodeadores me recuerdan que también se reeditó mi novela El coleccionista de sellos (Imágica Ediciones), con buena acogida crítica.

Así que ya veis, tengo el ego de lo más pulidito. Aunque no todo ha sido bueno, por supuesto; por ejemplo, empecé a escribir una novela que se me ha ido pudriendo entre las manos poco a poco. No funciona, así que no me quedará más remedio que tirar a la papelera lo que llevo escrito. Pero bueno, no es la primera vez que me sucede, ni será la última. En general, estoy bien.

No obstante, por muy bien que uno esté, hay que hacer lo posible por mejorar. Los buenos propósitos de comienzos de año, ya sabéis. Por ejemplo, hará un año o así me propuse someterme a una dieta de libros; es decir, comprar menos libros. Analicé la situación y me di cuenta de algo: cada vez leo menos ficción y más ensayo (o non-fiction, como dicen los anglosajones). Sin embargo, por el aquel de la costumbre, seguía comprando novelas al mismo ritmo que antes, así que se me amontonaban sin más porvenir que cubrirse de polvo. Por tanto, ahora sólo compro ficción en el caso de que me interese muchísimo. Ergo, compro muchos menos libros.

Animado por este éxito, he confeccionado una lista de buenos propósitos para el nuevo año. Permitidme que os la exponga:

1. Me propongo impulsar un movimiento ciudadano cuyo objetivo será enfrentarse a los grupos de poder económico y a los políticos comprados para conformar una auténtica democracia y restaurar el Estado del Bienestar y la Justicia Social. Sacaré a la gente de su letargo, punzaré conciencias dormidas, levantaré a las masas en un movimiento imparable que comenzará en España, se extenderá por Europa y finalmente conquistará el mundo entero.

Sin embargo, como no tengo ni puta idea de cómo hacer eso, y aunque la tuviese soy demasiado doble uve –Viejo y Vago- para afrontar semejante tarea, es posible que haya que recurrir a un segundo propósito:

2. Me propongo convertirme en superhéroe. Porque si eres invulnerable a las balas y puedes dar tortas como hogazas, resulta mucho más sencillo luchar contra malvados supermillonarios. El único problema es cómo convertirme en superhéroe. Los métodos más usuales son : A) estar cerca de la caída de un meteorito; B) sufrir un accidente de laboratorio; C) someterse a una sobredosis de radioactividad o D) haber nacido en un planeta mucho más masivo que la Tierra (como Krypton, por ejemplo).

Descartando que Barcelona sea un planeta distinto a la Tierra (algo que los nacionalistas seguro que discutirían), y considerando que esperar a que caiga cerca un meteorito puede resultar a la larga una tarea de lo más tedioso, sólo quedan dos alternativas. Lo del laboratorio lo veo difícil, porque no tengo acceso a ningún laboratorio. Aunque, claro, siempre podría acercarme a la farmacia de la esquina con una bombona de butano y provocar una explosión, pero supongo que no sería lo mismo. No obstante, podría aspirar una sobredosis de Emuliquen y convertirme en el Hombre Laxante, que hace que los malvados se caguen. Pero, siendo realistas, no creo que se pueda confiar en ello.

Respecto a lo de exponerme a una dosis supuestamente letal de radioactividad... no sé, no acabo de pillarle el punto... En primer lugar, porque veo difícil lo de conseguir materiales radioactivos. Y en segundo lugar, porque si me doy un buen baño de, por ejemplo, rayos gamma... vale, sí, igual se me pone el estómago como una tableta de Milkybar y empiezo a echar rayos láser por los ojos; pero también podría transformarme en una masa de gelatina antropófaga o en un gañán verde atiborrado de esteroides; porque no hay que olvidar que los accidentes de laboratorio y las sobredosis radioactivas tanto te convierten en un superhéroe como en un supervillano. Aunque, bien pensado, ésa es otra opción: ser el supermalvado más malvado del mundo y masacrar a los demás malvados para acabar con la competencia. Así qué...

3. Me propongo hacer un curso on line para convertirme en Mad Doctor.

4. Una vez conseguido el título de Mad Doctor, me propongo construir una Máquina Infernal con la que conquistaré y/o destruiré el mundo. Vale, reconozco que ahora no tengo ni idea de cómo construir semejante máquina; pero supongo que eso lo explicarán en el curso, ¿no?

5. Una vez conquistado y/o más o menos destruido el mundo, me propongo olvidarme de esas chorradas de democracia, estado del bienestar y justicia social, y tiranizar a la humanidad, sometiéndola a mi capricho.

Moraleja: Es sorprendente lo rápido que se le sube a uno el poder a la cabeza.