domingo, febrero 5

Lágrimas de celuloide y papel


Ya han ardido varios consulados y embajadas; aún no ha habido muertes, pero supongo que el amor a dios, transmutado en odio a los hombres, no tardará en matar a alguien. Este domingo no me apetece descansar (ya lo hice ayer), y tampoco estoy por la labor de seguir dándole vueltas al tema del viernes. La verdad es que pensaba escribir algo ligero, algún comentario irónico sobre, qué se yo, la política (?) española o el insufrible ego de nuestros intelectuales, un texto preñado de mi exquisito a la par que elegante sentido del humor, pero no tengo ganas, qué queréis que os diga.
Vamos a refugiarnos en la bendita ficción. ¿Os gustan las historias tristes? A mí sí, me chiflan. Unas cuantas entradas más atrás comentaba que los dos relatos que más me han hecho reír en mi vida son Adiós a todos los gatos, de Wodehouse, y La máquina de psicoanalizar marciana, de Sheckely. Pues bien, ¿cuáles son las ficciones que más me han hecho llorar? Debo advertir que tengo el corazón de piedra y que, incluso pelando cebolla, me cuesta mucho derramar un par de lágrimas. Pero hay ficciones que han logrado abrir de par en par la espita de mis lacrimales, claro está. Sobre todo, películas.
La primera, que recuerde, fue La Dama y el Vagabundo. Yo tenía tres o cuatro años y, cuando llegó la escena en que Dama y Golfo cenan juntos en el patio de un restaurante italiano, me puse a llorar con decidido entusiasmo. La verdad es que fue un poco absurdo; a fin de cuentas, era una secuencia optimista, con pequeños toques de humor, pero ni siquiera cuando murió la madre de Bambi me desgañité de tal manera. ¿Por qué lloraba entonces? Pues, mira tú qué cosas, lo recuerdo perfectamente: aquel momento me pareció tan bonito... que me dolía. En fin, debéis disculparme; sólo era un niño de cuatro años (eso sí, con unos pulmones envidiables).
Pero bueno, dejemos de lado la infancia. ¿Qué le hace llorar a este adulto basáltico que soy ahora? Pues, a veces, cosas raras. Por ejemplo, cierta secuencia de Grand Canyon (Lawrence Kasdan) en la que Kevin Kline va andando por la calle distraído y se dispone a cruzar por un paso de peatones justo cuando un coche va directo hacia él. Entonces, una mujer de mediana edad que está esperando en el paso le sujeta por el hombro, salvándole de morir atropellado. Kline se queda desconcertado, atónito por lo que ha estado a punto de suceder; la mujer le sonríe y sin decir nada, se va. Punto final. ¿Una bobada? Puede, pero me pareció uno de los momentos más emotivos que jamás he presenciado en un cine. Se me humedecieron lo ojos, no lo niego. También me hizo llorar una secuencia de Lost in Traslation (Sofia Coppola) en la que Bill Murray y Scarlett Johansson están tumbados en una cama del hotel, vestidos, sin mirarse. Ambos se atraen, están empezando a quererse, se necesitan, pero la diferencia de edad, sus respectivos matrimonios, todo hace inviable su relación. Murray, con la mirada perdida, tiende despacio, muy despacio, una mano y roza levemente con la yema de los dedos el tobillo de Scarlett. Nada más. Pero me hizo llorar, ay, amigos míos, porque aquel gesto, aquel leve roce, estaba lleno de afecto, sensualidad y melancolía; la infinita tristeza de los amores imposibles.
En fin, también vertí lágrimas con La habitación de hijo, de Nanni Moretti y, por supuesto, con los malditos quince minutos finales de Million dollar baby, del inmenso Clint Eastwood. Ése creo que fue mi último llanto cinéfilo.
¿Y qué pasa con la literatura? Pues que me ha hecho llorar menos, la verdad; no sé por qué...Citaré sólo dos novelas. Durante mi adolescencia, El viejo y el mar me hizo derramar lagrimones como puños. Y ya de mayorcito, con ninguna novela he llorado tanto como con Flores para Algernon, de Daniel Kayes. Sólo puedo decir una cosa: si alguien lee los últimos capítulos de ese relato sin derramar una lágrima, es que está muerto por dentro. Yo los leí durante una mañana de Reyes de hace muchos años y sollozaba que daba gusto verme.
Por último, ¿queréis saber cuál es el colmo de la esquizofrenia? Llorar con lo que uno mismo escribe. El último capítulo de mi novela corta La casa del doctor Pétalo lo redacté de cabo a rabo con los ojos llenos de lágrimas.
Es curioso, ¿verdad? Llorar por una mentira. Pero también es muy útil, porque esas lágrimas de guardarropía nos engrasan el corazón para cuando necesitemos las de verdad.
¿Y qué me cuentas tú? ¿Qué mentiras te han hecho llorar?

9 comentarios:

Anónimo dijo...

Ante tal invitación a confesarse, no puedo pasar de largo.
Creo que soy de lágrima más fácil, y por eso, por no estar dispuesta a acongojarme, me pierdo deliberadamente algunas cosas que pienso que me van a hacer pupa de verdad. Por supuesto One million dolar baby me dejó para el arrastre. (¿Sólo son 15 minutos?)
Hay decenas de "mentiras" que me han hecho derramar la lágrima, pero la que ahora recuerdo como más demoledora es Cinema Paradiso . Y por ninguna escena en especial, "sólo" por esa angustia del tiempo feliz que nunca regresará, el pasado imposible de recuperar, la nostalgia de los amores juveniles, los sueños del niño perdidos para siempre. Es curioso. Creo que es la única vez que en una historia, no ha sido un momento de la trama lo que me ha hecho llorar, sino algo más difuso y menos puntual, el clima creado, la sensación que trasciende de la película y que interpelaba directamente a mi vida de espectador.

Anónimo dijo...

Lloro como un auténtico cabrón con esa escena de Eduardo Manostijeras donde Deep esculpe en el hielo mientras Wynona Ryder da vueltas y vueltas como una especie de muñeca de ballet (y suena al fondo esa música maravillosa de Danny Elfman). Lloro, aunque la película sea muy mala, cuando en una mente maravillosa la mujer de Nash finalmente no le abandona y le dice: "necesito creer que algo extraordinario es posible".
Y la verdad es que escribiendo lloré una vez con un relato muy extraño sobre un chaval y su padre, un hombre que pierde la cabeza y se cree un ratón, hasta que al final la familia decide enrolarlo en un circo. En parte, no sé, se lo dediqué a mi padre, y al terminar de escribirlo, incluso en la primera versión, solté unas cuantas lágrimas y me quedé un montón de minutos mirando la pantalla del ordenador.
Ays... Menudos momentos.

sfer dijo...

Cómo todos hasta ahora, lloro más con películas que con libros. En general, lloro más con la televisión, porque incluso hay anuncios que, si no llegan a hacerme saltar las lágrimas, sí que me anudan la garganta (un par de segundos más y abajo rodaría una lagrimilla).

Con libros, solo recuerdo haber llorado con la ducha bajo la lluvia del "Ensayo de la ceguera". Claro que todavía no he leído "Flores para Algernon"...

Mariano Planells dijo...

Uno no recuerda todos lo episodios en los que ha derramado unas lágrimas. Ahora me acuerdo del comienzo de La Misión (Robert de Niro). Toda la historia te deja hecho un trapo.
Yo lo que quería decirte es que me da mucha pena el destrozo de mi isla, Ibiza. En los buenos tiempos, entrevisté a Robert Scheckley (no he leído este relato que mencionas), cuando vivía en Santa Eulalia. El libro agotado es "Ibiza, la senda de los elefantes". Pero recientemente también hablo de él en un capítulo muy divertido de mi último libro "Memorias de Axel", un batería de jazz que también acaba de morir. En fin, mejor ponerse las pilas para llorar -sólo- lo imprescindible. Si no, no acabaríamos nunca.

Anónimo dijo...

Nunca fui muy llorona, pero últimamente no hay quien me reconozca. Cualquier cosa que implique una madre y un hijo me ablanda hasta la lágrima. Los anuncios de colacao, el abrazote que le dio Nadal a su madre cuando ganó Roland Garros este verano (con escalada por la grada incluida, él iba subiendo y yo iba hipando), la mamá de Fernando Alonso en el palco del Teatro Campoamor durante los premios Píncipes de Asturias. También las referencias a los padres desaparecidos, ay, por qué será: el poema de la lluvia de Borges, el poema a su padre de Eugenio Montejo, "Mujercitas" (da igual l versión: lloro con todas)... la lista sería interminable. Novelas, menos. Leer con un lápiz no arranca muchas lágrimas, la verdad. La última vez que lloré fue cuando aún era una lectora inocente y fue con "Reencuentro", de Fred Ulhman. La última emoción gorda: las palpitaciones al leer a Jorge Guillén. Fue en Valladolid (qué coherencia), en un banco en mitad de una plaza. Tuve que levantarme para respirar.

B. Llamero dijo...

Qué animado es esto de llorar, por lo que leo.
Genial el primer tranco de Cristian: supongo que esa escena en el bus con "El coronel" de protagonista será pura ficción; tan buena, eso sí, que el tío casi me ha hecho llorar.
Por lo demás, y como casi todos, yo lloro como una magdalena ante cualquier escena medinamente sensiblera en la pantalla. Los libros, en cambio, los indentifico más con la carcajada: en serio, con muchos me parto de risa y quienes me rodean me miran... Bueno, ya sabéis: con esa cara.

Anónimo dijo...

Yo lloré mucho (era un adolescente sobrehormonado) con "El Hombre Bicentenario" de Asimov. Al contrario que César, soy bastante proclive a derramar lágrimas, pero esa fue una de las primeras veces que la literatura me conmocionó.

Y, sí, aunque parezca peloteo, yo lloré a moco tendido con "La Casa del Doctor Pétalo", a mi mujer pongo por testigo.

César dijo...

Gracias Juaki; tus lágrimas son la mejor alabanza que puede hacérsele al viejo dr. Pétalo. Yo también lloré escribiéndolo.

Drac Siurell dijo...

Nunca me hizo llorar un libro, excepto el último que he leído con gusto, ya despues de esa lectura no encuentro nada que me llene, todo me sabe a poco. El libro que me ha hecho llorar es EL CRIMEN DE LOS DIOSES de Joana Pol, y me he rendido a esta historia, de la que han dicho que está entre Tolkien y Shakespeare. Lo de Tolkien supongo que es por la melancolía de sus paisajes, lo de Shakespeare ya es mas evidente: no soy el unico que ha llorado con esas historias de pasion. Por supuesto, las ilustraciones ayudan