martes, julio 11

Rituales de verano: la noche

Mis padres, José y Leonor, tenían los ritmos vitales desajustados. Mi padre se acostaba muy pronto, nunca más tarde de las doce, y solía levantarse a las siete de la mañana, mientras que mi madre se levantaba tardísimo y se iba a la cama más tarde aún. La verdad, no sé en qué tres momentos coincidieron despiertos en el tálamo para poder mandarle encargos a la cigüeña... Durante las siestas, supongo. El caso es que sus hijos –en particular el segundo y éste, su seguro servidor, el tercero- heredaron la nocturnidad de doña Leonor. Cuando yo era pequeño –digamos doce o trece años- y estaba de vacaciones, podía quedarme despierto hasta la hora que me viniese en gana. Muchas veces, cuando la programación de la única cadena de TV que había por aquel entonces tocaba a su fin, me sentaba junto a la ventana y leía un libro –quizá un ejemplar de Más Allá- al tiempo que, de vez en cuando, miraba hacia la calle.

Por aquel entonces –estoy hablando de mediados de los sesenta-, los porteros, después de cenar, solían sacar unas sillas junto a los portales y tomaban el (relativo) fresco de la noche mientras charlaban en torno a un botijo...

INCISO: éstas son las cosas que jamás les cuento a mis hijos para que no piensen que su padre procede del pleistoceno.

...Los porteros, tras un rato de cháchara, se iban a dormir; poco después, aparecían los basureros y, por último, los regadores con sus mangueras. Finalmente las calles quedaban desiertas. Entonces comenzaba la magia. En casa teníamos perros, y yo, como último mono oficial de nuestro hogar, era el encargado de sacarlos a pasear, así que salía con Bari y Tarik y comenzaba a recorrer las calles. No había nadie, ni peatones ni coches, pero los semáforos seguían funcionando, verde, naranja y rojo, una y otra vez, aunque no había nadie, salvo yo, para apreciar su intermitencia. No sé por qué, pero me fascinaban esas luces. Igual que me fascinaban las nubes de mosquitos que revoloteaban en torno a las farolas. O las ventanas iluminadas en plena madrugada; ¿por qué están despiertos los moradores de esas casas mientras todo el mundo duerme? No sé quiénes son, pero en cierto modo me siento hermanado a ellos, pues compartimos el tiempo secreto de la noche y estamos sujetos a las arcanas reglas de las fraternidad de los noctámbulos.

Algunas noches de verano te deparan sorpresas. Cuando vivía con mis padres, dormía frente a una ventana; una madrugada, serían las tres o las cuatro, algo me despertó. La Luna, una inmensa Luna llena, inundaba con su luz mi habitación. Era una claridad asombrosa, mágica. Me levanté, me asomé a la ventana y, contemplando la Luna, encendí un cigarrillo. Mis padres no me dejaban fumar, pero la noche era mi aliada, así que fumé lentamente, sumido en una incierta, aunque intensísima, sensación de plenitud y felicidad. Rosa Montero dijo una vez que toda persona tiene una Luna en su vida; pues bien, aquélla fue mi Luna y aquél mi mejor cigarrillo.

¿Y las estrellas? La luz eléctrica es genial, pero al inventarla Edison nos robó las estrellas. Las ciudades no tienen estrellas, así que hay que salir de ellas y alejarse mucho, mucho, para poder contemplar el mayor espectáculo que nos ofrece la naturaleza: el firmamento. Hace unos cuantos años –no demasiados- yo me encontraba en la sierra de Madrid con unos amigos. El cielo estaba cuajado de estrellas; nos fumamos un canutito y me tumbé sobre la hierba para contemplar el cielo nocturno. La Vía Láctea se distinguía con nitidez, el firmamento parecía una cúpula tachonada de diamantes. Era muy hermoso. Entonces se me ocurrió una idea un tanto perturbadora: siendo la Tierra esférica, no existe arriba ni abajo. Por tanto, ese firmamento que yo asumía como una bóveda, podía contemplarse también como un abismo. Lo miré, pues, como si fuera un abismo y os juro que jamás he experimentado tanto vértigo. Aunque reconozco que fue un mareo agradable. Cósmico, diría yo.

Recuerdo que cuando era muy pequeño –seis o siete años- vi una lluvia de estrellas. No sé dónde, ni cuándo; sólo sé que era verano y el cielo estaba lleno de estrellas fugaces. Todos los veranos, allá entre finales de julio y comienzos de agosto, la Tierra cruza la trayectoria del cometa Swift-Tuttle y un montón de partículas, minúsculos escombros cometarios, se precipitan a la Tierra convertidas en meteoritos que arden por la fricción con la atmósfera. Son las Perseidas, también conocidas como Lágrimas de San Lorenzo. Según he leído en Internet, para esta misma madrugada (es 11 de julio) está prevista la primera oleada de Perseidas. En Madrid el cielo está nublado; mala suerte. Aunque, por otro lado, nunca te puedes fiar de un astrónomo. Hace años, me encontraba de vacaciones en los Pirineos, en Jaca, cuando me enteré de que estaba prevista la mayor lluvia de estrellas del siglo. El acontecimiento comenzaría a eso de las tres de la madrugada, así que esa noche dejé a mi mujer durmiendo tranquilamente, cogí el coche y me fui a la cima de una puñetera montaña para hincharme de ver estrellas fugaces. Vi tres y creo que una de ellas me la imaginé. Regresé a Jaca con cara de capullo y considerando la posibilidad de dinamitar algún observatorio astronómico.

Es curioso, las noches de invierno parecen vueltas hacia dentro, mientras que las de verano son expansivas. Son noches ligeras, con sabor a horchata y olor a madreselva, noches de estrellas, de ginebra y de miel. ¿No tenéis a veces la sensación de que las cosas valiosas se os escapan, como el agua entre los dedos, de que lo realmente importante fluye a vuestro alrededor sin que os deis cuenta, mientras concentráis toda vuestra atención en lo accesorio? Eso, al menos, me sucede a mí; tengo la sensación de que extravío los veranos y los inviernos, de que dejo escapar las primaveras y los otoños; estoy y no estoy al mismo tiempo, veo y no veo, siento y no siento. Creo que he perdido el sabor de las noches de verano...

No sé, supongo que me estoy haciendo viejo.

9 comentarios:

Anónimo dijo...

qué entrada más nostálgica César. La verdad que la infancia y juventud tienen ese tipo de experiencias. Me crié en un pueblo de Cádiz, y recuerdo esos veranos viendo estrellas y cogiendo frutas de los árboles, paseando por el campo con unos amigos míos que eran unos cazurros de cuidado (no sabían leer, y yo los convencía para ir a la biblioteca y les leía los tebeos de tintin). Es una sensación de libertad, de aventura. Cada día de niño es un descubrimiento. Hasta el amor juvenil tiene un sabor que le es propio y que luego se pierde. De mayor todo es demasiado serio, se pierde espontaneidad, no disfrutamos de las cosas, en fin. Que posiblemente sea la vejez querido amigo. Siempre me ha aterrado cuando los viejos se quedan esperando durante años la muerte, aunque aún estén bien de salud, como si no tuvieran más función que la de vegetar (como los del sanatorio de tu relato) y rememorar, viviendo en el pasado. Porca miseria.

Anónimo dijo...

El día que eres consciente del paso del tiempo, es el día que pierdes la infancia. Y marca la salida de cuando los días "empiezan a volar".

Hacerse viejo es cuando el tiempo "vuela". Cuando recuerdas mejor el paisaje de tu calle de hace 20 años que el de ayer, tu cole de la infancia que tu oficina. Cuando no te fijas en lo que te rodea porque crees que ya lo conoces.

(Tengo una teoría para esto, pero ocupa mucho explicarla).

Pero Mazarbul, seremos viejos "despiertos", a los que nos guste leer, ir al cine, HACER cosas... Los viejos que esperan la muerte fueron educados en "la vida es el trabajo y la familia", y cuando se acaba el trabajo y se van los hijos ¡se acaba la vida!

Yo creo que nosotros somos ya de la generación del ocio. Siempre tendremos cosas por hacer. Seremos unos viejitos enrrollados.

¡Ah! Los astrónomos no mienten, sino los medios de comunicación: Puedes ver tantas estrellas la noche del 11 de agosto, como la del 12, 13, 14... La cuestión es mirar alrededor de esa fecha. No hay "horas exactas" (faltaría más).

miwok dijo...

Construir cabañas, fabricar tirachinas, bañarte en la piscina de todos los vecinos, coger fruta, bicicletas,secretos,helados,cuidar conejitos,comer flores (una campanillas amarillas que aún efecto raro debían tener,porque enganchaban y hacían sonreír), subirse a los árboles, escondite, guerra de globos de agua...y una anécdota...
Una tarde de verano, 2 niñas pequeñas, y un cielo muy despejado...
¿Qué es eso grande y redondo? Dice la más pequeña, señala muy arriba...
Es la Tierra, un planeta...digo yo, que a mis 6 años me creía muy lista...
Un adulto, que nos oye: No, eso es la Luna, la Tierra es donde estamos nosotros...

Debo decir que no me conveció.

Anónimo dijo...

hola anonima, lo terrible es uqe no estoy muy seguro de lo que me dices. He conocido gente que era activa, con un sentido del ocio )cine, literatura, etc...), y en la vejez acaron prostrandose, como si les hubiera invadido una enfermedad mortal (sin tener ninguna). Y yo me preguntaba cómo podía dejar de dibujsr, pintar, escribir. Todo le daba igual. No se, desde luego el ocio y autocultivarse es un antídoto, pero no se si infalible. Tb he conocidos casos contrarios. De estar hasta el ultimo minuto haciendo planes como si fuera a vivir mil años. En fin, cada uno encara el toro intentando hacer la mejor faena. En cualquier caso, la vejez es algo que me parece terrible, espantosa, por lo que supone de perdida de fuerzas y limitacion personal(fisica, psiquica, entorno, etc...).

Anónimo dijo...

Mazarbul, la pérdida de fuerzas y llegada de nuevas limitaciones es una castaña, pero ¡es lo que hay! Así que en los años que nos queden hasta entonces, ¿qué te parece si vamos intentando hacernos a la idea?

(Como ya hemos comentado alguna vez, nuestra cultura obvia la muerte y hace de la juventud un altar... Y, claro, la realidad es que nos morimos y nos hacemos viejos. Vaya sorpresa).

Yo quiero ser una jubilada como alguno que conozco: bridge, pitch and putt, inglés, la comida semanal con los ex compis también jubilados... ¡Si no tiene ni tiempo para colaborar con una ONG como siempre había querido!

Se hará lo que se pueda para llegar ahí...

César dijo...

Mazarbul: ¿te has fijado en cuántos escritores e intelectuales conservan una envidiable lucidez cuando llegan a edades muy avanzadas? Usar el coco es una sana gimnasia. Y sí, la vejez tiene toda la pinta de ser un coñazo.

Anónima de las 9:59: por supuesto, seremos uno viejecitos guay (y yo, además, verde). Lo de los astrónomos, huelga decirlo, iba en coña.

Miwok: qué bonito comentario. Parece un relato ultracorto (me encanta el final)

Anónimo dijo...

Francisco Ayala, por ejemplo. Es envidiable cómo con cien años está más agil que mucha gente con 30 tacos menos. Supongo que hay que tener un aliciente pa tirar palante. Bueno, y eso suponiendo que seguiremos en una sociedad de bienestar, porque tal cómo va el mundo, el tema d elas pensiones puede estar jodido, y acabemos como homeless. ¡Glup¡
En EEUU me sorprendió ver cómo había viejecitas empujando carritos de la compra o llenando bolsas de la compra de clientes. Por lo visto, no tenían nada, con 70 u 80 tacos, y así se ganaban unas monedas. Escalofriante. El primer pais del mundo, y con una pobreza interna enorme.

Anónimo dijo...

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Anónimo dijo...

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