sábado, octubre 28

Elogio de lo inútil

Si de entre todos los relatos cortos que he escrito me preguntaran cuál es mi favorito, escogería El rebaño -El Círculo de Jericó (Ediciones B 1995) Antología de la ciencia ficción española (Minotauro, 2003)-. La génesis de esa historia tuvo lugar cinco o seis años antes de escribirla, cuando, mientras recorría el Pirineo de Huesca, vi un rebaño de ovejas cuidado por un pastor y su perro. Estuve un rato mirando y advertí que el pastor no hacía nada, pues era el perro quien controlaba en todo momento a las ovejas. Entonces me pregunté: ¿qué pasaría si el pastor no estuviese, si la humanidad entera hubiese desaparecido, y un perro siguiera, durante años, cuidando un rebaño? La sensación de soledad y de pérdida que experimenté al barajar esa idea se quedó grabada en mi mente hasta cristalizar, al cabo del tiempo, en un relato.

Pues bien, así de sencillo es el argumento de El rebaño. En un futuro muy cercano –pasado mañana-, la humanidad ha desaparecido a causa de una guerra biológica, pero un perro llamado Brezo sigue pastoreando un rebaño de ovejas durante años, aunque esa labor carezca ya de sentido. Simultáneamente, un satélite artificial de observación dotado de casi inteligencia artificial, continua registrando y enviando datos, aunque ya no hay nadie que le escuche. Dos seres, un animal y un artefacto, dedican los últimos años de su existencia a algo absolutamente inútil. Sin embargo, tal y como yo lo veo, es precisamente esa inutilidad lo que otorga una inmensa grandeza al perro de la historia. Porque, con frecuencia, se asocia la palabra “inútil” a algo desechable, o intrascendente, o poco importante, y sin duda en alguna de sus acepciones esto es correcto; pero no en todas.

Esto viene a cuento a causa de los comentarios provocados por el discurso de Paul Auster que reproduje parcialmente en la anterior entrada. La mayor parte de ellos venían a decir: “¿Cómo que la literatura es inútil? De eso nada; es algo imprescindible, maravilloso, utilísimo”. E incluso se citaban un par de ejemplos de cómo la literatura puede ha sido útil socialmente.

Uno de los amables contertulios comentaba, defendiendo la utilidad de la literatura, que no hay nada más poderoso que las ideas y, por tanto, nada más útil. Y es verdad. Hay libros que han ejercido una poderosísima influencia sobre la humanidad y sus actos. Por ejemplo, La Biblia, El Corán, Mein Kampf, El Capital, El protocolo de los sabios de Sión, los tratados aristotélicos y un montón de obras más. Pero Auster no se refería a esa clase de libros, sino a la ficción, a la narrativa. Y, en efecto, la literatura de ficción ha ejercido escasísima influencia práctica a nivel social, aunque siempre habrá alguna que otra excepción, por supuesto. Pero, en general, la narrativa es algo inútil.

Y aquí deberíamos meditar sobre lo que quiere decir Auster cuando maneja los términos utilidad e inutilidad. Pero, ojo, lo vamos a hacer desde el punto de vista de nuestra opulenta civilización occidental. Bien; a las cosas útiles las vamos a llamar “necesidades”, y a la inútiles “lujos”. ¿Vale? Bueno, pues las necesidades son algo que está ahí, que forma parte de nuestro paisaje, pero que no valoramos especialmente porque se trata de cosas normales y cotidianas. No nos emocionamos cuando apretamos una clavija y se encienden las luces, ni cantamos himnos de alegría cada vez abrimos un grifo y sale agua. De hecho, sólo damos importancia a las necesidades cuando desaparecen. ¿Habéis sufrido algún corte eléctrico en vuestra casa? Pues ya sabéis lo que es volver a la edad de piedra. En resumen, las necesidades (con la excepción de la comida) no nos proporcionan placer por sí mismas, pero sí una profunda desdicha cuando no están.

¿Y qué pasa con los lujos? Pues que ocurre lo contrario; en principio, carecer de lujos no nos hace, ni mucho menos, tan desdichados como carecer de necesidades. De hecho, hay un montón de lujos que no me hacen particularmente infeliz por no poseerlos, porque ignoro lo que se siente al tenerlos. Igual, por cierto, que hay un montón de personas que son enteramente felices pese a no haber leído jamás un libro (o a lo mejor precisamente por ello, quién sabe).

El valor de los lujos, por tanto, no depende de su ausencia, sino que brota por su presencia. Yo no era infeliz por no leer, por ejemplo, a Mark Twain, pero fui más feliz cuando lo leí. Ésa precisamente es la función de los lujos: darnos algo que está más allá de las necesidades, brindarnos placer y felicidad. Y eso es exactamente lo que hace el arte: expande nuestra vida y nos proporciona placer. Porque, afortunadamente, el arte no es una necesidad, sino un lujo.

Es más, no sólo sostengo que el arte, y más concretamente la narrativa, es algo inútil; además, afirmo que debe serlo, pues el arte útil en cierto modo está pervertido. Veréis, una de las premisas básicas para que el arte sea arte reside en la libertad del artista para crear sin más restricciones que las que él mismo decida imponerse. Pues bien, cuando el arte obedece a razones prácticas, cuando se pone en función de una utilidad, parte de esa libertad que antes mencionaba se pierde y el arte deja de ser arte para convertirse en una herramienta; útil quizá, pero sin alma. Eso ocurre, por ejemplo, con la (terrible) literatura didáctica, con el realismo pictórico soviético o con el cine propagandístico norteamericano. Naturalmente, siempre habrá excepciones; pero serán eso: excepciones. El arte debe ser libre y la única forma de serlo es no depender de nada, ni siquiera de la utilidad.

Naturalmente, todo esto lo digo desde un punto de vista social, porque individualmente las cosas son muy distintas. Para mí, como supongo que para todos los que frecuentan este blog, la narrativa es algo importantísimo. Mi existencia sería mucho más triste si no pudiera leer, ver o escuchar historias. Incluso sería más triste si no pudiera escribirlas o, cuando menos, imaginarlas. No me moriría si no leyese, claro; la literatura no es estrictamente vital... pero contribuye a darle sentido a mi vida, igual que su inútil labor de pastoreo daba sentido a la vida del perro de mi relato.

Así pues, no hay que rasgarse las vestiduras porque Auster diga que la literatura es inútil. Pensad que, a veces, por un exceso de amor y de pasión, tendemos a convertir estatuas en ídolos, y una estatua puede ser maravillosa sin necesidad de adorarla. No pongamos la literatura en un altar, no nos inclinemos ante ella con pasmada devoción. Gracias a dios, la literatura no es dios. La literatura es un juego maravilloso que, como todo juego, no necesita servir para nada. Porque si sirviese, ya no sería un juego.

En lo que a mí respecta, prefiero considerar la narrativa un lujo del que afortunadamente puedo disfrutar en cualquier momento. Lo que pasa es que, al cabo del tiempo, los lujos acaban por convertirse en imprescindibles...

3 comentarios:

Mariano Planells dijo...

Yo hablo por mí: Todo aquello que me rebaja el nivel de ansiedad (sin anularla del todo, un poco de ansiedad es imprescindible) me hace mejor persona, me es útil y es útil a quienes se relacionan conmigo. Me acerca bien a la naturaleza y a las otras personas.
La narrativa, la ficción, la simulación teatral, el arte, las pinturas rupestres, la música...¿me rebajan la ansiedad?
(aquí excluyo en clave de humor la obra de algunos creadores minimal que me ponen de los nervios).
Si la respuesta es sí, entonces la conclusión es...

Anónimo dijo...

El arte útil en modo alguno, Fray, es una perversión. No, no, es estupendo. Y mayoritario siempre y en todos los campos. Solo que su nombre real no es arte sino artesanía. El arte propiamente dicho, en efecto, trátese del campo de que se trate, es inútil,; feliz e intencionadamente inútil. En su ausencia de utilidad reside su esencia (y también su grandeza). El único problema que ha existido siempre es que no hay artesano -la mayoría, repito- que no se considere un artista -ínfima minoría-; de ahí el lío perpetuo.

César dijo...

Mariano: como digo en la entrada, a nivel individual cada cual afronta la literatura, y el arte en general, como le place. Un novela no cambiará la sociedad, pero puede cambiarte a ti.

Llamero: amen, viejo amigo.