martes, mayo 29

¿Prohibido prohibir?

Hace poco, un amable merodeador de Babel se lamentaba de la tendencia de nuestra generación a prohibir. En realidad, bastante gente –casi todos progresistas, personas de izquierdas; aunque en cierto sentido, el económico, también muchos de derechas-, bastante gente, insisto, sostiene que no debería prohibirse nada, que prohibir es una actitud fascista. “Prohibido prohibir”, rezaba la consigna de mayo del 68.

Y, la verdad, es una idea que suena bien, sugerente, acariciadora. ¿A quién le gusta que le prohíban algo? De hecho, toda prohibición lleva implícita una invitación a infringirla. Si alguien dice: “prohibido comer bosta de vaca”, me entran unas ganas enormes de ponerme ciego a boñigas, y no por cuprofagia, sino por rebeldía. Y esto es así no tanto porque me impidan hacer algo (que a lo mejor ni siquiera deseo, como en el caso de la bosta), sino por el hecho de que alguien se arrogue el poder de decidir lo que puedo o no puedo hacer. Porque toda prohibición lleva implícito el concepto de “poder”; en caso contrario, ¿quién dictaría las prohibiciones y quién las impondría? El poder, por supuesto, adopte la forma que adopte. Y como siento un profundo recelo hacia el poder, reconozco que me resulta atractivo ese lema del prohibido prohibir. Sintoniza con mis fobias y mis filias.

Hasta que me paro a pensarlo con detenimiento y tropiezo con la cruda realidad. Vamos a ver, ¿prohibido prohibir... todo? ¿No deberían prohibirse el asesinato, el robo, la tortura, las violaciones o el maltrato infantil? O, descendiendo un peldaño en la escala de la gravedad, ¿deberían prohibirse las direcciones prohibidas, los semáforos, los ceda el paso y los stop? Y ya adentrándonos en lo más nimio, ¿qué pasa con los juegos? Todo juego tiene unas normas que incluyen restricciones. ¿Deberíamos olvidarnos de ellas y mover la reina como un caballo o aceptar pulpo como animal de compañía? Algo falla en eso del “prohibido prohibir”. De entrada, si suscribimos el principio humanista de que mi libertad acaba donde empieza la tuya, ahí nos topamos con un buen montón de restricciones “naturales”, por decirlo así. Prohibido agredirte, prohibido invadir tus propiedades, prohibido restringir tu derecho de expresión o, por ejemplo, prohibido hacerte un pijama de saliva sin tu consentimiento (en el caso de que seas Halle Berry).

La verdad –y aunque suene fachorra decir esto-, creo que las prohibiciones, además de inevitables, son imprescindibles para nuestro desarrollo como seres sociales. Incluso diría que son absolutamente necesarias para nuestro equilibrio psicológico (y si no el nuestro, al menos sí el de los demás). Ya sé que me pongo pesado contando anécdotas personales, pero como el blog es mío os jorobáis, así que os voy a contar no una, sino dos.

La primera sucedió hace, puf, no sé cuántos años; probablemente a mediados o finales de los setenta. Era invierno; seis amigos/as estábamos en un pueblo de la sierra de Madrid pasando el fin de semana. Una tarde, después de comer, salimos a dar un vuelta por el campo y allí, en medio de una pradera, nos encontramos con una más o menos joven madre que jugaba al balón con su hijo de seis o siete años de edad. Nos pusimos a hablar con ella y descubrimos que era periodista, que estaba separada y que era muy, pero que muy moderna y enrollada. En cuanto al niño, sólo adelantaré que se trataba de una criatura de aspecto angelical, lo cual demuestra que el rostro nunca es el espejo del alma. En fin, tras dar un paseo, invitamos a la madre a tomar un café en casa y allí nos dirigimos. Preparamos una cafetera, nos acomodamos los adultos en el salón, formando un corro con las sillas y los sillones, y seguimos charlando. Entre tanto, el niño se puso a jugar con el balón. La pregunta es: ¿cómo jugaba al balón? Pues giraba alrededor de nosotros y hacía rebotar su pelota contra nuestras cabezas. Algo muy molesto, creedme, pero la madre no decía nada. Y es que la madre era tan moderna, tan modernísima, que, según confesó orgullosa, seguía fielmente las enseñanzas educativas del Dr. Spock. No, no me refiero al orejudo de Star Trek, sino a Benjamín Spock, un pediatra norteamericano que a finales de los 40 escribió una serie de libros donde preconizaba que los niños debían ser educados sin ningún tipo de prohibiciones –lo que podrían traumatizarles-, permitiendo así el libre y armónico desarrollo de su naturaleza. En resumen: a aquel niño no le había reñido nunca nadie, siempre había hecho lo que le había salido de las narices.

Bueno, tras dar unas cuantas vueltas peloteando contra nuestros cráneos, aquella semilla del demonio decidió que mi cabeza, quizá por ser la más grande, era la más adecuada para convertirse en su frontón exclusivo y, a partir de aquel momento, comenzó a hacer rebotar la pelota, una y otra vez, contra mi nuca. Vale, era un balón de plástico y el niño no tenía mucha fuerza, pero ¿os imagináis lo irritante que puede ser un constante golpeteo contra la cabezota? Al cabo de unos minutos, me volví hacia el niño y, con gélida sonrisa, pero fingidamente dulce tono, le pedí por favor que dejara de darme pelotazos. Entonces, la madre intervino y me espetó: “No le hagas caso; enseguida se aburrirá y se pondrá a hacer otra cosa”.

Pero, ¿cómo no iba a hacerle caso si no paraba de aporrearme la mollera? Además, aquel monstruo, lejos de aburrirse, parecía infatigable, una mente obsesiva que había encontrado el objetivo de su existencia en el acto de arrearme pelotazos. Y así siguió un buen rato, pum-pum-pum-pum..., hasta que el azar y la balística unieron sus fuerzas para que la pelota, en uno de los rebotes, cayera en mi regazo en vez de volver a las manos del niño. Oh, santa Madona, qué satisfacción experimenté en aquel momento... Me volví hacia el niño, que tendía los bracitos, impaciente, exigiéndome la devolución de la pelota, y le sonreí con ternura. “Toma, guapo”, dije; y le lancé el balón. Se lo lancé con fuerza; es decir, con toda la fuerza que pude imprimirle al esférico sin que el gesto me delatase. Bastante fuerza, digamos.

La pelota, bendita sea, impactó vigorosamente contra la cara del niño, que se cayó de culo y rompió a berrear como un poseso. Me levanté inmediatamente, deshaciéndome en disculpas. “Pobrecito”, dije, secretamente orgulloso de mi puntería; “¡“la he tirado demasiado fuerte. ¿Te he hecho pupa?”. "¡SÍÍÍÍÍÍÍÍ!”, aulló el niño para mi íntima satisfacción. Afortunadamente, la madre creía tanto en la libertad de acción de su retoño como en su derecho a sufrir sin que ningún adulto le prestase particular atención, de modo que la cosa no pasó de ahí. Tras unos cuantos minutos de sonoros alaridos, el niño se sorbió los mocos, cogió su balón y se puso a jugar. Pero, atención amigos míos, aquel cachorro de Satanás continuó rebotando la pelota contra la cabeza de todos los presentes, salvo una: la mía.

Y es que yo, probablemente por primera vez en su existencia, había plantado una severa restricción frente a él. Un castigo, dirá alguien; pero no, no era un castigo porque no hubo reprimenda. Ni siquiera fue una lección, sino una advertencia. Aquel pelotazo quería decir: “Ojo, chaval, la cabeza de ese tipo grande y barbudo es tabú. Porque puede que tu madre sea un cordero contigo, y puede que el resto de la gente que hay aquí esté tan bien educada como para aguantarte en silencio, como a las almorranas, pero ese tipo grande y barbudo tiene los suficientemente pocos escrúpulos como para permitirse sacudirle un balonazo en los morros a un niño tan pequeño como tú sin que su conciencia vacile ni un segundo. Ya, ya sé que en el fondo no tienes la culpa; los responsables son tu madre y el Dr. Spock, pero consuélate pensando que este balonazo que acabas de recibir es la primera lección que te da la vida acerca de lo que puedes y no puedes hacer”. Sí, eso decía el pelotazo, y hay que reconocer que era un pelotazo de lo más locuaz.

La segunda anécdota ocurrió en 1983 y también tiene que ver con un niño. Resulta que un matrimonio venezolano, a quienes había conocido un par de años antes en Caracas, vino a Madrid de vacaciones. No importa cómo se llamaban; baste decir que ambos se dedicaban al mundo del espectáculo y que eran muy populares en su país; sobre todo él, un conocidísimo actor, presentador de TV y locutor. Además, estaban podridos de pasta. Por último, tenían un hijo de unos once o doce años que les acompañaba en sus vacaciones europeas. Ese niño, como descubriría poco después, era el ejemplo perfecto de hasta qué punto unos padres ricos pueden maleducar a su primogénito consintiéndoselo todo. Era un monstruo, pero el muy cabrón disimulaba; por lo menos al principio.

En fin, llegó la familia venezolana y nos fuimos a cenar con ellos; mi hermano, mi cuñada, mi mujer y yo. Durante la cena, el niño se portó razonablemente bien; supongo que estaba bajo los efectos del jet lag. Pero después de la cena decidimos ir a tomar una copa a no sé dónde; como había dos coches, el matrimonio fue con mis hermanos y su hijo con mi mujer y conmigo. Así que nos dirigimos los tres al aparcamiento, pagué, me dieron una ficha y nos montamos en el coche. Al llegar a la salida, el niño me dijo que quería echar la ficha en el aparato y yo, tan paternal como cándidamente, se la entregué. Él, sentado en el asiento trasero, bajó la ventanilla, sonrió malignamente... y arrojó la ficha cuan lejos pudo. Me quedé mirando el lugar de aquel oscuro aparcamiento por donde había desaparecido la ficha, tragué saliva, conté hasta cien y me recordé a mí mismo que el infanticidio está castigado con severas penas de cárcel. Luego, bajé del coche y me puse a buscar la ficha. Tardé mucho en encontrarla, mucho, mucho, mucho, pero finalmente di con ella. Cuando regresé al coche, el niño me pidió que le entregara otra vez la ficha, asegurándome que no la iba a tirar y que se limitaría a meterla en el aparato. Le expresé con claridad que ni jarto de vino pensaba darle otra vez la ficha, la eché personalmente en el cestito que había junto a la barrera y nos pusimos en marcha.

Yo debí de ser una de las escasas personas que había osado negarle algo a aquel pequeño villano y la cosa no pareció gustarle, porque entonces, de repente, se puso a darme guantazos en la cabeza (¿qué tendrá mi ilustre cráneo para cierto tipo de niños?). Atención: ya no estamos hablando de un niñito de seis o siete años, sino de un chaval preadolescente sin duda entrenado en sacudirle con entusiasmo a la servidumbre de su mansión caraqueña. Aquel hijo de puta, en resumen, me estaba arreando con todas sus fuerzas y me estaba haciendo verdadero daño. Le pedí que parara y él me respondió con una enérgica colleja. Le exigí que parara y él repitió la agresión. Entonces, recurrí a las amenazas: “Si vuelves a pegarme, paro el coche y te meto en un cubo de basura”, dije. ¿Qué hizo la alimaña? Levantó un pie y me propinó un patada en el cráneo, un contundente puntapié que lanzó mi cabeza hacia delante y me hizo ver las estrellas. Luego, después de las estrellas, lo vi todo rojo.

La gracia divina (la divinidad en concreto fue Thor, dios de la guerra) quiso que pocos metros por delante de nosotros hubiera un contenedor de basura. Paré el coche, abrí el contenedor y saqué al niño del vehículo. Tuve que sacarle a rastras, lo reconozco, y eludiendo las patadas que dirigía a mis partes nobles, pero yo era más fuerte, así que lo alcé del suelo, lo cogí por los tobillos y lo introduje cabeza abajo en el contenedor, dejándolo suspendido en el aire, con la cara muy próxima a las malolientes bolsas de basura que allí se amontonaban. Entonces le dije: “Escucha, comadreja: si vuelves a pegarme, a tocarme o tan siquiera a mirarme, te juro que te arranco los higadillos, te echo a un contenedor y nadie volverá a saber de ti”. Lo mantuve unos cuantos segundos más suspendido sobre la basura y luego lo devolví al interior del coche. El niño se encerró en un reconcentrado mutismo y no volvió a pegarme, ni a hablarme, ni a mirarme siquiera. Eso sí, nada más reencontrarse con sus padres, me señaló con un acusador dedo y les dijo: “¡Me ha metido en un cubo de basura!”. Yo me limité a sonreír con inocencia y respondí: “Estábamos jugando”. El caso es que, durante el resto de la estancia de los venezolanos, aquel engendro malcriado se mantuvo a una prudente y muy satisfactoria distancia de mí. Yo, de nuevo, era tabú.

Cuento estas dos anécdotas para ilustrar hasta qué punto la carencia de restricciones puede, durante el proceso de formación, crear monstruos. Ambos niños, cada uno a su manera, habían sido criados sin imposiciones, sin prohibiciones, de tal modo que su ego se expandía por todas partes, eran el centro del universo, podían hacer lo que les viniera en gana. Y no creáis que eso era así sólo porque se trataba de niños; con los adultos poco habituados a las restricciones sucede lo mismo. Lo que pasa es que un adulto no será tan directo (no me aporreará la cabeza, espero), actuará de forma más taimada y al final será mucho más hijo de puta que un niño. A fin de cuentas, un psicópata no es más que un ser humano sin limitaciones éticas, todo ego, un enorme YO.

Prohibido prohibir es una frase bonita, tentadora, pero sólo podría llevarse a cabo si fuéramos buenos. El problema es que no lo somos. Si permitimos que un ser humano se desarrolle en total libertad, sin recibir la menor imposición, sin que nadie le plantee prohibiciones ni límites, lo que obtenemos no es el buen salvaje de Rousseau, sino un mono egoísta y tocapelotas.

Por supuesto, eso no significa que haya que reglamentarlo todo. Debería prohibirse el menor número de cosas posible, aunque también es cierto que muchas cosas que hoy son enteramente legítimas deberían estar prohibidas. Adhiriéndome a una teoría de mi buen amigo Samael, lo ideal sería que evolucionásemos hacia el homo eticus. En ese caso no haría falta prohibir nada, porque nosotros mismos nos impondríamos nuestras propias restricciones. En realidad, lo hacemos habitualmente; si no violo a las mujeres no es porque la ley me lo prohíba, sino porque a mí, como a la mayor parte de los hombres, me repugna éticamente la idea de forzar a un ser humano. Pero no todas las personas somos iguales, no todos tenemos la misma moral. Además, en los extremos del arco ético la cosa está más o menos clara, pero en la zona central –ahí donde comienzan los balonazos y la collejas en el coco- todo es mucho más difuso.

18 comentarios:

Anónimo dijo...

En vez de un pensamiento profundo, he aquí una petición:

Querido César, déjate por una temporada de literatura juvenil, y escribe un libro de "Cómo educar a los niños". -Sería un éxito que combinaría el humor con la sana pedagogía-.

Ay, madre. Lo que me he reído. :D

Anónimo dijo...

mis comentarios sobre el Homo Eticus, ya han sido expuestos por ti mismo, de modo que no insistiré en ello. Pero mientras tanto llega ese estado evolutivo no nos queda más remedios que poner restricciones, y por supuesto, una buena educación es imprescindible. Podíamos hablar durante mucho tiempo sobre lo mal que se está amaestrando a los niños en estos momentos, precisamente por un exceso de permisividad, y que probablemente sea en parte la consecuencia de un sistema de vida en el que los padres se ven en deuda con sus hijos por no poder dedicarles todo el tiempo que les gustaría, y la forma que entienden de compensarles es dejándoles hacer lo que quieren.
Y para terminar, diré que según se va haciendo más compleja la sociedad, más complejo ha de ser el sistema de leyes. Está claro que si vivieramos en pequeños grupos de seres humanos no sería necesario ningún cuerpo jurídico pues todo se solventaría entre los miembros del grupo sin más problemas, pero claro, si somos un grupo de cien millones de personas, a ver cómo hablamos entre todos que lo que ha hecho Juanito no puede volver a repetirse.
y ya para terminar (lo juro) citaré una frase de un conquistador que bien pudo ser Alejandro, Anibal o cualquier otro que decía, "una sociedad que necesita más de 10 leyes para funcionar, es una sociedad podrida".
Ah, y antes de acabar (os engañé), lo malo de las prohibiciones no radica en las prohibiciones en si, sino en el juez que las interpreta, y para ilustrar esta verdad cósmica citaré otra frase, esta vez del retorcidísimo Cardenal Richelieu que dijo "dadme dos líneas escritas por el hombre más honrado y encontraré en ellas algún motivo para encarcelarlo".

Alberto T dijo...

Yo también conozco a un niño de esos a los que nunca les han prohibido nada, aunque por suerte desde hace un año está más tranquilo. Una vez, no recuerdo bien por qué, me lanzo una piedra enorme a la cabeza, por suerte falló, pero la cara de amenenaza que le puse debio hacerle efecto, porque luego conmigo estuvo más tranquilo de lo normal.

A los niños hay que prohibirles cosas, eso está claro, pero hay que saber prohibir, es un error caer en el "no puedes hacerlo porque lo digo yo y punto", así sólo vas a conseguir un niño que lo haga de todos modos cuando no miras, pero si se prohibe explicando, en tu caso, explicandole al niño que a la gente le molesta que le golpeen la cabeza, el niño o lo entiende o ya aplicas el castigo correspondiente, pero al menos sabe el porqué de la prohibición. Yo he visto como algunos padres prohiben cosas por el puro hecho de prohibir y nunca dan un argumento para explicar la prohibición.

Joan dijo...

Tiempo ha que no me pasaba por aquí y qué mejor ocasión que este post, ¡¡qué risa!!

Anécdotas narrativas aparte, la educación infantil parece una ardua tarea. Es por eso que, quizá muchos padres por falta de tiempo optan por el laissez faire y entonces nos encontramos con bichos como los descritos, tremendos cabrones más temibles que Atila.

Estoy completamente de acuerdo en lo del Homo Eticus. Como bien dices, la violación sería algo reprobable pero hay miles de comportamientos y situaciones muy discutibles. Además, ¿cada uno se impondría sus restricciones? Ojalá. El ser humano, a mi modo de ver, no es tan gregario ni actúa tan honestamente. La idea es buena y utópica a la par.

PS: Haberlo soltado en el cubo de basura te habria colmado de satisfacción, pero quizá estaría más cerca de la venganza que no de la advertencia/prohibición.

Saludos, señor Tabú para los niños (¡aléjate de ellos!)

Anónimo dijo...

Muy interesante :P Probablemente yo hubiera tirado al chaval en el cubo de la basura y lo hubiera dejado ahí. Al niño... Ese me da más pena. Probablemente me hubiera ensañado con la madre por tonta.

No me quejo de las prohibiciones. En mi opinión hay muy pocas y las que hay no se cumplen. Cuántas veces hemos visto a gente fumando burlándose casi del cartelito con un cigarrillo encendido bajo un disco prohibitivo! Lo que quería decir es lo que has dicho al principio del post: que lo prohibido es tentador. Si Dios el hubiera dicho a Adán "Ponte morado de manzanas hasta que no quede ni una" creo que ni se hubiera fijado en ellas. Mi generación igual. "No fumes" A los 12 (!!!) las chiquillas ya van con un cigarrillo en la mano. "No llegues tarde" Las mismas criajas vestidas de putas baratas de 18 años con más pintalabios que Marilyn Monroe y menos atractivo desfilando por la noche hasta las 6 de la madrugada. "No bebas" A esto se empieza algo más tarde creo yo... Pongamos a los 14, ya con un coma etílico. Muy bien, sí señor, con un par, diviértete. Y si te mueres, pues da igual, no eres tú quien va a perder un ser querido. "No te drogues" Qué no se ha probado cuando se llega a mi edad? (tengo 16 años) La gente a la que han educado con un poco de sesera (y aquí si tengo que decir que mi señora madre me ha educado sin darme mucho la paliza con lo que debía o no debía hacer) ni ha probado la mierda que venden ahora ni lo pretende. La gente "curiosa" ya no se sorprende de nada porque ya han "experimentado" con todo.

Y volvemos a lo mismo. Dile a alguien que no haga algo y lo hará. Dile a alguien que no diga algo y lo dirá. Dile a alguien que haga algo... Y puedes esperar sentado. Mi profesor de Ética mantenía que había que legalizar las drogas. Cuando lo oí me quedé a cuadros. Ahora creo que ya entiendo por qué.

Gran post. Un beso,

Cristina

Víctor Martínez dijo...

La idea del Homo Eticus me gusta, y creo que representa muy bien el tipo de educación humanista que intentó (no digo que con éxito, ojo) inculcarme mi padre: ideas como que no matar, agredir o molestar al prójimo son cosas "naturales" independientemente de que estén prohibidas o no. El respeto a las opiniones ajenas. El aprender por aprender, o el saber como un valor en sí mismo, etc.

Por desgracia la experiencia vital (con la sociedad hipercompetitiva en la que vivimos)y seres como Eduardo Zaplana me han convencido de que mi padre en realidad, más que darme armas, me estaba desarmando frente a la pragmática y cruda vida real. Somos ganado para el Homo Predator

Jorge dijo...

No "cuprofagia" (comer cobre) sino "coprofagia", supongo. Enhorabuena por lo que cuentas. En cuanto a lo de "prohibido prohibir", lo entiendo como "prohibido basar toda una sociedad solamente en prohibir", evitemos tener una actitud represiva con las generaciones que nos suceden. El resto es, como dice un acertado comentario, abandonarnos a los predadores de la misma especie.

Manuel dijo...

Sin ánimo de meterme en la parte más política que sugiere el artículo, voy a apostillar con un par de reflexiones sobre la parte psicológica del tema.

Parece que las prohibiciones o, más extensamente los corsés y las limitaciones, estimulan la creación artística. En algún sitio leí que el poeta Fulano (no recuerdo el nombre) mencionaba la necesidad que tenía él de ajustarse a un esquema métrico definido (soneto, cuarteta, redondilla...) para explotar su creatividad; según decía, necesitaba los límites de un formato rígido para estimular su ingenio.

Asimismo, las escuelas que aparentemente son más rompedoras por saltarse las convenciones de escuelas anteriores pueden tener también sus propias reglas, incluso más duras. Por ejemplo, el dodecafonismo -escuela de composición musical de mediados de siglo XX cuyo objetivo era romper los moldes de la tonalidad- tiene unas reglas muy estrictas para ser reconocido como tal; de tal forma que es más fácil componer tonalmente que atonalmente, aunque esto último parezca más sencillo porque aparentemente "todo vale".

Anónimo dijo...

dos comentarios:
Mi mujer es psicologa,trabaja con niños y pre-adoslecentes,está cientificamente constatado que la ausaencia de limites en la educación genera graves problemas tanto de integración social como en la psique. Los niños a los que no se les establece unos limites de conducta no saben como comportarse en socidad,no saben como integrarse y son,en el sentido literal de la palabra, salvajes.
Esto no es un respaldo al autoritarismo ya que el otro fallo en la educación es no hacer que los niños en la medida de su capacidad sean personas responsables.
Todo esto y mucho más se explica en programas como Supernanny y SOS adolescentes.

Anónimo dijo...

La verdad, poco más que añadir a lo que han comentado otros contertulios. Estoy en total acuerdo de que los límites son fundamentales para la educacion, ¿o es que nosotros podemos hacer lo que nos sale de los c...?. Al tema de los límites se le podría añadir el del esfuerzo. Otra manía social: que no se vayan a traumatizar esforzándose las criaturas. Como si la vida fuese fácil y se consiguiera todo a la primera y no tuviera uno que esforzarse.
De todas maneras creo que, por suerte, teorías tipo spock están ya decayendo, aunque siempre hay alguno que defienda tipos d eeducacion como esa.Lo veo en mis hijos, a veces me piden a gritos una colleja, y se quedan más suaves que un guante. Te miran hasta agradecidos.
Por cierto Fray Cesar, qué me he reído con tu post...

Anónimo dijo...

Los psicolgos han estudiado el efecto de los golpes en los niños: nulo.
Lo unico que generan es resentimiento hacia quien les golpea y les enseñas que cuando alguien hace algo mal ..hay que pegarle.
Es muchismo más eficaz la privación de algo positivo que cualquier tipo de violencia fisica.

CeJota (ceja grande) dijo...

Tengo un ejemplo cercano que veo un par de veces al año..., curiosamente, no tengo problema practicando la extinción (ignorar su comportamiento, suele funcionar razonablemente bien) el problema es cuando empieza a hacer de abusón con su hermana (la saca tres años) y con mi niña, de la edad de su hermana, ahí sí que me acabo metiendo por medio del modo más elegante que sé, y al final, cuando lo riñen sus padres (cuando la cosa ya clama al cielo) recurre al llanto. Pienso que ahí sí que estará sacando alguna conclusión.

Anónimo dijo...

¿Animan a la pequeña a que se defienda por si misma y le pare los pies?

CeJota (ceja grande) dijo...

Lógicamente, los niños tienen que irse buscando la vida, y hay que irles soltando cuerda, uno no puede estar permanentemente cuidándolos y en dicho sentido la política es no interferir con sus amigos y dejarla sola para que se vaya buscando la vida, y vaya elaborando sus propias estrategias.
El problema es cuando el tema te parece muy sangrante, entonces sí que se mete uno por medio.

Akaki dijo...

muy buen comentario.

Mrs Vane dijo...

¡Jua, jua, jua!
Lo que me he reído. ¡Vaya par de cabroncetes tocapelotas!!
Sin embargo creo que los niños lo que necesitan es buena educación y no prohibiciones tajantes. Lo mismo el resto de los humanos; necesitamos que nos guíen por el buen camino, sobre todo a los que están más desviados.
Solo no me ha gustado una cosa y es que dices que los que viven sin prohibiciones se convierten "en un mono egoísta y tocapelotas". Lo que me molesta es que equipares a un pobre simio con un cabrón humano tocapelotas.

Joaquín dijo...

Prodigioso relato, muy divertido. ¿Por qué nos harán reír tanto los infortunios ajenos, como ése que resbala con una piel de plátano?

Saludos

Anónimo dijo...

Prohibido prohibir!! ... la libertad comienza con una prohibición? ... ya sabemos donde termina...pero, será seguro decir que existe la libertad??? .. a mi parecer este concepto en sí no existe.... yo lo remplazaría por elección ....lo que el mundo llama libertad es la capacidad o "derecho" a elección..
Como sea… alguna personita por ahí decía que la libertad siempre implicaba una responsabilidad...desde ese punto de vista creo que prohibir la prohibición es la mejor forma de explicar qué es Libertad como general.

Saludos!!! ....