El otro día compré un libro llamado Dios no existe (Debate, 2009), de Christopher Hitchens. El título no deja lugar a dudas: se trata de un libro sobre ateismo; de hecho, es una recopilación de textos ateos de diversos autores, desde Lucrecio hasta Salman Rushdie, pasando por Mark Twain o Ian McEwan. El año anterior, la misma editorial había publicado otra obra del mismo autor, Dios no es bueno (Debate, 2008), un alegato acerca de lo perjuicios causados por la religión a lo largo de la historia. Ese mismo año se editó La Biblia del ateo (Seix Barral 2008), de Joan Konner, una antología de máximas ateas. Un año antes, apareció El espejismo de Dios (Espasa, 2007), un vigoroso ensayo ateo escrito por Richard Dawkins. Otro año atrás, se publicó Tratado de ateología (Anagrama, 2006), de Michel Onfray. Y tres años antes se editó Por qué no soy musulmán (Ediciones del Bronce 2003), de Ibn Warraq, un ejercicio de ateismo orientado contra el Islam.Paralelamente, han aparecido otros dos libros que, si bien no se centran en el ateismo, atacan las creencias pseudocientíficas y supersticiosas tan en boga en nuestro tiempo: Por qué creemos en cosas raras (Alba 2008), de Michael Shermer, y Los nuevos charlatanes (Ares y Mares 2008), de Damian Thompson. Ambos títulos critican, sobre todo, la pseudomística de baratillo de la New Age, las falsas medicinas como la homeopatía o la reflexoterapia, lo paranormal, las experiencias cercanas a la muerte, las abducciones OVNI y todas esas chaladuras, pero también dedican muchas páginas a combatir ciertos aspectos de la religión, como el furibundo ataque integrista contra el darwinismo basado en la impostura del “diseño inteligente”.
Yo diría que, en los últimos seis años, se han editado en nuestro país más libros sobre ateismo que durante el resto de nuestra democracia (antes, durante el franquismo, sencillamente estaban prohibidos). ¿Por qué este repentino interés por el pensamiento ateo? O, mejor aún, ¿por qué de repente los ateos se dedican a defender públicamente sus ideas? En realidad, es extraño, pues los ateos suelen ser poco dados al proselitismo. Todo ateo, generalmente en la juventud, ha pasado por un periodo durante el cual discutía con cualquier religioso que se le ponía delante. No obstante, el ateo pronto descubre que esas discusiones son inútiles, no conducen a nada y acaban resultando tediosas, así que el ateo decide callarse y no discutir salvo que le toquen mucho las narices. Además, el ateo sabe que los vientos de la historia le son favorables; las sociedades occidentales son cada vez más laicas, el peso de la religión cada vez es menor, así que basta con sentarse tranquilamente y confiar en que el proceso siga su curso.
El problema es que las religiones (particularmente las diversas ramas del cristianismo) también han advertido su decadencia y han decidido pasar al contraataque. Es evidente que los estamentos religiosos, aliados con los sectores políticos más conservadores –sean los neo-con de Bush o el PP de Aznar-, iniciaron una ofensiva en toda la regla para ocupar más nichos de poder en la sociedad. Y no me voy a molestar en ofrecer ejemplos, porque podéis encontrarlos en todos los medios de comunicación. Así pues, el despertar de los ateos, que no sólo puede constatarse por la proliferación de libros sobre el tema, sino también por acciones públicas como la de los autobuses con el lema “probablemente dios no existe”, no es en realidad un ataque contra la religión, sino una defensa del laicismo ante la ofensiva teísta.
Otra cuestión es, y ya centrándonos en España, cómo se plantea la iglesia católica esa ofensiva. Algunas de las cosas que hace las entiendo; no las comparto, pero las entiendo; sin embargo, otras... no sé, es como si hablaran y actuaran seres de otro planeta, o de otro tiempo. Por ejemplo, nuestro ínclito cardenal Antonio Cañizares ha declarado recientemente: "No es comparable lo que haya podido pasar en unos cuantos colegios" -en relación con los abusos a menores cometidos en escuelas católicas irlandesas entre los años 50 y 80- "con los millones de vidas destruidas por el aborto".
No pretendo iniciar un debate sobre el aborto; es un tema delicado y, en realidad, a nadie le gusta la idea de abortar, aunque algunos pensemos que es un derecho inalienable de la mujer. No obstante, no es lo mismo un aborto que un asesinato, igual que no es lo mismo partir por la mitad una semilla que talar un árbol. Incluso los propios antiabortistas aceptan implícitamente que no es lo mismo. De hecho, cuando una mujer sufre un aborto natural, es un disgusto, sí, una desilusión, pero nadie organiza un funeral ni se viste de luto. Y en el caso de los abortos provocados, muy pocos antiabortistas se atreven a pedir que las mujeres que han abortado sean castigadas con penas similares a las de los asesinos.
Pero el señor Cañizares ve las cosas de otra forma. Para él, la destrucción de embriones es un pecado horrible, pues no solo es asesinato, sino que además las víctimas son pobres seres inocentes e indefensos. Por el contrario, abusar sexualmente de unos cuantos miles de niños... en fin, nadie ha muerto, ¿verdad? El señor Cañizares sostiene que interrumpir el desarrollo de un organismo no consciente, un puñado de células en proceso de formación, es mucho más grave que destruir moral y psicológicamente a un niño. ¿Esa es la clase de ética que pretende vendernos la jerarquía católica? Así les va.
Pero vamos a suponer que el señor Cañizares tiene razón; aceptemos que el aborto es el crimen más execrable que pueda cometerse, una atrocidad por la cual las mujeres que abortan y los médicos que las asisten deberían arder en la hoguera. Vale, la pregunta es: ¿le resta eso ni un ápice de gravedad al delito de abusar sexualmente de un menor? Ya que hay abortos, ¿barra libre y monaguillos para todos?
A veces, los comentarios de algunos religiosos hacen más en pro del ateismo que todos los libros del mundo.










