Acabo (literalmente) de volver de Molina de Segura, donde he participado en la IV Edición del ciclo Escritores en su tinta, y estoy hecho polvo -eso de los aeropuertos cansa-, pero me apetece compartir una noticia con vosotros. Estando allí me dijeron que ya se había hecho público algo que me anunciaron la semana pasada, pero que me pidieron que mantuviera en secreto: mi novela La caligrafía secreta ha ganado la segunda edición del Premio Hache que convoca el Ayuntamiento de Cartagena.Y, la verdad, me hace mucha ilusión, porque estos premios (el Madarache para literatura general y el Hache para literatura juvenil) tienen una peculiaridad: son votados por los lectores. La cosa es así: los organizadores del premio eligen tres novelas finalistas y esas novelas se distribuyen entre una serie de lectores que previamente se han inscrito para tal fin. En esta ocasión votaron 1.254 jurados. Las otras dos finalistas eran Por el camino de Ulectra, de Martín Casariego, y La paloma y el degollado, de Fina Casaderrey.
La caligrafía secreta es mi última novela juvenil publicada y también una de las más especiales para mí. Por lo general, cuando acabo de escribir una novela el resultado final es inferior a lo que yo pretendía en un principio. En el caso de La caligrafía secreta ocurrió al contrario: lo que obtuve se me antojó mejor de lo que esperaba. Por otro lado, siempre digo que yo no escribo novelas para jóvenes, sino novelas que también les gustan a los jóvenes. No hago diferencias entre literatura general y literatura juvenil, lo juro (aunque algunos se empeñan en no creerme, qué le vamos a hacer). Pues bien, respecto a La caligrafía secreta este criterio es más radical que nunca. La novela está narrada por Diego Atienza en su vejez y cuenta lo que ocurrió durante el verano de 1789, cuando él era un joven aprendiz de calígrafo y viajó a París junto con su maestro, don Lázaro Aguirre de Salazar y Mendoza, con la sobrina de éste, Mariana, y con su cochero y guardaespaldas Tértulo Urriza, para ayudar a un antiguo alumno de don Lázaro que había sido contratado para copiar un misterioso libro llamado el Códice Bensalem. Se trata de una novela de misterio con un elemento fantástico en el centro de su argumento. Y el tratamiento es, porque pretendía serlo, absolutamente adulto.
En concreto, uno de los personajes que he citado, Tértulo Urriza, resulta particularmente “conflictivo”. Se trata de un hombre capaz de desarrollar una gran violencia, de un mentiroso crónico y de alguien muy, pero que muy procaz. Muchas de las historias que cuenta son sencillamente espantosas; las cuenta con humor y desfachatez y puede que no sean reales (o quizá sí), pero no dejan de ser genuinas barbaridades. Una profesora de literatura me dijo que esas historias eran demasiado fuertes y hacían que muchos profesores se cortaran a la hora de recomendar la novela. Me sugirió que las “suavizase”, pero yo, agradeciéndole el consejo, e incluso aceptando que tenía razón, no le hice ni caso. Tértulo es como es y ese pedazo de animal me cae demasiado bien como para arrebatarle una de las cosas que más le gusta hacer: escandalizar. Así que, aunque me robe miles de lectores, Tértulo se queda como está. Además, el premio Hache ha demostrado que, por muy bestia que sea, también le cae bien a los jóvenes.
Por lo demás, la novela cuenta con uno de los mejores finales que he escrito. Y, además, con uno de los escasos finales que justifican plenamente el hecho de que el narrador se haya tomado la molestia de escribir un texto tan largo. En fin, supongo que parece que me estoy dando autobombo con toda desfachatez, pero no es así (o no del todo, al menos). No comparo La caligrafía secreta con las novelas de otros autores, sino con mis propias novelas, y cuando digo que es un relato mejor de lo que esperaba, lo digo en el contexto de mi propia obra. Además, si los libros son como hijos, permitidme pavonearme un poco de que a un hijo mío le hayan dado un premio.
El próximo catorce de mayo viajaré a Cartagena para recoger el galardón en una gala ad hoc y así tendré la oportunidad de hacer en público lo que ahora hago en Babel; es decir, darles las gracias a los organizadores del premio y a los numerosos jurados. Sois muy majos.
Y a los demás, disculpas por permitir que mi estúpido ego asome las narices por aquí.
(Ya, ya, siempre lo hace, lo sé)


