Un sabio refrán reza: “No ofende
quien quiere, sino quien puede”. Es cierto; solo unas cuantas personas, las más
próximas a mí, pueden herirme con palabras, porque me importa su opinión. Pero
lo que me diga un desconocido, sencillamente me la trae al pairo. La mayor
parte de la gente (casi ocho mil millones de personas) pueden insultarme,
ponerme a parir o despreciarme, da igual: me resbala. Tampoco las ideas me
ofenden, por muy monstruosas que sean. Pueden abochornarme, indignarme o darme
vergüenza ajena; pero ¿ofenderme, como si fueran un agravio personal? De eso
nada.
En realidad, lo de las ofensas suena
un poco decimonónico, de cuando el honor era lo más importante y se lavaba
junto a la tapia de un convento, a sable o pistola. Un concepto de otros
tiempos. Y, sin embargo, rabiosamente actual. De hecho, hay toda una generación
a la que, si bien despectivamente, llaman los
ofendiditos. Y es cierto: hoy en día no se puede abrir la boca, o pulsar el
teclado, sin ofender a alguien.
El otro día, en el programa de TV Real Time With Bill Maher, una ex-alumna
de la universidad de Nueva York comentaba que en la parte trasera de su carné
de estudiante había un teléfono de urgencia para denunciar ofensas. ¡De
urgencia! Te ofenden y es como si te dispararan y necesitaras auxilio
inmediato. Resulta entre ridículo y estremecedor.
Vale, es cierto que mi libertad
termina donde empieza la tuya. Pero ojo, donde empieza tu libertad, no tu
susceptibilidad. La pregunta es ¿por qué sucede? Los nuevos censores socavan
hasta tal punto la libertad de expresión que, para ser ofensivo, basta con
discrepar aunque solo sea mínimamente del dogma políticamente correcto. ¿Cómo
hemos llegado a esto?
Siempre he pensado que las
relaciones humanas se rigen por principios similares a los económicos. Por
ejemplo, el valor de un producto depende de la relación entre la demanda y la
oferta. Si el producto es muy demandado y hay pocas unidades, sube de precio. Y
al revés: si es menos demandado y hay muchas unidades, el precio baja.
Pues bien, con los hijos sucede lo
mismo. Hace no mucho, pongamos que cuando yo era pequeño, la gente tenía un
montón de hijos. Por ejemplo, la familia de Pepa, mi mujer, son ocho hermanos,
y no se trataba de ninguna excepción. En 1960, el índice de natalidad era de
2,86. Actualmente es de 1’19; es decir, que cada pareja tiene una media de un
hijo y un quinto de otro, muy por debajo de la tasa de reposición.
El caso es que si, por ejemplo,
tienes seis hijos, inconscientemente el valor de cada hijo disminuye. Si se
muere uno es una tragedia, pero oye, te quedan cinco más. Ya, esto puede
parecer una burrada, lo sé; pero no olvidemos que antiguamente se tenían muchos
hijos porque más o menos la mitad la diñaban, y los supervivientes eran
necesarios para cuidar a los padres en su vejez.
Ahora supongamos que solo tienes uno
o dos hijos. Si es uno y muere, la pérdida te destrozará. Si son dos y uno la
palma, te destrozará igualmente y, además, volcarás todo tu afecto en el que
queda y lo sobreprotegerás. Es decir, que cuando tienes pocos, el valor de cada
hijo se multiplica. Es una cuestión numérica: en un caso tienes que repartir tu
amor, tu atención, tu tiempo, tu dinero y tu esfuerzo entre seis, y en el otro
solo entre uno o dos. Es evidente que en el segundo caso los hijos reciben más
que en el primero. Conocéis el paradigma del hijo único, ¿verdad?, el típico
niño consentido y mimado. Pues en cierto modo (y con frecuencia literalmente),
ahora todos los niños se han convertido en hijos únicos.
Y en esas estamos. Mi generación y
las siguientes hemos tenido muy escasos hijos, de modo que los sobrevaloramos y
los sobreprotegemos. Los mimamos y los malcriamos. Los debilitamos en
definitiva. Muchos padres han educado a sus hijos intentando mantenerlos en
capullos de algodón, libres de todo daño físico y emocional. Por ejemplo, los
cuentos tradicionales, transformados para que el lobo no sea malo, o la mamá de
Bambi no muera, o Hansel y Gretel no acaben en un horno. No vaya a ser que el
niño se traumatice.
En las pruebas deportivas de los
coles, todos ganan medallas; desde el que llega primero a la meta hasta el que
tropezó con sus propios pies a los dos metros de la salida. Porque nadie quiere
frustraciones. Si el niño hace un dibujito, será el dibujo más hermoso del
mundo, aunque en realidad sea una birria que ofende a la vista. Nada de
animarlo a esforzarse más, no se vaya a cansar. Y, sobre todo, es vital huir
del conflicto. Si el chico se porta mal, cualquier cosa antes que regañarlo. Adiós,
problemas. Hola, síndrome del emperador.
En resumen: se educa a los niños
preparándolos para un mundo que no existe, un mundo sin tensiones ni
conflictos. Pero las cosas no son así. En el mundo real siempre hay algún
momento en el que se tiene que tragar mierda. Siempre hay frustraciones, líos e
injusticias. Siempre hay que esforzarse, porque en la vida nada es fácil. Por
eso, cuando los niños criados en burbujas crecen, se encuentran con una
realidad muchas veces hostil para la que no están preparados. Y se frustran. Y,
como tienen la piel muy delicada, se ofenden a la primera de cambio.
En fin, no digo que todos los
llamados millennials sean así, porque odio las generalizaciones y porque además
sería mentira, pero muchos de ellos sí corresponden a ese patrón. Y son muy
ruidosos.