Una de esas estupideces que, a base de repetirse, acaban aceptándose como ciertas (ya lo dijo Goebbels: una mentira dicha cien veces es una verdad), es eso de que una imagen vale más que mil palabras. Vale más, ¿para qué? ¿En qué sentido es superior la imagen a la palabra? ¿Es más sugerente, más connotativa, más expresiva? No, ni mucho menos; a fin de cuentas, una imagen es algo externo, es “lo otro”, mientras que la palabra, al ser la herramienta que usamos para pensar, forma parte de nosotros, igual que un brazo o una pierna. La palabra es el miembro fantasmal que nos sirve para comprender la realidad. Aunque, eso sí, las imágenes son mucho más concretas que las palabras. Cuando dices “mesa”, estás refiriéndote a un espectro que va desde un pequeño escritorio hasta la Tabla Redonda, pero una foto de una mesa representa a esa mesa en concreto y no a otra. La imagen es específica, la palabra es difusa. Y eso, aunque parezca un contrasentido, concede un tremendo potencial a la palabra.El idioma es un sistema simbólico que asocia ciertos sonidos a determinados objetos o acciones. Cuando estaba en la universidad y estudiaba lingüística como un burro, leí una definición sobre la diferencia entre signo y símbolo que me pareció muy atinada. El signo (por ejemplo, una señal de tráfico) es más pequeño que lo que representa, mientras que el símbolo (por ejemplo, una bandera) es más grande que el objeto representado. En ese sentido, hay palabras-signo, como “mesa”, y palabras-símbolo, como “patria”. Y aquí llegamos a las palabras peligrosas del título. Palabras grandes, demasiado grandes, aplastantemente grandes.
Soy humanista; lo soy en el sentido de considerar que el eje de la moral, de la ley, de la civilización y la cultura es el ser humano, y que no hay nada por encima de él, nada más grande, sagrado y valioso. Pero no todo el mundo piensa así, claro; una persona religiosa cree, lógicamente, que lo más sagrado es su dios. Es decir: dios es más grande que el ser humano. Y eso significa que, en nombre o por designios de la deidad de turno, se puede hacer cualquier cosa, desde buenas acciones, como cuidar enfermos en el tercer mundo, hasta atrocidades como la cruzada contra los albigenses. El problema es que, si revisamos la historia (y los periódicos), parece que a las divinidades les gusta más la sangre que la penicilina. Dios es como M, el jefe de James Bond: expende permisos para matar.
Pero hay más palabras grandes, claro, aunque –afortunadamente- no son muchas. También es cierto que varían según el tiempo y las distintas culturas, pero he encontrado cuatro que considero (con todos los matices) universales: “Dios”, “Patria”, “Raza” y “Pueblo”. Todas ellas reúnen dos características: son más grandes que el ser humano y, por tanto, sirven de coartada para matar, torturar y esclavizar, y son palabras extraordinariamente ambiguas. Pregunta qué es “dios” y obtendrás mil respuestas. La “patria” es algo indefinido que va más allá de la geografía, la demografía y la historia, una entelequia muy conveniente para trazar fronteras y fabricar tanques. “Raza” no es más que el intento de dar un barniz pseudocientífico a la vieja xenofobia. ¿Y qué es el “pueblo”? No se sabe muy bien, la verdad. No es Pepe ni Pepita, ni la suma de todos los pepes y pepitas, ni todos los pepes y pepitas que han sido, son y serán. “Pueblo” es una entidad abstracta, casi platónica; y también paradójica, pues en nombre del “pueblo” se puede someter -y si es necesario, masacrar- al pueblo.
Pero, entonces, ¿por qué esas palabras tan peligrosas siguen influyendo y movilizando a la gente? ¿Cuál es su atractivo? Bueno, ninguno si eres la víctima, claro, pero mucho si eres el verdugo. Todas esas palabras poseen una característica más: confortan y dan seguridad a quienes creen en ellas. ¿Acaso no tranquiliza venerar al único dios verdadero? Es como tener de tu parte al primo de Zumosol. ¿Y no es guay pertenecer a una raza superior? ¿O ser el pueblo elegido? ¿O vivir en el mejor país de la tierra?
Hay otras palabras, no tan grandes como las anteriores, pero también potencialmente peligrosas. Por ejemplo: “Honor”, “Civilización” y “Tradición”. En realidad, son palabras de dos caras, capaces de lo mejor y de lo peor. Qué duda cabe que “honor” es una palabra honorable. Pero demasiado honor, o un honor mal entendido, suele acabar en matanza. En cuanto a “civilización”, ¿qué pega puede ponérsele? Ninguna, salvo que te empeñes en que sólo tu civilización es civilizada. Y las tradiciones no están nada mal; nos enlazan con el pasado y dan profundidad a nuestra existencia. Pero el culto a la tradición puede justificar actividades tan aberrantes como tirar cabras por un campanario o torturar reses en una plaza.
Aunque, en realidad, el potencial de esas palabras grandes de segundo orden se despliega cuando se combinan con las palabras gordas de verdad. “Hay que defender el honor de la patria”, “Nuestro pueblo sostiene la antorcha de la civilización”, “Debemos preservar las tradiciones de nuestra raza”. Si te fijas, todas esas frases están pidiendo a gritos signos de admiración. Uno a cada lado, como columnas de Hércules.
Pero yo, no sé por qué, siempre he desconfiado de las admiraciones; creo que son los signos ortográficos que menos uso.





















