Como sabéis, si es que lo sabéis, me gusta mucho más el baloncesto que el fútbol e, igual que en el terreno balompédico soy madridista, también los soy en lo que respecta al deporte de la canasta. Pues bien, esta tarde, el Real Madrid ha ganado la liga ACB de baloncesto y, además, jugando en la cancha de su eterno rival, el Barcelona. M'alegro.
domingo, junio 24
jueves, junio 21
Solsticio de Verano 2
Hoy, a las 18:06 hora solar, 20:06 hora local, tendrá lugar el solsticio de verano. Quien quiera saber algo más sobre el solsticio puede acudir raudo a la entrada del 20 de junio de 2006, donde se comentan algunas tradiciones asociadas a este evento astronómico. Como por ejemplo la fiesta celta de Beltane, donde se encendían grandes fuegos en honor al Sol, igual que se encienden durante la noche de San Juan, una cristianización de ritos que debieron de nacer en el neolítico. Por cierto, no me cansaré de señalar que Juan el Bautista es el personaje más misterioso de los Evangelios.
Feliz solsticio, amigos.
Feliz solsticio, amigos.
martes, junio 19
Sobre fútbol y homo tenax
No soy un gran aficionado al fútbol que digamos; de hecho, soy muy poco futbolero, y lo poquito que soy se debe más a motivos sentimentales que a auténtica pasión por el juego. Entendedme, puedo disfrutar presenciando un buen partido, pero hay tan pocos buenos partidos, en general son todos tan aburridos... Por otro lado, y pese a mi escasa devoción por el balompié, no comparto la actitud de ciertos intelectualoides de salón que miran por encima del hombro a los aficionados, como si estos fueran seres inferiores por el mero hecho de disfrutar con un buen lanzamiento de falta o una roulette. Ojalá las cosas fueran tan sencillas y bastara con saber las preferencias deportivas de una persona para conocer su auténtica naturaleza, pero no es así. Conozco a gente brillantísima que es hincha entusiasta y a auténticas acémilas que echan pestes del balón. No, la afición a un deporte (sea el que sea) nada tiene que ver con las neuronas.
Volviendo a mi caso particular, digamos que sólo un diez por ciento de César es aficionado al fútbol (¡dios santo, estoy hablando de mí en tercera persona, como Maradona!). Ahora bien, el doscientos por cien de ese diez por ciento es total, absoluta y devotamente merengue. Soy del Real Madrid, como decía antes, por motivos sentimentales. Lo soy porque a mi padre le gustaba el fútbol y era fan hasta las cachas del equipo blanco, así que desde que yo era muy pequeño en mi casa se celebraban con entusiasmo las victorias del Madrid. Además, mi padre y mis hermanos eran socios del club, de modo que en verano íbamos a la piscina para socios que entonces (allá por primeros de los 60) estaba junto al estadio. Así que ya veis, soy del Real Madrid porque el hogar de un hombre es su infancia, por cariño a mi padre, por nostalgia y por todas esas babosadas. Pero, no lo olvidemos, soy un madridista que funciona sólo al diez por ciento de intensidad, de modo que cuando el Madrid gana me alegro moderadamente, y cuando pierde me entristezco comedidamente... no, es mentira, no me entristezco nada; tan sólo un pinchacito en el corazón y a continuación me olvido. Ventajas de la moderación.
Anteayer, el Real Madrid ganó la liga. Me alegro. Punto. No voy a dedicar este post a loar las virtudes del equipo blanco, porque no me apetece y porque menos le apetecerá a los merodeadores de Babel hinchas del Barcelona (¡Os jorobáis, pérfidos blaugranas!) (Vale, disfruto más con las derrotas del Barça que con las victorias del Madrid; esta irracional actitud tiene que ver con el síndrome del odio platónico que comentábamos en un post anterior). Además, no voy a loar las virtudes del Madrid porque apenas las tiene, y eso es lo interesante del asunto. El actual Real Madrid es un mal equipo. Cuenta con buenos jugadores, desde luego, pero como conjunto es un desastre. Tiene una defensa endeble (media liga pertenece a Casillas), un centro del campo estático y una delantera habitualmente desconectada del resto de los jugadores. Sin lugar a dudas, son mejores equipos el Barcelona o el Sevilla. Sin embargo, el Madrid ha ganado la liga. ¿Por qué? Pues porque el Madrid (este Madrid) posee una virtud que le ha permitido situarse por encima de los demás: la voluntad.
Un personaje de una de mis novelas decía: “La vida es como una pelea, y en una pelea no importa cuántas veces caes, sino cuántas te levantas”. Creo que es cierto; la tenacidad, el inquebrantable deseo de conseguir algo, es una de las fuerzas más poderosas que puede desarrollar el ser humano. No importa lo inteligente que seas, ni lo preparado que estés; si te enfrentas a alguien tenaz, perderás. Porque una persona tenaz es alguien que dedica el cien por cien de su tiempo, de sus pensamientos, de su voluntad, a un fin determinado. Sin embargo, tanto a ti como a mí nos gusta la literatura y el cine, vemos series de TV, jugamos al mus o sencillamente disfrutamos del placer de no hacer nada. Es decir, nos dispersamos. Y, entre tanto, el homo tenax, ajeno al desaliento, continúa infatigable su labor en pro de conseguir lo único que tiene en la cabeza. Es una fuerza ciega e imparable ante la que sólo cabe la rendición.
Bueno, pues más o menos eso ha ocurrido con el Real Madrid. En algún momento, los jugadores tomaron la obsesiva determinación de ganar la liga, de no desmoralizarse ante las adversidades, de mantener una fe inquebrantable en el triunfo. Esa panda de jovencitos millonarios y malcriados se convirtieron de repente en homos tenax, la más vigorosa especie de primates. Gran parte de los últimos partidos que ha jugado el Madrid, incluyendo el último, han sido agónicos, partidos que todos dábamos por perdidos, salvo los jugadores, partidos que se ganaron en el último minuto no por la calidad del juego, sino por la fuerza de la tenacidad. Y esto, claro, no sólo puede aplicarse al deporte, sino a todas las facetas de la vida.
¿Conocéis Election, la segunda película de Alexander Payne, el director de Entre copas? Si no la habéis visto, os recomiendo que lo hagáis, porque es una de las mejores y más ácidas comedias de los últimos años. La trama gira en torno a las elecciones para delegado estudiantil en un instituto norteamericano de secundaria. No, ni por un momento penséis que se trata de la típica comedieta estúpida de estudiantes descerebrados y perpetuamente salidos, ni mucho menos. En realidad, Election es una vitriólica crítica a la sociedad actual, así que habla de muchas cosas, desde la homosexualidad hasta los mecanismos del poder, pasando por la fragilidad de la pareja, las drogas o las relaciones familiares. Pero el eje del argumento es el soterrado enfrentamiento entre Jim McAllister, el profesor encargado de supervisar la votación, (interpretado por Matthew Broderick) y Tracy Flick, una alumna que se presenta a las elecciones (magníficamente encarnada por Reese Witherspoon, que era una excelente actriz hasta que se especializó en papeles de pija listilla).
Centrémonos en el personaje de Tracy Flick. Es la mejor alumna de la clase, participa en todas las actividades del instituto (clubs de debate, seminarios, etc.) y tiene muy claro su futuro: quiere dedicarse a la política. Para conseguir ese objetivo, ha planificado estrictamente su vida desde que era muy pequeña, y parte de esa planificación pasa por ser delegada estudiantil. Así que DEBE ganar las elecciones. Por tanto, Tracy dedica el cien por cien de su energía, el cien por cien de su voluntad, a su campaña y no duda en destruir cualquier obstáculo que se interponga en su camino, sea de la forma que sea. Porque para Tracy la vida se reduce a una meta y todo lo demás o sirve a sus fines o es accesorio. Huelga decir que Tracy es el perfecto retrato del homo tenax, todo tenacidad y ambición. En fin, el profesor McAllister comprende que esa chica es un monstruo (sin duda, el personaje de Tracy es uno de los más odiosos de la historia del cine) y decide interponerse en su camino. Craso error.
Afortunadamente, existen pocas Tracy Flicks, pues en caso contrario dominarían el mundo... Ahora que lo pienso, probablemente ya lo dominan... Los homo tenax son una raza aparte (probablemente superior), una estirpe de terminators sociales cuyo pensamiento unidireccional (“Tengo que matar a Sarah Connor”) los convierte en letales. Reconozco que me dan miedo y un poco de envidia los homo tenax; envidia porque no puedo hacer lo que ellos hacen y miedo porque ellos sí pueden hacérmelo a mí.
Y ya para terminar, permitidme volver al Real Madrid. Como saben hasta en la más minúscula isla de la Micronesia, David Beckham abandona el equipo blanco. Resulta sencillo alzar una ceja y contemplar con ironía a Beckham; es tan guapo, tan mediático, tan metrosexual, tan marca registrada... Lo que muchos olvidan es que también se trata de un excelente jugador, uno de los mejores pasadores que han militado en nuestra liga. Además, lejos de ser un niño bonito, es un jugador que se deja la piel en el campo. Por lo visto, no le renovaron el contrato, así que fichó por Los Ángeles Galaxy, un equipo norteamericano (por tanto, de cuarta fila). Capello, el entrenador, pilló un absurdo berrinche y lo apartó de la plantilla, asegurando que no volvería a vestir de blanco. Durante dos meses, Beckham estuvo sin jugar, pero no hizo ninguna declaración. Luego, Capello le necesitó y el inglés volvió a jugar... Vamos a ver, Beckham, que está podrido de millones, sabía que ya estaba fuera del Madrid y también sabía que, jugando en Norteamérica, su carrera deportiva de primera línea había concluido. Podía haberse puesto en plan prima donna y haber pasado del asunto, pero no lo hizo. Lejos de ello, Beckham se dejó la piel en el campo, partido tras partido, y acabó convirtiéndose en el hombre determinante en la victoria del Madrid. Luego, se despidió del club y la afición sin hacer ninguna declaración negativa.
De modo que David Beckham será lo que sea, pero lo que desde luego ha demostrado es que se trata de un gran profesional y también (curioso, proviniendo de alguien que confiesa no haber leído jamás un libro) de todo un caballero.
Volviendo a mi caso particular, digamos que sólo un diez por ciento de César es aficionado al fútbol (¡dios santo, estoy hablando de mí en tercera persona, como Maradona!). Ahora bien, el doscientos por cien de ese diez por ciento es total, absoluta y devotamente merengue. Soy del Real Madrid, como decía antes, por motivos sentimentales. Lo soy porque a mi padre le gustaba el fútbol y era fan hasta las cachas del equipo blanco, así que desde que yo era muy pequeño en mi casa se celebraban con entusiasmo las victorias del Madrid. Además, mi padre y mis hermanos eran socios del club, de modo que en verano íbamos a la piscina para socios que entonces (allá por primeros de los 60) estaba junto al estadio. Así que ya veis, soy del Real Madrid porque el hogar de un hombre es su infancia, por cariño a mi padre, por nostalgia y por todas esas babosadas. Pero, no lo olvidemos, soy un madridista que funciona sólo al diez por ciento de intensidad, de modo que cuando el Madrid gana me alegro moderadamente, y cuando pierde me entristezco comedidamente... no, es mentira, no me entristezco nada; tan sólo un pinchacito en el corazón y a continuación me olvido. Ventajas de la moderación.
Anteayer, el Real Madrid ganó la liga. Me alegro. Punto. No voy a dedicar este post a loar las virtudes del equipo blanco, porque no me apetece y porque menos le apetecerá a los merodeadores de Babel hinchas del Barcelona (¡Os jorobáis, pérfidos blaugranas!) (Vale, disfruto más con las derrotas del Barça que con las victorias del Madrid; esta irracional actitud tiene que ver con el síndrome del odio platónico que comentábamos en un post anterior). Además, no voy a loar las virtudes del Madrid porque apenas las tiene, y eso es lo interesante del asunto. El actual Real Madrid es un mal equipo. Cuenta con buenos jugadores, desde luego, pero como conjunto es un desastre. Tiene una defensa endeble (media liga pertenece a Casillas), un centro del campo estático y una delantera habitualmente desconectada del resto de los jugadores. Sin lugar a dudas, son mejores equipos el Barcelona o el Sevilla. Sin embargo, el Madrid ha ganado la liga. ¿Por qué? Pues porque el Madrid (este Madrid) posee una virtud que le ha permitido situarse por encima de los demás: la voluntad.
Un personaje de una de mis novelas decía: “La vida es como una pelea, y en una pelea no importa cuántas veces caes, sino cuántas te levantas”. Creo que es cierto; la tenacidad, el inquebrantable deseo de conseguir algo, es una de las fuerzas más poderosas que puede desarrollar el ser humano. No importa lo inteligente que seas, ni lo preparado que estés; si te enfrentas a alguien tenaz, perderás. Porque una persona tenaz es alguien que dedica el cien por cien de su tiempo, de sus pensamientos, de su voluntad, a un fin determinado. Sin embargo, tanto a ti como a mí nos gusta la literatura y el cine, vemos series de TV, jugamos al mus o sencillamente disfrutamos del placer de no hacer nada. Es decir, nos dispersamos. Y, entre tanto, el homo tenax, ajeno al desaliento, continúa infatigable su labor en pro de conseguir lo único que tiene en la cabeza. Es una fuerza ciega e imparable ante la que sólo cabe la rendición.
Bueno, pues más o menos eso ha ocurrido con el Real Madrid. En algún momento, los jugadores tomaron la obsesiva determinación de ganar la liga, de no desmoralizarse ante las adversidades, de mantener una fe inquebrantable en el triunfo. Esa panda de jovencitos millonarios y malcriados se convirtieron de repente en homos tenax, la más vigorosa especie de primates. Gran parte de los últimos partidos que ha jugado el Madrid, incluyendo el último, han sido agónicos, partidos que todos dábamos por perdidos, salvo los jugadores, partidos que se ganaron en el último minuto no por la calidad del juego, sino por la fuerza de la tenacidad. Y esto, claro, no sólo puede aplicarse al deporte, sino a todas las facetas de la vida.
¿Conocéis Election, la segunda película de Alexander Payne, el director de Entre copas? Si no la habéis visto, os recomiendo que lo hagáis, porque es una de las mejores y más ácidas comedias de los últimos años. La trama gira en torno a las elecciones para delegado estudiantil en un instituto norteamericano de secundaria. No, ni por un momento penséis que se trata de la típica comedieta estúpida de estudiantes descerebrados y perpetuamente salidos, ni mucho menos. En realidad, Election es una vitriólica crítica a la sociedad actual, así que habla de muchas cosas, desde la homosexualidad hasta los mecanismos del poder, pasando por la fragilidad de la pareja, las drogas o las relaciones familiares. Pero el eje del argumento es el soterrado enfrentamiento entre Jim McAllister, el profesor encargado de supervisar la votación, (interpretado por Matthew Broderick) y Tracy Flick, una alumna que se presenta a las elecciones (magníficamente encarnada por Reese Witherspoon, que era una excelente actriz hasta que se especializó en papeles de pija listilla).
Centrémonos en el personaje de Tracy Flick. Es la mejor alumna de la clase, participa en todas las actividades del instituto (clubs de debate, seminarios, etc.) y tiene muy claro su futuro: quiere dedicarse a la política. Para conseguir ese objetivo, ha planificado estrictamente su vida desde que era muy pequeña, y parte de esa planificación pasa por ser delegada estudiantil. Así que DEBE ganar las elecciones. Por tanto, Tracy dedica el cien por cien de su energía, el cien por cien de su voluntad, a su campaña y no duda en destruir cualquier obstáculo que se interponga en su camino, sea de la forma que sea. Porque para Tracy la vida se reduce a una meta y todo lo demás o sirve a sus fines o es accesorio. Huelga decir que Tracy es el perfecto retrato del homo tenax, todo tenacidad y ambición. En fin, el profesor McAllister comprende que esa chica es un monstruo (sin duda, el personaje de Tracy es uno de los más odiosos de la historia del cine) y decide interponerse en su camino. Craso error.
Afortunadamente, existen pocas Tracy Flicks, pues en caso contrario dominarían el mundo... Ahora que lo pienso, probablemente ya lo dominan... Los homo tenax son una raza aparte (probablemente superior), una estirpe de terminators sociales cuyo pensamiento unidireccional (“Tengo que matar a Sarah Connor”) los convierte en letales. Reconozco que me dan miedo y un poco de envidia los homo tenax; envidia porque no puedo hacer lo que ellos hacen y miedo porque ellos sí pueden hacérmelo a mí.
Y ya para terminar, permitidme volver al Real Madrid. Como saben hasta en la más minúscula isla de la Micronesia, David Beckham abandona el equipo blanco. Resulta sencillo alzar una ceja y contemplar con ironía a Beckham; es tan guapo, tan mediático, tan metrosexual, tan marca registrada... Lo que muchos olvidan es que también se trata de un excelente jugador, uno de los mejores pasadores que han militado en nuestra liga. Además, lejos de ser un niño bonito, es un jugador que se deja la piel en el campo. Por lo visto, no le renovaron el contrato, así que fichó por Los Ángeles Galaxy, un equipo norteamericano (por tanto, de cuarta fila). Capello, el entrenador, pilló un absurdo berrinche y lo apartó de la plantilla, asegurando que no volvería a vestir de blanco. Durante dos meses, Beckham estuvo sin jugar, pero no hizo ninguna declaración. Luego, Capello le necesitó y el inglés volvió a jugar... Vamos a ver, Beckham, que está podrido de millones, sabía que ya estaba fuera del Madrid y también sabía que, jugando en Norteamérica, su carrera deportiva de primera línea había concluido. Podía haberse puesto en plan prima donna y haber pasado del asunto, pero no lo hizo. Lejos de ello, Beckham se dejó la piel en el campo, partido tras partido, y acabó convirtiéndose en el hombre determinante en la victoria del Madrid. Luego, se despidió del club y la afición sin hacer ninguna declaración negativa.
De modo que David Beckham será lo que sea, pero lo que desde luego ha demostrado es que se trata de un gran profesional y también (curioso, proviniendo de alguien que confiesa no haber leído jamás un libro) de todo un caballero.
jueves, junio 14
domingo, junio 10
54
¡Socorro, es mi cumpleaños!
Ay, amigos míos, qué lejos quedan los tiempos en que cumplir años era motivo de jolgorio y alegría. Porque cuando tienes 14 y cumples 15, te dices: “Qué guay, soy mayor”. Pero cuando tienes 53 y cumples 54, lo que dices es: “Hostias, qué mayor soy”. Lo terrible es que no siento pertenecer a esa edad. Dicen que los seres humanos nos quedamos estancados mentalmente en torno a los 30 años; a partir de ahí, nuestro cuerpo envejece, pero introspectivamente nos sentimos unos chavalotes de 30. Bueno, pues eso me sucede a mí; hoy, según ciertos rumores, cumplo 54 tacos, pero me siento un treintañero... o un veinteañero, o incluso un quinceañero si viene al caso. Pero, ¿un señor de 54?... vamos, no jodas.
Ese desfase cronológico se extiende, obviamente, a todas las facetas de mi vida. Por ejemplo, la paternidad. Tengo dos hijos –Óscar, de 20, y Pablo, de 16-, pero no me siento “padre”. Un padre es una figura totémica, un arquetipo, un señor serio y grave metafóricamente emparentado con Abraham y los demás patriarcas. El problema es que yo no me siento así, no estoy cómodo en el papel de juez todopoderoso. A veces, al reprender a mis hijos por cosas que yo mismo hice a su edad, se me cae la cara de vergüenza. Vaya morro tengo, pienso. Supongo que mis hijos –perros sarnosos, apestosas zarigüeyas, ratas de cloaca, buitres leonados, crótalos repugnantes, malditos roedores, abyectas alimañas, así suelo llamarles- se han acostumbrado a tener un padre raro.
Tampoco me reconozco a mí mismo en mi faceta de escritor. En ocasiones, cuando me conceden un premio o doy una charla, la gente me trata con una reverencia que a mí acaba incomodándome. “Es usted un creador”, parecen decir sus miradas, lo cual me hace sentir como una zarza ardiente en mitad del desierto y me provoca unas enormes ganas de arrojar alguna plaga sobre los filisteos. Me tratan con gran respeto, con gravedad incluso, como si fuera un señor muy serio. Supongo que mis canas les engañan (heredé la prematura alopecia de mi padre y las canas prematuras de mi madre –una mierda de herencia, si queréis mi opinión-). Luego, cuando me conocen un poco, cuando les digo que la literatura es un juego y la escritura un trabajo como otro cualquiera, descubren que yo soy cualquier cosa menos un señor, y menos aún un señor serio.
Bueno, pues todos los rumores coinciden en afirmar que hoy cumplo 54 años. Al parecer, incluso existen evidencias objetivas de que eso es cierto. Pero, personalmente, lo dudo mucho, qué queréis que os diga; se trata de infamias, de infundios, de bulos. Porque yo, como es notorio, tengo 30 años. Y como prueba de ello, echadle un vistazo a las fotografías que acompañan a esta entrada. Soy yo a lo largo del tiempo (¿a que era un niño monísimo?) y, como podéis comprobar, apenas he cambiado. Aunque, curiosamente, el adorable niñito que os da el culo y el tipo con la cara tapada no comparten un sólo átomo (dejando aparte los huesos, vale), y sin embargo somos el mismo.
En fin... ¿54 años? ¿Seguro?...
Sigh (suspiro)
Sob-sob-sob (llanto inconsolable)
Ay, amigos míos, qué lejos quedan los tiempos en que cumplir años era motivo de jolgorio y alegría. Porque cuando tienes 14 y cumples 15, te dices: “Qué guay, soy mayor”. Pero cuando tienes 53 y cumples 54, lo que dices es: “Hostias, qué mayor soy”. Lo terrible es que no siento pertenecer a esa edad. Dicen que los seres humanos nos quedamos estancados mentalmente en torno a los 30 años; a partir de ahí, nuestro cuerpo envejece, pero introspectivamente nos sentimos unos chavalotes de 30. Bueno, pues eso me sucede a mí; hoy, según ciertos rumores, cumplo 54 tacos, pero me siento un treintañero... o un veinteañero, o incluso un quinceañero si viene al caso. Pero, ¿un señor de 54?... vamos, no jodas.
Ese desfase cronológico se extiende, obviamente, a todas las facetas de mi vida. Por ejemplo, la paternidad. Tengo dos hijos –Óscar, de 20, y Pablo, de 16-, pero no me siento “padre”. Un padre es una figura totémica, un arquetipo, un señor serio y grave metafóricamente emparentado con Abraham y los demás patriarcas. El problema es que yo no me siento así, no estoy cómodo en el papel de juez todopoderoso. A veces, al reprender a mis hijos por cosas que yo mismo hice a su edad, se me cae la cara de vergüenza. Vaya morro tengo, pienso. Supongo que mis hijos –perros sarnosos, apestosas zarigüeyas, ratas de cloaca, buitres leonados, crótalos repugnantes, malditos roedores, abyectas alimañas, así suelo llamarles- se han acostumbrado a tener un padre raro.
Tampoco me reconozco a mí mismo en mi faceta de escritor. En ocasiones, cuando me conceden un premio o doy una charla, la gente me trata con una reverencia que a mí acaba incomodándome. “Es usted un creador”, parecen decir sus miradas, lo cual me hace sentir como una zarza ardiente en mitad del desierto y me provoca unas enormes ganas de arrojar alguna plaga sobre los filisteos. Me tratan con gran respeto, con gravedad incluso, como si fuera un señor muy serio. Supongo que mis canas les engañan (heredé la prematura alopecia de mi padre y las canas prematuras de mi madre –una mierda de herencia, si queréis mi opinión-). Luego, cuando me conocen un poco, cuando les digo que la literatura es un juego y la escritura un trabajo como otro cualquiera, descubren que yo soy cualquier cosa menos un señor, y menos aún un señor serio.
Bueno, pues todos los rumores coinciden en afirmar que hoy cumplo 54 años. Al parecer, incluso existen evidencias objetivas de que eso es cierto. Pero, personalmente, lo dudo mucho, qué queréis que os diga; se trata de infamias, de infundios, de bulos. Porque yo, como es notorio, tengo 30 años. Y como prueba de ello, echadle un vistazo a las fotografías que acompañan a esta entrada. Soy yo a lo largo del tiempo (¿a que era un niño monísimo?) y, como podéis comprobar, apenas he cambiado. Aunque, curiosamente, el adorable niñito que os da el culo y el tipo con la cara tapada no comparten un sólo átomo (dejando aparte los huesos, vale), y sin embargo somos el mismo.
En fin... ¿54 años? ¿Seguro?...
Sigh (suspiro)
Sob-sob-sob (llanto inconsolable)
viernes, junio 8
Luz que se extingue
Dedicarse a una actividad creativa supone conocer el manejo de las “herramientas del oficio”; en el caso de la literatura, dominar las técnicas narrativas, la composición de personajes, la arquitectura de la trama, etcétera. Pero eso se aprende, sobre todo leyendo. Se trata de técnicas que pueden verbalizarse, y transmitirse, en forma de principios más o menos generales. Son conceptos racionales. Sin embargo, una parte muy importante del proceso creativo procede del inconsciente; es decir, de zonas de nuestro cerebro sobre las que no tenemos verdadero control.
Con mucha frecuencia, cuando estoy escribiendo, me vienen a la cabeza ideas que parecen brotar de la nada. Se refieren a aspectos parciales de la trama, o al desarrollo de los personajes, o son pequeñas digresiones, o simples fragmentos de diálogo, sutiles detalles que, a mi entender, mejoran el texto y dan sustancia a la narración. Pero, como decía, no sé de dónde vienen esas ideas. No están y, de repente, aparecen, sin que yo les haya dedicado el menor pensamiento consciente previo. Pero de algún sitio tienen que venir, ¿no?... Creo que, durante el proceso creativo, una parte de nuestro inconsciente se dedica a asociar ideas dispares siguiendo algún tipo de patrón (porque si no el proceso sería infinito); luego, tras pasar por una serie de filtros, algunas de esas asociaciones inconscientes –una minoría- se vierten al consciente en forma de “ideas mágicas” listas para ser incorporadas a la materia creativa (o no, porque no todas valen). Bueno, es sólo una teoría; en cualquier caso, estoy convencido de que esas “ideas mágicas”, vengan de donde vengan, no sólo mejoran mi trabajo, sino que conforman en gran medida mi esencia como escritor, la naturaleza de mi narrativa, mi temática, mi estilo. Creo también que lo mismo le sucede a cuantos se dedican a un trabajo creativo, sea cual sea. En realidad, le sucede a todo el mundo en mayor o menor medida. La cuestión es que se trata de un proceso involuntario; no disponemos de un botón que, al pulsarlo, ponga en marcha la máquina de las ideas. A lo sumo, podemos intentar estimular un mecanismo mental inconsciente que ni comprendemos, ni mucho menos controlamos. Ahora bien, dado que se trata de un proceso involuntario, igual que hoy funciona, mañana puede dejar de funcionar. Y esas cosas suceden. El talento, a veces, se extingue.
Dicen que si un matemático no ha hecho un gran descubrimiento antes de los treinta años, ya jamás lo hará. Puede que esto sea cierto para las matemáticas, una ciencia que requiere grandes dosis de abstracción y concentración, algo que quizá sólo una mente joven y fresca puede aportar, pero en general no creo que la edad tenga que ver con el talento o la creatividad. Ahí está Picasso, que no dejó de evolucionar hasta que, a los 91 años, murió. O Kurosawa. O Saramago. O Bach. No, la edad no tiene necesariamente que jugar en contra del talento; a veces ocurre, por supuesto, sobre todo si hay enfermedades de por medio, y sin duda es un factor que influye a la larga, pero no se es más creativo por ser más joven, ni menos por estar con una pata al borde de la tumba. Además, muchas veces el talento se extingue en personas jóvenes o en plena madurez.
Por ejemplo, Joseph Heller. Publicó Catch 22, su primera novela, en 1961, cuando contaba 38 años de edad. Catch 22 fue un rotundo éxito de crítica y ventas, convirtiéndose casi en el acto en un clásico americano del siglo XX. Desde entonces, Heller fue absolutamente incapaz de escribir nada que le llegase a la altura de los zapatos a su opera prima. Fue como si hubiese invertido todo su talento en un único libro, quedando seco después. ¿Qué sucedió? ¿El peso del éxito, quizá? Otro ejemplo es Truman Capote. Publicó A sangre fría, su obra maestra, en 1966, a los 42 años de edad, y desde ese momento prácticamente no volvió a escribir nada reseñable. ¿Se ahogó su creatividad en un mar de alcohol y drogas? Veamos ahora un par de casos distintos, dos escritores de ciencia ficción que se cuentan, sin duda, entre lo mejor del género: Alfred Bester y Robert Silverberg. Durante la década de los 50, Bester produjo una exquisita colección de cuentos y dos novelas que están consideradas obras maestras: El hombre demolido y ¡Tigre, tigre! Luego, se convirtió en redactor jefe de la revista Holiday y abandonó la literatura durante tres lustros. Cuando regresó a ella, su descomunal talento se había esfumado, Bester parecía un mal remedo de sí mismo. En cuanto a Silverberg, entre 1967 y 1972 publicó algunas de las mejores novelas que ha dado el género –El hombre en el laberinto, Muero por dentro, Regreso a Belzagor...-: luego, se retiró de la literatura durante ocho años y, cuando regresó, igual que Bester, su talento se había esfumado. El caso de Arthur Conan Doyle es particularmente patético; tras la muerte de su hijo, se volcó en el espiritismo y acabó defendiendo la existencia de las hadas. Esa “conversión” se tradujo en una lamentable pérdida de calidad (y cordura) en su producción literaria.
El cine también nos proporciona unos cuantos casos de talentos marchitos. Ridley Scott, por ejemplo. Sus tres primeras películas fueron Los duelistas, Alien y Blade Runner. ¿Qué puede esperarse de alguien con una obra semejante? Genialidad en estado puro, claro. Bueno, pues no; su cuarta película fue la fallida Legend y luego se dedicó a dirigir chorradas como La tormenta blanca o La teniente O’Neil. Desde entonces, Scott no ha levantado cabeza (artística, porque comercial sí) con la posible excepción de la muy tramposa Thelma y Louise. Es más, incluso cuando se corrige a sí mismo se equivoca, como demostró con el “montaje del director” de Blade Runner sugiriendo al final de la película que Deckard es también un replicante. Es decir, convierte el drama de un hombre que se enamora de alguien que no existe en una tonta fábula de dos robotitos que simulan enamorarse. ¿Cómo es posible que la persona que comenzó su carrera dirigiendo tres obras maestras (o casi) haya acabado convirtiéndose en un director tan vulgar?
Hay más ejemplos, por supuesto. Walter Hill inició su carrera como director con títulos tan notables como El luchador, Driver, Los amos de la noche o La compañía, thrillers estilizados y violentos dotados de una épica muy particular. Y de pronto, tras el éxito de Límite: 48 horas, comenzó a dirigir chorradas tipo Danko, color rojo o El último hombre, hasta que prácticamente dejó de dirigir. Una promesa incumplida, igual que lo fue John McNaughton, quien con su primera película, esa obra maestra que es Henry, retrato de un asesino, parecía la gran esperanza blanca del cine norteamericano, pero al final no ha hecho nada de nada. Aunque el ejemplo más lamentable de todos es Francis Ford Coppola. Porque, vamos a ver, estamos hablando del tipo que dirigió Llueve sobre mi corazón, El Padrino, La conversación, El Padrino II, Apocalipse Now, Corazonada o Rebeldes, y ese genio mayúsculo, de repente, se pone a dirigir películas tan tontas como Peggy Sue se casó y Jack, o tan insulsas como Cotton Club y Jardines de piedra. Es para echarse a llorar.
Estoy seguro de que en el mundo de la música sucede lo mismo, pero como mi incultura musical es tan vasta (y tan basta), no puedo poner muchos ejemplos. De hecho, sólo puedo poner uno, aunque eso sí, muy nuestro: Juan Manuel Serrat. Un excelente cantautor con una impresionante discografía hasta que alcanza el punto culminante de su carrera con Mediterráneo. Luego... ¿Recuerdas alguna canción del último disco de Serrat? Yo tampoco.
En fin, no se trata de llenar este post de ejemplos. El caso es que a veces el talento se extingue, como una luz que agoniza. No tiene nada que ver con la edad, ni con las circunstancias, ni con el fracaso o el éxito; puede que en ocasiones ni siquiera haya una razón objetiva para que la creatividad se esfume. Lo único cierto es que cuando el talento desaparece, ya no regresa jamás.
Con mucha frecuencia, cuando estoy escribiendo, me vienen a la cabeza ideas que parecen brotar de la nada. Se refieren a aspectos parciales de la trama, o al desarrollo de los personajes, o son pequeñas digresiones, o simples fragmentos de diálogo, sutiles detalles que, a mi entender, mejoran el texto y dan sustancia a la narración. Pero, como decía, no sé de dónde vienen esas ideas. No están y, de repente, aparecen, sin que yo les haya dedicado el menor pensamiento consciente previo. Pero de algún sitio tienen que venir, ¿no?... Creo que, durante el proceso creativo, una parte de nuestro inconsciente se dedica a asociar ideas dispares siguiendo algún tipo de patrón (porque si no el proceso sería infinito); luego, tras pasar por una serie de filtros, algunas de esas asociaciones inconscientes –una minoría- se vierten al consciente en forma de “ideas mágicas” listas para ser incorporadas a la materia creativa (o no, porque no todas valen). Bueno, es sólo una teoría; en cualquier caso, estoy convencido de que esas “ideas mágicas”, vengan de donde vengan, no sólo mejoran mi trabajo, sino que conforman en gran medida mi esencia como escritor, la naturaleza de mi narrativa, mi temática, mi estilo. Creo también que lo mismo le sucede a cuantos se dedican a un trabajo creativo, sea cual sea. En realidad, le sucede a todo el mundo en mayor o menor medida. La cuestión es que se trata de un proceso involuntario; no disponemos de un botón que, al pulsarlo, ponga en marcha la máquina de las ideas. A lo sumo, podemos intentar estimular un mecanismo mental inconsciente que ni comprendemos, ni mucho menos controlamos. Ahora bien, dado que se trata de un proceso involuntario, igual que hoy funciona, mañana puede dejar de funcionar. Y esas cosas suceden. El talento, a veces, se extingue.
Dicen que si un matemático no ha hecho un gran descubrimiento antes de los treinta años, ya jamás lo hará. Puede que esto sea cierto para las matemáticas, una ciencia que requiere grandes dosis de abstracción y concentración, algo que quizá sólo una mente joven y fresca puede aportar, pero en general no creo que la edad tenga que ver con el talento o la creatividad. Ahí está Picasso, que no dejó de evolucionar hasta que, a los 91 años, murió. O Kurosawa. O Saramago. O Bach. No, la edad no tiene necesariamente que jugar en contra del talento; a veces ocurre, por supuesto, sobre todo si hay enfermedades de por medio, y sin duda es un factor que influye a la larga, pero no se es más creativo por ser más joven, ni menos por estar con una pata al borde de la tumba. Además, muchas veces el talento se extingue en personas jóvenes o en plena madurez.
Por ejemplo, Joseph Heller. Publicó Catch 22, su primera novela, en 1961, cuando contaba 38 años de edad. Catch 22 fue un rotundo éxito de crítica y ventas, convirtiéndose casi en el acto en un clásico americano del siglo XX. Desde entonces, Heller fue absolutamente incapaz de escribir nada que le llegase a la altura de los zapatos a su opera prima. Fue como si hubiese invertido todo su talento en un único libro, quedando seco después. ¿Qué sucedió? ¿El peso del éxito, quizá? Otro ejemplo es Truman Capote. Publicó A sangre fría, su obra maestra, en 1966, a los 42 años de edad, y desde ese momento prácticamente no volvió a escribir nada reseñable. ¿Se ahogó su creatividad en un mar de alcohol y drogas? Veamos ahora un par de casos distintos, dos escritores de ciencia ficción que se cuentan, sin duda, entre lo mejor del género: Alfred Bester y Robert Silverberg. Durante la década de los 50, Bester produjo una exquisita colección de cuentos y dos novelas que están consideradas obras maestras: El hombre demolido y ¡Tigre, tigre! Luego, se convirtió en redactor jefe de la revista Holiday y abandonó la literatura durante tres lustros. Cuando regresó a ella, su descomunal talento se había esfumado, Bester parecía un mal remedo de sí mismo. En cuanto a Silverberg, entre 1967 y 1972 publicó algunas de las mejores novelas que ha dado el género –El hombre en el laberinto, Muero por dentro, Regreso a Belzagor...-: luego, se retiró de la literatura durante ocho años y, cuando regresó, igual que Bester, su talento se había esfumado. El caso de Arthur Conan Doyle es particularmente patético; tras la muerte de su hijo, se volcó en el espiritismo y acabó defendiendo la existencia de las hadas. Esa “conversión” se tradujo en una lamentable pérdida de calidad (y cordura) en su producción literaria.
El cine también nos proporciona unos cuantos casos de talentos marchitos. Ridley Scott, por ejemplo. Sus tres primeras películas fueron Los duelistas, Alien y Blade Runner. ¿Qué puede esperarse de alguien con una obra semejante? Genialidad en estado puro, claro. Bueno, pues no; su cuarta película fue la fallida Legend y luego se dedicó a dirigir chorradas como La tormenta blanca o La teniente O’Neil. Desde entonces, Scott no ha levantado cabeza (artística, porque comercial sí) con la posible excepción de la muy tramposa Thelma y Louise. Es más, incluso cuando se corrige a sí mismo se equivoca, como demostró con el “montaje del director” de Blade Runner sugiriendo al final de la película que Deckard es también un replicante. Es decir, convierte el drama de un hombre que se enamora de alguien que no existe en una tonta fábula de dos robotitos que simulan enamorarse. ¿Cómo es posible que la persona que comenzó su carrera dirigiendo tres obras maestras (o casi) haya acabado convirtiéndose en un director tan vulgar?
Hay más ejemplos, por supuesto. Walter Hill inició su carrera como director con títulos tan notables como El luchador, Driver, Los amos de la noche o La compañía, thrillers estilizados y violentos dotados de una épica muy particular. Y de pronto, tras el éxito de Límite: 48 horas, comenzó a dirigir chorradas tipo Danko, color rojo o El último hombre, hasta que prácticamente dejó de dirigir. Una promesa incumplida, igual que lo fue John McNaughton, quien con su primera película, esa obra maestra que es Henry, retrato de un asesino, parecía la gran esperanza blanca del cine norteamericano, pero al final no ha hecho nada de nada. Aunque el ejemplo más lamentable de todos es Francis Ford Coppola. Porque, vamos a ver, estamos hablando del tipo que dirigió Llueve sobre mi corazón, El Padrino, La conversación, El Padrino II, Apocalipse Now, Corazonada o Rebeldes, y ese genio mayúsculo, de repente, se pone a dirigir películas tan tontas como Peggy Sue se casó y Jack, o tan insulsas como Cotton Club y Jardines de piedra. Es para echarse a llorar.
Estoy seguro de que en el mundo de la música sucede lo mismo, pero como mi incultura musical es tan vasta (y tan basta), no puedo poner muchos ejemplos. De hecho, sólo puedo poner uno, aunque eso sí, muy nuestro: Juan Manuel Serrat. Un excelente cantautor con una impresionante discografía hasta que alcanza el punto culminante de su carrera con Mediterráneo. Luego... ¿Recuerdas alguna canción del último disco de Serrat? Yo tampoco.
En fin, no se trata de llenar este post de ejemplos. El caso es que a veces el talento se extingue, como una luz que agoniza. No tiene nada que ver con la edad, ni con las circunstancias, ni con el fracaso o el éxito; puede que en ocasiones ni siquiera haya una razón objetiva para que la creatividad se esfume. Lo único cierto es que cuando el talento desaparece, ya no regresa jamás.
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