Por si alguien siente curiosidad, en el blog El resto es silencio, especializado en publicar relatos españoles de fantasía y ciencia ficción, acaba de aparecer mi relato La pared de hielo, que ganó Premio Alberto Magno de 1992. Fue publicado por primera vez en la hoy desaparecida revista Cyberfantasy y luego pasó a formar parte de mi antología El Círculo de Jericó (Ediciones B, 1995).
A principios de los 90, cuando volví escribir ficción, llevaba tiempo dándole vueltas a dos argumentos para relato corto. De una de ellas, surgió mi cuento El rebaño; la otra era una sencilla pregunta: ¿qué pasaría si se pudieran diseñar virus genéticos capaces de actuar en los humanos como los virus informáticos en los ordenadores? Mi respuesta fue La pared de hielo, un relato que tuvo cierta repercusión en el mundillo del fantástico español de aquel entonces. En esa época, yo acababa de retomar la escritura después de una larga década de inactividad literaria, así que aún estaba tanteando mis posibilidades y explorando caminos narrativos. El primer relato que escribí fue El mensaje perdido (una reelaboración de otro cuento anterior, Crónicas del amor en mal estado, redactado en 1980); el segundo fue El rebaño, y el tercero el que ahora nos ocupa .
Escribí este relato con el objetivo de presentarme al premio Alberto Magno, pero tenía un problema: las bases del premio estipulaban una extensión máxima de 50 páginas, y mi historia necesitaba por lo menos el doble. Para ajustarme a la extensión requerida tendría que hacer unas elipsis brutales y eso esquematizaría el texto demasiado. A punto estuve de tirar la toalla, pero entonces se me ocurrió la solución: contar la historia en primera persona, comenzando por el final y empleando sucesivos flash backs no siempre de forma ordenada. Además, el narrador es un tipo seriamente perturbado cuya cabeza está sumida en el caos. Funcionó. Al contar la historia sin aparente orden y en forma de recuerdos fragmentados, las elipsis se disimulaban y el gancho del misterio aumentaba.
Anteayer, después de no sé cuántos años, volví a leer La pared de hielo. En cierto modo, es un texto primerizo con no pocas torpezas, sobre todo en el manejo de la prosa. Además –y de esto ya me di cuenta en su momento-, al disponer de escasa extensión para las necesidades de la historia, no pude, o no supe, desarrollar los personajes, que quedan un tanto planos. Sin embargo –e intento ser objetivo-, narrativamente funciona francamente bien. Aunque se lee con facilidad, tiene una estructura condenadamente compleja (creo que ha sido el texto que más me ha costado escribir); al saltar constantemente adelante y atrás en el tiempo, debía medir mucho la dosificación de la información, pues si se me iba la mano me cargaba el enigma y si me quedaba corto el texto resultaría incomprensible. Hay un detalle del que todavía hoy me siento orgulloso: en las dos primeras páginas del relato cuento todo lo que va a pasar, de pe a pa, destripo completamente el argumento y revelo el secreto de la historia. Pero lo hago de forma desordenada y descontextualizada, así que el lector lo lee como si fuese una locura sin pies ni cabeza, hasta que, al llegar a las últimas página, todo cobra sentido. Lo reconozco, me gustan esos jueguecitos con el lector (pero precisamente en jugar a eso consiste narrar, ¿no?)
Me estremezco al pensar que casi han pasado veinte años desde que escribí La pared de hielo. En fin, me hundiría en la nostalgia, de no ser porque la nostalgia ya no es lo que era...
jueves, septiembre 24
martes, septiembre 22
Interludio: una recomendación y un aplauso
Recomendación: El domingo pasado vi Malditos bastardos, de Tarantino. La película, muy irregular (por ser clementes), contiene algo de lo mejor y mucho de lo peor del director; hay escenas soberbias y otras, la mayoría, demasiado alargadas. Las continuas referencias al spaghetti western resultan a veces un tanto cargantes (la primera aparición del Oso Judío es puro Leone, pero el peor Leone). El film es, a lo sumo, distraído pero poco más; de no ser porque existe Death Proof, sería la peor película de Tarantino. Sin embargo, os la recomiendo, porque la actuación de Christoph Waltz, en el papel del coronel nazi Hans Landa, es antológica. Cada vez que aparece, la película se anima y remonta el vuelo. Sin duda, se trata de uno de los mejores villanos de la historia del cine y es la única razón por la que resulta imprescindible ver esta, por lo demás, olvidable película. No os lo perdáis.
Aplauso: Ya resulta un tanto reiterativo hablar de la selección española de baloncesto, porque son tan buenos que a uno no le queda más remedio que repetirse. El domingo pasado, la selección se proclamó –por fin- Campeona de Europa. Tras una primera manga en la que parecieron una caricatura de sí mismos y que a todos nos mantuvo con los pelendengues de corbata, el resto del campeonato fue un paseo a lo largo del cual ningún rival les hizo la menor sombra. Se impusieron con absoluta rotundidad, demostrando que son la mejor selección del mundo... después de quienes ya sabéis. Y si vale de algo mi opinión, tienen la mejor defensa del baloncesto mundial. Lo dicho, un aplauso para ellos.
Aplauso: Ya resulta un tanto reiterativo hablar de la selección española de baloncesto, porque son tan buenos que a uno no le queda más remedio que repetirse. El domingo pasado, la selección se proclamó –por fin- Campeona de Europa. Tras una primera manga en la que parecieron una caricatura de sí mismos y que a todos nos mantuvo con los pelendengues de corbata, el resto del campeonato fue un paseo a lo largo del cual ningún rival les hizo la menor sombra. Se impusieron con absoluta rotundidad, demostrando que son la mejor selección del mundo... después de quienes ya sabéis. Y si vale de algo mi opinión, tienen la mejor defensa del baloncesto mundial. Lo dicho, un aplauso para ellos.
martes, septiembre 15
Generaciones
Supongo que habéis oído hablar de los incidentes entre jóvenes y policías que se produjeron el pasado cinco de septiembre durante las fiestas de Pozuelo de Alarcón, una localidad, por cierto, muy cercana a donde vivo. He dicho “supongo”, pero debería haber puesto “seguro”, porque desde que se produjeron aquellos disturbios los medios de comunicación no han parado de hablar de lo chungos que son nuestros jóvenes, de su falta de valores y compromiso, de su carencia de disciplina y de su nulo respeto a la autoridad...
Bla, bla, bla, lo mismo de siempre, la vieja y machacona cantinela. Desde que la humanidad existe –o al menos desde que la palabra “futuro” es sinónimo de cambio-, cada generación se ha quejado de la siguiente empleando términos similares a los descritos en el párrafo anterior. Por ejemplo, mi generación; ahora que he superado ampliamente el medio siglo de edad y tengo dos hijos de 22 y 19 años, escucho con frecuencia a compañeros generacionales echar pestes de los jóvenes actuales, acusándoles de tenerlo todo fácil y carecer de los valores que nos adornaban cuando éramos briosos y nobles mozalbetes. Y no puedo evitar preguntarme: ¿pero de qué coño de valores están hablando? No sé, a veces pienso que mi juventud fue muy rara, porque lo que yo recuerdo son jóvenes tan pasados de vueltas –o no- como los de ahora. En serio, me parto de risa cuando oigo hablar, por ejemplo, del “problema que la juventud tiene hoy con el alcohol”. ¿Hoy? Por favor, el alcohol ha sido un problema para todas las juventudes desde que alguien decidió beberse el mosto de uva pese a haber fermentado. Y no sólo es un problema propio de la juventud, ni mucho menos, porque los adultos le damos al morapio que da gusto. Como siempre.
Pero así somos de repetitivos; tenemos la memoria histórica de un pez de colores. Nuestros padres nos decían: “Teníais que haber pasado una guerra”, y ahora les decimos a nuestros hijos: “Teníais que haber pasado una dictadura”. Pues no, mire usted. ¿Que los jóvenes de ahora lo tienen más fácil que lo tuvimos nosotros? Por supuesto; pero es deber de cada generación conseguir mejores condiciones de vida para la siguiente. A fin de cuentas, eso es el progreso, ¿no? Y nadie debería pasar una guerra o una dictadura, porque puede que eso te haga más fuerte, pero también más tarado. En realidad, los jóvenes actuales son muy diferentes a los de otras épocas en lo superficial, pero en lo básico son idénticos. La naturaleza humana se maquilla, pero no cambia.
Puede que alguien objete: “Pero estos jóvenes apedrean a la policía”. Y yo respondo: “¿Acaso nosotros no hacíamos lo mismo?” Ah claro, aquella policía nuestra representaba al fascismo, mientras que los actuales maderos forman parte de una democracia. Es decir, que un joven es un héroe atiborrado de valores si lanza piedras a las fuerzas del orden, destroza el mobiliario urbano y quema coches en nombre de la revolución, pero un gamberro si lo hace por defender su derecho a celebrar un botellón. Vale, hay diferencias entre un cosa y otra, no lo niego; pero si nos paramos a pensarlo bien, ¿no se trata en el fondo de lo mismo?
Seamos sinceros: cuando participábamos en algaradas contra la dictadura, cuando arrojábamos piedras a los grises, ¿nos estábamos rebelando contra el franquismo, o contra el franquismo y contra la autoridad en general? ¿No puede ser que en realidad alguna de esas piedras las lanzáramos metafóricamente contra nuestros padres? Pensad en lo que significa la palabra “educación”: uno nace siendo una bestia salvaje que sólo piensa en sí mismo y en satisfacer sus instintos. Durante un tiempo, las cosas van bien, porque uno no necesita gran cosa (ni tiene demasiados instintos) y cuenta con sobrada atención por parte de los padres. Pero pasado un tiempo comienza el proceso de socialización, que consiste básicamente en reprimir el instinto y los deseos. Eso no se hace, eso no se toca, no hables con la boca llena, no te tires pedos ni te hurgues la nariz, no te hagas pajas, respeta a los mayores, no puedes hacer eso, estás obligado a hacer eso otro, no te quejes, obedece, respeta la propiedad ajena, guarda silencio, estudia, no digas tacos, siéntate bien, no hagas ruido... Para eso sirven la familia y el colegio, para reprimir todo aquello que queremos hacer, y potenciar todo lo que nos toca las narices. Pues bien, después de tres o cuatro lustros sometidos a esa (necesaria pero tocapelotas) tiranía socializadora, cuando los jóvenes comienzan a liberarse del yugo paterno y de la cárcel colegial, ¿cómo creéis que están?
Pues, aparte de repletos de hormonas, están hartos, hasta las pelotas de la autoridad, sea del tipo que sea; arden en deseos de libertad y rechazan muchos de nuestros valores, porque ciertos valores (como la disciplina, por ejemplo) son cojonudos cuando tienes la sartén por el mango, pero una carga muy pesada si quien se fríe en el aceite eres tú. La energía que desprenden, esa energía que en parte es producto del hartazgo y el hastío, puede -siempre de forma minoritaria, no lo olvidemos- convertirse en furia y destrucción, como ocurrió en Pozuelo. Pero no nos engañemos, la mayor parte de los jóvenes (incluyendo a los violentos) disipará esa energía en chorradas y acabarán asimilándose al sistema, ingresando en las filas de nosotros, los zombis. No obstante, una pequeñísima parte de los jóvenes utilizarán esa energía de forma positiva, revolucionaria e innovadora, consiguiendo con ello que algunos valores caducos se desmoronen y que le mundo cambie un poquito para mejor.
Entonces, ¿a quién tememos los dinosaurios? ¿A los jóvenes violentos? No, son pocos y con un par de hostias la cosa se soluciona. ¿A los futuros zombis entonces? Tampoco; ellos nos sustituirán, pero antes, durante un tiempo, serán nuestros esclavos. A quien realmente tememos las viejas generaciones es a los jóvenes brillantes e inadaptados, pues ellos me echarán a mi de mi sillón de escritor, y a vosotros de vuestros puestos de trabajo, porque son mejores o, cuando menos, más nuevos. Les tememos porque no tienen poder, pero sí razón, y su razón acabará imponiéndose. Les tememos porque su simple presencia nos dice que nuestras creencias están obsoletas, que nuestro tiempo se está acabando, que ellos tienen fuerza para cambiar las cosas y nosotros ya no.
En el fondo, la brecha generacional no es más que una forma como otra cualquiera de temor al cambio, la impotencia y la muerte.
Bla, bla, bla, lo mismo de siempre, la vieja y machacona cantinela. Desde que la humanidad existe –o al menos desde que la palabra “futuro” es sinónimo de cambio-, cada generación se ha quejado de la siguiente empleando términos similares a los descritos en el párrafo anterior. Por ejemplo, mi generación; ahora que he superado ampliamente el medio siglo de edad y tengo dos hijos de 22 y 19 años, escucho con frecuencia a compañeros generacionales echar pestes de los jóvenes actuales, acusándoles de tenerlo todo fácil y carecer de los valores que nos adornaban cuando éramos briosos y nobles mozalbetes. Y no puedo evitar preguntarme: ¿pero de qué coño de valores están hablando? No sé, a veces pienso que mi juventud fue muy rara, porque lo que yo recuerdo son jóvenes tan pasados de vueltas –o no- como los de ahora. En serio, me parto de risa cuando oigo hablar, por ejemplo, del “problema que la juventud tiene hoy con el alcohol”. ¿Hoy? Por favor, el alcohol ha sido un problema para todas las juventudes desde que alguien decidió beberse el mosto de uva pese a haber fermentado. Y no sólo es un problema propio de la juventud, ni mucho menos, porque los adultos le damos al morapio que da gusto. Como siempre.
Pero así somos de repetitivos; tenemos la memoria histórica de un pez de colores. Nuestros padres nos decían: “Teníais que haber pasado una guerra”, y ahora les decimos a nuestros hijos: “Teníais que haber pasado una dictadura”. Pues no, mire usted. ¿Que los jóvenes de ahora lo tienen más fácil que lo tuvimos nosotros? Por supuesto; pero es deber de cada generación conseguir mejores condiciones de vida para la siguiente. A fin de cuentas, eso es el progreso, ¿no? Y nadie debería pasar una guerra o una dictadura, porque puede que eso te haga más fuerte, pero también más tarado. En realidad, los jóvenes actuales son muy diferentes a los de otras épocas en lo superficial, pero en lo básico son idénticos. La naturaleza humana se maquilla, pero no cambia.
Puede que alguien objete: “Pero estos jóvenes apedrean a la policía”. Y yo respondo: “¿Acaso nosotros no hacíamos lo mismo?” Ah claro, aquella policía nuestra representaba al fascismo, mientras que los actuales maderos forman parte de una democracia. Es decir, que un joven es un héroe atiborrado de valores si lanza piedras a las fuerzas del orden, destroza el mobiliario urbano y quema coches en nombre de la revolución, pero un gamberro si lo hace por defender su derecho a celebrar un botellón. Vale, hay diferencias entre un cosa y otra, no lo niego; pero si nos paramos a pensarlo bien, ¿no se trata en el fondo de lo mismo?
Seamos sinceros: cuando participábamos en algaradas contra la dictadura, cuando arrojábamos piedras a los grises, ¿nos estábamos rebelando contra el franquismo, o contra el franquismo y contra la autoridad en general? ¿No puede ser que en realidad alguna de esas piedras las lanzáramos metafóricamente contra nuestros padres? Pensad en lo que significa la palabra “educación”: uno nace siendo una bestia salvaje que sólo piensa en sí mismo y en satisfacer sus instintos. Durante un tiempo, las cosas van bien, porque uno no necesita gran cosa (ni tiene demasiados instintos) y cuenta con sobrada atención por parte de los padres. Pero pasado un tiempo comienza el proceso de socialización, que consiste básicamente en reprimir el instinto y los deseos. Eso no se hace, eso no se toca, no hables con la boca llena, no te tires pedos ni te hurgues la nariz, no te hagas pajas, respeta a los mayores, no puedes hacer eso, estás obligado a hacer eso otro, no te quejes, obedece, respeta la propiedad ajena, guarda silencio, estudia, no digas tacos, siéntate bien, no hagas ruido... Para eso sirven la familia y el colegio, para reprimir todo aquello que queremos hacer, y potenciar todo lo que nos toca las narices. Pues bien, después de tres o cuatro lustros sometidos a esa (necesaria pero tocapelotas) tiranía socializadora, cuando los jóvenes comienzan a liberarse del yugo paterno y de la cárcel colegial, ¿cómo creéis que están?
Pues, aparte de repletos de hormonas, están hartos, hasta las pelotas de la autoridad, sea del tipo que sea; arden en deseos de libertad y rechazan muchos de nuestros valores, porque ciertos valores (como la disciplina, por ejemplo) son cojonudos cuando tienes la sartén por el mango, pero una carga muy pesada si quien se fríe en el aceite eres tú. La energía que desprenden, esa energía que en parte es producto del hartazgo y el hastío, puede -siempre de forma minoritaria, no lo olvidemos- convertirse en furia y destrucción, como ocurrió en Pozuelo. Pero no nos engañemos, la mayor parte de los jóvenes (incluyendo a los violentos) disipará esa energía en chorradas y acabarán asimilándose al sistema, ingresando en las filas de nosotros, los zombis. No obstante, una pequeñísima parte de los jóvenes utilizarán esa energía de forma positiva, revolucionaria e innovadora, consiguiendo con ello que algunos valores caducos se desmoronen y que le mundo cambie un poquito para mejor.
Entonces, ¿a quién tememos los dinosaurios? ¿A los jóvenes violentos? No, son pocos y con un par de hostias la cosa se soluciona. ¿A los futuros zombis entonces? Tampoco; ellos nos sustituirán, pero antes, durante un tiempo, serán nuestros esclavos. A quien realmente tememos las viejas generaciones es a los jóvenes brillantes e inadaptados, pues ellos me echarán a mi de mi sillón de escritor, y a vosotros de vuestros puestos de trabajo, porque son mejores o, cuando menos, más nuevos. Les tememos porque no tienen poder, pero sí razón, y su razón acabará imponiéndose. Les tememos porque su simple presencia nos dice que nuestras creencias están obsoletas, que nuestro tiempo se está acabando, que ellos tienen fuerza para cambiar las cosas y nosotros ya no.
En el fondo, la brecha generacional no es más que una forma como otra cualquiera de temor al cambio, la impotencia y la muerte.
domingo, septiembre 6
Stonehenge (1)
No sé exactamente cuándo comenzaron a fascinarme los megalitos; recuerdo haber visitado con mi padre, de niño, la Cueva de Menga (una tumba de corredor neolítica en Antequera) y algunos dólmenes, pero no me llamaron especialmente la atención. Supongo que el interés surgió más tarde, conforme leía sobre prehistoria, antropología y religiones arcaicas. Entonces descubrí el misterio que encierran los megalitos y me enamoré del asunto. Porque no hay nada que enamore tanto como un buen misterio, ¿verdad?
Hay megalitos en lugares tan alejados entre sí como Japón, Perú o la Isla de Pascua, y hubo un importante foco de megalitismo en el Mediterráneo occidental, pero a lo que yo me refiero es al megalitismo atlántico, que comenzó a finales del Neolítico y se extendió hasta la Edad del Bronce, desarrollándose sobre todo a lo largo de la costa atlántica y los Pirineos. La cuestión es que no sabemos prácticamente nada de la gente que erigió esas piedras. Ignoramos su cultura, su religión, su idioma, sus costumbres... ni siquiera sabemos cómo se denominaban a sí mismos. La única certeza que tenemos es que dedicaron enormes cantidades de tiempo y esfuerzo a erigir enormes y pesadísimos bloques de piedra. ¿Por qué, para qué? Misterio. (En la foto de la izquierda, Pepa en el muy restringido interior del círculo de piedras)
El enigma de los megalitos me atrapó hace más de treinta años, y desde entonces he visitado muchísimos, en Portugal, Galicia, la Cornisa Cantábrica, los Pirineos y el oeste de Francia. En estas zonas hay diversas clases de megalitos: dólmenes, menhires, alineamientos, cromlechs circulares y ovales, tumbas de corredor... pero ni un solo henge, porque prácticamente sólo hay henges en las Islas Británicas. Lo cual nos conduce al monumento megalítico más famoso del mundo: Stonehenge, en la llanura de Salisbury.
Antes de nada, veamos qué es un henge. Básicamente, se trata de un extenso foso circular (en ocasiones oval) que rodea o es rodeado por un túmulo de tierra. A partir de ahí y con el paso del tiempo se van añadiendo estructuras más complejas en el interior del círculo, primero de madera y después de piedra, formando cromlechs concéntricos. Lo más probable es que, al final, hubiera a la vez estructuras de piedra y madera. Pues bien, Stonehenge es el henge más sofisticado jamás construido, la Capilla Sixtina del megalitismo.
Supongo que lo habéis visto muchas veces, pero no está de más describirlo rápidamente. Stonehenge está formado, como todos los henges, por un foso y un terraplén, en este caso de unos 110 metros de diámetro; lo que lo hace distinto es la estructura que contiene: un círculo de trilitos (trilito: dos piedras verticales y una horizontal a modo de dintel) en cuyo interior hay (o había) otros cinco trilitos formando una herradura y, en el centro, otra piedra más, tumbada, denominada “Piedra del Altar”. Todas estas piedras se denominan Sarsen y provienen de una cantera situada a treinta y tantos kilómetros del megalito. Pues bien, dentro del círculo de piedras Sarsen hay otra estructura más pequeña formada por las llamadas “piedras azules”: se trata de un cromlech (anillo de piedras), concéntrico al Círculo Sarsen, con otra herradura de piedras en su interior; es decir, una reproducción a menor escala del megalito exterior, pero sin dinteles. Aparte de esto, había una gran avenida que partía del cercano río Avon y desembocaba en Stonehenge (hoy sólo es perceptible el comienzo). Junto a la avenida se alza un enorme menhir, la “Piedra Talón” que, alineada con el trilito central de la herradura Sarsen, marca el punto por donde sale el Sol durante el solsticio de verano (y, en el extremo contrario, el punto por donde se pone el Sol durante el solsticio de invierno). En cuatro puntos del terraplén, formando un imaginario cuadrado perfecto, estaban las “Piedras de las Estaciones” (hoy sólo quedan dos). Fuera del círculo, cerca de la avenida, está la “Piedra del Sacrificio”, en realidad un menhir caído. Por último, bordeando el foso, hay un círculo formado por 56 agujeros, el “Círculo de Aubrey”, que en el pasado debieron de contener postes de madera. (La foto de la izquierda está orientada según la alineación de Stonehenge, apuntando hacia el lugar donde sale el Sol durante el solsticio de verano. Al fondo, entre los dos trilitos, se ve la Piedra Talón; ahí comienza -o acaba- la avenida principal. El tipejo no forma parte del megalito; soy yo).
Como veis, se trata de una estructura muy compleja, aunque lo que vemos es el estado final del megalito, pues Stonehenge cambió mucho a lo largo del tiempo. Al principio, tres mil años antes de nuestra era, se construyó el henge básico: un foso y un terraplén. No mucho más tarde de cien años después se erigieron los 56 postes del Círculo de Aubrey y otras estructuras de madera de las que hoy sólo quedan algunas huellas (agujeros, claro; la madera no perdura).
Alrededor del 2500 a.d.n.e., se inició la fase lítica, pues fue entonces cuando colocaron la piedras azules. Y aquí nos topamos con un inmenso misterio, porque esas piedras proceden de las colinas Preseli, en Gales, situadas a más de 240 kilómetros de Stonehenge. Si tenéis en cuenta que la mayor parte de las piedras azules pesan más de dos toneladas, y que en total había 60, ¿os imagináis el inmenso esfuerzo que supuso transportarlas desde Gales hasta Salisbury? ¿Por qué lo hicieron, qué tenían de especial esas piedras? Una posible respuesta es que las 60 piedras azules fueran un megalito de Gales, un cromlech más antiguo que Stonehenge que fue desmontado y trasladado a Salisbury. En cualquier caso, la tarea debió de ser titánica.
Al principio, las piedras azules estaban dispuestas formando un círculo (del que quedan escasos rastros). Además se incorporaron seis piedras Sarsen: las cuatro de las estaciones, la Piedra Talón y otra gemela que ha desaparecido. Pero esta estructura no duró mucho, pues hacia el 2300 a.d.n.e. se trajeron y labraron las 75 enormes piedras Sarsen que forman el círculo y la herradura de trilitos. Una cuestión curiosa es que estas piedras están trabajadas como si fueran madera; por ejemplo, en cada una de las “jambas” de cada trilito hay un saliente que encaja con uno de los dos agujeros del dintel, igual que las junturas de mortaja y espiga propias del trabajo de carpintería, y también hay ejemplos de uniones de lengüeta y ranura. Pese al inmenso monumento de piedra que construyeron, esas personas eran carpinteros, no canteros. Se desconoce la ubicación de las piedras azules durante este periodo. Por cierto, lo que hoy vemos son las ruinas incompletas de Stonehenge, pero es posible que el gran círculo de trilitos Sarsen nunca llegara a completarse. Quizá se les acabó la piedra. (En la foto de la derecha se ve el Gran Menhir, la piedra más grande del magalito, que formaba parte de uno de los trilitos -hoy parcialmente caído- de la herradura central. En lo alto se ve la espiga que encajaba con el dintel)
Hacia el 2000 a.d.n.e., se produjeron nuevos cambios en el megalito, pero el mayor de ellos fue el retorno de las piedras azules, que se distribuyeron como antes he descrito. También se añadió la Piedra del Altar (procedente de Gales), en el centro de la herradura; quizá era un menhir, hoy tumbado, o puede que se dispusiera horizontalmente, como un verdadero altar. Los últimos cambios en el megalito se efectuaron hacia el 1600 a.d.n.e. Seiscientos años después, hay indicios de que el entorno de Stonehenge había perdido su carácter sagrado. Puede que hacia esa época el círculo de piedra hubiese cesado ya sus actividades, y eso plantea un nuevo misterio: ¿por qué, después de dos mil años de ser el mayor y más famoso templo erigido en Europa, se abandonó Stonehenge? Misterio.
Igual que es un misterio por qué se trasladaron desde tan lejos las piedras azules. O para qué servía ese extraño y absolutamente inusual megalito. O qué extrañas actividades tenían lugar en la llanura de Salisbury. O el enigma del Arquero de Amesbury. Todo lo que sabemos con certeza acerca de Stonehenge es que era un templo dedicado al Sol y, al mismo tiempo, una máquina que, por sorprendente que parezca dado su ruinoso estado, sigue funcionando a la perfección.
Pero de eso, amen de la inesperada y solitaria visita que Pepa y yo pudimos realizar al interior del círculo de piedras, hablaremos en la siguiente entrega de este apasionante, a la par que instructivo, relato.
Hay megalitos en lugares tan alejados entre sí como Japón, Perú o la Isla de Pascua, y hubo un importante foco de megalitismo en el Mediterráneo occidental, pero a lo que yo me refiero es al megalitismo atlántico, que comenzó a finales del Neolítico y se extendió hasta la Edad del Bronce, desarrollándose sobre todo a lo largo de la costa atlántica y los Pirineos. La cuestión es que no sabemos prácticamente nada de la gente que erigió esas piedras. Ignoramos su cultura, su religión, su idioma, sus costumbres... ni siquiera sabemos cómo se denominaban a sí mismos. La única certeza que tenemos es que dedicaron enormes cantidades de tiempo y esfuerzo a erigir enormes y pesadísimos bloques de piedra. ¿Por qué, para qué? Misterio. (En la foto de la izquierda, Pepa en el muy restringido interior del círculo de piedras)
El enigma de los megalitos me atrapó hace más de treinta años, y desde entonces he visitado muchísimos, en Portugal, Galicia, la Cornisa Cantábrica, los Pirineos y el oeste de Francia. En estas zonas hay diversas clases de megalitos: dólmenes, menhires, alineamientos, cromlechs circulares y ovales, tumbas de corredor... pero ni un solo henge, porque prácticamente sólo hay henges en las Islas Británicas. Lo cual nos conduce al monumento megalítico más famoso del mundo: Stonehenge, en la llanura de Salisbury.
Antes de nada, veamos qué es un henge. Básicamente, se trata de un extenso foso circular (en ocasiones oval) que rodea o es rodeado por un túmulo de tierra. A partir de ahí y con el paso del tiempo se van añadiendo estructuras más complejas en el interior del círculo, primero de madera y después de piedra, formando cromlechs concéntricos. Lo más probable es que, al final, hubiera a la vez estructuras de piedra y madera. Pues bien, Stonehenge es el henge más sofisticado jamás construido, la Capilla Sixtina del megalitismo.
Supongo que lo habéis visto muchas veces, pero no está de más describirlo rápidamente. Stonehenge está formado, como todos los henges, por un foso y un terraplén, en este caso de unos 110 metros de diámetro; lo que lo hace distinto es la estructura que contiene: un círculo de trilitos (trilito: dos piedras verticales y una horizontal a modo de dintel) en cuyo interior hay (o había) otros cinco trilitos formando una herradura y, en el centro, otra piedra más, tumbada, denominada “Piedra del Altar”. Todas estas piedras se denominan Sarsen y provienen de una cantera situada a treinta y tantos kilómetros del megalito. Pues bien, dentro del círculo de piedras Sarsen hay otra estructura más pequeña formada por las llamadas “piedras azules”: se trata de un cromlech (anillo de piedras), concéntrico al Círculo Sarsen, con otra herradura de piedras en su interior; es decir, una reproducción a menor escala del megalito exterior, pero sin dinteles. Aparte de esto, había una gran avenida que partía del cercano río Avon y desembocaba en Stonehenge (hoy sólo es perceptible el comienzo). Junto a la avenida se alza un enorme menhir, la “Piedra Talón” que, alineada con el trilito central de la herradura Sarsen, marca el punto por donde sale el Sol durante el solsticio de verano (y, en el extremo contrario, el punto por donde se pone el Sol durante el solsticio de invierno). En cuatro puntos del terraplén, formando un imaginario cuadrado perfecto, estaban las “Piedras de las Estaciones” (hoy sólo quedan dos). Fuera del círculo, cerca de la avenida, está la “Piedra del Sacrificio”, en realidad un menhir caído. Por último, bordeando el foso, hay un círculo formado por 56 agujeros, el “Círculo de Aubrey”, que en el pasado debieron de contener postes de madera. (La foto de la izquierda está orientada según la alineación de Stonehenge, apuntando hacia el lugar donde sale el Sol durante el solsticio de verano. Al fondo, entre los dos trilitos, se ve la Piedra Talón; ahí comienza -o acaba- la avenida principal. El tipejo no forma parte del megalito; soy yo).
Como veis, se trata de una estructura muy compleja, aunque lo que vemos es el estado final del megalito, pues Stonehenge cambió mucho a lo largo del tiempo. Al principio, tres mil años antes de nuestra era, se construyó el henge básico: un foso y un terraplén. No mucho más tarde de cien años después se erigieron los 56 postes del Círculo de Aubrey y otras estructuras de madera de las que hoy sólo quedan algunas huellas (agujeros, claro; la madera no perdura).
Alrededor del 2500 a.d.n.e., se inició la fase lítica, pues fue entonces cuando colocaron la piedras azules. Y aquí nos topamos con un inmenso misterio, porque esas piedras proceden de las colinas Preseli, en Gales, situadas a más de 240 kilómetros de Stonehenge. Si tenéis en cuenta que la mayor parte de las piedras azules pesan más de dos toneladas, y que en total había 60, ¿os imagináis el inmenso esfuerzo que supuso transportarlas desde Gales hasta Salisbury? ¿Por qué lo hicieron, qué tenían de especial esas piedras? Una posible respuesta es que las 60 piedras azules fueran un megalito de Gales, un cromlech más antiguo que Stonehenge que fue desmontado y trasladado a Salisbury. En cualquier caso, la tarea debió de ser titánica.
Al principio, las piedras azules estaban dispuestas formando un círculo (del que quedan escasos rastros). Además se incorporaron seis piedras Sarsen: las cuatro de las estaciones, la Piedra Talón y otra gemela que ha desaparecido. Pero esta estructura no duró mucho, pues hacia el 2300 a.d.n.e. se trajeron y labraron las 75 enormes piedras Sarsen que forman el círculo y la herradura de trilitos. Una cuestión curiosa es que estas piedras están trabajadas como si fueran madera; por ejemplo, en cada una de las “jambas” de cada trilito hay un saliente que encaja con uno de los dos agujeros del dintel, igual que las junturas de mortaja y espiga propias del trabajo de carpintería, y también hay ejemplos de uniones de lengüeta y ranura. Pese al inmenso monumento de piedra que construyeron, esas personas eran carpinteros, no canteros. Se desconoce la ubicación de las piedras azules durante este periodo. Por cierto, lo que hoy vemos son las ruinas incompletas de Stonehenge, pero es posible que el gran círculo de trilitos Sarsen nunca llegara a completarse. Quizá se les acabó la piedra. (En la foto de la derecha se ve el Gran Menhir, la piedra más grande del magalito, que formaba parte de uno de los trilitos -hoy parcialmente caído- de la herradura central. En lo alto se ve la espiga que encajaba con el dintel)
Hacia el 2000 a.d.n.e., se produjeron nuevos cambios en el megalito, pero el mayor de ellos fue el retorno de las piedras azules, que se distribuyeron como antes he descrito. También se añadió la Piedra del Altar (procedente de Gales), en el centro de la herradura; quizá era un menhir, hoy tumbado, o puede que se dispusiera horizontalmente, como un verdadero altar. Los últimos cambios en el megalito se efectuaron hacia el 1600 a.d.n.e. Seiscientos años después, hay indicios de que el entorno de Stonehenge había perdido su carácter sagrado. Puede que hacia esa época el círculo de piedra hubiese cesado ya sus actividades, y eso plantea un nuevo misterio: ¿por qué, después de dos mil años de ser el mayor y más famoso templo erigido en Europa, se abandonó Stonehenge? Misterio.
Igual que es un misterio por qué se trasladaron desde tan lejos las piedras azules. O para qué servía ese extraño y absolutamente inusual megalito. O qué extrañas actividades tenían lugar en la llanura de Salisbury. O el enigma del Arquero de Amesbury. Todo lo que sabemos con certeza acerca de Stonehenge es que era un templo dedicado al Sol y, al mismo tiempo, una máquina que, por sorprendente que parezca dado su ruinoso estado, sigue funcionando a la perfección.
Pero de eso, amen de la inesperada y solitaria visita que Pepa y yo pudimos realizar al interior del círculo de piedras, hablaremos en la siguiente entrega de este apasionante, a la par que instructivo, relato.
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