Profesor Ulises Zarco
SIGMA. Sociedad de
Investigaciones Geográficas, Meteorológicas y Astronómicas.
C/ Almagro
9. Madrid. España. Octubre de 1923
Querido profesor Zarco:
Hasta hace
unos cuatro años, usted y yo no nos conocíamos. De hecho, usted ni siquiera
existía. Pero desde entonces hemos pasado juntos mucho tiempo, y creo que hemos
aprendido a apreciarnos; aunque, reconozcámoslo, tiene usted un carácter
endiablado. No, no es fácil tratar con usted. Vale, ni tampoco conmigo, es
cierto. A fin de cuentas, parte de su personalidad proviene directamente de la
mía.
Nos vimos
por primera vez en el capítulo inicial de La
isla de Bowen, titulado “La inesperada visita de las damas inglesas”. Me
encontré con un hombre de cuarenta y tantos años, alto, grande y fuerte, con un
fiero mostacho, vestido con un terno blanco y tocado con un sombrero Panamá.
Enseguida supe cómo era usted: inteligente, culto, honesto, valiente y leal,
pero también brusco, malhumorado, impaciente, colérico, arrogante, vanidoso,
sarcástico, excéntrico, intolerante y absolutamente machista. Todo un
personaje, ¿eh? La verdad es que no dejo de preguntarme cómo es posible que,
pese a su insufrible carácter, me caiga bien.
Creo que porque
es usted un ser exagerado, pero ni demasiado, ni demasiado poco. Si con esa
personalidad se comportase usted de forma más moderada, sería un pelmazo
antipático, y si se comportase de forma más extremada, sería una caricatura.
Ese punto intermedio de exageración le convierte en lo que es: un hombre que se
pasa la vida interpretando un papel; el de gorila. Pero yo sé que en el fondo
tiene buen corazón; aunque, si quiere que le diga la verdad, lo que más me divierte
de usted es su perenne mal humor, sus volcánicos cabreos y sus ácidos sarcasmos.
Por aquel
entonces yo me disponía a iniciar un largo viaje que acabaría superando las 500
páginas y me llevaría más de un año. Era un proyecto absurdo, un sinsentido; me
proponía regresar al corazón de un género muerto y enterrado. Pero no podía
hacerlo solo; le necesitaba a usted, profesor. Y a más gente; un grupo de
personas que me acompañarían en esa loca travesía. Y como íbamos a estar juntos
mucho tiempo, procuré que fuese la clase de gente que me gusta.
El primero,
después de usted, en ser reclutado fue Samuel Durango, el fotógrafo de la
expedición. Es su polo opuesto, profesor; un joven discreto, algo tímido, de
carácter taciturno, y atormentado por su pasado y por las experiencias vividas
durante la Gran Guerra. El problema era que Samuel acabaría siendo de vital
importancia para nuestro viaje; pero a su lado, profesor, quedaría eclipsado.
Así que le concedí una ventaja sobre usted: le di voz propia a través de las
páginas de su diario.
La segunda
en sumarse fue Lady Elisabeth Faraday. También parece su polo opuesto, pues
usted es todo brusquedad, mientras que ella es pura cortesía. Pero hay algo en
lo que son iguales: ella tiene tanto carácter y determinación, o más, que
usted. Mano de hierro en guante de terciopelo. Durante mucho tiempo creí que
usted sería el alma y el motor de nuestra expedición, pero me equivocaba: es
ella. Lady Elisabeth lo inicia todo; usted, a fin de cuentas, no hace más que
seguirla. Me gusta esa mujer de ideas avanzadas, culta, tan decidida como
amable, con mucho sentido del humor y una voluntad de acero. Es la clase de mujer
que me atrae. Supongo que me entiende, profesor; a fin de cuentas, se ha casado
usted con ella.
Luego
llegaron el resto de los personajes. Kathy, la hija de Elisabeth, que también
es importante para la historia, pero que no me acaba de caer del todo bien; se
parece a su madre, pero no tiene su sentido del humor. Y el tranquilo Adrián
Cairo, su mano derecha, profesor. Y el paternal Gabriel Verne, capitán del Saint Michel. Y el apocado químico
Bartolomé García. Y el estoico Aitor Elizagaray, primer oficial del navío.
Hay muchos
más personajes, por supuesto, como Aleksander Ardán, su rival en esta historia,
pero son secundarios. El caso es que ya había reunido un grupo de gente con la
que me apetecía iniciar un viaje a lo desconocido. Así que lo iniciamos.
Calculo que la singladura/escritura duró más o menos un año. Para usted,
profesor, fue un viaje geográfico, pero para mí fue un viaje en el tiempo.
Primero
tuve que desplazarme a mediados de los años 60, cuando yo era un niño y
devoraba novelas de autores como Julio Verne, H. G. Wells, Stevenson, Doyle,
Oliver Curwood o London, sin olvidar los comics de Hergé y de Hugo Pratt, ni
las películas de Raoul Walsh, Howard Hawks o Richard Fleischer. Quería
recuperar el “aroma” de todas esas maravillosas historias. Lo cual me llevó a
desplazarme al último tercio del siglo XIX y el primero del XX, para
zambullirme en los esquemas narrativos de la novela clásica de aventuras. Unos
esquemas que ya nadie utiliza. Menuda locura.
Viajamos
juntos, profesor, durante muchos meses de intenso periplo. Y alcanzamos nuestra
meta, llegamos al punto final del relato. ¿Bravo? No, yo estaba hecho polvo.
¿Qué demonios había hecho? Ahí tenía una larguísima novela de quinientas
páginas, perteneciente a un género que ya no existe, escrita de un modo que ya
nadie emplea y de difícil catalogación editorial. Estaba convencido de que
había escrito una cagada.
Tras el
prólogo, la historia se desarrolla de forma lenta al principio. ¿Demasiado
lenta? Todo, en ese primer tramo, lo fiaba ahí a las relaciones entre los
personajes, pero ¿funcionaban? Y sobre todo, ¿qué clase de libro era ése?
Estaba inspirado por un clásico de la literatura juvenil, Julio Verne, pero al
mismo tiempo era una de las novelas más adultas que he escrito (por sus
referentes nostálgicos). Y encima, quinientas páginas. Aquello era un desastre.
Se la di a
leer a tres personas de mi confianza y a todas les gustó. Algo más tranquilo,
envié el texto al Premio EDEBÉ... y ganó. Luego comenzaron a llegar las
críticas, las mejores y más entusiastas de mi carrera. Y las alabanzas de
propios y extraños. Y después gané el premio Templo de las Mil Puertas. Y Babelia la eligió la mejor novela juvenil del año. Y luego vino la candidatura al Celsius.
Y después la novela fue escogida para la Lista de Honor del IBBY. Y, por
último, la semana pasada obtuvo el Premio Nacional de Literatura Infantil y
Juvenil. Es abrumador.
Y me
abrumó. Ese insospechado éxito me bloqueó, me precipitó a una crisis creativa
(algo que nunca antes había experimentado). No podía escribir; ni tan siquiera
imaginar historias. Estaba paralizado, porque no sabía cómo había hecho lo que
había hecho, ni, sobre todo, cómo repetirlo. En cierto modo, el éxito es una
carga más pesada que el fracaso.
Afortunadamente,
ya salí del hoyo y he podido volver a escribir. Lo único que me queda es satisfacción
y agradecimiento a todas las personas que confiaron en el texto, y a todo el
mundo que se alegró con mi alegría. Al final, La isla de Bowen ha resultado ser una aventura mucho más grande y
gozosa de lo que yo pensaba.
Y en gran
medida se lo debo a usted, profesor. Todos los que han leído la novela le
eligen como su personaje preferido. Y eso a pesar de su pésimo carácter. Pero ése
es el milagro de la literatura. Leer una buena aventura es estupendo; vivirla,
ya no tanto. Leer a un personaje como usted es divertido, pero tratar con él en
la vida real, no demasiado que digamos.
En
cualquier caso, gracias de corazón, profesor, porque me ha dado usted mucho,
muchísimo. Pero ya se acabó, llega el momento de decirnos adiós. Fue bonito
mientras duró...
Aunque me
resisto, coño; una voz en mi interior me susurra: “Vuelve a viajar con él”... Y
no me atrevo. Y tampoco me atrevo a no atreverme. Otra vez estoy liado.
Sé que no
querría volver a hacer lo mismo, no me plantearía de nuevo escribir una novela
clásica de aventuras. Eso ya lo he hecho. Elegiría otro género aventurero. El
pulp, probablemente. Es decir, un ritmo más rápido desde el principio y una
trama más... truculenta, supongo. De hecho, ya tengo algún retazo del
argumento; quizá la búsqueda de Shangri-La. Me divertiría mucho verle a usted
rodeado de pacíficos lamas tibetanos. Pero todo eso plantea problemas.
La isla de Bowen está basada en
referentes literarios “nobles”, por así decirlo. Pero el pulp tiene muy poco de
noble. Así que no podría inspirarme en ningún autor en concreto, sino sólo en
los temas y el ambiente. Aunque, sí... podría poner un poquito de Lovecraft,
otro poco de James Hilton, una pizca de Sax Rohmer, un pelín de Doyle... ¿Le
gustaría enfrentarse a Fu Manchú, profesor? ¿Ayudado quizá por el hijo secreto
de Sherlock Holmes e Irene Adler? ¿Explorar templos dedicados a dioses -o demonios,
si es que hay diferencia- arcanos? ¿Viajar al Tíbet? Podríamos, profesor,
dividir el texto en diferentes subgéneros del pulp, uno distinto por cada
capítulo... Pero bueno, ya estoy dejando volar la imaginación...
La isla de Bowen es, en el fondo, una
extravagancia, algo que hacía tanto que no se hacía que parece nuevo. Pero una
segunda aventura perdería originalidad, ya no sorprendería. Ese es el principal
problema. Y también que necesito refrescarme la mente con otras historias, con
otros personajes.
De modo
que, por ahora, no volveremos a viajar juntos. Nos quedaremos un tiempo en el
dique seco. Pero me gusta esa idea de meter varias temáticas del pulp en la
misma novela, así que pensaré en ello. Le daré muchas vueltas, no lo dude.
Entre
tanto, hasta que llegue el momento de volver a encontrarnos en el Saint Michel, le doy de nuevo las
gracias, profesor. Muy pocos de mis personajes me han dado tantas
satisfacciones como usted.
Un cordial
saludo y hasta pronto
César
Mallorquí
NOTA: Me gustaría señalar que, al otorgarse el Premio
Nacional de Literatura Infantil y Juvenil a La
isla de Bowen, se ha premiado una novela “clásica” de aventuras. Es cierto
y es lo que todo el mundo ha destacado. Pero quizá se ha pasado por alto algo
importante: La isla de Bowen también
es una novela de ciencia ficción. Así que la ciencia ficción ha obtenido un
Premio Nacional. Parece que, poco a poco, va cambiando la percepción del
género.