El pasado sábado, después de la
presentación en la Feria del Libro de Historia
y antología de la ciencia ficción española, unos cuantos de los
participantes fuimos a comer a un restaurante próximo a El Retiro. En la mesa
de al lado había un grupo de unos diez hombres y mujeres de mediana edad.
Hablaban muy, pero que muy alto, y cada poco prorrumpían en carcajadas excesivas
y auténticos alaridos. En el comedor sólo estábamos ellos, nosotros y una mesa
con cuatro personas por fortuna discretamente silenciosas. Aun así, el nivel
del ruido era similar al de una jaula llena de monos aulladores.
Me mordí la lengua varias veces,
hasta que, tras uno de los periódicos estallidos de risas y bramidos, grité a
mi vez (y puestos a gritar, tengo un vigoroso vozarrón): “¡Basta ya, por favor;
dejen de hacer tanto ruido!”. Automáticamente, los gritones, especialmente los
hombres (ya se sabe cómo somos los machotes), en vez de disculparse, se enfrentaron
a nosotros. Gracias al cielo, tras el breve enfrentamiento bajaron el tono de
voz.
Ayer, sin ir más lejos, Pepa, mi
mujer, estaba en una oficina pública donde había un rótulo que rezaba: “Por
favor, guarden silencio”. Pues bien, un tipo que estaba esperando comenzó a
hablar por su móvil dando estremecedoras voces. Al poco, Pepa se levantó y le
pidió amablemente que bajara la voz. El tipo dejó de berrear, pero cuando acabó
su conversación, se aproximó a mi mujer con el ceño fruncido y le dijo: “Usted
es extranjera, ¿verdad?”.
Ciertamente, Pepa parece extranjera.
Es muy alta, con los ojos azules y la piel clara. Pero en realidad es una
guipuzcoana de armas tomar que le respondió, más o menos: “No, no soy
extranjera. Y no me venga con que los guiris tienen la costumbre de hablar en
voz baja, y los españoles el rasgo racial de gritar, porque esto no es una
cuestión de nacionalidades, sino de educación”. El tipo, claro, se quedó
cortado.
Pero es que eso de los móviles es
alucinante. ¿Habéis viajado en AVE? Mira que recomiendan que quienes vayan a
hablar por teléfono lo hagan en las plataformas, pero ni caso. Siempre hay unos
cuantos que, nada más arrancar el tren, sacan su Iphones y se ponen a hablar a
voz en grito, generalmente sobre gilipolleces. ¿Por qué hablan tan alto? Tienen
un teléfono, ¿no? Es como si desconfiaran de la tecnología... Pero no;
sencillamente, a los españoles nos encanta gritar como becerros.
Hace tres o cuatro veranos, Pepa y
yo pasamos las vacaciones viajando en coche por Noruega. Habíamos contratado
los hoteles desde Madrid y pasábamos dos o tres noches en cada uno de ellos,
conforme nos desplazábamos de fiordo en fiordo. Como estábamos a media pensión,
cenábamos siempre en los hoteles, en cuyos comedores solía reinar un escandinavo silencio. Pero no siempre; de vez en cuando, al aproximarnos al restaurante,
escuchábamos un inesperado griterío. Entonces sabíamos con certeza que acababa
de llegar un autobús cargado de españoles (para ser justos, también podían ser italianos
o norteamericanos, pueblos estos igualmente vocingleros).
¿Por qué hacemos tanto ruido los
españoles? Vale, somos sureños, el clima es benigno y estamos acostumbrados a
hacer vida social en el exterior, donde quizá haya que hablar un poco más alto
para hacerse entender. Pero ¿es que no nos damos cuenta de que, al estar en un
interior, no hace falta seguir vociferando; entre otras cosas porque el sonido
rebota contra las paredes y se multiplica? ¿O es que a los españoles, cuando
conversamos en grupo, no nos interesa lo más mínimo lo que digan los demás,
sino tan solo hablar nosotros, para lo cual vamos alzando progresivamente el
tono de voz, con el único propósito de imponernos, no en función de los
argumentos, sino por la acústica? ¿O es que sencillamente carecemos de esa
educación básica que consiste en tener en cuenta a los demás? Probablemente sea
eso.
Ignoro si antes, digamos que hace cincuenta
años, los españoles éramos más educados. Yo estaba allí, vale, pero no me
acuerdo, y no voy a caer en la tentación de pensar que cualquier tiempo pasado
era mejor. Supongo que sí, porque por entonces había mucha población rural, o
de origen rural, y en los pueblos la gente suele ser más educada que en las
ciudades, pero no lo sé. En cualquier caso, aunque entonces fuéramos unos
salvajes, estoy seguro de que en lo que respecta a urbanidad hemos ido a peor.
No sé lo que le pasa a este país nuestro,
pero cada vez me gusta menos. Nos empujamos los unos a los otros para pasar
primero, nos saltamos las colas, gritamos, aparcamos donde nos sale del pijo
(por ejemplo, en los lugares reservados para discapacitados), insultamos, no
escuchamos, pasamos de la cultura, y sobre todo nunca, nunca, nunca nos
disculpamos, porque nunca hacemos nada incorrecto. Somos españoles y estamos
encantados de ser así.
En realidad, eso pretendía decirle a
mi mujer el tipo del móvil: Los españoles
gritamos porque es nuestra forma de ser, y como estamos en España, guiri de
mierda, vamos a seguir gritando todo lo que nos salga de las narices.
Genial: hemos convertido la mala educación en un rasgo de nuestra idiosincrasia.
Pero, en fin, ¿qué se puede esperar de un país cuya “fiesta nacional” consiste
en martirizar y matar a un animal? Bien pensado, es un milagro que no sigamos
viviendo en cuevas y empuñando hachas de sílex.
Vale, vale, vale; estoy generalizando y todas las
generalizaciones son injustas. Pero, qué queréis que os diga, eso de gritar
debe de ser algo atávico en nosotros. A fin de cuentas, en el primer
parlamento, de la primera escena, del primer acto del Tenorio de Zorrilla, Don
Juan dice: ¡Cuál gritan esos malditos! /
Pero ¡mal rayo me parta / si en concluyendo la carta / no pagan caros sus
gritos!
Como veis, la cosa viene de lejos.