miércoles, mayo 28

En la mente del escritor. Anexo: La imaginación (1)



La serie de posts En la mente del escritor (aparecida en Babel entre el 27/9 y el 17/12 de 2007) constaba de diez entradas donde explicaba paso a paso mi método de trabajo literario. Han  transcurrido casi siete años desde entonces, pero nada ha cambiado, sigo haciendo lo mismo. No obstante, durante ese tiempo he continuado reflexionando sobre el proceso creativo y he profundizado un poco en algunos aspectos que no toqué entonces. Y uno de los temas de los que no hablé es quizá el más básico de todos: la imaginación, la creatividad.

            Pero, vamos a ver, se supone que una persona es imaginativa o no lo es, y eso no se puede cambiar, ¿verdad? Pues no, no es del todo cierto. Puede ser que estemos genéticamente predispuestos para tener mayor o menor capacidad de imaginar, no lo sé, pero todos tenemos cierto grado de imaginación. Otra cosa es que sepamos usarla, claro. Y, por supuesto, la imaginación aumenta conforme se ejercita.

            Vale, ¿qué es la imaginación? Según la cuarta definición de la RAE: “Facilidad para formar nuevas ideas, nuevos proyectos, etc.”. ¿Y de dónde salen esas nuevas  ideas? ¿De la nada? No, nada sale de la nada. Vamos a aproximarnos a esto desde otro punto de vista. ¿Qué es la creatividad? Hay muchas definiciones, como por ejemplo: “La creatividad es el proceso de presentar un problema a la mente y luego originar o inventar una solución según líneas nuevas o no convencionales”.

            Ahí hay dos conceptos importantes: “Problema” y “Solución Nueva”. De hecho, podríamos definir creatividad como la capacidad de resolver problemas. Pero, atención, me refiero a cualquier clase de problemas, desde enhebrar una aguja hasta construir una nave espacial, pasando por escribir una novela, que es de lo que se trata aquí. Ahora bien, no es cuestión sólo de resolver un problema, sino de hacerlo de un modo nuevo y original.

            Lo ilustraré con un viejo chiste: El presidente de una empresa va a contratar a un nuevo ejecutivo y tiene tres candidatos con currículos muy similares. Para poder elegir a la persona más creativa, les propone un problema. Le da a cada uno un barómetro y les pide que, con ayuda de ese aparato, averigüen la altura del edificio donde está la empresa. Al cabo de unos días, cuando vuelven los candidatos; los tres han encontrado la respuesta correcta: el edificio mide 74’5 metros. De acuerdo, dice el presidente; ¿cómo han llegado a esa conclusión?

            El primer candidato responde: Medí la presión atmosférica a nivel de calle y luego en la azotea. Así, mediante una sencilla fórmula matemática, calculé la altura.

            El segundo candidato dice: Subí a la azotea, tiré el barómetro a la calle y, con ayuda de un cronómetro, medí cuánto tardaba en llegar al suelo. Luego, aplicando matemáticas elementales, calculé la altura.

            Finalmente, el tercer candidato responde: Busqué al arquitecto que había realizado la obra y le propuse que, si me decía cuánto media la casa, le regalaba el barómetro.

            ¿Cuál os parece la solución más creativa? La respuesta del primer candidato es la más evidente. Resuelve el problema usando el barómetro como lo que es: un aparato para medir la presión atmosférica. La solución es correcta, pero no hay nada de creatividad en el proceso. El segundo candidato, sin embargo, es más original. El barómetro no solo es un aparato para medir la presión de la atmósfera, sino también un objeto con masa y, por tanto, sujeto a las leyes de la gravedad. El proceso para obtener la solución se ha desviado un poco de la línea lógica convencional.

            El tercer candidato, por su parte, es quien da el salto más grande. El barómetro no sólo es un aparato con una función concreta, ni un objeto atado a las leyes de la física. Es algo valioso que puede utilizarse como intercambio para conseguir información. Dado que su respuesta es la menos evidente, la más sencilla y la más precisa, podemos asegurar que también es la más creativa.

            Antes he comentado que las nuevas ideas no salen de la nada. Entonces, ¿de dónde salen? Pues de encontrar relaciones inesperadas entre conceptos alejados entre sí. Cuanto más alejados estén los conceptos, mayor es la creatividad. Así que cuando hablamos de “ideas creativas”, en realidad estamos hablando de nuevos nexos entre ideas preexistentes. Como dijo Steve Jobs: "La creatividad consiste simplemente en conectar cosas".  

            ¿Está claro? La creatividad se basa en encontrar nuevas relaciones entre conceptos separados; nexos que tengan sentido y que sirvan para solucionar un problema. Perfecto, pero ¿cómo se generan esas relaciones?

 
            Veréis, nuestra mente consciente –la que estoy empleando yo para escribir este post y vosotros para leerlo- sólo sabe ir pasito a pasito. “A” va seguida por “B”, a “B” le sigue “C”, y luego “D”, etc. El pensamiento consciente es lógico, es inductivo, es deductivo, es analítico, es perfecto para los silogismos. Puede tomar una línea de pensamiento y seguirla hasta el final, encontrando todas sus fortalezas y debilidades. Pero lo que no puede hacer de ninguna manera es saltar de una línea de pensamiento a otras. Nuestro consciente no está preparado para eso, no sirve para saltar. No es creativo. Este tipo de actividad mental se llama pensamiento convergente, y está situada en la corteza prefrontal del cerebro.

            Supongo que todos habéis tenido en algún momento ideas creativas. Si es así, sabréis que éstas no llegan como resultado de un proceso de razonamiento, sino que aparecen de repente, como surgidas de la nada. Son una epifanía; estabas pensando en cualquier otra cosa –o en nada- y de repente, como un  flash, la solución al problema destella en tu cabeza. Es el efecto eureka, lo que suele llamarse inspiración.

 
            ¿Magia? Lo parece, pero no. Resulta que en el cerebro tenemos algo llamado “circunvalación temporal superior”. Esta región del hemisferio derecho se dedica conectar informaciones muy vagamente relacionadas entre sí. Propone nexos, es lo único que hace, aunque no somos conscientes de su proceso de trabajo, sino sólo de sus resultados. Evidentemente, no todos los nexos son apropiados, así que existe un sistema de filtrado. Cuando un nuevo nexo supera todos los filtros, entonces aflora a nuestro consciente como una epifanía. Esta clase de actividad mental se llama pensamiento divergente.

            (Nota: Estoy simplificando muchísimo. En cualquier actividad mental intervienen varias regiones del cerebro, pero para no liarnos lo dejaremos así).

            Pues bien, para realizar un trabajo creativo hace falta emplear los dos tipos de pensamiento, el convergente y el divergente. La razón es sencilla: Para activar la circunvalación temporal superior, hace falta poner en funcionamiento primero la corteza prefrontal. Es decir, hay que indicarle a la circunvalación que se está buscando la solución a un problema y proporcionarle los datos necesarios para resolverlo.

            Esto es importante: Poseemos control sobre la corteza prefrontal; podemos conectarla y desconectarla a voluntad, e indicarle el camino a seguir. Pero no tenemos un control directo sobre la circunvalación temporal superior, no hay ningún botón on/off que pulsar. Todo lo que podemos hacer es sugerirle que se ponga en marcha. Es como ir de caza con un perro; le dices al chucho que busque, y éste se pone a olfatear perdices, conejos o lo que sea. Pero lo hace a su aire, sin que tú controles sus movimientos, y puede ser que encuentre algo o no, que tarde más o que tarde menos, o que lo que encuentre no sea la pieza que buscabas, o que sea una mejor. Nada de eso está en tu mano decidirlo; es cosa del perro.

            Vale, supongamos que la circunvalación nos da un resultado, que de repente una idea creativa aparece en nuestra cabeza. Hay que tener en cuenta que esa idea creativa suele ser algo muy básico, sin desarrollar. Digamos que el pensamiento divergente nos proporciona diamantes en bruto; pero la tarea de tallarlos le corresponde al pensamiento convergente. Porque eso es lo que se le da bien a la corteza prefrontal: coger una línea de pensamiento (la que le ha proporcionado la circunvalación) y desarrollarla de forma coherente.

            De modo que para hacer un trabajo creativo debemos usar las dos regiones del cerebro simultáneamente. Pero hay un pequeño problema: cuando la corteza prefrontal está en funcionamiento, inhibe las funciones de la circunvalación temporal superior. Si pensamos convergentemente, dejamos de pensar divergentemente. Es decir, que cuanto más nos esforcemos conscientemente en ser creativos, menos posibilidades tendremos de serlo. Paradójico, ¿verdad? Y muy tocapelotas. Pero hay formas de sortear ese maldito escollo.

            Perdonad si he sido demasiado teórico, pero para poder manejar la imaginación es básico saber cómo funciona. En la segunda parte de esta entrada hablaremos de los aspectos prácticos de la creatividad; y de los peligros, que los hay. Y me refiero a peligros reales, a los riesgos personales que asumen quienes se dedican a trabajos creativos. Puede que ser una “persona creativa” suene estupendo; pero siempre hay que pagar un precio.

            De todo eso hablaremos la semana que viene.

martes, mayo 20

Macho Alfa


 
            La verdad es que no sabía si iba a votar en las elecciones del próximo domingo. Y si votaba, ignoraba a quién; a alguna agrupación rara, supongo, como el PACMA (Partido Animalista Contra el Maltrato Animal) o algo así. Pero he cambiado de idea. Mejor dicho: las palabras de un ilustre político me han sacado del error. El prócer en cuestión es Miguel Arias Cañete, pero vamos a llamarle Cañete a secas, el Cañete de toda la vida, el Cañete que hablaba en contra de los emigrantes y a favor de la manteca colorá.
 
 
            Supongo que ya conocéis esas declaraciones suyas sobre el debate con Elena Valenciano, efectuadas durante una entrevista en Antena 3, pero vamos a reproducirlas.

Primero dijo: “No creo que haya tenido un resultado de 10, pero anoche no era yo. Si soy yo mismo, me temo”. Luego repitió “Si soy yo mismo, me temo” y añadió: “porque entraría a matar. El debate entre un hombre y una mujer es muy complicado, porque si haces un abuso de superioridad intelectual, o lo que sea, parece que eres un machista que está acorralado a una mujer indefensa”.

            Bien, es posible, casi seguro, que el bueno de Cañete no considere que ese comentario sea machista. Pues bien, amigo Cañete, puesto que sin duda lees La Fraternidad de Babel (porque, dada tu superioridad intelectual, seguro que te sientes atraído por textos tan superiormente intelectuales como los míos), te invito a hacer un experimento mental. Sustituye “mujer” por “negro” y lee lo que resulta:

El debate entre un blanco y un negro es muy complicado, porque si haces un abuso de superioridad intelectual, o lo que sea, parece que eres un racista que está acorralado a un negro indefenso”.

            Suena  racista, ¿verdad? Y mucho. Bueno, pues cuando lo aplicas a las mujeres, igual. No igual de racista, claro, sino igual de vergonzoso, repugnante y casposo, pero en plan macho ibérico. Qué asco me das, Cañete. Tanto, que no voy a seguir hablándote. Paso de ti.

            En fin, amigos míos, está claro que Cañete es un pedazo de machista. De hecho, no es la primera vez que lo demuestra; en 2000, siendo ministro de agricultura, dijo: "El regadío hay que utilizarlo como a las mujeres, con mucho cuidado, que le pueden perder a uno". Así que a las mujeres hay que “utilizarlas”, ¿eh? Pero con precaución, porque son pérfidas y pueden segar la hierba bajo nuestros pies de macho...

Me pregunto si esa fobia a lo femenino no será fruto de algún trauma infantil. Porque estoy seguro de que a Cañete, en el colegio, le llamaban “Coñete” -es inevitable- y puede que eso le traumatizase. Pero no debería preocuparse, porque es mejor ser un coño que un polla. Perdón, rectifico: es mucho mejor ser un coñete que un gilipollas. Que es lo que es.

            Porque que Cañete sea un misógino es malo, pero no lo peor. Vamos a ver, por lo visto nuestro Macho Alfa perdió el debate frente a Valenciano. Yo no lo vi (tengo mejores cosas que hacer, como por ejemplo pensar en las musarañas), pero hasta los medios de la derecha reconocen que Don Cipote Poderoso estuvo como el culo de mal. Bueno, pues prestad atención a la primera parte de sus declaraciones: “Anoche no era yo. Si soy yo mismo, me temo” (eso último lo repitió otra vez).

            ¿Sabéis a qué me suena? A esos bravucones que se meten en una pelea, les ponen morados a tortas y, cuando les separan, dicen: “¡Porque me han sujetado, que si no le mato!”. Fanfarronadas, excusas de mal perdedor. Y, sobre todo, la evidencia de un ego hipertrofiado que rezuma vanidad por cada poro y que no se sustenta en nada.

            Además, ¿por qué teme Cañete ser él mismo? Se me ocurren dos respuestas. Una la suya, que va en plan Clark Kent-Superman. Clark es consciente de que si, ante una provocación, se lía a guantazos, lo puede poner todo perdido de masa encefálica ajena, así que se contiene. Pues Cañete igual, pero no por bondad, sino por estética. Él se imagina una pelea entre Arnold Schwarzenegger y Peter Dinklage (el actor que interpreta al enano Tyrion en Juego de Tronos), siendo Cañete Schwarzenegger, y Dinklage cualquier humano inferior, como por ejemplo una mujer indefensa. Entonces cae en la cuenta de que, aunque Schwarzenegger tenga razón, la gente se va a poner de parte del pobre Dinklage, así que se contiene. Astuta maniobra que pone en evidencia una notoria superioridad intelectual.

            Ésa es su respuesta; ahora va la mía. Cañete teme ser él mismo, porque entonces demuestra lo que en realidad es: aparte de machista y clasista, un perfecto, rotundo y meridiano imbécil. Un zafio y un bocazas. Un tonto presuntuoso. Un globo hinchado.

            Para colmo de males, a Cañete no le ha salido de sus supercojones rectificar. Nada de pedir perdón, que eso es de mariquitas y de mujeres indefensas. Los de su secta, digo partido, le disculpan achacando el desliz al cansancio. ¿Al cansancio? ¿Desde cuándo el cansancio hace decir cosas que no se piensan? En todo caso, el cansancio te hace bajar la guardia y ser sincero. Por si  acaso, y por primera vez en la historia de la política, el partido ha decidido que Cañete no conceda entrevistas en el tramo final de la campaña. No vaya a ocurrir que abra la bocaza y vuelva a ser “él mismo”.

            Sinceramente, no comprendo que ninguna mujer con un mínimo de dignidad, ni ningún hombre con un mínimo sentido de la igualdad, puedan votar a esa caricatura de macho ibérico. No comprendo que ninguna persona que respete la inteligencia pueda votar a ese gilipollas.

¿Y yo voy a consentir sin hacer nada que semejante tipejo gane las elecciones y nos represente en Europa? Ni de coña. Poco puedo hacer, pero lo haré. Básicamente escribir esta entrada y votar. ¿Votar a quién? A quien más daño le haga.

            Mi aproximación a la política no es partidista; ni siquiera es estrictamente política. En realidad, tiene que ver con la ética, con mi concepción del bien y el mal. Y hay, al respecto, una famosa frase de Edmund Burke que suelo recordar: Para que el mal triunfe, basta con que las personas buenas no hagan nada.

jueves, mayo 15

MI BIBLIOTECA (2.6): EL BIBLIÓMANO BIPOLAR


 
            Hace unas semanas, mi buena amiga Elena Rius, creadora del magnífico blog Notas para lectores curiosos, me pidió que escribiera un artículo describiendo mi biblioteca. Era para su bitácora, donde tiene una especie de sección informal en la que distintos blogueros hablan de eso, de sus bibliotecas y de la relación que mantienen con ellas.

            Es imposible negarle algo a una dama tan encantadora y, además, colaborar con un blog tan excelente como el suyo es un honor, así que, aunque con cierta demora, escribí el artículo y se lo mandé. Y ahora ya está publicado, de modo que si queréis saber algo más sobre este vuestro seguro servidor, podéis hacerlo pinchando AQUÍ.

lunes, mayo 12

Macondo


 
            Desde que murió Gabriel García Márquez no he parado de leer artículos de gente –escritores por lo general- que, al parecer, le conocían mejor que su propia madre. ¿Pero tantos íntimos amigos tenía Gabo? Lo dudo mucho; cuando un genio muere, todo el mundo le pone en un pedestal y, ya de paso, algunos se suben también a ese pedestal. Porque si te colocas al lado de un ser luminoso, puede que algunos crean que tú también emites luz.

            Yo no conocí a GGM. El pasado febrero, eso sí, cuando estuve en Cartagena de Indias, tuve la oportunidad de ver su casa. O, mejor dicho, de ver la elevada valla que oculta su casa. ¿Basta con eso para considerarme su amigo del alma? Pa mí que no. Pero aun así forma parte de mi vida.

            La primera persona que me habló de él fue mi gran amigo José María Moreno. Debió de ser hacia 1966 (teníamos 13 o 14 años); aún no se había publicado Cien años de soledad, así que a GGM no le conocía nadie. Estábamos en una librería; José Mari me enseñó una novela –creo que La hojarasca- y me comentó que ese autor colombiano era muy bueno. Poco después, el mundo entero dijo lo mismo.

            Leí Cien años de soledad unos dos años después de su publicación, cuando yo tenía 16 o 17 primaveras. La había comprado mi hermano Eduardo, pero no había conseguido acabarla; de hecho, abominaba de ella, echaba pestes (mi hermano era muy especialito en sus gustos literarios). Yo la leí en tres días, de forma compulsiva (que es la mejor forma de leerla, de un tirón, porque si no resulta fácil liarse).

            Decir que me gustó sería quedarse corto. Me deslumbró, me dejó con la boca abierta. Así que, acto seguido, leí todo lo que GGM había escrito antes. Y siguió deslumbrándome. Y luego, en el 72, apareció la antología de relatos La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada, y mi boca continuó abierta.

            Pero en 1975 se publicó El otoño del patriarca... y no pude con ella, la dejé a la mitad. Aquél no era mi García Márquez. Pero volvió a serlo seis años después con Crónica de una muerte anunciada. Y luego, en el 85, llegó El amor en los tiempos del cólera. Que me gustó, sí, pero... pero no podía quitarme de la cabeza que estaba leyendo un culebrón. Un culebrón maravillosamente escrito, pero un culebrón de tomo y lomo.

            Cien años de soledad iba de lo local a lo universal; Macondo no es un pueblecito de Colombia, sino el mundo entero. En comparación, El amor en los tiempos del cólera se me antojaba pequeño. No malo, por supuesto, pero sí muy inferior a la gran novela de GGM, la que le dio el Nobel.

            Todo lo que escribió después, El general en su laberinto, Del amor y otros demonios, Noticias de un secuestro, Memorias de mis putas tristes..., me defraudó. En el mejor de los casos, me parecían imitaciones de sí mismo.

            Dicen que, para cabrear a Gabo, bastaba con sacar a colación Cien años de soledad. Estaba hasta las narices de esa novela, la odiaba, e insistía en que El amor en los tiempos del cólera era mejor. Se equivocaba, pero es lógico; resulta duro reconocer que tu mejor obra ya la has escrito, y que nunca conseguirás igualarla. Lo mismo le ocurrió a Joseph Heller con Trampa 22; nunca volvió a escribir nada igual de bueno y eso le atormentó toda la vida. A GGM le fue mejor, porque ganó el Nobel, pero creo que en el fondo era consciente de que lo mejor de sí mismo estaba en el pasado. Por eso nunca hablaba de Macondo.

            Cien años de soledad es una de las novelas que más me han gustado en mi vida, quizá la que más. Por eso, hará cosa de diez u once años, decidí releerla. Compré una nueva edición, la de Mondadori –para no dañar la antigua, la primera, la de Editorial Sudamericana-, y... y no me atreví. ¿Y si no siento lo mismo que la primera vez?, me pregunté. Pues claro que no lo vas a sentir, imbécil, me contesté. El libro es el mismo, pero tú no.

            Creo que hay cosas muy valiosas que es mejor dejarlas donde están, en la memoria, porque son frágiles y pueden romperse al menor descuido. Mi recuerdo de Cien años de soledad es tan hermoso que jamás lo pondría en peligro. Y no debo olvidar que parte de ese recuerdo es la novela de García Márquez, pero otra parte es el César de 17 años. La primera puedo recuperarla, pero la segunda no. Así que no releeré Cien años de soledad.

            Además, el otro día dije algo sin pensarlo mucho, pero creo que con acierto: No deberíamos releer lo que nos ha gustado, sino lo que no nos ha gustado, porque quizá ahora nos guste. Por tanto, supongo que lo que debería releer es El otoño del patriarca, que no me gustó ni un pelo en su momento.

            Aparte de muchas otras cosas, los españoles tenemos una inmensa deuda con García Márquez y los narradores hispanoamericanos (Borges, Vargas Llosa, Rulfo, Cortázar, Fuentes, Carpentier, Onetti, Sabato, Asturias, etc.). Ellos devolvieron el idioma español a lo más alto de la narrativa mundial.

            Pensadlo: Después del Siglo de Oro, hasta, digamos, mediados del siglo XX, ¿cuantos grandes novelistas españoles ha habido? Me refiero a novelistas de repercusión y reconocimiento mundial. ¿Os sobran, para contarlos, los dedos de una mano? ¿Os sobra incluso la mano? Desgraciadamente, los últimos siglos de narrativa española han sido un erial.

            Hasta que llegaron los escritores del otro lado del charco y devolvieron nuestra lengua al cuadro de honor de la literatura mundial. Sólo por eso deberíamos estarles infinitamente agradecidos.

 


            NOTA: Aunque no tiene nada que ver con el tema que nos ocupa, salvo que se trata de literatura, voy a recomendaros un libro. A fin de cuentas, si de algo valen los blogs es para eso, para recomendar cosas buenas que podrían pasar inadvertidas.

            La editorial Reino de Cordelia acaba de reeditar La noche a través del espejo (Night of the Jabberwock, 1951), de mi adorado, admirado y nunca suficientemente alabado Fredric Brown. Como sabéis, Brown fue un escritor que alternaba la ciencia ficción y la fantasía (sobre todo en la modalidad de relato corto), con el policíaco. La noche a través del espejo pertenece a ese último género, aunque de una manera muy peculiar. Es una novela realista que “sabe” a fantasía. ¿De qué va? Os transcribo el texto de contraportada:

            Considerada la obra cumbre de Fredric Brown, La noche a través del espejo, recrea la alocada estructura de Alicia en el país de las maravillas, y Alicia a través del espejo, en un relato policíaco desconcertante, que se va complicando conforme avanza la acción. Todo un alarde de ingenio, imaginación y sentido del humor. El protagonista, Doc Stoeger, es un editor de un semanario local en una pequeña ciudad, harto de no haber publicado una sola exclusiva en veintitrés años. La visita de un extraño personaje que, como él, también ama la literatura de Lewis Carroll, lo atrapa de un cadena de sucesos extraños, casi surrealistas, que pondrán en peligro sus vidas. Un final tan inesperado como sorprendente cierra una novela negra perfecta y extraña, rebosante de ingenio, que trasciende los límites del género negro y se ha ido convirtiendo con el tiempo en uno de los clásicos de la novela norteamericana del siglo XX.

            Por una vez, los editores no han exagerado demasiado. Leedla; es un consejo de amigo.


martes, mayo 6

Floreat Etona



Últimamente he andado un poquito ocupado, lo cual me ha mantenido alejado de las desérticas, pero no por ello menos hermosas, tierras de Babel. Disculpad la ausencia, queridos merodeadores, pero ya estoy aquí otra vez.

            La culpa la tiene el Premio Nacional; desde que me lo dieron, no he parado de recibir invitaciones a dar charlas y todas esas zarandajas. Por ejemplo, este puente del 1 de mayo he estado en Londres dando una conferencia en el Instituto Cervantes. Pero eso no es lo importante, sino lo que vino después. Porque también me invitaron a cenar en el Eton College, y luego a impartir una charla a los alumnos de español en la biblioteca de Historia. Todavía estoy alucinando.

            Eton es el colegio más famoso de Inglaterra y, probablemente, del mundo. Y también uno de los más elitistas, tanto en lo material –cada curso cuesta unas 30.000 libras-, como en lo intelectual, pues sólo aceptan a alumnos casi superdotados (o superinfluyentes, me temo). Allí han estudiado cantidad de empresarios y políticos –como por ejemplo el príncipe Carlos y sus hijos, o 19 primeros ministros-, pero no demasiados escritores, la verdad. Los más conocidos: James Barrie, George Orwell e Ian Fleming; Peter Pan, el Gran Hermano y James Bond.

            Eton, fundado en 1440, se encuentra a 37 kilómetros de Londres, cerca del castillo de Windsor. Es un colegio de secundaria, así que sus alumnos cuentan entre los 13 y los 18 años de edad. Actualmente hay casi 1.300 estudiantes, todos internos y todos varones.

            Fuimos allí la bibliotecaria del Cervantes y su hija, mi mujer, mi hijo Pablo y yo. Al llegar, nos encontramos con un pueblo de apariencia medieval, pero a partir de un punto, que no estaba marcado por ninguna frontera, ya no era un pueblo, sino los terrenos y las instalaciones de Eton, que se extendían hasta donde alcanzaba la vista. Es un lugar hermoso que respira antigüedad y serenidad por los cuatro costados.

            Nos recibieron dos estudiantes de último curso. Ambos vestían traje y corbata, pero Eton tiene su propio uniforme: un frac con chaleco, falso cuello, corbata blanca y pantalones a rayas (ver foto). Y no es creáis que se trata de algo folclórico que se ponen sólo ocasionalmente; aunque nuestros cicerones vestían normal, casi todos los alumnos con los que nos cruzamos llevaban el uniforme.
 
 
            Por cierto, ese uniforme está sujeto a una serie de reglas y tradiciones. Los alumnos “de base” llevan el chaleco negro con botones negros de pasta. Los jefes de cada “casa” usan chaleco gris. Los alumnos que sobresalen especialmente y son miembros de la Sociedad Eton (se les llama Pop) pueden usar chalecos con los colores y adornos que les vengan en gana. Además, para premiar la excelencia se otorgan botones de plata, de uno en uno y según estrictos criterios (este año sólo se entregarán 26 botones de plata). Uno de los alumnos de español tenía de plata todos los botones de su chaleco, así que debía de ser un geniecillo el tío.

            Eton está lleno de viejas tradiciones; incluso tienen un argot propio incomprensible para quienes no sean old etonians, que es como se les llama a los alumnos de Eton. Antiguamente, los estudiantes recién llegados ejercían como criados de los veteranos, pero eso ya no se hace. Y los castigos físicos, mediante fusta, también estaban a la orden del día. De hecho, no se suprimieron hasta 1984. La “disciplina inglesa”, ya sabéis. Ahora los castigos consisten en copiar versos en latín.

            Nuestros dos alumnos cicerones nos guiaron por la parte monumental de Eton, que es una maravilla. Entre otras cosas nos enseñaron el aula más antigua de Inglaterra, conservada exactamente tal y como era en 1440 (por supuesto, ya no se usa). Fue impresionante.

            Una  vez acabada la visita, nos dirigimos a la “casa” donde íbamos a cenar. Porque en Eton los alumnos se agrupan por “casas”. Hay 26 en total; la que nos acogía contaba con 25 alumnos, aunque a la cena sólo asistieron cuatro, además del profesor de inglés, responsable de la casa (headmaster). ¿Os suena esto a Harry Potter? No me extraña, porque Eton es como el Colegio Hogwarts, pero sin varitas mágicas.

            Para cenar, nos sirvieron pollo con bacon y patatas, y pastel de no sé qué. Estaba bueno. Acto seguido, nos dirigimos a la Biblioteca de Historia, donde me aguardaban los restantes alumnos de español y Marçel, el profesor, un catalán muy agradable. Di una charla sobre la influencia de los escritores ingleses en La isla de Bowen (aunque primero les hablé de Guillermo Brown, mi primer referente como lector y escritor), hubo un turno de preguntas y, finalmente, tras despedirnos, regresamos a Londres. Todo el mundo fue muy amable.

            Siempre me ha maravillado lo ingleses que son los ingleses; es el pueblo más sí mismo que conozco. Cuando veo películas como Lo que queda del día, o series de televisión como Downton Abbey, o leo novelas como Regreso a Howards End, me pregunto si eso que muestran es o ha sido alguna vez cierto. Parece tan estereotipado, tan cliché, que es más fácil atribuirlo a la ficción que a la vida real. Pero es real, los ingleses fueron y son así, al menos en parte. Y Eton es la quintaesencia de lo inglés.

            Lo confieso: me gustan los ingleses, me gusta Inglaterra, me gustan las islas británicas. Me gusta su literatura, su música, su arte, su cultura, su sentido del humor, su extravagante amor a las tradiciones... Y también hay cosas que me desagradan de ellos, en especial su clasismo y su elitismo.

            Eton es un espléndido colegio, vaya eso por delante. Sus resultados académico son impresionantes y posee unas instalaciones de quitar el hipo. Pero esas extrañas tradiciones, tan complejas y arcaicas, tan exclusivistas que incluso tienen dos deportes propios (como el quidditch; ya sabéis en qué se inspiró la señora Rowling): el fieldgame, una especie de rugby mezclado con fútbol, y el wall game, que es una melé incomprensible en cuyos partidos se marcan con suerte uno o dos goles al año. En cierto modo, Eton parece más una sociedad secreta elitista que un colegio.

            Eton me fascinó, pero también me desagradó; y, curiosamente, por las mismas razones. Las tradiciones, el culto a la excelencia, el aura intemporal, todo eso me gusta desde un punto de vista romántico y estético, pero su significado profundo va en contra de todas mis convicciones.

            El escritor Nick Fraser dijo en su libro The Importance Of Being Eton: “Eton es una institución que crea hombres arrogantes, que se creen con derecho a unos privilegios que no merecen”. Probablemente es cierto. Desde luego, no cabe duda de que Eton es lo más pijo que uno pueda concebir, pero en plan inglés. Y también es un celacanto, un fósil viviente, lo que queda de una época que ya casi no existe. Por fortuna.

            No obstante, una de las características de Eton es la importancia que le concede a los debates. Allí, ningún alumno será reprendido jamás por expresar sus opiniones, sean las que sean, sino en todo caso por no encontrar argumentos lo suficientemente sólidos para defenderlas. Y creo que es precisamente eso, la libertad de pensamiento y de expresión, lo que hizo grande a Inglaterra.

Nota: El título de esta entrada es el lema de Eton en latín, y significa “Que Eton florezca”.

Nota 2: Algunos personajes de ficción estudiaron en Eton. Por ejemplo Allan Quatermein, James Bond o el Capitán Garfio.