miércoles, febrero 26

No-ahora


A veces me encuentro con gente que es como yo. Miento: afortunadamente, nunca he encontrado a nadie parecido a mí; lo que quiero decir es que de vez en cuando tropiezo con personas que tienen intereses similares a los míos. Lo cual ya es condenadamente raro. De hecho, creo que somos una especie de tribu urbana tan minoritaria y dispersa que ni siquiera tenemos conciencia de nosotros mismos. Ni nombre, aunque podríamos denominarnos los “no-ahora”, ya explicaré por qué.

            Los no-ahora de mi generación tuvimos en la niñez unas influencias claras: las historias de Guillermo Brown, de Richmal Crompton, los comics de Tintín, los libros de Editorial Juventud y el cine clásico norteamericano. Guillermo Brown (cuyo primer libro se publicó en 1922) nos enseñó el sentido del humor, pero también fue el primer contacto con Inglaterra (algo importante, como veremos), y no con la Inglaterra de los 60, sino con la del periodo de entreguerras. Tintín nos abrió las puertas al mundo de la aventura y la fantasía y la pasión por el viaje a lugares exóticos. Los libros de editorial Juventud incidían en lo mismo (a fin de cuentas, esa editorial también publicaba los álbumes de Tintín): aventuras reales en sitios remotos, como las de Thor Heyerdahl y la Kon Tiki o las de Michel Peissel en el Himalaya. En cuanto al cine norteamericano, era lo que más veíamos por TV. Westerns, policiacos de los 40, aventuras, el terror de la Universal, bélico, comedia...

            Hubo más influencias, por supuesto. Autores como Julio Verne, H. G. Wells, Emilio Salgari, Stevenson, Jack London, Arthur Conan Doyle, P. G. Wodehouse, James Oliver Curwood, Edgar Alan Poe, P. C. Wren, H. Rider Haggard... Y comics como Flash Gordon, El Hombre Enmascarado, Rip Kirby, Mandrake el Mago, Brick Bradford, Zarpa de Acero, Kelly Ojo Mágico, El Príncipe Valiente, Asterix... Ese fue el caldo de cultivo del que surgimos los no-ahora, y a partir de ahí desarrollamos nuestras peculiares características.

            Los no-ahora adultos nos consideramos lectores eclécticos. Podemos leer a autores de prestigio mezclándolos con novelas que harían vomitar a un académico. En realidad, lo que nos va es la literatura de género, sobre todo el fantástico, la ciencia ficción y la novela negra. Ahora bien, nuestros referentes culturales son, en su mayor parte, anglosajones (¿por culpa de Guillermo Brown?). De hecho, adoramos Inglaterra.

            Sí, ya lo sé, Inglaterra tiene muchas cosas criticables (comenzando por su familia real), pero nos gusta, qué le vamos a hacer. De entrada, porque uno de los rasgos idiosincráticos de ese país es el sentido del humor, y los no-ahora valoramos mucho el humor. Además, la Inglaterra que nos gusta no es la del presente, sino la del pasado. La época victoriana y la eduardiana (que se extiende hasta el reinado de Jorge V) y el periodo de entreguerras. Adoramos los clubes de caballeros y las sociedades geográficas, las aventuras coloniales (aunque detestamos el colonialismo), la rancia aristocracia rural, Sherlock Holmes, Jack el Destripador (es un decir), el rey Arturo, el Museo Británico o, si nos adelantamos un poco en el tiempo, el Londres pop de Carnaby Street y los Beatles.

            A los no-ahora nos interesa mucho la historia, sobre todo ciertos periodos: la prehistoria, el imperio egipcio, el romano, la Edad Media, el siglo XIX y la Segunda Guerra Mundial. En particular, los dos últimos. El XIX y primer tercio del XX nos fascina, porque en ese siglo se mezcla lo antiguo con lo moderno, el pensamiento mágico con la ciencia. Además, el conocimiento del mundo es más amplio, pero todavía hay grandes zonas del planeta sin explorar. Por aquel entonces se descubrió Macchu Picchu, las fuentes del Nilo, la tumba de Tutankamon, se conquistaron los polos, se encontró Troya... Y se inventaron la fotografía y el cine para documentarlo. También fue una época de extraordinarios descubrimientos científicos e inventos tecnológicos.

            En cuanto a la Segunda Guerra Mundial, no nos interesa el aspecto militar, eso es secundario, sino el hecho de que en esa guerra puede que el bien no estuviese (sobre todo al final) del todo claro, pero el mal, ay amigos, el mal estaba clarísimo, niquelado, con eso nazis que sin duda han sido los más deleznables e inhumanos villanos. Por otro lado, esa guerra es un una línea trazada en la historia, una frontera que marca un antes y un después. Todo cambió radicalmente. Y todas las historias de aquel entonces, todas las heroicidades y todas las canalladas, y los espías... A los no-ahora nos encantan los espías, por eso tampoco le hacemos ascos a la Guerra Fría.

            También nos gusta la geografía. Simplemente con escuchar ciertos nombres nos ponemos a soñar: Port Said, Lhasa, Uxmal, Cabo Norte, Gobi, Tierra de Francisco José, Mar de Ross, Cajamarca, Montañas de la Luna, Bucaramanga... Suena de maravilla “Bucaramanga”, ¿verdad? Pues a veces la realidad lleva la contraria, porque yo he estado en Bucaramanga (Colombia, departamento de Santander) y puedo garantizaros que es un pueblo feo y deprimente. Aunque, eso sí, con un nombre precioso.

            A los no-ahora nos chiflan los conocimientos chorras, inútiles y sorprendentes. Nos encanta saber que el misterioso Artefacto de Antiquitera (87 a. C.) era en realidad un proto-ordenador astronómico, que el borrador de la Declaración de Independencia de Estados Unidos fue escrito sobre papel de cáñamo (marihuana) o que a veces los fotones poseen la curiosa propiedad de estar en dos sitios a la vez (como mi cerebro, por cierto).

            Respecto a la música, se trata de un asunto muy generacional. Mi generación ha estado marcada por el pop y el rock, pero creo que entre los no-ahora se dan con frecuencia un par de peculiaridades: Suele gustarnos el rock sinfónico (quizá por su poder ensoñador), y tenemos alguna excentricidad (en mi caso, la música celta).

            A los no-ahora nos gustan las viejas ruinas, las aventuras, los misterios, los lugares exóticos, las leyendas, los sueños... En realidad, para qué negarlo, somos románticos en el sentido literal de la palabra. Pero no es lo mismo ser romántico en el siglo XIX que serlo en el XXI, así que somos románticos descreídos, románticos conscientes de nuestro propio autoengaño, románticos desesperanzados. O quizá ni siquiera seamos románticos; pero nos gustaría serlo.

            Y de ahí viene el nombre de “no-ahora”, porque no nos gusta el presente. Adoramos el pasado y nos fascina el futuro, quizá porque el pasado puede remodelarse y reinterpretarse (o directamente inventarse), y porque el futuro está por hacer; pero el presente es lo que puñeteramente es.

           Y el presente, amigos míos, da asco. Siempre lo ha dado.

lunes, febrero 10

Cartagena de Indias


 
Como ya os avisé, he estado fuera de circulación estas últimas dos semanas. Aunque, en realidad, lo que he estado es fuera de España, fuera de Europa y a veces me parecía que fuera del mundo. Fui invitado a participar en el Hay Festival de Cartagena de Indias, y ahí, en Colombia, estuve, junto a Pepa, mi mujer, desde el 27 de enero hasta el 7 de febrero.

            ¿Qué es el Hay Festival? Copio de la Wikipedia: “El Hay Festival of Literature & Arts es un festival literario y de artes originado en la pequeña población mercantil de Hay-on-Wye en Gales que se realiza anualmente como un encuentro entre literatos, músicos, cineastas y otras personalidades de talla internacional (...) Hay-on-Wye es una pequeña población de 1500 personas en donde hay 41 librerías, conocida también como la ciudad de los libros. El festival se originó allí como un encuentro de amigos para compartir y debatir sus gustos en literatura, música y otras artes. El certamen se lleva a cabo en dicha población cada año desde 1988 y desde 1996 se organiza también a nivel mundial”. Aparte de en Gales, el Hay Festival se celebra en Cartagena de Indias, Medellín y Segovia.

            Aprovechando el viaje, una de las editoriales con que trabajo me organizó algunas charlas en colegios de Bogotá, así que pasamos allí tres días. Luego fuimos a Cartagena, donde, durante el fin de semana, participé en cuatro actos del festival, y finalmente Pepa y yo dedicamos unos días más a conocer la zona.

            ¿Qué tal nos fue? Pues muy bien; cuando estás invitado a uno de estos certámenes todo suele ser buen trato y amabilidad. El hotel, situado en el interior de la ciudad amurallada, era estupendo, la comida muy sabrosa y conocimos a gente de lo más interesante. Además, Cartagena es preciosa. Asistimos a una recepción de la primera dama del país (donde estaba, por cierto, Felipe González), y a otra ofrecida por el embajador de Inglaterra en el Palacio de la Inquisición. Esa última me llamaba poderosamente la atención, porque una recepción en Cartagena de Indias del embajador inglés sonaba a novela de Graham Greene. Por desgracia, en vez de un viejo coronel con feroz mostacho, el embajador resultó ser un jovenzuelo con aspecto de acabar de salir de la facultad, lo que le restó encanto al asunto. Pero el Palacio de la Inquisición era precioso y la noche cartagenera siempre es romántica.

            Así que todo estupendo, ¿verdad? Bueno, pues sí, aunque... no sé, me ha quedado un regusto un poquito amargo.

            Veréis, ya había estado antes en Colombia. En 1990, para rodar unos anuncios de café. Fue un viaje extraño, porque en vez de visitar las zonas turísticas del país recorrí la Colombia profunda. Así, que recuerde de memoria: Bogotá, Cali, Buenaventura, Pereira, Medellín, el Chicamocha, el desierto de la Candelaria, Villa de Leyva... Si lo miráis en un mapa, comprobaréis que fue un periplo por el oeste y el centro del país.

            Cuando uno viaja, siempre lleva consigo dos clases de equipaje: el físico -las maletas- y el mental. El segundo es lo que podríamos llamar “la burbuja cultural”, y consiste en comportarte y mirarlo todo como si estuvieses en tu país. Un error, por supuesto. Durante aquel primer viaje a Colombia, mi burbuja cultural se pinchó al poco de llegar, cuando estaba en un “pueblo” situado en la selva próxima a Buenaventura. Era un villorrio de casas de madera habitado por negros descendientes de esclavos y atravesado por un río; y fue allí, en el río, donde vi a una mujer lavando a un bebé recién nacido. Le pedí permiso para fotografiarla, a ella y al niño, y les hice un montón de retratos (preciosos, por cierto). Al cabo de un rato, formulé una pregunta: “¿Cómo se llama el bebé?”. Y ella me contestó: “Todavía no tiene nombre. Si vive, ya se lo pondré”.

            Me quedé helado. En mi mundo, los recién nacidos viven, eso no se cuestiona; en el suyo, las posibilidades eran del cincuenta por ciento, como tirar una moneda al aire. Mi burbuja cultural saltó por los aires.

            Durante mi primer viaje apenas pude ver Bogotá; esta vez lo he visto un poco mejor. Es una ciudad caótica, extensa (8 millones de habitantes, o puede que más) y no demasiado bonita. Aunque hay urbanizaciones preciosas, es cierto: las de los ricos, rodeadas por vallas y protegidas por ejércitos de guardias privados de seguridad. Porque junto a esas urbanizaciones, por todas partes, hay miserables colonias de chabolas donde la gente es paupérrima.

            Y allí donde existe pobreza extrema, nula protección social y absoluta desigualdad, la delincuencia brota de forma natural. Bogotá es una ciudad peligrosa para los extranjeros, porque desde el punto de vista de los pobres autóctonos, cualquier extranjero es automáticamente un rico y, por tanto, una pieza codiciada para los maleantes. Desde que pisamos la ciudad, los lugareños se dedicaron a meternos el miedo en el cuerpo.

            Por ejemplo, fuimos al Museo del Oro –un museo estupendo dedicado a la orfebrería prehispánica-, situado en una zona comercial, cerca de la universidad, frente a una plaza con niños jugando y gente de lo más normal paseando. Todo aparentemente pacífico. A las seis de la tarde, al anochecer, cuando cerró el museo y nos disponíamos a irnos, nos advirtieron que no cogiéramos un taxi de la calle, que mejor pidiéramos uno desde el mostrador de información. Lo hicimos y, como el museo había cerrado, nos dispusimos a salir a la calle para esperar al taxi, pero los guardias del centro nos dijeron que eso no era seguro, que esperáramos dentro. Y yo, sintiendo cómo mi burbuja cultural se deshinchaba, contemplaba a través de los cristales aquella plaza con niños y parejitas de novios que, por lo visto, podía convertirse en una trampa mortal para incautos como nosotros.

            Los cuatro colegios que visité eran colegios para ricos, con vallas y guardias de seguridad (en uno hasta nos retuvieron los pasaportes). Sólo los hijos de los más afortunados podían permitirse el lujo de comprar mis libros.

            Más tarde, en Cartagena de Indias, la seguridad era absoluta; podíamos deambular tranquilamente por el interior de la ciudad amurallada a cualquier hora del día o de la noche. Por la sencilla razón de que esa parte de la ciudad, la colonial, la turística, está llena de policías y agentes de seguridad privados. Algo parecido había visto en la Zona Rosa de Ciudad de México.

            La Cartagena turística consta de la ciudad antigua, con los fuertes y las murallas, y Bocagrande, que es como Benidorm o la Manga. El resto es cochambre, y los alrededores pura miseria. En realidad, las autoridades habían creado una burbuja en la Cartagena de los turistas, una burbuja protegida por policías donde la gente como yo podía ir de un lado a otro manteniendo intacta la ilusión de su propia burbuja cultural. Era como estar en un acuario, sólo que con los peces fuera y tú dentro de la pecera, protegido de los posibles tiburones.

            Resulta desconcertante contemplar los océanos de chabolas de Bogotá salpicados de islas de insultante riqueza, o las cochambrosas barriadas que rodean a las zonas turísticas de Cartagena. Eso es miseria, piensas. Pero luego te acuerdas de los negros de la selva del Valle del Cauca, cerca de Buenaventura, y te das cuenta de que eso sí que es auténtica miseria. Y entonces recuerdas a los indios que viste en las montañas de Cundinamarca y comprendes que no, que los negros del Cauca al menos tienen fruta y pueden pescar, pero los indios sólo comen patatas... Te quedas pensando y te preguntas cómo es posible tanta desigualdad social, tan tremenda brecha entre ricos y pobres, y que no pase nada. ¿Creemos que las cosas están mal aquí? Pues esto es un paraíso comparado con lo que hay allí. Pero entonces caes en la cuenta de que nos dirigimos hacia lo de allí, y te echas a temblar.

            En mis novelas protagonizadas por Jaime Mercader –La Cruz de El Dorado y La piedra inca-, el protagonista vive en Cartagena de Indias, a finales del XIX y comienzos del XX. Cuando las escribí, no conocía la ciudad, salvo por la documentación que manejaba. Así que me gustó visitar la vieja Cartagena, imaginando a mi personaje recorrer sus angostas y coloristas callejas. Pero, a decir verdad, la ciudad que imaginé era, no más bonita, pero sí más romántica que la que vi con mis propios ojos. Es lo que tiene la ficción: suele mejorar la realidad.