No siempre es fácil diferenciar de
forma absoluta el bien del mal. Por ejemplo, los perpetradores de la matanza
del 11S en Nueva York, o del 11M en Madrid, son monstruos ante nuestros ojos,
pero héroes para algunos islamistas. A los ejecutores de ETA unos los
consideraban asesinos, y otros luchadores por la libertad. ¿Y qué decir de la
guerra, que es el epítome del mal, y sin embargo con frecuencia se le añaden
adjetivos como “justa” o “santa”?
Los crímenes cometidos en nombre del
islam o de la patria vasca (solo son ejemplos) nos resultan horribles a quienes
no comulgamos con sus ideas. Sin embargo, esas barbaridades, pese al horror que
nos provocan, tiene una faceta vagamente consoladora: podemos comprenderlas.
Entiendo lo que es el fanatismo religioso y entiendo lo que es el nacionalismo
étnico; deploro sus crímenes, pero puedo comprender por qué lo hacen, aunque ni
lo justifico ni lo acepto.
Sin embargo, existe una clase de
maldad que no tiene explicación. Un mal gratuito, absurdo, ante el que nos
sentimos inermes, porque si no puede ser explicado, tampoco puede ser prevenido.
Es un mal que brota de golpe, inesperadamente, en cualquier lugar y cualquier
momento, protagonizado por quien menos esperamos. Eso hace que el suelo se
hunda bajo nuestros pies y nos deja perplejos y horrorizados. Es como si de pronto
hubiera una ruptura en la lógica del universo.
Un buen ejemplo de esto es la famosa
matanza del instituto Columbine, en Colorado, cuando dos alumnos de 18 y 17
años, Eric Harris y Dylan Klebold, provocaron una masacre en la que murieron
doce alumnos y un profesor, y hubo veinticuatro heridos. ¿Por qué lo hicieron?
No había ningún motivo aparente, y como ambos se suicidaron, jamás podremos
saberlo. Aunque, ¿qué razón podría justificar tamaña monstruosidad? Vi
fragmentos de los videos captados por las cámaras de seguridad. En ellos se
veía a Harris y Klebold armados hasta los dientes y sonriendo de oreja a oreja.
Estaban matando a gente y era el mejor día de sus vidas. Recuerdo que tuve la certeza
de que estaba contemplando el mal en estado puro.
Los seres humanos somos muy buenos
estableciendo relaciones de causalidad. Si truena, probablemente va a llover;
si sigo esas huellas encontraré animales que cazar; si hago esto, sucederá eso
otro... Es algo que se nos da muy bien, porque favorece nuestra supervivencia
como especie. De hecho, se nos da tan bien que a veces encontramos causalidades
donde no las hay. Cuando sucede un fenómeno inexplicable, nuestra mente se pone
como loca a buscar una explicación; y como no la encuentra, se la inventa.
Volviendo a Columbine, una
revelación: resulta que Harris y Klebold eran aficionados al Doom, un videojuego en el que se matan
monstruos en primera persona. ¡Y ya está, ahí tenemos la ansiada explicación!
La culpa de la matanza de Columbine la tienen los videojuegos.
Y no es el único caso. ¿Os acordáis
de José Rabadán, el Asesino de la Katana,
que mató a sus padres y a su hermana con eso, una katana? Pues resulta que
Rabadán era muy aficionado al Final Fantasy VIII, así que de nuevo la culpa del
crimen recae en los videojuegos.
Pero no son esos los únicos juegos
demoniacos. Ahí tenemos a Javier Rosado y Félix Martínez Reséndiz, los dos
jóvenes (de 21 y 16 años, respectivamente) que cometieron el llamado crimen del juego de rol. Rosado había
inventado un juego de rol llamado Razas
que consistía, básicamente, en salir de noche para matar a alguien. Y eso
hicieron: Durante la madrugada del 30 de abril de 1994, salieron de cacería y
acuchillaron hasta la muerte a Carlos Moreno, un pobre hombre que estaba
esperando el autobús.
Como era de esperar, pronto quedó
claro que la culpa de ese espeluznante asesinato era de los juegos de rol. El
periodista (?) Rafael Torres publicó en El Mundo un artículo llamado Una necrosis similar en el que afirmaba
que los juegos de rol provocaban «necrosis fulminantes en los tejidos de la
cabeza y del corazón, aparte de desprecio por la realidad e ignorancia”. Añadía
que también fomentaban la psicopatía. El hecho de que el propio Rosado,
ejecutor e inductor del crimen, afirmara que le importaban un bledo los juegos
de rol y que el único al que había jugado era el creado por él, no tenía
importancia. No permitas que la realidad te estropee un mal artículo y una
explicación absurda.
La cuestión es: ¿cuántos jugadores
de videojuegos y rol han cometido espantosos crímenes? Estamos hablando de
cientos de millones de jóvenes y, sin embargo, los casos criminales se pueden
contar con los dedos de las manos. Si lo contemplas en perspectiva, no se
percibe la menor relación de causa y efecto entre la práctica de esos juego y
la criminalidad.
Por desgracia, esa tendencia a las
respuestas simples ante cuestiones complejas reaparece cada vez que algún joven
comete un crimen horrible. Supongo que todos conocéis el reciente caso del
quinceañero de Elche que ha matado con una escopeta a sus padres y a su hermano
pequeño. Pone los pelos de punta y nos deja preguntándonos cómo es posible. Pero
no hay que darle demasiadas vueltas, porque avispados reporteros ya han
encontrado la explicación. En un artículo aparecido el pasado 14 de febrero en
El Mundo (otra vez El Mundo), el periodista Luis Alemany informaba de que el
parricida de Elche había leído, siguiendo el plan lector de su instituto, la
novela La edad de la ira, de Nando
López, una historia centrada en la investigación del asesinato de una familia
cometido por el hijo adolescente. El periodista no afirma expresamente que esa
sea la causa del crimen, pero oye, ahí lo deja.
¡Repámpanos, menudo poder el de la
literatura! Teniendo en cuenta los muchos lectores de la novela, supongo que no
tardaremos en ver amontonarse en las morgues los cadáveres de familias
asesinadas por adolescentes. Así que no solo el rol y los videojuegos son
herramientas del diablo, sino también las novelas. Y esta idea no es nueva.
¿Sabéis qué tienen en común Mark David Chapman –el asesino de John Lennon-, John Hinckley Jr, -que disparó contra Ronald
Reagan-, y Robert John Bardó –acosador y asesino de la actriz Rebecca Schaeffer-?
Pues que todos ellos eran fans de El
guardián entre el centeno, de J. D. Salinger. Vale, esa novela es lectura
obligatoria en miles de institutos norteamericanos, la han leído millones de
adolescentes. Tantos que, estadísticamente, no es de extrañar que también haya
pasado por las manos de futuros asesinos. Pero las mentes simples no vacilan en
afirmar que es un libro demoniaco que impulsa al asesinato.
Nada nuevo bajo el sol. En 1954, el
nefasto psiquiatra Fredric Wertham publicó el libro Seduction of the Innocent, donde culpaba a los cómics de pervertir
las mentes infantiles y fomentar la delincuencia juvenil. A raíz del impacto de
ese ensayo, se creó la Comics Code Authority, un organismo destinado a cuidar
la moral de los jóvenes que no era más que pura y dura censura. Por cierto, la
CCA todavía existe, aunque ya casi nadie le hace caso.
Podríamos hablar, también, de la
satánica música rock, que ha pervertido a varias generaciones de jóvenes
(¡Charles Mason quería ser estrella del rock!), pero dejémoslo aquí. Lo que me
asombra es la fe que mucha gente tiene sobre el poder de la ficción, como si lo
irreal pudiera materializarse en cuanto te descuidas un instante. O quizá no
sea eso; puede que se trate más bien de la poca fe que tiene algunos adultos en
la capacidad de los jóvenes para discernir entre lo real y lo ficticio.
Y no es así; la inmensa mayor parte
de los niños y jóvenes distinguen con claridad entre la realidad y la ficción. Aunque
siempre hay excepciones, claro. Recuerdo el caso de un niño que se tiró desde
un balcón con una capa creyendo que era Batman. Pero no tuvo en cuenta tres
cosas: 1. Batman no existe. 2. Aunque existiese, él no era Batman. 3. Batman no
vuela. Así que el chaval se mató, básicamente, por gilipollas. Pero es eso: una
excepción.
A veces, el mal aparece ante
nuestros ojos como un relámpago, sin saber por qué. Es un horror inexplicable,
así que no nos inventemos explicaciones, sobre todo si haciéndolo satanizamos a
una de las más nobles creaciones humanas: la ficción.
Nota: En la foto, Klebold y Harris,
los asesinos de Columbine.