Creo que ya os lo comenté. Hace dos
años, cuando gané el Premio Nacional, todo el mundo, de forma unánime, dio la
noticia de la siguiente forma: “El escritor catalán César Mallorquí gana...”, o
“El escritor barcelonés César Mallorquí...”. Y yo me preguntaba: Coño, ¿tan sustancial es dejar claro el
lugar donde he nacido? No es que me importe; sé que nací en Barcelona y no
me avergüenzo de ello, aunque tampoco me vanaglorio. Pero yo creo que mi origen
catalán carece por completo de importancia, sobre todo en lo que respecta a mi
producción literaria. Entonces, ¿por qué insistir tanto en ello?
El caso es que hace unos meses,
cuando me otorgaron el Premio Cervantes Chico, las noticias volvieron a
situarme expresamente como catalán, e igual ha sucedido con el lanzamiento de Trece monos. ¿Qué más dará que yo sea
catalán, gaditano o austrohúngaro? ¿Qué importancia puede tener?
Afortunadamente, los acontecimientos
de los últimos tiempos me han abierto los ojos. Se dice de mí (o de cualquier
otro) que soy catalán, de la misma manera que se dice de Clark Kent que es
kryptoniano. El lugar de nacimiento de Kent es muy importante, porque haber
nacido en Krypton, en vez de en Albacete, por ejemplo, es la causa fundamental de
que el tímido reportero del Daily Planet sea capaz de volar, soltar tortas como
panes y echar chispas por los ojos. Pues bien, de igual modo, mi nacimiento en
Cataluña me confiere superpoderes. ¿Y qué superpoderes son esos?, os
preguntaréis. Permitidme que os ilustre, insignificantes españoles.
Mi primer poder, el fundamental es
la SUPERIDENTIDAD. No un “identidad secreta”, como el bobo de Kent, sino una identidad
amplificada, una identidad que es la pera limonera de identitaria. Hasta ahora
pensaba, iluso de mí, que mi identidad se refería a lo que soy, a mi
personalidad, mis gustos, mis ideas, mi historia, mi bagaje de recuerdos, mi
cultura, mi maltrecho hígado, mis bonitos ojos azules, mi lustrosa calva... Ay,
qué equivocado estaba; eso es pura filfa, una ridícula identidad de andar por
casa.
Y es que, al ser catalán, mi
identidad se expande, se multiplica, se fortalece. Porque ya no se trata de ser
yo mismo, sino de ser igual que siete millones y medio de catalanes; o, al
menos, de la mitad que son nacionalistas (los auténticos catalanes, of course).
Convendréis conmigo en que una identidad compartida con al menos tres millones
setecientas cincuenta mil personas es mucho más poderosa que la de un capullo
aislado. Es una Superidentidad.
Ahora bien, os preguntaréis, oh
ignorantes mesetarios, de qué narices vale eso. Muy sencillo. Cuando hablo con
un gallego, un granadino o un (lagarto, lagarto) madrileño, puedo decirle con
certidumbre: “Yo soy distinto a ti”. Y al tiempo pensar para mis adentros: “Y
además soy mejor, gilipollas”. ¿A que es cojonudo? Soy mejor y sin ningún
esfuerzo; me ha bastado con nacer en el lugar adecuado, menuda suerte.
Mi segundo poder es el SUPERIDIOMA.
Como catalán poseo una lengua que es la perla de las lenguas, el lenguaje hecho
música. Cierto es que sólo me sirve para comunicarme dentro de las fronteras de
Cataluña; pero ¿quién necesita cruzar fronteras cuando se vive en el paraíso?
En realidad, la función del
Superidioma es reforzar mi Superidentidad. Cuanto más catalán hablo, más tres
millones setecientas cincuenta mil personas soy yo mismo.
Mi tercer poder es el SUPERSENY.
Como sois unos palurdos ibéricos, quizá no entendáis esto, así que os lo
traduciré. Seny viene a significar
“sensatez”. Los catalanes nacemos con el seny incorporado de fábrica, lo cual
nos permite distinguir el bien del mal y la razón última de las cosas. Por
ejemplo, sabemos con certeza que cualquier problema de Cataluña es
responsabilidad de alguien que no es catalán; de un español con casi toda certeza
y muy probablemente de un madrileño.
Por lo demás, el seny hace que los
catalanes seamos serios, trabajadores, fiables, industriosos, emprendedores y sabedores
de que sólo alcanzaremos nuestra gloria final cuando Cataluña sea una nación
aislada de los infrahumanos. Para que me entendáis: los catalanes somos homo
sapiens y vosotros torpes neandertales.
Como catalán, poseo muchos más
superpoderes (Superpatriotismo, Supertoque de Midas, Supercultura...), pero me
limitaré a citar uno más: la SUPERVISIÓN DE RAYOS X. Es decir, los catalanes
podemos ver a través de los objetos opacos y contemplar la realidad oculta. Por
ejemplo, Imaginemos el hipotético y absurdo caso de que algunos políticos
catalanes robaran del erario público a manos llenas. Bueno, pues gracias a la
Supervisión de Rayos X. miraríamos a través de esos políticos, como si no
existieran, y sabríamos que quien nos roba en realidad es España.
Pese a todo esto, los catalanes
también tenemos puntos débiles. En concreto, nuestra kryptonita es la senyera.
Resulta paradójico, ¿verdad? Nuestra bandera nacional nos debilita. Aunque no
del todo; la presencia de senyeras refuerza nuestra Superidentidad, pero al
mismo tiempo anula otros poderes: sobre todo, la Supervisión de Rayos X. Para
que me entendáis: las senyeras son absolutamente opacas para nosotros, somos
incapaces de ver lo que se oculta detrás de ellas. En fin, nadie, ni siquiera
un catalán, es perfecto.
En resumen, amigos míos, lo que os
acabo de contar es la razón de que tenga sentido tildarme de “escritor
catalán”. Sólo hay un pequeño problema...
Un año después de yo nacer en
Barcelona, mi familia se trasladó a Madrid y en esa ciudad he vivido siempre.
En cierto modo, es como la historia de Superman, ¿no? Kar-El nació en Krypton y
siendo un bebé lo mandaron a la Tierra, donde vivió entre debiluchos humanos,
se convirtió en Clark Kent y luego en Superman. Ya, pero en mi caso no ha sido
así. El contacto con los infrahumanos me ha contaminado.
Es como si Kent, tras llegar a
la Tierra, ignorara su origen extraterrestre y no le diera particular
importancia a su descomunal fuerza. “Es que de pequeño te dimos muchas
vitaminas”, le dijeron sus padres adoptivos. Kent jamás habría salido de Smallville,
nunca se habría calzado las mallas azules y los calzoncillos rojos y habría
dedicado el resto de su vida a trabajar en la granja paterna. Eso sí, arando
los campos con la punta de esa parte del cuerpo tan indestructible como el
resto de su anatomía.
O aún peor. Es como si a Kent le
revelaran que el sol amarillo de la Tierra le confiere superpoderes, y el muy gilipollas
fuera siempre protegiéndose con una sombrilla.
Estoy contaminado, ya ni siquiera sé
si soy catalán. Por ejemplo, eso de la Superidentidad. Por mucho que lo
intento, no puedo evitar pensar que yo soy yo, y no yo y mis vecinos. Es más,
no tengo el menor interés en ser como mis vecinos.
¿Y el Superidioma? Joder, pero si ni
siquiera hablo catalán. De hecho, creo que el catalán y el español se parecen
muchísimo, con la única diferencia de que el español sirve para comunicarse con
más gente.
Y del seny ni hablemos, porque soy
un insensato y un vago.
Tampoco poseo Supervisión de Rayos
X. No puedo ver a través de las cosas... Aunque, curiosamente, si puedo ver a
través de las senyeras.
Lo del Superpatriotismo me resulta
incomprensible. ¿Cómo se pude amar a todo un territorio, a todo un pueblo?
¿Cómo se puede sentir uno orgulloso de haber nacido en tal o cual sito, cuando
eso es puro azar? Como dijo creo que Savater, yo no me “siento” español; me “sé”
español. Del mismo modo, no me “siento” catalán; me “sé” catalán. Es más, no
tengo ni puñetera idea de lo que significa “sentirse” de una nacionalidad. Lo
que yo soy, espero, va más allá de la geografía.
Por
otro lado, cada vez que voy a Barcelona, y voy con cierta frecuencia, no veo
nada sustancialmente diferente a otras grandes ciudades europeas. Mismas
tiendas, mismos trabajos, mismos lugares de ocio, costumbres muy parecidas...
Vale, si pasas por la Plaza de la Catedral verás a gente bailando sardanas.
Pero, qué queréis que os diga, como “hecho diferencial” me parece muy poca
cosa. En realidad, la cultura catalana se me antoja muy parecida a la española
y a la europea. Así de ciego estoy.
En resumen: soy un Clark Kent que ha
renunciado al super y se ha quedado
con el man. Un desastre, vamos.
Pero, quién sabe; por mis venas
corre sangre catalana, mi primer apellido es más catalán que el pa amb tomaquet, nací en la Ciudad
Condal... Puede que, con el tiempo se caigan las escamas de mis ojos; quizá
algún día se me revele la Verdad. Entonces, me pondré las mallas, los Kalvin
Klein por encima, y volaré. Nunca hay que perder la esperanza.