Cuando era niño, viajé con mi familia por toda España. Nuestras vacaciones eran dilatadas y realizábamos largos periplos por aquellas terribles carreteras de la pos-posguerra con mi padre al volante; algo no exento de peligro, pues, aparte del lamentable estado del firme, mi padre era un conductor atroz (literalmente, le habían regalado el carnet de conducir). Durante nuestros viajes, solíamos visitar iglesias, castillos, monumentos, museos... Como yo era un crío, todo aquello me parecía más bien coñazo, pero hubo dos momentos que marcaron lo que podríamos llamar mi “despertar estético”. El primero se produjo en la catedral de Santiago; yo tenía trece años y, al ver el Pórtico de la Gloria, algo hizo “clic” en mi interior y me quedé embobado, fascinado, sobrecogido. Todavía hoy noto ese “clic” cada vez que contemplo los bellísimos rostros que esculpió el maestro Mateo.
El segundo momento se produjo uno o dos años más tarde, cuando visité con mi familia la Alhambra, La Roja. Es difícil explicar lo que sentí; fue como cruzar un puerta y adentrarme en un universo paralelo donde todo era armónico y apacible. Aquello era pura belleza; no, más que belleza: era una sensación casi mística de plenitud, un estado alterado de conciencia. Esa experiencia me enseñó que la magia existe y se llama arte.
Muchos años después, a comienzos de los 80, regresé a Granada con Pepa, la reina mora que hoy es mi mujer y entonces era mi chica. Estábamos recién enamorados y era primavera; el aroma de las flores que crecían en las faldas de Sabika, la colina sobre la que descansa La Roja, lo impregnaba todo. La combinación Alhambra+amor+primavera fue explosiva. A partir de entonces empecé a leer mucho sobre los reinos hispanoárabes y el arte islámico, sobre todo en lo referente a Granada. Pepa y yo regresamos en años posteriores otras tres veces a esas tierras y en cada ocasión fuimos a la Alhambra, pero no limitándonos a una simple visita, sino pasando el día allí, hasta que nos echaban. Llevábamos unos bocatas y unas botellas de agua y recorríamos durante horas todo el recinto, los palacios, las torres, los jardines; no mirando la Alhambra: sintiéndola.
El sábado pasado realizamos por primera vez la visita nocturna. Tiene limitaciones en cuanto a recorrido y tiempo de estancia, pero hay menos gente y me apetecía ver La Roja de noche. Hubo un pequeño detalle chungo: El Patio de los Leones es, en mi opinión, una de las obras arquitectónicas más hermosas de todos los tiempos. Se trata de una representación del paraíso islámico: los canales de agua que convergen en la fuente central representan los cuatro ríos del edén y las columnas un bosque de palmeras. La estructura del patio provoca que nunca estés totalmente “dentro” ni totalmente “fuera”, sino que todo sea una suave progresión en un sentido u otro.
Pues bien, resulta que se han llevado los doce leones de la fuente para su restauración, lo cual me parece muy bien. Pero, por algún motivo que no logro discernir, han montado una estructura de cristal y madera sobre la pila. La estructura es enorme y tiene excesiva madera, de modo que ocupa demasiado espacio, tiene demasiada masa, rompiendo así el equilibrio del recinto. Una cagada. A cambio, Pepa y yo estuvimos unos minutos totalmente solos en el Patio de los Arrayanes, sentados frente al estanque central. Todo un lujo. Además, en el Palacio de Calos V, justo al ladito, estaba actuando la Filarmónica de Londres y mientras estábamos allí escuchábamos una composición de Falla. Y luego otro lujo: pasear por el parador de San Francisco contemplando el Albaicín y escuchando los lejanos lamentos flamencos que nos llegaban desde el Sacromonte. Y un último lujo: dormirte en tu camita viendo a través de la ventana el Generalife.
La Alhambra es uno de los lugares más hermosos del planeta. En mi cómputo personal, lo sitúo a la misma altura que Saint Michel, Venecia, Uxmal, Chenonceaux o Compostela; pero hay una diferencia: todo en la Alhambra está concebido para el deleite de los sentidos. La frescura de los patios y el agua, el trinar de las aves, el murmullo de las fuentes, los juegos de luz y sombra, el aroma de las plantas, un trazado irregular que oculta sorpresas a la vuelta de cada esquina... Las grandes obras arquitectónicas son, en realidad, máquinas de producir sensaciones y sentimientos; hay edificios que invitan al recogimiento, algunos sobrecogen y otros te sosiegan. La función de la Alhambra es dar gustito.
El más noble de los propósitos, si queréis mi opinión.
martes, junio 30
jueves, junio 25
Posparto
Por primera vez desde el comienzo de Babel he empezado a escribir un par de post y los he abandonado a las pocas líneas. Hasta ahora, se me ocurría un tema, lo que fuese, y lo escribía de un tirón, pero en estos momentos me cuesta mucho darle al teclado. No es que no tenga cosas que decir, sino que no me apetece decirlas ahora, sea porque mi ánimo no es el adecuado, sea porque son demasiado largas y yo estoy demasiado aplatanado.
Por ejemplo, quiero hablaros de mi hermano Eduardo, fallecido hace ocho años. Veréis, un amigo (Oriol, el hijo de mis padrinos), me pidió las películas de súper-8 de mi familia. No estoy hablando de unos cuantos carretes, sino de varias horas de filmación realizadas sobre todo durante los años 60. Oriol es periodista y tiene la intención de realizar un reportaje audiovisual sobre mi padre, así que transfirió los súper-8 a DVD. La semana pasada me devolvió las películas y me entregó las copias electrónicas. La filmación más antigua es de finales de los 50 y la más moderna de 1971. Durante varios días, los diez DVD’s con el registro cinematográfico de mi familia permanecieron intocados sobre mi escritorio. No me atrevía a verlos.
En 1996, dejé la casa que había sido de mis padres y en la que vivía desde 1960, situada en el centro de Madrid, y me trasladé a Aravaca, en la periferia. Además de los problemas normales de una mudanza, tuve que empaquetar todo lo que había en un trastero abarrotado de cosas pertenecientes a mis padres y hermanos. Encontré, por ejemplo, las cartas que se habían intercambiado mis padres durante su noviazgo (y no me gustó lo que vi en ellas). Encontré fotos (miles de fotos), recuerdos, guiones, cuadros, libros, de todo... y también las viejas películas familiares. Una tarde, monté en el proyector una torta de película (varios carretes empalmados) y comencé a verla. Correspondían a unas vacaciones de la familia en Asturias a mediados de los 60. Ahí estaba yo, con doce o trece años, y mis hermanos, tan jóvenes, y... mis padres, de nuevo vivos en la pantalla después de tantos años muertos. Creo que no aguanté más de cinco minutos; al cabo de ese tiempo, las lágrimas me cegaban. Apagué el proyector, guardé la película y jamás volví a ver esas filmaciones. Luego el proyector se rompió y nunca reuní el valor suficiente para encargar un repicado de aquellos súper-8. Me limité a almacenarlos, como Pandora sin atreverse a abrir la caja.
Pero el sábado pasado cogí el primer DVD del montón, lo inserté en el ordenata y me dispuse a contemplar por primera vez en trece años las imágenes en movimiento de mi pasado. Lo primero que vi fue una antiquísima filmación de mis padrinos y de sus hijos, todos ellos afortunadamente aún vivos (ahí estaba el propio Oriol cuando era un mamoncete recién nacido). Pero ya en la segunda película apareció un muerto, mi hermano Eduardo. El carrete está fechado el 15 de noviembre de 1965; por aquel entonces, Eduardo tenía veintidós años. En realidad, quien más aparece en la filmación es María Pilar, la guapísima novia de Eduardo (y un lustro después su esposa), en algún punto de la Ciudad Universitaria; pero hay un momento en que María Pilar empuña el tomavistas y aparece mi hermano. Va vestido con chaqueta y corbata, tiene una sonrisa maliciosa y corre de un lado a otro, se agacha y se levanta para dificultar que su chica pueda encuadrarle. Está bromeando, es un joven feliz, enamorado, con un gran futuro por delante.
Treinta y seis años más tarde, el 17 de marzo de 2001, ese joven resplandeciente, convertido en un cincuentón derrotado por la vida, se suicidó.
Esta vez no he llorado, aunque sólo he visto el primer DVD. No obstante, contemplar esas imágenes de mi hermano me ha recordado uno de mis mayores fracasos como escritor. En 2001, tras su muerte, decidí que quería convertir la historia de Eduardo en una novela; hoy, ocho años después, sigo dándole vueltas sin ser capaz de llegar a ninguna parte. Sé la historia que quiero contar, pero no sé lo que quiero decir acerca de ella. Quizá estoy demasiado implicado emocionalmente y eso me confunde; pero, como dijo mi hermano mayor, Big Brother, si no estuviese implicado no querría contar esa historia.
En cualquier caso, es una historia interesante, el relato de un personaje contradictorio y desmesurado que dedicó su vida a la autodestrucción. Lo que pretendo no es escribir su biografía, sino una novela basada en él; no obstante, me gustaría contaros la verdadera historia de Eduardo Mallorquí, aquí, en Babel. Pero no ahora: tengo la depresión posparto.
Hace tres semanas acabé de corregir el manuscrito de mi última novela, El juego de los herejes, el segundo título protagonizado por Carmen Hidalgo. Aún le quedan un par de correcciones más, pero la obra está prácticamente acabada. Cuando termino una novela, invariablemente, lo que siento es un profunda depresión; estoy convencido de que se trata de lo peor que he escrito nunca. No un simple trabajo mediocre, sino un texto impublicable que los editores me tirarán a la cara en cuanto lo lean. Me siento fatal, me deprimo, me amustio. Esta vez me ha pasado lo mismo, como siempre.
Afortunadamente, Miryam, mi querida editora de Espasa, ya ha leído la novela y le ha encantado. Ayer me mandó el primer boceto de la portada y está muy bien. Todo guay. Pero sigo depre. Depre para escribir. Tenía previsto meterme ahora con una novela (la tercera de Jaime Mercader) que ya tengo totalmente diseñada en la cocorota, pero ha habido cambio de planes. Así que le estoy dando vueltas a tres argumentos distintos. Pero no escribo, y cuando estoy sin escribir más de un par de semanas seguidas comienzo a sentirme en falta, culpable. Y me deprimo aún más. Por eso me cuesta incluso escribir entradas para Babel. Soy una frágil recién parida con las hormonas descontroladas.
Mañana nos vamos Pepa y yo a Granada. ¿Sabéis que en la Alhambra, dentro del recinto monumental, hay un hotel, el Parador de San Francisco, situado en lo que era un antiguo convento del siglo XV? Tiene 36 habitaciones y está siempre lleno (hay que hacer las reservas con meses de antelación). El año pasado, Pepa y yo cumplimos nuestras bodas de plata y decidimos celebrarlo pasando unos días en el Parador de San Francisco; conseguimos reservas para este fin de semana. Así que mañana partiremos para Granada y pasaré un par de días en la bochornosamente cara suite del Parador, en medio de los jardines de la Alhambra, con una mujer maravillosa a mi lado.
Y si así no se me quita la depre posparto, es que soy total y definitivamente gilipollas.
Por ejemplo, quiero hablaros de mi hermano Eduardo, fallecido hace ocho años. Veréis, un amigo (Oriol, el hijo de mis padrinos), me pidió las películas de súper-8 de mi familia. No estoy hablando de unos cuantos carretes, sino de varias horas de filmación realizadas sobre todo durante los años 60. Oriol es periodista y tiene la intención de realizar un reportaje audiovisual sobre mi padre, así que transfirió los súper-8 a DVD. La semana pasada me devolvió las películas y me entregó las copias electrónicas. La filmación más antigua es de finales de los 50 y la más moderna de 1971. Durante varios días, los diez DVD’s con el registro cinematográfico de mi familia permanecieron intocados sobre mi escritorio. No me atrevía a verlos.
En 1996, dejé la casa que había sido de mis padres y en la que vivía desde 1960, situada en el centro de Madrid, y me trasladé a Aravaca, en la periferia. Además de los problemas normales de una mudanza, tuve que empaquetar todo lo que había en un trastero abarrotado de cosas pertenecientes a mis padres y hermanos. Encontré, por ejemplo, las cartas que se habían intercambiado mis padres durante su noviazgo (y no me gustó lo que vi en ellas). Encontré fotos (miles de fotos), recuerdos, guiones, cuadros, libros, de todo... y también las viejas películas familiares. Una tarde, monté en el proyector una torta de película (varios carretes empalmados) y comencé a verla. Correspondían a unas vacaciones de la familia en Asturias a mediados de los 60. Ahí estaba yo, con doce o trece años, y mis hermanos, tan jóvenes, y... mis padres, de nuevo vivos en la pantalla después de tantos años muertos. Creo que no aguanté más de cinco minutos; al cabo de ese tiempo, las lágrimas me cegaban. Apagué el proyector, guardé la película y jamás volví a ver esas filmaciones. Luego el proyector se rompió y nunca reuní el valor suficiente para encargar un repicado de aquellos súper-8. Me limité a almacenarlos, como Pandora sin atreverse a abrir la caja.
Pero el sábado pasado cogí el primer DVD del montón, lo inserté en el ordenata y me dispuse a contemplar por primera vez en trece años las imágenes en movimiento de mi pasado. Lo primero que vi fue una antiquísima filmación de mis padrinos y de sus hijos, todos ellos afortunadamente aún vivos (ahí estaba el propio Oriol cuando era un mamoncete recién nacido). Pero ya en la segunda película apareció un muerto, mi hermano Eduardo. El carrete está fechado el 15 de noviembre de 1965; por aquel entonces, Eduardo tenía veintidós años. En realidad, quien más aparece en la filmación es María Pilar, la guapísima novia de Eduardo (y un lustro después su esposa), en algún punto de la Ciudad Universitaria; pero hay un momento en que María Pilar empuña el tomavistas y aparece mi hermano. Va vestido con chaqueta y corbata, tiene una sonrisa maliciosa y corre de un lado a otro, se agacha y se levanta para dificultar que su chica pueda encuadrarle. Está bromeando, es un joven feliz, enamorado, con un gran futuro por delante.
Treinta y seis años más tarde, el 17 de marzo de 2001, ese joven resplandeciente, convertido en un cincuentón derrotado por la vida, se suicidó.
Esta vez no he llorado, aunque sólo he visto el primer DVD. No obstante, contemplar esas imágenes de mi hermano me ha recordado uno de mis mayores fracasos como escritor. En 2001, tras su muerte, decidí que quería convertir la historia de Eduardo en una novela; hoy, ocho años después, sigo dándole vueltas sin ser capaz de llegar a ninguna parte. Sé la historia que quiero contar, pero no sé lo que quiero decir acerca de ella. Quizá estoy demasiado implicado emocionalmente y eso me confunde; pero, como dijo mi hermano mayor, Big Brother, si no estuviese implicado no querría contar esa historia.
En cualquier caso, es una historia interesante, el relato de un personaje contradictorio y desmesurado que dedicó su vida a la autodestrucción. Lo que pretendo no es escribir su biografía, sino una novela basada en él; no obstante, me gustaría contaros la verdadera historia de Eduardo Mallorquí, aquí, en Babel. Pero no ahora: tengo la depresión posparto.
Hace tres semanas acabé de corregir el manuscrito de mi última novela, El juego de los herejes, el segundo título protagonizado por Carmen Hidalgo. Aún le quedan un par de correcciones más, pero la obra está prácticamente acabada. Cuando termino una novela, invariablemente, lo que siento es un profunda depresión; estoy convencido de que se trata de lo peor que he escrito nunca. No un simple trabajo mediocre, sino un texto impublicable que los editores me tirarán a la cara en cuanto lo lean. Me siento fatal, me deprimo, me amustio. Esta vez me ha pasado lo mismo, como siempre.
Afortunadamente, Miryam, mi querida editora de Espasa, ya ha leído la novela y le ha encantado. Ayer me mandó el primer boceto de la portada y está muy bien. Todo guay. Pero sigo depre. Depre para escribir. Tenía previsto meterme ahora con una novela (la tercera de Jaime Mercader) que ya tengo totalmente diseñada en la cocorota, pero ha habido cambio de planes. Así que le estoy dando vueltas a tres argumentos distintos. Pero no escribo, y cuando estoy sin escribir más de un par de semanas seguidas comienzo a sentirme en falta, culpable. Y me deprimo aún más. Por eso me cuesta incluso escribir entradas para Babel. Soy una frágil recién parida con las hormonas descontroladas.
Mañana nos vamos Pepa y yo a Granada. ¿Sabéis que en la Alhambra, dentro del recinto monumental, hay un hotel, el Parador de San Francisco, situado en lo que era un antiguo convento del siglo XV? Tiene 36 habitaciones y está siempre lleno (hay que hacer las reservas con meses de antelación). El año pasado, Pepa y yo cumplimos nuestras bodas de plata y decidimos celebrarlo pasando unos días en el Parador de San Francisco; conseguimos reservas para este fin de semana. Así que mañana partiremos para Granada y pasaré un par de días en la bochornosamente cara suite del Parador, en medio de los jardines de la Alhambra, con una mujer maravillosa a mi lado.
Y si así no se me quita la depre posparto, es que soy total y definitivamente gilipollas.
martes, junio 16
Atrapados en nosotros mismos
A partir de cierta edad, digamos los cuarenta, la realidad se impone. Antes, una persona es lo que es y todo lo que pude llegar a ser, pero cuando se llega a la jodida mediana edad las posibilidades de cambiar se reducen drásticamente y uno es justo lo que ha conseguido ser. No digo que no pueda haber cambios –sin ir más lejos, puede tocarte la Primitiva-, pero en algún momento, entre los 30 y los 40, se produce una especie de fosilización de la personalidad y uno, en el interior, se queda ahí para siempre, sin otros cambios que una progresiva radicalización de los rasgos más acusados del carácter. Digamos que, a partir de los 40, uno es una foto bastante exacta de lo que va a ser en el futuro, pero no necesariamente de lo que fue en el pasado. La niñez, la juventud, es cambio constante, un periodo en el que cualquier cosa puede pasar, una especie de estado cuántico que dura hasta que, a lo largo de los años, se toman decisiones (y suceden cosas) que acaban colapsando la función de onda. Y, entonces, de entre un universo de posibles alternativas, sólo queda una realidad, probablemente inmutable.
Salvo aquellos que seáis demasiado jóvenes (suponiendo que las palabras “demasiado” y “joven” puedan ir juntas), ¿no os sentís un poco extraños cuando os encontráis con un amigo al que no veíais desde el colegio? Una vez, cuando yo tenía treinta y muchos años, me encontré con Luis, un compañero de los Maristas. Habíamos sido muy amigos, pero no nos veíamos desde el bachillerato. Luis, el Luis que yo recordaba, era un adolescente alocado y juerguista, un divertido gamberrete que no se tomaba nada en serio. El Luis que me encontré veinte años después era un señor muy serio, médico cardiólogo, propietario de una clínica, un tipo sensato y respetable a quien confiaría sin dudar la salud de mi corazón, pero con el que, en principio, jamás me iría a tomar unas copas. Al tío le había ido muy bien en la vida, y me alegro, pero no tenía absolutamente nada que ver con el Luis que yo conocí; era como tener delante a un conocido desconocido, como ver una imagen doble, lo que había sido mi amigo y lo que en aquel momento era.
A Luis le fue bien, pero a Fote, en mi opinión, no. Fote y yo fuimos muy amigos cuando teníamos 17 o 18 años; nos corrimos juergas y compartimos litronas y los primeros canutos. Fote era un tipo tranquilo, una muy buena persona que, cuando tenía 19 o 20, decidió irse de España para no hacer la mili, desertó (corrían los últimos tiempos del franquismo). Vivió durante varios años en Francia y le perdí la pista; no volví a verle hasta finales de los 80. Fote se había hecho adepto a la macrobiótica, estaba delgadísimo y había cambiado radicalmente; ahora, todo para él giraba en torno a los “siete principios universales, el ying y el yang y toda esa mística alimentaria. Me resultó muy difícil hablar con él; fue como esa película, La invasión de los ladrones de cuerpos, donde las personas son sustituidas por seres idénticos a ellas, pero sin alma.
De vez en cuando me han invitado a reuniones de viejos amigos, gente a la que no veía desde hacía veintitantos años. Sólo asistí a una, la primera, y me deprimí mucho. ¿Cómo no me va a deprimir encontrarme con mi primera novia -a quien siempre recordaré como una bonita pelirroja de 17 años- convertida en toda una madre de familia? Pero lo peor fue contemplar a todos aquellos antiguos amigos, recordar cómo eran y lo que querían llegar a ser, y ver en qué se habían convertido finalmente. Tantos sueños rotos, tantas esperanzas fracasadas, tantas renuncias… A fin de cuentas, eso es madurar, ¿no?; renunciar a los sueños juveniles y aceptar la cruda realidad: ya nunca serás cantante, ya nunca harás la revolución, ya nunca tendrás un bufete, ya nunca triunfarás en el cine, ya nunca escribirás, ya nunca serás “importante”, ya nunca pintarás una obra maestra, ya nunca serás un as del deporte… Muy pocos de mis amigos han alcanzado las metas de su juventud. Da igual si les ha ido bien o mal, la cuestión es que la mayoría, por no decir todos, se han convertido en algo distinto a lo que querían ser.
A mí me sucede lo mismo, por supuesto, igual que les sucede a aquellos viejos amigos con los que he mantenido la relación; pero una cosa es seguir día a día el lento proceso de destrucción de los sueños y otra muy distinta encontrártelo de repente, viéndote obligado a dar un salto de dos o tres décadas entre la persona que fue y la que ahora es. Por eso me deprimen las reuniones de viejos amigos, antiguos alumnos o lo que sea, porque lo único que veo es un paisaje lleno de ruinas.
Supongo que pensaréis que este más bien sombrío comentario se debe a mi reciente cumpleaños, pero no es así. La mayoría de las personas acabamos descubriendo que siempre hay que pagar un precio, que no podemos tenerlo todo, que es imposible no renunciar a los sueños, aunque sólo sea para abrazar otros distintos. Y aprendemos a aceptarnos a nosotros mismos, a intentar ser felices con lo que tenemos y no desgraciados por lo que podríamos haber tenido. Aprendemos que estamos atrapados dentro de nosotros mismos y que jamás podremos huir de esa prisión, así que mejor será convertirla en un lugar al menos confortable.
Pero hay gente que no puede hacerlo, que le resulta imposible aceptar lo que es; personas que en su juventud esperaban mucho de sí mismas y que, tras fracasar en todo lo que han intentado, o no atreverse a intentar lo que de verdad querían, son incapaces de reconoce su realidad, sea ésta la que sea. Son personas que intentan proyectar hacia el exterior su imagen ideal de sí mismas, personas que pretenden saberlo todo, personas que a base de mentir y mentirse, pese a no engañar a nadie, terminan por creerse sus propias fantasías. Son patéticos y serían dignos de lástima si no fuese porque, además de lamentables, suelen ser unos pesados egocéntricos aquejados de narcisismo. Están, como estamos todos, atrapados en sí mismos, pero no lo saben; lejos de ello, sin permitirse aceptar ni por un instante su vulgaridad, creen vivir en un palacio y no paran de molestar a los demás con su boba y pretenciosa perorata llena de soterradas frustraciones e insidiosos rencores.
Tengo un vecino que, además de ser así, es tonto del culo, exactamente la clase de persona a la que se le podría aplicar el texto de una pegatina que vi en USA: “Jesucristo te ama. Todos los demás pensamos que eres gilipollas”.
Salvo aquellos que seáis demasiado jóvenes (suponiendo que las palabras “demasiado” y “joven” puedan ir juntas), ¿no os sentís un poco extraños cuando os encontráis con un amigo al que no veíais desde el colegio? Una vez, cuando yo tenía treinta y muchos años, me encontré con Luis, un compañero de los Maristas. Habíamos sido muy amigos, pero no nos veíamos desde el bachillerato. Luis, el Luis que yo recordaba, era un adolescente alocado y juerguista, un divertido gamberrete que no se tomaba nada en serio. El Luis que me encontré veinte años después era un señor muy serio, médico cardiólogo, propietario de una clínica, un tipo sensato y respetable a quien confiaría sin dudar la salud de mi corazón, pero con el que, en principio, jamás me iría a tomar unas copas. Al tío le había ido muy bien en la vida, y me alegro, pero no tenía absolutamente nada que ver con el Luis que yo conocí; era como tener delante a un conocido desconocido, como ver una imagen doble, lo que había sido mi amigo y lo que en aquel momento era.
A Luis le fue bien, pero a Fote, en mi opinión, no. Fote y yo fuimos muy amigos cuando teníamos 17 o 18 años; nos corrimos juergas y compartimos litronas y los primeros canutos. Fote era un tipo tranquilo, una muy buena persona que, cuando tenía 19 o 20, decidió irse de España para no hacer la mili, desertó (corrían los últimos tiempos del franquismo). Vivió durante varios años en Francia y le perdí la pista; no volví a verle hasta finales de los 80. Fote se había hecho adepto a la macrobiótica, estaba delgadísimo y había cambiado radicalmente; ahora, todo para él giraba en torno a los “siete principios universales, el ying y el yang y toda esa mística alimentaria. Me resultó muy difícil hablar con él; fue como esa película, La invasión de los ladrones de cuerpos, donde las personas son sustituidas por seres idénticos a ellas, pero sin alma.
De vez en cuando me han invitado a reuniones de viejos amigos, gente a la que no veía desde hacía veintitantos años. Sólo asistí a una, la primera, y me deprimí mucho. ¿Cómo no me va a deprimir encontrarme con mi primera novia -a quien siempre recordaré como una bonita pelirroja de 17 años- convertida en toda una madre de familia? Pero lo peor fue contemplar a todos aquellos antiguos amigos, recordar cómo eran y lo que querían llegar a ser, y ver en qué se habían convertido finalmente. Tantos sueños rotos, tantas esperanzas fracasadas, tantas renuncias… A fin de cuentas, eso es madurar, ¿no?; renunciar a los sueños juveniles y aceptar la cruda realidad: ya nunca serás cantante, ya nunca harás la revolución, ya nunca tendrás un bufete, ya nunca triunfarás en el cine, ya nunca escribirás, ya nunca serás “importante”, ya nunca pintarás una obra maestra, ya nunca serás un as del deporte… Muy pocos de mis amigos han alcanzado las metas de su juventud. Da igual si les ha ido bien o mal, la cuestión es que la mayoría, por no decir todos, se han convertido en algo distinto a lo que querían ser.
A mí me sucede lo mismo, por supuesto, igual que les sucede a aquellos viejos amigos con los que he mantenido la relación; pero una cosa es seguir día a día el lento proceso de destrucción de los sueños y otra muy distinta encontrártelo de repente, viéndote obligado a dar un salto de dos o tres décadas entre la persona que fue y la que ahora es. Por eso me deprimen las reuniones de viejos amigos, antiguos alumnos o lo que sea, porque lo único que veo es un paisaje lleno de ruinas.
Supongo que pensaréis que este más bien sombrío comentario se debe a mi reciente cumpleaños, pero no es así. La mayoría de las personas acabamos descubriendo que siempre hay que pagar un precio, que no podemos tenerlo todo, que es imposible no renunciar a los sueños, aunque sólo sea para abrazar otros distintos. Y aprendemos a aceptarnos a nosotros mismos, a intentar ser felices con lo que tenemos y no desgraciados por lo que podríamos haber tenido. Aprendemos que estamos atrapados dentro de nosotros mismos y que jamás podremos huir de esa prisión, así que mejor será convertirla en un lugar al menos confortable.
Pero hay gente que no puede hacerlo, que le resulta imposible aceptar lo que es; personas que en su juventud esperaban mucho de sí mismas y que, tras fracasar en todo lo que han intentado, o no atreverse a intentar lo que de verdad querían, son incapaces de reconoce su realidad, sea ésta la que sea. Son personas que intentan proyectar hacia el exterior su imagen ideal de sí mismas, personas que pretenden saberlo todo, personas que a base de mentir y mentirse, pese a no engañar a nadie, terminan por creerse sus propias fantasías. Son patéticos y serían dignos de lástima si no fuese porque, además de lamentables, suelen ser unos pesados egocéntricos aquejados de narcisismo. Están, como estamos todos, atrapados en sí mismos, pero no lo saben; lejos de ello, sin permitirse aceptar ni por un instante su vulgaridad, creen vivir en un palacio y no paran de molestar a los demás con su boba y pretenciosa perorata llena de soterradas frustraciones e insidiosos rencores.
Tengo un vecino que, además de ser así, es tonto del culo, exactamente la clase de persona a la que se le podría aplicar el texto de una pegatina que vi en USA: “Jesucristo te ama. Todos los demás pensamos que eres gilipollas”.
miércoles, junio 10
martes, junio 9
Deudas pendientes
Hay asuntos, injusticias, que uno nunca olvida; no tienen por qué ser grandes atropellos, de esos que salen en los periódicos; basta con que produzcan la suficiente indignación para que se te queden grabados en la memoria y perduren a lo largo de los años, como una de esas antiguas contusiones que, sin llegar a doler, te molestan cuando va a cambiar el tiempo. Hace poco, debatiendo en Internet, salió el tema de El Quijote y eso me ha traído a la memoria una vieja deuda pendiente.
Veréis, cuando estudiaba COU (el equivalente a PREU o a 2º del actual bachillerato) tenía un profesor de literatura muy, pero que muy pedante. Aquel tipejo (nótese el afecto que le profeso), cuyo nombre he olvidado, debía de tener cerca de cuarenta años y era bajito, calvo, algo regordete y tosco; es decir, su aspecto de gañán era exactamente lo opuesto a su refinado espíritu de lector culto y exquisito. También era homosexual, aunque eso, en principio, no viene al caso. La cuestión es que yo no le caía nada bien al jodido cabrón. ¿Por qué? No estoy seguro; creo que, en parte, se debía a que yo era hijo de José Mallorquí, un escritor popular que para él debía de ser pura escoria, basura que ensuciaba el buen nombre de la literatura. Pero también podía deberse a que yo era mucho más alto. O a que yo era el que mejor escribía de la clase. Él tenía un alumno favorito, un atildado jovencito también homosexual, a quien siempre recurría como ejemplo de buen estudiante. El chaval era tan exquisito como el profesor, igual de afectado, y siempre era el que mejor lo hacía todo... salvo una cosa: escribir. Ahí el mejor era yo, y eso le jodía al puñetero profe. Por cierto, si señalo el tema de la homosexualidad es para dejar claro la intensidad y cualidad del afecto que el educador profesaba hacia el educando.
Un día, no sé por qué, el profesor me preguntó en clase cuál era mi poeta favorito. Yo le respondí que Antonio Machado y aquel pedazo de capullo, admirador confeso de Lorca, se dedicó a cachondearse públicamente de mí por la vulgaridad de mi gusto. Recuerdo que citó la famosa metáfora “por donde traza el Duero su curva de ballesta”, tildándola de simplista y facilona, sobre todo al compararla con las complejas imágenes de Lorca. En fin, eso deja claro qué clase de persona era el puñetero profe; un educador no debe guiarse por sus gustos personales y mucho menos hacer burla y escarnio público de las preferencias literarias de sus alumnos. Pero él era así: pedante, despectivo y sobrado.
En otra ocasión, estando en clase, el profesor me formuló la siguiente pregunta: ¿Qué pretendía Cervantes al escribir El Quijote? Tras meditarlo un instante, respondí: “Realizar una sátira sobre las novelas de caballerías”. Oh, amigos míos, con cuánto cachondeo acogió mi respuesta. ¿La mejor novela de todos los tiempos sólo pretendía ser una sátira? ¿Es que yo era así de simple o me lo hacía? Tras unos minutos de despectivas burlas, el profesor le trasladó la pregunta a su “protegido”, que, como era de esperar, ofreció la contestación convencionalmente académica que el educador esperaba.
Y yo me callé, amigos míos; sólo era un inseguro adolescente, y él mi profesor, así que punto en boca y a aguantar el chaparrón; pero la indignación germinó en mi interior y fue creciendo conforme los años me restaban juventud e inseguridad. Por desgracia, concluido el COU, jamás volví a ver a mi profesor, así que nunca he podido decirle a la cara lo que pensaba de él y de sus preguntitas. Pero ha llegado el momento de saldar la deuda.
Escasamente estimado profesor, sea cual sea tu nombre: sé que lo más probable es que jamás leas estas líneas, incluso es probable que la hayas diñado, pero cabe la posibilidad de que sí las lea alguno de mis condiscípulos de aquel entonces, alguno de los alumnos que escucharon y padecieron tus despectivas burlas de intelectual de pacotilla. Ha transcurrido mucho tiempo, he crecido, he madurado, se me considera una persona más o menos culta. De hecho, soy escritor; ya, ya sé que en tu opinión escribo basura, noveluchas populares que sólo merecen desprecio, pero lo cierto es que estoy más cerca de la literatura de lo que tú jamás has estado. Pues bien, insoportable intelectualillo, transcurridos los años, desde la perspectiva que otorga el tiempo, me reafirmo en que mi respuesta era correcta. Creo que Cervantes pretendía básicamente escribir una sátira de las novelas de caballerías, porque es lo que finalmente escribió. ¿Que El Quijote es más que una sátira? Por supuesto, pero es imposible determinar hasta que punto Cervantes pretendía ir más lejos, ni en qué medida ese plus literario se produjo antes o durante el proceso de escritura de la novela. Cualquier cosa que se afirme a este respecto no es más que pura especulación, porque, entre tú y yo, pedante de mierda, nadie, absolutamente nadie, salvo el difunto interfecto, sabe a ciencia cierta qué cojones tenía Cervantes en la cabeza cuando comenzó a escribir su gran novela. Tu pregunta, tontolculo, era una soplapollez.
Ah, se me olvidaba: casi cuarenta años después me sigue gustando Antonio Machado. ¿Pasa algo, gilipollas?
Joder, qué a gusto me he quedado...
Veréis, cuando estudiaba COU (el equivalente a PREU o a 2º del actual bachillerato) tenía un profesor de literatura muy, pero que muy pedante. Aquel tipejo (nótese el afecto que le profeso), cuyo nombre he olvidado, debía de tener cerca de cuarenta años y era bajito, calvo, algo regordete y tosco; es decir, su aspecto de gañán era exactamente lo opuesto a su refinado espíritu de lector culto y exquisito. También era homosexual, aunque eso, en principio, no viene al caso. La cuestión es que yo no le caía nada bien al jodido cabrón. ¿Por qué? No estoy seguro; creo que, en parte, se debía a que yo era hijo de José Mallorquí, un escritor popular que para él debía de ser pura escoria, basura que ensuciaba el buen nombre de la literatura. Pero también podía deberse a que yo era mucho más alto. O a que yo era el que mejor escribía de la clase. Él tenía un alumno favorito, un atildado jovencito también homosexual, a quien siempre recurría como ejemplo de buen estudiante. El chaval era tan exquisito como el profesor, igual de afectado, y siempre era el que mejor lo hacía todo... salvo una cosa: escribir. Ahí el mejor era yo, y eso le jodía al puñetero profe. Por cierto, si señalo el tema de la homosexualidad es para dejar claro la intensidad y cualidad del afecto que el educador profesaba hacia el educando.
Un día, no sé por qué, el profesor me preguntó en clase cuál era mi poeta favorito. Yo le respondí que Antonio Machado y aquel pedazo de capullo, admirador confeso de Lorca, se dedicó a cachondearse públicamente de mí por la vulgaridad de mi gusto. Recuerdo que citó la famosa metáfora “por donde traza el Duero su curva de ballesta”, tildándola de simplista y facilona, sobre todo al compararla con las complejas imágenes de Lorca. En fin, eso deja claro qué clase de persona era el puñetero profe; un educador no debe guiarse por sus gustos personales y mucho menos hacer burla y escarnio público de las preferencias literarias de sus alumnos. Pero él era así: pedante, despectivo y sobrado.
En otra ocasión, estando en clase, el profesor me formuló la siguiente pregunta: ¿Qué pretendía Cervantes al escribir El Quijote? Tras meditarlo un instante, respondí: “Realizar una sátira sobre las novelas de caballerías”. Oh, amigos míos, con cuánto cachondeo acogió mi respuesta. ¿La mejor novela de todos los tiempos sólo pretendía ser una sátira? ¿Es que yo era así de simple o me lo hacía? Tras unos minutos de despectivas burlas, el profesor le trasladó la pregunta a su “protegido”, que, como era de esperar, ofreció la contestación convencionalmente académica que el educador esperaba.
Y yo me callé, amigos míos; sólo era un inseguro adolescente, y él mi profesor, así que punto en boca y a aguantar el chaparrón; pero la indignación germinó en mi interior y fue creciendo conforme los años me restaban juventud e inseguridad. Por desgracia, concluido el COU, jamás volví a ver a mi profesor, así que nunca he podido decirle a la cara lo que pensaba de él y de sus preguntitas. Pero ha llegado el momento de saldar la deuda.
Escasamente estimado profesor, sea cual sea tu nombre: sé que lo más probable es que jamás leas estas líneas, incluso es probable que la hayas diñado, pero cabe la posibilidad de que sí las lea alguno de mis condiscípulos de aquel entonces, alguno de los alumnos que escucharon y padecieron tus despectivas burlas de intelectual de pacotilla. Ha transcurrido mucho tiempo, he crecido, he madurado, se me considera una persona más o menos culta. De hecho, soy escritor; ya, ya sé que en tu opinión escribo basura, noveluchas populares que sólo merecen desprecio, pero lo cierto es que estoy más cerca de la literatura de lo que tú jamás has estado. Pues bien, insoportable intelectualillo, transcurridos los años, desde la perspectiva que otorga el tiempo, me reafirmo en que mi respuesta era correcta. Creo que Cervantes pretendía básicamente escribir una sátira de las novelas de caballerías, porque es lo que finalmente escribió. ¿Que El Quijote es más que una sátira? Por supuesto, pero es imposible determinar hasta que punto Cervantes pretendía ir más lejos, ni en qué medida ese plus literario se produjo antes o durante el proceso de escritura de la novela. Cualquier cosa que se afirme a este respecto no es más que pura especulación, porque, entre tú y yo, pedante de mierda, nadie, absolutamente nadie, salvo el difunto interfecto, sabe a ciencia cierta qué cojones tenía Cervantes en la cabeza cuando comenzó a escribir su gran novela. Tu pregunta, tontolculo, era una soplapollez.
Ah, se me olvidaba: casi cuarenta años después me sigue gustando Antonio Machado. ¿Pasa algo, gilipollas?
Joder, qué a gusto me he quedado...
viernes, junio 5
Asómbrame
Ayer, leyendo un debate en Prospectiva, encontré un comentario que me llamó la atención. El comentarista, al parecer un merodeador más o menos talludito, decía que él solía leer siete u ocho libros a la vez y que la inmensa mayor parte de ellos eran ensayos. Luego, se preguntaba si ese menor peso de la ficción en sus lecturas no tendría que ver con la edad. Pues bien, lo que me llamó la atención es que a mí me sucede exactamente lo mismo.
Acabo de revisar la pila de libros que se amontona sobre y a los pies de mi mesilla de noche y éste es el resultado: en estos momentos estoy leyendo cinco ensayos -o non-fiction, como dicen los anglosajones- y una novela (Déjame entrar, de John Ajvide Lindqvist). La verdad es que nunca he leído más de una novela a la vez; si intentaba compaginar dos, por ejemplo, siempre había una que me interesaba más y acababa monopolizando la lectura. Lo que sí he hecho es leer casi exclusivamente novelas (o antologías de relatos cortos), una tras otra, intercalando algún que otro ocasional ensayo. Sin embargo, con el paso del tiempo, el porcentaje de no ficción ha ido incrementándose hasta llegar a superar con creces el peso de la ficción. ¿Por qué?
Hace tiempo, escuché una historia –casi seguro apócrifa- con la que me sentí identificado. Un día, Alejandro Magno fue en busca de un gran filósofo (no recuerdo cuál) y, tras expresarle la admiración que le profesaba, dijo que le pidiese cualquier cosa, lo que quisiera, pues él se lo concedería. Tras meditar unos segundos, el filósofo respondió: “Asómbrame”.
¿Hay algo más maravilloso que el asombro? Es como si en tu mente se abrieran nuevos recintos, como si una parte de ti naciera otra vez y volvieras a ser niño, como si te hicieran un regalo magnífico e inesperado. Adoro asombrarme, es una de las sensaciones más totales y gratificantes que pueden experimentarse, casi una experiencia mística; en realidad, es lo que nos mantiene vivos, impidiéndonos caer en el coma de la monotonía. Cuando era un niño pequeño, el descubrimiento de la realidad me asombraba; ver el mar por primera vez, contemplar el infinito pasmo del firmamento, o simplemente perderte en el universo de polvo que flota en un rayo de luz. Luego, descubrí que la ficción también podía causar asombro y en grandes cantidades. Y me asombraban los tebeos de Superman, y más tarde descubrí el pirotécnico asombro de la ciencia ficción, y un buen día tropecé con Borges. ¿Recordáis lo asombroso que es leer a Borges por primera vez? Más o menos al mismo tiempo, García Márquez me demostró que, en literatura, el asombro no tenía por qué ser sólo intelectual, sino también estético. Y un nuevo mundo de ficción asombrosa se abrió ante mí.
Pasó el tiempo, se sucedieron muchísimas lecturas, miles de ficciones, y poco a poco fueron aumentando los ensayos. La divulgación científica siempre estuvo allí; mi amor a la ciencia ficción hizo que me interesara por la ciencia, así que siempre he consumido esa clase de no ficción. Luego me interesé por la historia, lo que me condujo a la antropología. Un artículo de Marvin Harris sobre el cristianismo me presentó la religión desde una perspectiva distinta, arrojándome de lleno a la arqueología bíblica. Y a la arqueología en general. Y llegó la filosofía. Y el arte. Y la psicología. Y la política... En fin, de todo un poco, como buen diletante que soy. El caso es que encontraba toneladas de asombro en esos ensayos; y sigo encontrándolas, como por ejemplo cuando leo algún libro de Michio Kaiku o de Richard Dawkins.
Sin embargo, cada vez me cuesta más asombrarme con la literatura, cada vez me resulta más difícil encontrar una novela que me muestre las cosas como nunca antes las había visto. No es que no ocurra nunca, por supuesto; sigue sucediendo, pero con mucha menor frecuencia que antes. Sigo leyendo novelas, sí, pero incluso cuando me gustan, no puedo evitar decirme: “está bien, pero... me suena conocido”. Es como, si por haber leído demasiado ficción, al final las cosas comenzaran a repetirse, como si ya me supiera los trucos, como si transitara por un camino muchas veces recorrido. No siempre, insisto; sólo la mayor parte de las veces.
Así pues, ¿las ficciones que se publican ahora han perdido la capacidad de asombrar? ¿Los clásicos se han deslucido con el paso de los años? ¿Cualquier tiempo pasado fue mejor? No, para nada; el que ha cambiado soy yo. Me he fosilizado. Soy un niño al que cada vez le cuesta más encontrar cuentos que le dejen con la boca abierta, de modo que vuelve la mirada hacia la realidad, porque la realidad es una fuente inagotable de motivos de asombro. Soy un adicto al pasmo que cada vez necesita dosis más altas para colocarse. Soy un trilobite.
Soy, reconozcámoslo, un pasajero al final de la línea, porque uno empieza a morir cuando comienza a perder la capacidad de asombro.
Cachis la...
Acabo de revisar la pila de libros que se amontona sobre y a los pies de mi mesilla de noche y éste es el resultado: en estos momentos estoy leyendo cinco ensayos -o non-fiction, como dicen los anglosajones- y una novela (Déjame entrar, de John Ajvide Lindqvist). La verdad es que nunca he leído más de una novela a la vez; si intentaba compaginar dos, por ejemplo, siempre había una que me interesaba más y acababa monopolizando la lectura. Lo que sí he hecho es leer casi exclusivamente novelas (o antologías de relatos cortos), una tras otra, intercalando algún que otro ocasional ensayo. Sin embargo, con el paso del tiempo, el porcentaje de no ficción ha ido incrementándose hasta llegar a superar con creces el peso de la ficción. ¿Por qué?
Hace tiempo, escuché una historia –casi seguro apócrifa- con la que me sentí identificado. Un día, Alejandro Magno fue en busca de un gran filósofo (no recuerdo cuál) y, tras expresarle la admiración que le profesaba, dijo que le pidiese cualquier cosa, lo que quisiera, pues él se lo concedería. Tras meditar unos segundos, el filósofo respondió: “Asómbrame”.
¿Hay algo más maravilloso que el asombro? Es como si en tu mente se abrieran nuevos recintos, como si una parte de ti naciera otra vez y volvieras a ser niño, como si te hicieran un regalo magnífico e inesperado. Adoro asombrarme, es una de las sensaciones más totales y gratificantes que pueden experimentarse, casi una experiencia mística; en realidad, es lo que nos mantiene vivos, impidiéndonos caer en el coma de la monotonía. Cuando era un niño pequeño, el descubrimiento de la realidad me asombraba; ver el mar por primera vez, contemplar el infinito pasmo del firmamento, o simplemente perderte en el universo de polvo que flota en un rayo de luz. Luego, descubrí que la ficción también podía causar asombro y en grandes cantidades. Y me asombraban los tebeos de Superman, y más tarde descubrí el pirotécnico asombro de la ciencia ficción, y un buen día tropecé con Borges. ¿Recordáis lo asombroso que es leer a Borges por primera vez? Más o menos al mismo tiempo, García Márquez me demostró que, en literatura, el asombro no tenía por qué ser sólo intelectual, sino también estético. Y un nuevo mundo de ficción asombrosa se abrió ante mí.
Pasó el tiempo, se sucedieron muchísimas lecturas, miles de ficciones, y poco a poco fueron aumentando los ensayos. La divulgación científica siempre estuvo allí; mi amor a la ciencia ficción hizo que me interesara por la ciencia, así que siempre he consumido esa clase de no ficción. Luego me interesé por la historia, lo que me condujo a la antropología. Un artículo de Marvin Harris sobre el cristianismo me presentó la religión desde una perspectiva distinta, arrojándome de lleno a la arqueología bíblica. Y a la arqueología en general. Y llegó la filosofía. Y el arte. Y la psicología. Y la política... En fin, de todo un poco, como buen diletante que soy. El caso es que encontraba toneladas de asombro en esos ensayos; y sigo encontrándolas, como por ejemplo cuando leo algún libro de Michio Kaiku o de Richard Dawkins.
Sin embargo, cada vez me cuesta más asombrarme con la literatura, cada vez me resulta más difícil encontrar una novela que me muestre las cosas como nunca antes las había visto. No es que no ocurra nunca, por supuesto; sigue sucediendo, pero con mucha menor frecuencia que antes. Sigo leyendo novelas, sí, pero incluso cuando me gustan, no puedo evitar decirme: “está bien, pero... me suena conocido”. Es como, si por haber leído demasiado ficción, al final las cosas comenzaran a repetirse, como si ya me supiera los trucos, como si transitara por un camino muchas veces recorrido. No siempre, insisto; sólo la mayor parte de las veces.
Así pues, ¿las ficciones que se publican ahora han perdido la capacidad de asombrar? ¿Los clásicos se han deslucido con el paso de los años? ¿Cualquier tiempo pasado fue mejor? No, para nada; el que ha cambiado soy yo. Me he fosilizado. Soy un niño al que cada vez le cuesta más encontrar cuentos que le dejen con la boca abierta, de modo que vuelve la mirada hacia la realidad, porque la realidad es una fuente inagotable de motivos de asombro. Soy un adicto al pasmo que cada vez necesita dosis más altas para colocarse. Soy un trilobite.
Soy, reconozcámoslo, un pasajero al final de la línea, porque uno empieza a morir cuando comienza a perder la capacidad de asombro.
Cachis la...
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