lunes, julio 29

Myrddin



            Queridos merodeadores, ésta va a ser la última entrada antes de las vacaciones. Durante el mes de agosto, como viene siendo habitual, Babel echará el cierre hasta regresar en septiembre. Entre tanto, y como el verano es la mejor época para leer, os dejo un post larguísimo sobre cierto aspecto de la leyenda artúrica. Si le echáis una ojeada también a las dos entradas que cito al principio, tendréis lectura para un buen rato. Si es que os interesa la leyenda artúrica, claro, pues en caso contrario más os valer cliquear en otro blog.


            Los merodeadores más veteranos ya sabéis lo mucho que me fascina la leyenda artúrica. De hecho, he escrito un par de posts sobre el tema (podéis verlos pinchando AQUÍ y AQUÍ). La última vez prometí que volvería sobre el asunto para hablar de ciertos aspectos colaterales de la leyenda (Camelot, Excalibur, la Tabla Redonda, Ginebra, Lanzarote, el grial, etc.), y es justo lo que voy a hacer hoy, pero sólo (de momento) refiriéndome a cierto personaje, el único de la leyenda que es tan famoso como el propio Arturo. Me refiero, por supuesto, al mago Merlín; que en principio ni era mago ni se llamaba Merlín.

            Voy a dar por supuesto que conocéis la leyenda artúrica, sea por la literatura, el cine, la TV, el musical o el cómic, así que no la voy a contar. Ahora bien, la imagen que tenéis, como apuntaba en un post anterior, es la de un rey y una corte propios de la Baja Edad Media, con armaduras, torneos, amor galante, etc. Eso es así porque la versión más famosa de la leyenda, La muerte de Arturo, la escribió Thomas Mallory en el siglo XV, y en aquella época no se respetaba el contexto histórico de los relatos, sino que se adaptaba al contexto del momento en que se escribía. Sin embargo, el Arturo histórico (si es que existió) vivió en el comienzo de la Alta Edad Media, aproximadamente entre el último tercio del siglo V y el primero del VI. Y éste era el contexto histórico:

            Inglaterra estaba habitada por los celtas britanos al sur de la isla, y por los pictos y los escotos al norte, en lo que hoy es Escocia. Entre los siglos I adC y I dC, los romanos conquistaron el sur de Inglaterra; es decir, el territorio perteneciente a los celtas britanos. Como los pictos y los escotos eran muy brutos, los romanos no pudieron conquistarles, así que construyeron un muro, el de Adriano, para mantenerlos alejados. Durante la ocupación, los britanos se romanizaron; es decir, adquirieron costumbres romanas, como ocurrió en España, aunque no en igual medida. Y, por supuesto, no podían tener ejércitos, pues ese monopolio pertenecía a las legiones.

            Entonces, de repente, en el año 410, los romanos abandonaron Britania llevándose a las legiones y dejando a los britanos con el culo al aire. Porque desde hacía tiempo, la isla estaba siendo invadida por un constante flujo de colonos sajones. Además, los pictos, los escotos y los piratas irlandeses, que habían sido contenidos por los romanos, ahora se dedicaban a hacer cada vez más incursiones de saqueo. A todo esto, los britanos, antes unidos por la autoridad romana, se habían dividido en varios pequeños reinos que, para colmo, solían guerrear entre sí. Vamos, que a los britanos les estaban cayendo collejas por todas partes.

            Sin entrar en detalles, llegó un momento en que los reinos britanos (o parte de ellos) se unieron militarmente para enfrentarse a los sajones, así que nombraron un dux bellorum, un señor de la guerra, para comandar los ejércitos. Ese personaje, fuera quien fuese, era el Arturo histórico, y propinó una severa derrota a los sajones en la batalla del monte Badon (ocurrida entre 490 y 517, porque las fechas no están nada claras), propiciando un periodo de paz que duró casi 50 años.

            Pero los sajones no paraban de llegar, así que al final acabaron con los britanos, dejándolos miserablemente recluidos en Cornualles y Gales, de modo que la mayor parte de Inglaterra se convirtió en sajona. Sin embargo, donde las dan las toman, como reza el sabio refrán, porque en el siglo XI el duque de Normandía, Guillermo el Conquistador, hizo honor a su apodo conquistando Inglaterra tras la batalla de Hastings (14-10-1066), matando a Haroldo II, el último rey sajón de la isla, y autonombrándose rey el día de Navidad de 1066 en la Abadía de Westminster. La Casa de Normandía reinó en Inglaterra hasta 1154 y luego fue sustituida por los Plantagenet.

            Pues bien, ¿cómo es posible que Arturo (si es que existió), un caudillo britano, es decir, perteneciente a un pueblo derrotado que vivía miserablemente en las zonas más pobres y remotas de la isla, acabara convirtiéndose en el monarca más emblemático de un país gobernado por dinastías que no eran ni celtas ni sajonas? Es más, ¿cómo es posible que Arturo, un señor de la guerra del siglo VI que nunca reinó, se convirtiera en el máximo exponente de monarca ideal? La respuesta está en lo que podríamos llamar el marketing medieval.

            A partir del siglo VI, la literatura oral sobre Arturo era abundantísima, no sólo entre los celtas de Inglaterra (sobre todo en Gales), sino también en el continente, pues a raíz de las invasiones sajonas, muchos britanos emigraron a Francia, a la Bretaña armoricana, llevándose consigo su idioma y sus tradiciones. Por desgracia, no sabemos qué contaban exactamente esas historias, pues los primeros escritos literarios referentes a Arturo son del siglo XI (todos fueron compuestos por bardos galeses).

            En el siglo XII, Geoffrey de Monmouth, un clérigo galés (aunque posiblemente de ascendencia armoricana y normanda) que llegó a ser obispo de Saint Asaph, fue el hombre que creo la forma básica de la leyenda artúrica y el primero en relacionar a Arturo con Merlín. Como he dicho, Geoffrey era natural de Gales, una zona de población celta que era algo así como el culo del mundo, una circunstancia que a nuestro buen clérigo le jodía. Él sabía que los britanos tenían un pasado glorioso (y si no lo sabía, lo imaginaba), de modo que se propuso escribir un libro que lo sacara a la luz: la  Historia Regum Britanniæ, la Historia de los reyes de Britania, que fue compuesto entre 1136 y 1139.

            El libro cuenta la historia de Britania desde el primer asentamiento en la isla –que atribuye a Bruto de Troya, descendiente de Eneas-, hasta la muerte de Cadwallader en el siglo VII (que fue cuando los sajones tomaron definitivamente el control de Inglaterra). Según Geoffrey, su libro es la traducción de un viejo y misterioso manuscrito britano que le había entregado el archidiácono de Oxford, pero era mentira. El clérigo se había basado en muchas fuentes distintas; algunas históricas, pero la mayor parte legendarias, mitológicas o directamente inventadas por él mismo. Como tratado histórico no es nada fiable; aunque cabe señalar que en este libro aparece la versión más antigua conocida de la historia del Rey Lear.

            Pero Geoffrey, aparte de narrar la (supuesta) historia de los monarcas britanos, tenía otro propósito, el fundamental: glosar la figura del personaje más importante de la historia de Britania. Arturo. El guerrero que venció y contuvo a los sajones. El rey que descansa en Avalon y algún día volverá para recuperar la gloria de Britania. Para Geoffrey el asunto era importante, pues hasta entonces Arturo sólo era conocido por los britanos y sus descendientes, ya que sus historias se contaban en lengua celta. De modo que iba a ser la presentación de Arturo al mundo no celta, usando para ello el latín. Y un personaje tan extraordinario como Arturo merecía una presentación extraordinaria. Ahí es donde entra en escena Merlín.

            Pero antes tenemos que hablar de una curiosa tradición galesa de aquellos tiempos: los awennyddion, los profetas galeses. Por lo visto, era de lo más normal en Gales que a cierta gente, de pronto, le llegara una especie de hálito profético (el awen), entrara en trance y soltara un augurio. Esa profecías eran tomadas muy enserio, y no solo por los galeses, sino por todo el mundo, así que solían circular en forma de tradiciones orales, algunas de las cuales fueron puestas por escrito posteriormente. Una de ellas era la llamada Profecía de Britania, escrita en el año 930 (pero basada en tradiciones muy anteriores), una serie de augurios de índole política que vaticinaban la caída de los sajones y el resurgimiento de los britanos.

            El asunto encajaba con el libro que Geoffrey estaba escribiendo, y sobre todo con Arturo, así que decidió usar esa fuente para cimentar la historia del más importante rey britano. Para ello, escogió a uno de los awennyddion que se citaban en la Profecía de Britania, un antiguo profeta llamado Myrddin. ¿Por qué él y no otro? Es difícil determinarlo; quizá porque era el autor de otras muchas profecías que circulaban oralmente, y también porque supuestamente había vivido en el siglo V o el VI; es decir, en época artúrica. Pero existía un problema: Geoffrey estaba escribiendo en latín, y el nombre Myrddin traducido al latín es Merdinus, que inevitablemente evoca a “mierda” en latín (merda). Así que le cambió el nombre y lo llamó Merlín, cuya versión latina, Merlinus, es mucho más elegante (me apresuro a aclarar que esto es absolutamente cierto; no me lo he inventado, aunque lo parezca).

            Geoffrey reunió un buen número de augurios, no pocos ideados por él mismo. Su superior eclesiástico, encantado con ellos, le pidió que los publicara en un libro independiente, cosa que hizo con el nombre de Profecías de Merlín. Este libro tuvo un enorme éxito y fue muy influyente durante al menos los tres siglos posteriores. Más tarde, Geoffrey escribió otro libro sobre el personaje, la Vida de Merlín; pero antes prosiguió con la escritura de su obra magna, la Historia de los reyes de Britania.

            Merlín aparece en el libro al llegar a Vortigern (el rey más odiado de Britania, pues consintió la colonización de los sajones en el siglo V, justo antes de la era artúrica), y es presentado como un niño prodigioso, pues nació de la unión de un demonio y una humana. Merlín asombra a Vortigern y a sus magos por su portentosa sabiduría, y sobre todo por su capacidad profética. Más tarde, ya de adulto, será consejero de Uter Pendragón, y vaticinará en dos ocasiones la llegada de un gran rey: Arturo.

            Finalmente, Merlín interviene en la concepción del futuro rey de la forma en que todos sabemos. Igraine, la esposa de Gorlois, el duque de Cornualles, estaba por lo visto como un queso, y Uter, al verla, se puso berraco y pretendió llevársela al huerto. Igraine huye y se refugia en el castillo de Tintagel, así que Uter sitia la fortaleza con su ejército, pero no consigue conquistarla. Entonces, Uter le pide consejo a Merlín, quien le da una droga que le conferirá la apariencia del marido de Igraine. Uter la toma y, con el aspecto de Gorlois, entra en el castillo, se folla a Igraine y se va. Dejando a Igraine embarazada de un niño que acabará siendo Arturo.

            A partir de ese punto, Merlín desaparece del relato. Ya sé que todos recordamos a Merlín como el preceptor del joven Arturo y su más fiel consejero en Camelot, pero nada de eso aparece en el libro de Geoffrey. Se trata de un desarrollo posterior de la leyenda.

            Cuando Geoffrey cuenta la historia de Arturo no inventa nada nuevo; se limita a reunir todas las tradiciones que circulaban sobre él. De hecho, el suyo es el primer relato escrito que unifica todos los elementos de la leyenda. Aunque sí inventó algo: Merlín. Es decir, existió el profeta galés Myrddin, que quizá vivió en época artúrica; pero ninguna tradición anterior relacionaba a Myrddin con Arturo. Si Arturo existió, nunca hubo un Myrddin/Merlín a su lado. Eso se lo sacó Geoffrey de la manga.

            Por otro lado, el Merlín de Geoffrey no es un mago, sino un  profeta. Vale, eso de conseguir que Uter adoptara la apariencia de Gorlois parece cosa de magia; pero no lo hizo con un hechizo, sino con una droga, lo que para una mentalidad medieval era muy distinto a la magia. Lo que Geoffrey intentaba dejar claro es que Merlín era muy sabio y poseía el don de adivinar el futuro. ¿Para qué? Para utilizar a Merlín como magnificador de la grandeza de Arturo.

            En efecto, Merlín, el mayor sabio de Britania, profetiza el advenimiento de un gran rey y, luego, colabora en su milagrosa concepción. Esos son los antecedentes adecuados para un personaje portentoso. Luego, Geoffrey se dedica a glorificar las hazañas de Arturo, que según su relato llegó a enfrentarse, y vencer, al mismísimo emperador de Roma, y sólo pudo ser derrotado por la traición de su sobrino Mordred.

            La versión de la leyenda artúrica de Geoffrey difiere bastante de la que conocemos. En su texto no se menciona, por ejemplo, la Tabla Redonda, ni el grial, ni a Morgana. Todo eso fueron añadidos posteriores que se reunieron, finalmente, en La muerte de Arturo de Mallory (que es, como dije antes, la versión que todos conocemos). La versión de Geoffrey es más “realista”, con menos magia y prodigios sobrenaturales que la de Mallory. Porque el propósito de Geoffrey no era literario, sino “histórico” (entre comillas): contarle al mundo la historia del mayor rey de todos los tiempos, Arturo. Pero, ¿su único propósito era hablar de la pasada gloria de los britanos y su gran rey? Pues no, había algo más.

            Como sin duda recordáis, Guillermo, el duque de Normandía, conquistó Inglaterra en el siglo XI, instaurando la Casa de Normandía. Así que Guillermo y sus sucesores eran reyes de la isla, pero también duques de Normandía, de modo que le rendían vasallaje al rey de Francia, algo que no les molaba ni un pelo. Digamos que los reyes ingleses eran unos recién llegados a la realeza, en clara inferioridad con los monarcas franceses, que descendían nada más y nada menos que del gran Carlomagno.

            Así que, como los reyes normandos de Inglaterra no tenían ni un Alejandro ni un Carlomagno del que presumir, ¿por qué no inventarse uno? El libro de Geoffrey les vino como anillo al dedo. Poco importaba que el Arturo histórico (si es que existió) no fuese un rey, sino un dux bellorum (en esa época ya sólo se recordaba al Arturo legendario). Y tampoco importaba que Arturo no fuese normando, sino britano, porque su raza y nacionalidad fueron difuminándose en los posteriores desarrollos de la leyenda. Al final sólo quedó que Arturo fue el mayor rey de todos los tiempos y fue un monarca de Inglaterra. Que se jodan los franceses con su insignificante Carlomagno.

            Y la maquinaria del “marketing medieval” se puso en marcha. El libro de Geoffrey se convirtió en un best seller de la época, y la nobleza normanda comenzó a pagar a los poetas para que cantaran las hazañas de Arturo. Y eso ocurría en la isla, pero también en Normandía y en la Bretaña francesa. Apenas un siglo después de la aparición de La historia de los reyes de Britania, la popularidad de Arturo era tal, que en las cortes europeas -incluyendo las españolas- se puso de moda jugar a la Tabla Redonda (una especie de juego de rol avant la lettre en el que los nobles interpretaban los papeles de los distintos caballeros, reservándose el rey, claro, el papel estelar de Arturo).

            Y así fue como un remoto señor de la guerra celta, del que sólo conocemos su sobrenombre Artorius, o Arthús, o Arthur, acabó convirtiéndose en rey más conocido del mundo, en el monarca perfecto. Pero este post iba de Merlín; ¿qué fue de él? Pues que, conforme evolucionaba la leyenda, dejó de ser un profeta y acabó convirtiéndose en el mago más famoso del mundo, y en el único personaje del mito capaz de competir en popularidad con Arturo.

            Merlín nunca existió; ese personaje lo inventó Geoffrey. Pero, como hemos visto, sí que existió un profeta galés llamado Myrddin que no tuvo nada que ver con Arturo (pero sí con la resistencia britana a los sajones). Ahora bien, resulta que no hubo un único Myrddin, sino dos: Myrddin Emrys, también conocido como Lailoken, que vivió en Gales, y otro llamado Myrddin Celedonio, o Silvestre, natural de Escocia. Uno nació en el siglo V y el otro en el VI. Pero ambos eran bardos profetas. Y es muy posible que muchos de los augurios atribuidos a Myrddin no pertenezcan a un solo hombre, sino a diferentes personas que en diferentes tiempos se dedicaban a la profecía y todos se llamaban Myrddin.

            Lo cual significa que Myrddin no es un nombre, sino una especie de título. Pero, ¿qué clase de título? El especialista Geoffrey Ashe propone una hipótesis fascinante. Inglaterra tuvo un dios tutelar que pudo ser incluso anterior a la llegada de los celtas. Ese dios se llamaría Myrddin, y sus principales representantes –aquellos que tuvieran el don de la profecía- serían denominados “Hombres de Myrddin”. De modo que, probablemente, no hubo un Merlín, sino muchos. Qué cosas, ¿verdad?


            Y esto es todo, amigos. Felices vacaciones y hasta septiembre.

            Ciao.


miércoles, julio 17

500




            Nos gustan los números redondos. El nueve o el once son dígitos vulgares, sin interés, como el cuatro, el ocho o el dos; pero el diez, ah amigo, el diez es algo serio, un número a tener en cuenta; la clase de número que, al entrar en una habitación, se convierte automáticamente en el blanco de todas las miradas. El diez no pasa inadvertido, no señor; porque es el más redondo de todos los números redondos. Sin duda, la razón se debe a que en las manos tenemos diez posibilidades distintas de meternos un dedo en la nariz. Si tuviéramos doce, ahora estaríamos hablando de la redondez del doce, pero no es el caso.

            Dada la ilustre esfericidad del diez, sus múltiplos gozan de un amplio reconocimiento general. Por ejemplo, para medir lo más valioso que tenemos, el tiempo, usamos el sistema métrico decimal, y a ciertas cantidades de tiempo les ponemos nombres específicos. Lustro (que es la mitad de diez), década, siglo, milenio, eón (mil millones de años)... todos múltiplos de diez. No cabe duda de que 101 es un número más gordo que 100, y, por tanto, más importante, pero nadie le ha puesto nombre. Podríamos llamarlo, qué sé yo, funfurrio, y diríamos: “Han transcurrido cinco funfurrios (505 años) desde que Miguel Ángel comenzara a pintar la Capilla Sixtina” (dato, por cierto, rigurosamente cierto). Pero no lo hacemos; sólo le prestamos atención a los números redondos. Nos encanta, por ejemplo, el 500, porque es doblemente redondito y grande, pero dentro de todo manejable (por eso el billete más gordo es de quinientos euros).

            Pues bien, queridos merodeadores, os anuncio que ésta es la entrada número 500 del blog. ¡TACHÁN! ¿Qué significa eso? Pues que, calculando una media por entrada de 650 palabras, hasta ahora he escrito en Babel alrededor de 325.000 palabras. ¡La madre que me parió...! He ahí un buen motivo para estar callado el resto de mi vida. Pero no caerá esa breva.

            Vale, medio millar de entradas. Ni se os ocurra felicitarme, porque no creo que haya mucho más mérito en escribir el post 500 que el 499. Y si lo hubiera, entonces tendríais que volver a felicitarme por la entrada 501 y sucesivas; sobre todo por la 505, que es un pentafunfurrio. Absurdo. Sólo si os embelesan los números redondos caeréis en la tentación de celebrarlo.

            Ahora, otra cosa: ¿Os habéis dado cuenta de que estamos en verano? Ya sé que sabéis que estamos en verano, pero ¿os habéis dado cuenta, lo habéis sentido? Los merodeadores más jóvenes seguro que sí, pero ¿y los más vetustos?

            Permitidme que os transcriba un texto de la psicóloga Maria Konnikova: “De niños somos extraordinariamente conscientes de todo lo que nos rodea. Absorbemos y procesamos información a una velocidad que nunca volveremos a alcanzar. Nuevas imágenes, sonidos nuevos, nuevos olores, nuevas personas, emociones nuevas, nuevas experiencias. (...) Todo es nuevo y apasionante, todo alienta nuestra curiosidad. Y la novedad inherente a nuestro entorno hace que siempre estemos alerta y lo captemos todo sin perdernos nada. (...) Pero, a medida que crecemos, la displicencia aumenta de una manera exponencial. Ya estamos de vuelta de casi todo, no hace falta que prestemos atención a casi nada. (...) Antes de que nos demos cuenta, habremos cambiado aquella atención, aquella dedicación y curiosidad innatas, por una colección de hábitos pasivos y mecánicos. (...) Seguimos unas pautas tan arraigadas que nos pasamos buena parte del día en un estado de inconsciencia”.

            Creo que ya hemos hablado de esto en alguna ocasión. Es como si, conforme pasan los años, fuéramos perdiendo poco a poco el sentido del gusto, hasta que al final todo, salvo los platos muy especiados, nos resultara insípido. Cuando era un niño, podía extraerle el goce de la vida a casi cualquier cosa, por pequeña que fuese; pero ahora estoy como dormido, soy un zombi. Porque lo mío es peor. No es ya que trabaje en casa, en mi despacho, sino que donde realmente trabajo es en el interior de mi cráneo. Paso mucho tiempo dentro de mí mismo. Demasiado, quizá.

            Por eso, todos los días me asomo a la ventana y dedico unos minutos a “sentir” lo que me rodea. Hoy me ha acompañado una cigarra que, desde el jardín, se ha tirado toda la tarde cantándole al sol. En realidad es un macho, porque sólo los machos cantan; y no le canta al sol, sino a las hembras (de su especie, se entiende), para atraerlas. Se tira un buen rato cantando, luego para otro rato y vuelta a empezar. Si cada pausa entre serenata y serenata significa que está echando un polvo, esa cigarra es mi ídolo, porque lleva así todo el día. Seguro que el muy cabrón sí que siente el verano.

            Ahora canta. Es un ansioso.

miércoles, julio 10

Ladrones de mentes



            Supongo que uno de los síntomas de hacerse viejo es cuando empiezas a notar que estás rodeado de marcianos. O, mejor dicho, cuando tienes la sensación de que las personas que te rodean se comportan como marcianos. ¿Habéis visto La invasión de los ladrones de cuerpos? Me refiero a la primera, la dirigida por Don Siegel (las otras van de lo mismo, pero prefiero la versión original). La historia transcurre en Santa Mira, un pequeño pueblo de Estados Unidos donde, de repente, algunas personas empiezan a comportarse de forma extraña. En apariencia son las de siempre, pero se comportan con gran frialdad, como si carecieran de sentimientos. En realidad, se trata de una invasión alienígena. Esporas procedentes del espacio se convierten en enormes vainas en cuyo interior crean copias idénticas de los terrestres. Copias que sustituyen a los originales, aunque sin pillarle mucho el punto a eso del trato social.

            Bueno, pues esa es la sensación que tengo: que la gente a mi alrededor está siendo sustituida por alienígenas que se comportan de forma extraña. Y tengo pruebas. Por ejemplo, el otro día estaba en El Corte Inglés y subí en uno de los ascensores. Dentro íbamos una señora de unos 70 tacos, yo y siete personas más. De pronto, la anciana se echó a reír y dijo: “¡Todos están con el teléfono móvil!”. En efecto, siete pasajeros del ascensor estaban inclinados sobre sus móviles, manipulando –tiki-tiki-tiki- el teclado. Tan solo la anciana y yo no lo hacíamos. El hecho de que esos siete pasajeros fueran sensiblemente más jóvenes que la anciana y yo, podría arrojar cierta luz sobre el asunto, pero no solo es una cuestión de edad, sino también de sentido común. El comportamiento de esos siete tipos, visto con frialdad, era cuando menos extravagante.

            Y no se trata de nada inusual, ni mucho menos. Cuando vas por la calle, ves a un montón de gente caminando con el móvil en las manos, hipnotizados por la pantalla. O ves parejas en un restaurante, cada uno con su móvil, sin hablar (a veces me pregunto si no estarán comunicándose a través de WhatsApp). O te sientas a charlar con un amigo que siempre tiene el móvil a mano y no para de consultarlo. Demonios, hasta en mi propia familia ocurre. Mi hijo mayor está siempre con el móvil, a cualquier hora, en cualquier momento, incluyendo las comidas y las cenas. Y mi querida Pepa, siempre pendiente de e-mails de curro cuando estamos de vacaciones.

            ¡Socorro, los alienígenas nos rodean y están robando nuestras mentes!

            Permitidme exponer mi punto de vista. Como aficionado a la ciencia ficción, me fascina la tecnología; pero como romántico desconfío de ella. Por ejemplo, a los dos minutos de probar por primera vez un procesador de textos, supe con absoluta certeza que era la mejor herramienta para escribir jamás inventada, la herramienta que iba a utilizar el resto de mi vida. Sin embargo, añoro el sonido del tabaleo de los tipos contra el papel, y me encantan estéticamente las viejas máquinas de escribir, mientras que los ordenadores, como objetos, me parecen una mierda.

            Cuando los teléfonos móviles comenzaron a generalizarse, desconfié automáticamente de ellos. ¿Un aparato que me permitía estar siempre localizable? Qué intrusivo, cielo santo; yo no quería eso. La mayor parte de las veces lo último que deseo es que me localicen. Así que tardé mucho en tener un móvil; y si lo tuve fue porque Pepa no solo insistió, sino que además me regaló uno, un enorme Motorola con antena que no cabía en ningún bolsillo.

            En fin, no voy a negar las ventajas de la telefonía móvil, así que cuando esos artefactos redujeron su tamaño me acostumbré a llevar siempre uno encima. Ahora tengo un Nokia Lumia 900 (porque me lo han regalado). Pero, ¿es un teléfono? Yo diría que no. Todos los móviles que había tenido hasta ahora partían de una configuración inicial de teléfono, desde la cual se podía acceder a otras prestaciones. Sin embargo, el Lumia parte de una configuración inicial donde se despliegan distintas opciones, una de las cuales es la de teléfono.

            ¿Qué pueden hacer los móviles ahora? Son teléfonos, relojes, despertadores, agendas, gestores de correo electrónico, GPS, consolas de juegos, cámaras fotográficas y de vídeo, grabadoras de sonido, reproductores de música, Office, calculadoras, guías de turismo, calendario, videoteléfonos, terminales de Internet… y un montón de cosas más. Pero, ¿eso es un teléfono? No; es una maravilla, un milagro.

            No obstante, los seres humanos siempre nos las arreglamos para convertir las maravillas en algo que oscila entre lo absurdo, lo patético y lo perverso. Ahí es donde intervienen las redes sociales. Porque, ¿qué creéis que hace todo el mundo tiki-tiki-tiki a todas horas con los puñeteros móviles? Pues, la mayor parte de las veces, andar trasteando por las redes sociales.

            A mí, Facebook siempre me ha parecido un coñazo. Muchas veces me decía a mí mismo que debía meterme ahí, abrir un perfil o lo que sea, porque ahí estaban mis lectores, pero me daba una pereza enorme. Me preguntaba: ¿qué puede hacer Facebook por mí? Y la respuesta era, y es, un enorme NADA. En cuanto a Twitter, me parece una gilipollez cuya magnitud sólo puede medirse en parsecs. De hecho, me saca de quicio cuando en los informativos de la radio se menciona Twitter como fuente de opinión, como si esas opiniones no fueran más que las creadas y dirigidas por un amorfo grupo de frikis pirados que harían mucho mejor buscándose una novia e intentando echar un polvo, que perdiendo el tiempo todo el día en Internet. (NOTA: Aclaro, porque un merodeador así me lo ha hecho ver, que no me refiero a todos los usuarios de Twitter, sino sólo a aquellos que dedican muchas horas de su vida a controlar e influir en el tráfico de twitts, sea por intereses político/socio/comerciales, o porque son unos frikis pirados).

            Tuve la maldita idea de meterme en Linkedin, porque mi sobrina me mandó un mensaje invitándome a enlazarme con ella. Acepté y ahora no paran de llegarme mensajes de absolutos desconocidos que, o bien actualizan sus perfiles, o bien quieren incorporarme a su lista de contactos, no sé yo muy bien para qué. Un día de estos tengo que darme de baja.

            No penséis que soy tecnófobo; a fin de cuentas, ahora mismo estáis en mi blog. Porque un blog hace algo por mí, cumple una función. Pero las redes sociales son una aburrida pérdida de tiempo. Ah, claro, pero es que los blogs ya no están de moda… Pues cojonudo, porque eso de las modas me parece pura esclavitud; hacer algo porque lo hace todo el mundo, y porque si no lo haces estás fuera, no formas parte de la panda.

            ¿Qué sube la gente a Facebook, qué twitea, qué mensajes se manda? En el 90 % de las ocasiones, chorradas. ¿Cuántas llamadas telefónicas son innecesarias? La inmensa mayoría. ¿Cuántos e-mails se envían sencillamente porque es gratis enviarlos? Innumerables. ¿Por qué quiere la gente estar constantemente conectada, tener miles de amigos virtuales? ¿Acaso creen que así van a aplacar la soledad de sus corazones? ¿Confían en que sumándose a una red de comunicaciones digitales van a conseguir, por fin, formar parte de algo? ¿O es puro aturdimiento, la repetición mecánica de una tendencia social?

            O son los aliens, claro; que nos roban, no los cuerpos, sino las mentes, y no adoptando forma de vainas, sino de teléfonos móviles. Esos artefactos cambian a las personas, les roban el alma y la identidad. Porque estar todo el día tiki-tiki-tiki con el móvil es lo mismo que no estar. Es no ver el paisaje que te rodea, no disfrutar de la persona que tienes a tu lado, no sentir la vida.

            A veces pienso que la mayoría de las personas tenemos vidas tan vacías que necesitamos llenarlas con cualquier cosa; con twitts estúpidos y mensajes inútiles, con amigos virtuales que ni siquiera conoces, con información superficial, intrascendente o falsa, con videos gilipollas en YouTube, con gatitos digitales y toda esa morralla.

            Aunque, claro, también puede ser que ya nos hayamos convertido en marcianos.

           

lunes, julio 1

I am lovely


 
Una amabilísima merodeadora, Begoña, ha tenido el detalle de otorgarle, en su bitácora Días de lluvia, el premio One Lovely Blog a La Fraternidad de Babel. Muchas gracias, Begoña; eres un encanto.

            Begoña aduce que una de las razones para elegir mi blog es “por su sinceridad descarnada”. Me ha sorprendido un poco esta afirmación. ¿Soy descarnadamente sincero? ¿Soy, tan siquiera, sincero a secas? De hecho, ¿hay alguien que siempre sea sincero? Como decía mi admirado Gregory House: “Todo el mundo miente”. Es más, mostradme a alguien absolutamente sincero y yo veré a un maleducado.

            La mentira forma parte de nuestra naturaleza. Mentimos por cortesía, como por ejemplo cuando le decimos a nuestra vecina que está guapísima, aunque en realidad nos recuerde mucho a una cabra. Mentimos por comodidad, por interés, por miedo, por compasión, por esnobismo, por diversión, por aburrimiento, por reflejo, por dinero, porque sí… Coño, pero si incluso nos mentimos a nosotros mismos, porque seríamos incapaces de aceptar lo que realmente somos. Volviendo al doctor House: ¿Por qué miente la gente? Porque funciona. Así que, en definitiva, ahí reside el quid de la cuestión: la mentira es una herramienta. Y no solo eso, sino además una herramienta multiusos, como las navajas suizas, porque vale para muchas cosas distintas. Así pues, ¿yo miento? Pues claro, como todo el mundo.

            No obstante, reconozco que aquí, en Babel, quizá sea donde más sincero me muestro. No del todo, por supuesto, entre otras cosas porque yo elijo los temas sobre los que sincerarme (sobre esto sí, sobre esto otro no). Es decir, muestro una parte de mí mismo, pero oculto otras. Además, juego en terreno favorable, porque en un blog el medio de expresión es la palabra escrita. Que es mi especialidad. Lo cual me permite manipular.

            Pondré un ejemplo. Cuando Begoña habla de sinceridad descaranada, probablemente se refiere a los post que he publicado sobre mi familia; sobre todo a los dedicados a mi hermano Eduardo, donde realicé una especie de strip-tease emocional. Recuerdo que redacté esas entradas sin ningún plan, escribiendo deprisa, sin meditarlo mucho, según me venían los recuerdos a la cabeza.

            Pues bien, al cabo de un tiempo de acabar, releí la serie de entradas… y me quedé de piedra. Porque me di cuenta de que, sin proponérmelo, las había escrito utilizando técnicas narrativas. Comenzaba por el final (un suicidio) para captar la atención del lector; adelantaba información, ocultaba otra, iba hacia delante y hacia atrás en el tiempo… Es decir, había empleado los mismos trucos que habitualmente uso para escribir ficción.

            Pero yo no pretendía eso; mi intención era escribir un relato sincero sobre la vida y la muerte de mi hermano. Sin embargo, mi conocimiento de las técnicas narrativas actuó automáticamente, haciéndome llevar el relato por donde yo quería. O sea: manipulando al lector.

            ¿Eso es engañar? Porque lo que yo contaba era verdad, mi verdad al menos. Pero era una verdad articulada a mi manera, una verdad presentada y expuesta de la forma que yo quería. Ahora bien, ¿no es eso lo que hacemos todos? Cuando somos sinceros, articulamos la verdad desde nuestro personal punto de vista. Pero también es cierto que no todos saben manejar las palabras con igual destreza… A fin de cuentas, soy escritor; estoy acostumbrado a trabajar con ficciones, con engaños. Aunque, ¿acaso la literatura no consiste en decir verdades contando mentiras?

            Bueno, pajas mentales aparte, en Babel procuro ser lo más sincero posible. Entre otras cosas, porque no le veo sentido a llevar una especie de diario (eso es en definitiva un blog, ¿no?) para mentir. Lo que más me gusta de la bitácora es poder hablar sobre cosas que me interesan, pero que no tienen cabida en ningún otro lugar. ¿En que otro sitio podría confesar que amo a King Kong tanto como a Betty Page? De modo que sí, creo que soy razonablemente sincero en Babel.

            Volviendo al principio, el premio que tan amablemente me ha otorgado Begoña lleva consigo dos obligaciones: Otorgarle yo el premio a otros once blogs y responder a un cuestionario. Respecto a lo primero, lamento no poder cumplir con mi deber. Por la sencilla razón de que no sigo once blogs. Es decir, sí, podría mencionar once blogs; pero repetiría varios que ya he citado en otras ocasiones y el resto serían bastante arbitrarios. Además, no sé por qué, la mayor parte de las veces que me pongo a seguir una bitácora, ésta se actualiza cada vez más de tarde en tarde, o directamente desaparece. Creo que soy gafe para los blogs. Soy un blogafe.

            Pero el cuestionario sí que puedo responderlo:

1 ¿Qué valoras más del mundo de Internet?
Pues, dejando la pornografía aparte (es broma) (¿lo es?), lo que más valoro es la milagrosa facilidad para obtener información. Y los blogs, claro. Las redes sociales, sin embargo, me aburren.

2 ¿Qué defectos le encuentras?
La dificultad para obtener información fiable. Y las diversas y muy variadas formas de delincuencia y deshonestidad digital.

3 ¿Qué temas te interesan más?
Todo lo inútil; como por ejemplo la literatura, el cine o el cómic. En general, la cultura popular.

4 ¿Por qué decidiste abrir un blog?
Fue impulsivo e impremeditado. Un caso claro de procrastinación. Una tarde, estaba en mi despacho trabajando cuando me llegó un e-mail de Care Santos invitándome a conocer su nuevo blog. Entré en él y, tras leerlo, también entré en Blogger. Y así, a lo tonto, por perder el tiempo, por procrastinar, comencé a crear un blog. Una vez terminado, sin pensarlo mucho, lo activé y… hasta hoy.

5 ¿Cuándo lo actualizas?
Cada semana, más o menos.

6 ¿ En algún momento te planteaste cerrarlo?
Muchas veces; sobre todo al principio.

7 ¿Qué te impulsó a seguir escribiendo en él?
Entender para qué quería un blog. Lo había creado sin ningún propósito concreto; cuando encontré ese propósito, el blog se consolidó.

8 ¿Crees que un blog es...?
Un punto de encuentro, una luz en la oscuridad, una tertulia de café.

9 ¿ Qué proyectos de futuro esperas incluir en él?
¿"Proyectos de futuro"? ¿Eso qué es? No tengo proyectos, lo normal es que vaya improvisando. No obstante, hay dos promesas que quiero cumplir. Continuar una entrada sobre Stonehenge que dejé interrumpida hace años. Y volver a hablar sobre alguno de los aspectos de la leyenda artúrica, algo que probablemente haga en el siguiente post.

10 ¿Sientes que tú lo escribes o que se va escribiendo solo?
Lo escribo yo; vaya si lo escribo yo. Nada se escribe solo. Salvo los comentarios de los merodeadores, claro.

11 ¿Qué te gustaría que los demás encontrasen al entrar en él?
Un lugar confortable donde poder charlar tranquilamente sobre temas que, por lo general, no le interesan a nadie.