Queridísimos hermanos, hijos e hijas de Babel: hacía mucho tiempo que no proyectaba sobre vosotros la luz del conocimiento inútil, así que aquí estoy, presto a daros esos sabios consejos que apaciguarán la inquietud de vuestras almas y amainarán las tormentas que azotan las atribuladas costas de vuestras conciencias (joder, qué retórico se ha puesto el frater).
Andaba yo el otro día peregrinando por la sección de librería del Hipercor...
Interludio: Vivo pegadito a Pozuelo de Alarcón, que es el primer o segundo municipio con mayor renta per cápita de España. Es decir, la gente que vive por los alrededores es gente pudiente, gente que ha tenido acceso a estudios universitarios y múltiple información, gente con las puertas del mundo cultural abiertas de par en par. Por tanto, sería lógico suponer que la zona está llena de, por ejemplo, excelentes librerías. ¡Y una mierda! Hay poquísimas librerías, y las pocas que hay son enanas. De hecho, la del Hipercor es la mejor librería de todo el municipio. Qué poco interés por la cultura hay en este país, señor, señor...
Ritorno: Andaba yo el otro día peregrinando por la sección de librería del Hipercor, cuando vi dos reediciones que me llamaron la atención. La primera es La sanción de loo (Entrelibros 2006), de Trevanian, cuya aparición original se remonta a 1973. Se trata de una novela de espionaje... ¿Recordáis ese género, queridos hijos? El final de la Guerra Fría se lo llevó por delante y hoy casi no se escriben historias de espías, pero entre los años 50 y 80 del siglo pasado se convirtió un género extremadamente popular. Y uno de sus mejores autores fue Trevanian, seudónimo tras el que se ocultaba un misterioso escritor anglosajón cuya auténtica identidad nunca ha sido oficialmente revelada. No obstante, parece ser que tras ese nom de plume se encuentra Rodney Whitaker, un escritor nacido en 1931 en Nueva York, según unos, o en 1925 en Tokyo, según otros. Todos se muestran de acuerdo, en cualquier caso, en que murió en diciembre del año pasado.
La sanción de loo es, junto con La sanción de Eiger (que fue llevada al cine por Clint Eastwood en 1975), una de las dos novelas protagonizadas por Jonahtan Hemlock, un asesino a sueldo de los servicios secretos (la palabra “sanción” del título significa en realidad “asesinato”). De entrada os diré, queridos feligreses, que se trata de una novela muy, pero que muy divertida. Y muy siniestra. Porque una de las características de Trevanian, aparte de su estilo crudo y descarnado, es añadir a la novela de espionaje un ambiente oscuro, opresivo, casi gótico; en cierto modo próximo al género de terror. Prueba de esto es el horrible asesinato que aparece descrito al comienzo mismo de la novela, una de las muertes más desagradables que he leído jamás.
Otras obras muy recomendables de Trevanian, aparte de las dos “sanciones”, son Shibumi y la excelente novela policíaca El Main. Todas ellas, al parecer, serán publicadas por Entrelibros. NOTA: en Internet descubro que La sanción de Eiger también está reeditada por la citada editorial. Yo no la he visto en las librerías, pero como vivo en una zona de exclusión cultural... En cualquier caso, ambos títulos son muy recomendables para el verano, aunque personalmente me gustó más La sanción de loo. Es más siniestra y me recuerda a los entrañables castigos del infierno.
La segunda reedición, oh amados parroquianos, es Armas, gérmenes y acero (Debate 2006), de Jared Diamond, un ensayo que ganó merecidamente el Premio Pulitzer. En su obra, el profesor Diamond explica con precisión, abundancia de datos y claridad por qué la civilización ha florecido en determinados lugares de la Tierra y en otros no. Os doy mi sacerdotal palabra, hijos adorados, de que, pese a su abultado tamaño, se trata de un texto apasionante y sumamente revelador. Sólo os digo una cosa: debéis leerlo. No os lo recomiendo, os lo impongo. Leedlo. Porque podéis estar seguros de que vuestra concepción del mundo, de la sociedad, de las razas, de la evolución humana y del progreso cultural cambiará radicalmente. No podéis dejar de leerlo, en serio...
Y ya está, tiernos corderos de la Arcadia; estos son mis consejos de hoy. Buenas y edificantes lecturas para la temporada estival. Ahora, abandonad el templo, no sin antes depositar unas monedas en el cepillo de San Dimas.
Podéis ir en paz.
Pensamiento del día: los libros demuestran que la metempsicosis es una realidad, pues, al igual que las almas transmigran de un cuerpo a otro, los textos transmigran de edición en reedición, perpetuándose en un rosario de portadas distintas. Los libros buenos acaban eternizándose en múltiples ediciones de bolsillo –o de lujo, si han alcanzado la santidad-, mientras que los libros malos acaban en el infierno de los saldos. ¿Y dónde está el purgatorio? El purgatorio, amados cofrades, lo encontraréis en mi biblioteca particular.
martes, mayo 30
jueves, mayo 25
Sobre la memoria y otras mentiras
Estoy leyendo un libro muy interesante; se llama Por qué el tiempo vuela cuando nos hacemos mayores (Alianza, 2006) y su autor es el profesor holandés de Historia de la Psicología Douwe Draaisma. El texto trata sobre la memoria; mejor dicho, sobre la llamada “memoria autobiográfica”, que es la parte de la memoria donde almacenamos las vicisitudes de nuestra vida. Escrito en un lenguaje asequible para el profano –se trata de un libro de divulgación-, el profesor Draaisma plantea preguntas aparentemente muy sencillas, pero cuyas respuestas resultan extraordinariamente complejas, si es que tienen respuesta.
Por ejemplo, la llamada “amnesia infantil”. ¿Cuál es el recuerdo más antiguo que podéis evocar? En el 99’9 % de los casos, se tratará de un recuerdo correspondiente a la época en que teníais entre tres y cuatro años. De hecho, poquísima gente recuerda algún suceso anterior a los tres años de edad. ¿Por qué? A fin de cuentas, desde que nacemos –y probablemente aún antes de nacer-, nuestro cerebro va almacenando datos en el archivo de la memoria, pues en eso consiste el proceso de aprendizaje. Pero esos datos, por algún motivo, no son autobiográficos. ¿Cuál es la causa de esa amnesia que deja en la oscuridad a nuestra primera infancia? Hay muchas teorías y ninguna respuesta cierta, pero resulta revelador que nuestros primeros recuerdos correspondan a la época en que desarrollamos el lenguaje. Según el profesor Draaisma, hasta que aprendemos a hablar no adquirimos un concepto básico para el recuerdo: el del tiempo, la idea de “pasado”. La mente de un niño de un año de edad vive en un continuo presente en el que sólo existe el ahora, sin la menor conciencia de un antes y un después. Sólo cuando adquirimos el lenguaje, y descubrimos los distintos tiempos verbales, podemos ordenar la realidad según esquemas temporales, lo cual permite a nuestro cerebro el correcto almacenamiento de la “memoria autobiográfica”. Pero sólo es una teoría, claro.
Otra cuestión que trata el libro es el llamado “síndrome de Proust”. Ya sabéis, al principio de En busca del tiempo perdido, Marcel Proust cuenta cómo al mojar un bollo en te y comerlo, evoca de repente recuerdos lejanos de su infancia. Lo cierto es que eso es un fenómeno universal: los olores tienen un inmenso poder evocador. ¿He dicho “olores”? ¿Pero no era el sabor lo que disparó la memoria de Proust? Bueno, el caso es que nuestra paleta de sabores es muy restringida: sólo manejamos cuatro. Sin embargo, los olores son infinitamente más variados. Cuando comemos, lo que llamamos “sabor” es fundamentalmente “olor”; por eso, cuando estamos acatarrados y se nos tapa la nariz, la comida parece no “saber” a nada. Pero claro que sabe: dulce, salado, ácido o amargo, eso lo percibimos con o sin catarro. El resto son olores.
El caso es que los olores pueden evocarnos de forma instantánea recuerdos que teníamos perdidos. ¿Por qué? De nuevo no hay una respuesta concreta; lo cierto es que el olfato, que es un sentido “viejo”, actúa de forma algo distinta a los demás sentidos. Los bulbos olfativos, a diferencia de los otros receptores sensoriales, tienen conexiones directas con las zonas más profundas y primitivas del cerebro; en concreto, con el sistema límbico y, muy en particular, con el hipocampo, un órgano esencial para el almacenamiento de los recuerdos. Además, esas conexiones apenas se ramifican hacia el neocórtex, donde residen los centros de la inteligencia, la conciencia y el lenguaje. Por eso hay tan pocas palabras para definir los olores; si os paráis a pensarlo, nos referimos a los olores atendiendo a su procedencia, no a su naturaleza. Decimos “huele a mierda”, o “huele a humedad”, o “huele a rosas”, pero apenas disponemos de adjetivos y nombres específicos para el olor. Quizá eso se deba a que, en nuestro cerebro, la zona del lenguaje y la de los olores apenas están conectadas.
En cualquier caso, resulta evidente que los olores poseen la capacidad de despertar recuerdos dormidos. Algunos afirman que el olfato evoca precisamente los recuerdos más antiguos, aunque otros muchos investigadores no están de acuerdo. En mi caso, los olores sí que suelen hacerme viajar a tiempos muy remotos. Al oler, por ejemplo, ciertos plásticos, ciertos barnices, o a naftalina, o a madera recién cortada, o a Ozono Pino, mi mente se ve instantáneamente catapultada a la infancia. Pero ocurre algo más, algo sorprendente y extraño: no sólo evoco imágenes o sonidos, sino también, y con gran intensidad, sensaciones.
¿A qué me refiero con “sensaciones”? Es difícil de explicar. No se trata de emociones, aunque también, sino del “tono vital” que experimentaba en aquel momento. Antes, “sentía” la vida de una forma distinta a como la siento ahora. De hecho, mi forma de “sentir” la realidad ha ido variando a lo largo del tiempo y supongo que lo seguirá haciendo hasta que estire la pata. ¿Cómo son esas diferentes formas de “sentir” el mundo? Ahí está el problema: no hay palabras para describirlas. Quizá, al igual que ocurre con los olores, esa “sensación de fondo” es límbica y, por tanto, pre-lingüística. Lo cual significa que no puede compartirse. Y es una verdadera pena, porque ese sentimiento, como demuestra el síndrome de Proust, está íntimamente asociado a nuestros recuerdos autobiográficos, forma parte de nosotros, es algo muy valioso... pero no podemos expresarlo.
Creo que Marcel Proust, al escribir En busca del tiempo perdido, afrontó la titánica tarea de expresar verbalmente esos “sentimientos de fondo”. Si recordamos el comienzo de su obra, precisamente el momento en que engulle la dichosa magdalena, lo que Proust evoca no es un recuerdo en forma de imagen o sonido, sino una sensación.
“...me llevé a los labios una cucharada de té en el que había echado un trozo de magdalena. Pero en el mismo instante en que aquel trago, con las migas de bollo, tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo extraordinario que ocurría en mi interior. Un placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de lo que lo causaba”.
Sólo mucho después, tras denodados esfuerzos, el narrador logra evocar el momento de su infancia en que probó por primera vez aquel sabor, lo que da paso a ese inmenso alarde descriptivo de toda una época. Pero, como decía antes, no creo que el propósito de Proust fuera tanto relatar su mundo como transmitir las “sensaciones” de ese mundo. De ahí su obsesión por describir minuciosamente los más pequeños detalles, pues es en esos detalles donde anidan las “impresiones” que él pretendía comunicar. Desgraciadamente, nosotros sólo podemos apreciar la carga estética de sus descripciones, pero apenas, y sólo de forma muy indirecta, su carga emocional. Proust construyó una catedral de palabras para expresar verbalmente lo que no puede expresarse verbalmente. Y, en gran medida, fracasó; aunque el suyo fue un fracaso sublime. El problema es que hay sentimientos que sólo tienen significado en nuestro interior. Fuera, no son nada.
Supongo que ése es uno de los muchos aspectos que adopta la soledad.
Por ejemplo, la llamada “amnesia infantil”. ¿Cuál es el recuerdo más antiguo que podéis evocar? En el 99’9 % de los casos, se tratará de un recuerdo correspondiente a la época en que teníais entre tres y cuatro años. De hecho, poquísima gente recuerda algún suceso anterior a los tres años de edad. ¿Por qué? A fin de cuentas, desde que nacemos –y probablemente aún antes de nacer-, nuestro cerebro va almacenando datos en el archivo de la memoria, pues en eso consiste el proceso de aprendizaje. Pero esos datos, por algún motivo, no son autobiográficos. ¿Cuál es la causa de esa amnesia que deja en la oscuridad a nuestra primera infancia? Hay muchas teorías y ninguna respuesta cierta, pero resulta revelador que nuestros primeros recuerdos correspondan a la época en que desarrollamos el lenguaje. Según el profesor Draaisma, hasta que aprendemos a hablar no adquirimos un concepto básico para el recuerdo: el del tiempo, la idea de “pasado”. La mente de un niño de un año de edad vive en un continuo presente en el que sólo existe el ahora, sin la menor conciencia de un antes y un después. Sólo cuando adquirimos el lenguaje, y descubrimos los distintos tiempos verbales, podemos ordenar la realidad según esquemas temporales, lo cual permite a nuestro cerebro el correcto almacenamiento de la “memoria autobiográfica”. Pero sólo es una teoría, claro.
Otra cuestión que trata el libro es el llamado “síndrome de Proust”. Ya sabéis, al principio de En busca del tiempo perdido, Marcel Proust cuenta cómo al mojar un bollo en te y comerlo, evoca de repente recuerdos lejanos de su infancia. Lo cierto es que eso es un fenómeno universal: los olores tienen un inmenso poder evocador. ¿He dicho “olores”? ¿Pero no era el sabor lo que disparó la memoria de Proust? Bueno, el caso es que nuestra paleta de sabores es muy restringida: sólo manejamos cuatro. Sin embargo, los olores son infinitamente más variados. Cuando comemos, lo que llamamos “sabor” es fundamentalmente “olor”; por eso, cuando estamos acatarrados y se nos tapa la nariz, la comida parece no “saber” a nada. Pero claro que sabe: dulce, salado, ácido o amargo, eso lo percibimos con o sin catarro. El resto son olores.
El caso es que los olores pueden evocarnos de forma instantánea recuerdos que teníamos perdidos. ¿Por qué? De nuevo no hay una respuesta concreta; lo cierto es que el olfato, que es un sentido “viejo”, actúa de forma algo distinta a los demás sentidos. Los bulbos olfativos, a diferencia de los otros receptores sensoriales, tienen conexiones directas con las zonas más profundas y primitivas del cerebro; en concreto, con el sistema límbico y, muy en particular, con el hipocampo, un órgano esencial para el almacenamiento de los recuerdos. Además, esas conexiones apenas se ramifican hacia el neocórtex, donde residen los centros de la inteligencia, la conciencia y el lenguaje. Por eso hay tan pocas palabras para definir los olores; si os paráis a pensarlo, nos referimos a los olores atendiendo a su procedencia, no a su naturaleza. Decimos “huele a mierda”, o “huele a humedad”, o “huele a rosas”, pero apenas disponemos de adjetivos y nombres específicos para el olor. Quizá eso se deba a que, en nuestro cerebro, la zona del lenguaje y la de los olores apenas están conectadas.
En cualquier caso, resulta evidente que los olores poseen la capacidad de despertar recuerdos dormidos. Algunos afirman que el olfato evoca precisamente los recuerdos más antiguos, aunque otros muchos investigadores no están de acuerdo. En mi caso, los olores sí que suelen hacerme viajar a tiempos muy remotos. Al oler, por ejemplo, ciertos plásticos, ciertos barnices, o a naftalina, o a madera recién cortada, o a Ozono Pino, mi mente se ve instantáneamente catapultada a la infancia. Pero ocurre algo más, algo sorprendente y extraño: no sólo evoco imágenes o sonidos, sino también, y con gran intensidad, sensaciones.
¿A qué me refiero con “sensaciones”? Es difícil de explicar. No se trata de emociones, aunque también, sino del “tono vital” que experimentaba en aquel momento. Antes, “sentía” la vida de una forma distinta a como la siento ahora. De hecho, mi forma de “sentir” la realidad ha ido variando a lo largo del tiempo y supongo que lo seguirá haciendo hasta que estire la pata. ¿Cómo son esas diferentes formas de “sentir” el mundo? Ahí está el problema: no hay palabras para describirlas. Quizá, al igual que ocurre con los olores, esa “sensación de fondo” es límbica y, por tanto, pre-lingüística. Lo cual significa que no puede compartirse. Y es una verdadera pena, porque ese sentimiento, como demuestra el síndrome de Proust, está íntimamente asociado a nuestros recuerdos autobiográficos, forma parte de nosotros, es algo muy valioso... pero no podemos expresarlo.
Creo que Marcel Proust, al escribir En busca del tiempo perdido, afrontó la titánica tarea de expresar verbalmente esos “sentimientos de fondo”. Si recordamos el comienzo de su obra, precisamente el momento en que engulle la dichosa magdalena, lo que Proust evoca no es un recuerdo en forma de imagen o sonido, sino una sensación.
“...me llevé a los labios una cucharada de té en el que había echado un trozo de magdalena. Pero en el mismo instante en que aquel trago, con las migas de bollo, tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo extraordinario que ocurría en mi interior. Un placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de lo que lo causaba”.
Sólo mucho después, tras denodados esfuerzos, el narrador logra evocar el momento de su infancia en que probó por primera vez aquel sabor, lo que da paso a ese inmenso alarde descriptivo de toda una época. Pero, como decía antes, no creo que el propósito de Proust fuera tanto relatar su mundo como transmitir las “sensaciones” de ese mundo. De ahí su obsesión por describir minuciosamente los más pequeños detalles, pues es en esos detalles donde anidan las “impresiones” que él pretendía comunicar. Desgraciadamente, nosotros sólo podemos apreciar la carga estética de sus descripciones, pero apenas, y sólo de forma muy indirecta, su carga emocional. Proust construyó una catedral de palabras para expresar verbalmente lo que no puede expresarse verbalmente. Y, en gran medida, fracasó; aunque el suyo fue un fracaso sublime. El problema es que hay sentimientos que sólo tienen significado en nuestro interior. Fuera, no son nada.
Supongo que ése es uno de los muchos aspectos que adopta la soledad.
lunes, mayo 22
Valdeavellano de Tera
El pasado sábado participé en la I Jornada de Literatura y Cine de Ciencia Ficción que se celebró en Valdeavellano de Tera, un pequeño pueblo de Soria. El acto, coordinado por Julián Díez e impulsado por Jesús Gómez Tierno, alcalde de Valdeavellano, resultó francamente agradable. Julián dio una interesante charla acerca de la ciencia ficción española y, a continuación, hubo un debate sobre la actual vigencia del género en el que participaron Julián, Juan Miguel Aguilera, Eduardo Vaquerizo y éste vuestro seguro servidor. Luego se proyectó el Solaris de Soderbergh y enhebramos un nuevo debate que fue el preámbulo de una excelente cena a la que asistió el alcalde, nosotros y un grupo de amigos entre los que se contaba algún que otro merodeador de este blog.
Todo salió de maravilla, pero no pude evitar sentirme sorprendido en todo momento. Porque, vamos a ver, ¿qué esperaríais vosotros de un remoto pueblo soriano de 250 habitantes? Lo mismo que yo: rusticidad en estado puro. Bueno, pues nada más lejos de la realidad. El acto se celebró en Espacio Valdeavellano (http://www.espaciovaldeavellano.org/), una casa de la cultura que para sí quisieran muchos barrios de Madrid. Instalado en un antiguo cuartel de la Guardia Civil reconvertido con verdadero gusto, Espacio Valdeavellano cuenta con un amplio, moderno y bonito salón de actos, así como con varias aulas, biblioteca y servicios de Internet y videoconferencia. Por lo demás, el pueblo es una preciosidad y está situado en el corazón de un valle maravilloso que sólo es un anticipo de las bellezas naturales que se encuentran un poco más allá, en dirección a la famosa Laguna Negra. Pero lo mejor es su gente; todo el mundo fue increíblemente amable con nosotros, desde Jesús Gómez, un alcalde emprendedor y modélico, hasta el tabernero que tuvo la amabilidad de invitarnos a unas copas el sábado por la noche. Una gente fantástica, en serio.
Ah, y tienen un chorizo de quitar el hipo.
Así que no dejéis de visitar Valdeavellano de Tera (http://www.valdeavellanodetera.org/); con jornadas o sin jornadas literarias, es un lugar que vale la pena conocer.
Todo salió de maravilla, pero no pude evitar sentirme sorprendido en todo momento. Porque, vamos a ver, ¿qué esperaríais vosotros de un remoto pueblo soriano de 250 habitantes? Lo mismo que yo: rusticidad en estado puro. Bueno, pues nada más lejos de la realidad. El acto se celebró en Espacio Valdeavellano (http://www.espaciovaldeavellano.org/), una casa de la cultura que para sí quisieran muchos barrios de Madrid. Instalado en un antiguo cuartel de la Guardia Civil reconvertido con verdadero gusto, Espacio Valdeavellano cuenta con un amplio, moderno y bonito salón de actos, así como con varias aulas, biblioteca y servicios de Internet y videoconferencia. Por lo demás, el pueblo es una preciosidad y está situado en el corazón de un valle maravilloso que sólo es un anticipo de las bellezas naturales que se encuentran un poco más allá, en dirección a la famosa Laguna Negra. Pero lo mejor es su gente; todo el mundo fue increíblemente amable con nosotros, desde Jesús Gómez, un alcalde emprendedor y modélico, hasta el tabernero que tuvo la amabilidad de invitarnos a unas copas el sábado por la noche. Una gente fantástica, en serio.
Ah, y tienen un chorizo de quitar el hipo.
Así que no dejéis de visitar Valdeavellano de Tera (http://www.valdeavellanodetera.org/); con jornadas o sin jornadas literarias, es un lugar que vale la pena conocer.
martes, mayo 16
Paganismo literario
Hace poco, con motivo de la crítica de cierta novela de José Carlos Somoza aparecida en un blog cuyo nombre no recuerdo, un lector a quien llamaremos “Equis” escribió el siguiente comentario:
“De Somoza he leído "La caverna de las ideas". El tema me pareció muy original. Pero desde luego no se puede decir que Somoza sea ningún genio. Su escritura es facilita, muy sencilla, propia del género que trabaja. Supongo que para el pésimo nivel de lectura de este país, está bien. Pero un lector serio pedirá más”.
Ante todo, dejemos muy claro que Equis es libre de opinar lo que le venga en gana de Somoza y de sus relatos. Por otro lado, tampoco pretendo discutir si “La caverna de las ideas” es una novela buena, mala o regular. Eso, ahora, da igual. Lo que me gustaría es analizar los comentarios de Equis, porque creo que son un buen ejemplo de cierto estado de cosas. Veamos:
1. “El tema (de La caverna de las ideas) me pareció muy original”. El tema; es decir, el argumento. Bueno, algo se salva de la quema, aunque... la verdad es que no estoy de acuerdo. El argumento de esa novela, si lo resumimos, no es más que otra historia de crímenes y detectives en la antigüedad. Lo que resulta radicalmente original es el tratamiento; es decir, la forma narrativa que el autor emplea para escribir la novela. De hecho, la crítica en cuestión hacía mucho énfasis en la calidad de Somoza como narrador. Pero Equis pasa por encima de ello sin siquiera mencionarlo, aunque cabe la posibilidad de que cuando dice “tema” se esté refiriendo en realidad a “tratamiento”. No lo sé.
2. “Pero desde luego no se puede decir que Somoza sea ningún genio”. En efecto, no creo que Somoza sea un genio. ¿Debería serlo? ¿Un escritor tiene que ser genial para merecer ser leído? En tal caso, qué poquitos escritores habría y qué poco leeríamos... A un escritor podemos exigirle que sea razonablemente inteligente, pues, a fin de cuentas, leer un libro es meterse en la mente de otra persona, y entrar en la cocorota de un capullo da así como grimita, pero tampoco es cuestión de elevar nuestra exigencia hasta el nivel de la genialidad.
Esto me recuerda cierta creencia muy arraigada en el universo literario patrio: un buen escritor ha de ser un sabio. ¿Por qué? Un buen escritor ha de ser un buen narrador y/o un buen estilista y/o un buen esteta, pero ¿un sabio? Entendedme: si lo es, cojonudo, pero no creo que se trate de una condición necesaria ni suficiente para ser un buen escritor. Puede que esa entelequia de “la sabiduría del literato” provenga de la tendencia de ciertos “novelistas cultos” españoles que se han deslizado de la narrativa (contar una historia) hacia el discurso (filosofar). En efecto, si te da por filosofar, más vale que seas algo sabio, porque en caso contrario te conviertes en un plasta aquejado de incontinencia verbal. Que es lo que, por desgracia, sucede la mayor parte de las veces.
3. “Su escritura es facilita, muy sencilla...”. Esto, en su contexto, y teniendo en cuenta el diminutivo empleado, está expresado con evidente tono despectivo. De ello se desprende que una escritura –una prosa- para poseer calidad debe ser “complicadita, muy difícil”... Qué raro, ¿no? Vamos a ver; hay muchas clases de prosa, pero podemos arbitrariamente dividirlas en dos categorías: a) prosa sintácticamente barroca, y b) prosa sintácticamente sencilla. En el primer caso –cuyo paradigma es Faulkner-, el autor decide complicar la sintaxis de sus frases introduciendo en ellas multitud de subordinadas. Esto, claro, dificulta la lectura, pues exige un gran nivel de atención por parte del lector, que puede perderse al menor descuido. Pero esa complicación, tan arbitraria como cualquier otro rasgo de estilo, ¿es arte en sí misma? Es decir, ¿basta con complicar artificialmente las cosas para hacerlas más “elevadas”?
Personalmente, estoy convencido de que resulta muy difícil redactar un texto que se lea con sencillez y suavidad, que fluya sin esfuerzo, y muy fácil escribir un texto árido y farragoso. Pero hay un error muy frecuente: quienes se enfrentan a una prosa que se lee con facilidad, piensan que se ha escrito con igual facilidad. Y no es cierto; más bien, ocurre todo lo contrario. Escribir fácil es difícil.
En lo que a mí respecta, detesto el “estilo Faulkner”; y no tanto en los escritos del propio William como en los de sus numerosos imitadores. Me parece artificial, excesivo en palabrería, un constante marear la perdiz... Pero no lo desdeño; el hecho de que a mí no me guste no significa que lo considere indigno. Simplemente, prefiero otros recursos estilísticos. Sin embargo, los adictos al faulknerismo son monoteístas. La suya es la única fe verdadera y todo lo demás basura.
4. “...propia del género que trabaja”. Es decir, hay géneros mayores y géneros menores, la monserga de siempre. En este caso concreto, hay géneros que sólo pueden ofrecer una escritura “facilita” y “muy sencilla”. Como el que trabaja Somoza. Pero, vamos a ver, ¿la calidad de una obra no debería medirse por la obra en sí, con independencia del género a que pertenezca? Y ya puestos, ¿por qué hay géneros a los que resulta imposible exprimir ni una gota de calidad? Sobre todo desde un punto de vista estilístico; eso sí que se me escapa.
La respuesta es sencilla. Cuando surge una obra de género de manifiesta calidad, o bien cuando un “autor canónico” escribe una obra de género, los “talibanes culturales” dicen: “esa obra trasciende al género”. Por tanto, ya no pertenece al género a que supuestamente pertenece, sino que se convierte en “gran literatura”. Pasa a ser de su propiedad. Así pues, a los distintos géneros se les van amputando sus mejores obras y... lo que queda es lo peor, claro. Por tanto, los géneros son intrínsicamente mediocres. Cojonudo.
5. “Supongo que para el pésimo nivel de lectura de este país, está bien”. Bueno, ahora comenzamos a ver las cosas más claras. ¿A qué se refiere Equis con eso de “nivel de lectura”? ¿A que la gente lee poco? Nooooooo; se refiera a lo que lee la gente. Está hablando de los lectores, no de los no lectores. Y, según él, en eso de la lectura hay niveles. Es decir, alturas; unos lectores están por encima de otros. Qué deliciosamente aristocrático, ¿verdad? Todavía hay clases, muchacho, parece decir. Me imagino a Equis escribiendo este comentario con una ceja levantada y la nariz levemente arrugada en un rictus de suficiencia... En el fondo, como siempre, todo, incluso el arte –o particularmente el arte-, se reduce a eso: egos inflados ocultando secretos complejos de inferioridad, vanidades en efervescencia, el íntimo deseo de sentirse uno superior a los demás. Qué pena...
6. “Pero un lector serio pedirá más”. Y Equis, claro está, es un lector serio. C. Q. D. (Como Queríamos Demostrar).
En fin, amigos míos, qué penoso es todo esto. Ya, ya sé que frikis los hay en todas partes y que los “talibanes culturales” no son otra cosa que una modalidad más de frikis. El problema es que el frikismo de Equis en materia literaria, por desgracia, es el frikismo oficial de nuestro país. Y yo cada vez estoy más harto de esa situación.
¿Por qué nos callamos? ¿Por qué quienes estamos en contra del rancio academicismo de nuestra “cultura oficial” no alzamos de una vez por todas nuestra voz y combatimos el pensamiento único imperante? ¿Por qué no protagonizamos nuestro propio (anti) congreso de la lectura?
A fin de cuentas, los talibanes culturales son tristes y aburridos judeo-cristianos, mientras que nosotros somos hedonistas y paganos. Tenemos las de ganar; por la sencilla razón de que somos más divertidos y no vamos de luto.
“De Somoza he leído "La caverna de las ideas". El tema me pareció muy original. Pero desde luego no se puede decir que Somoza sea ningún genio. Su escritura es facilita, muy sencilla, propia del género que trabaja. Supongo que para el pésimo nivel de lectura de este país, está bien. Pero un lector serio pedirá más”.
Ante todo, dejemos muy claro que Equis es libre de opinar lo que le venga en gana de Somoza y de sus relatos. Por otro lado, tampoco pretendo discutir si “La caverna de las ideas” es una novela buena, mala o regular. Eso, ahora, da igual. Lo que me gustaría es analizar los comentarios de Equis, porque creo que son un buen ejemplo de cierto estado de cosas. Veamos:
1. “El tema (de La caverna de las ideas) me pareció muy original”. El tema; es decir, el argumento. Bueno, algo se salva de la quema, aunque... la verdad es que no estoy de acuerdo. El argumento de esa novela, si lo resumimos, no es más que otra historia de crímenes y detectives en la antigüedad. Lo que resulta radicalmente original es el tratamiento; es decir, la forma narrativa que el autor emplea para escribir la novela. De hecho, la crítica en cuestión hacía mucho énfasis en la calidad de Somoza como narrador. Pero Equis pasa por encima de ello sin siquiera mencionarlo, aunque cabe la posibilidad de que cuando dice “tema” se esté refiriendo en realidad a “tratamiento”. No lo sé.
2. “Pero desde luego no se puede decir que Somoza sea ningún genio”. En efecto, no creo que Somoza sea un genio. ¿Debería serlo? ¿Un escritor tiene que ser genial para merecer ser leído? En tal caso, qué poquitos escritores habría y qué poco leeríamos... A un escritor podemos exigirle que sea razonablemente inteligente, pues, a fin de cuentas, leer un libro es meterse en la mente de otra persona, y entrar en la cocorota de un capullo da así como grimita, pero tampoco es cuestión de elevar nuestra exigencia hasta el nivel de la genialidad.
Esto me recuerda cierta creencia muy arraigada en el universo literario patrio: un buen escritor ha de ser un sabio. ¿Por qué? Un buen escritor ha de ser un buen narrador y/o un buen estilista y/o un buen esteta, pero ¿un sabio? Entendedme: si lo es, cojonudo, pero no creo que se trate de una condición necesaria ni suficiente para ser un buen escritor. Puede que esa entelequia de “la sabiduría del literato” provenga de la tendencia de ciertos “novelistas cultos” españoles que se han deslizado de la narrativa (contar una historia) hacia el discurso (filosofar). En efecto, si te da por filosofar, más vale que seas algo sabio, porque en caso contrario te conviertes en un plasta aquejado de incontinencia verbal. Que es lo que, por desgracia, sucede la mayor parte de las veces.
3. “Su escritura es facilita, muy sencilla...”. Esto, en su contexto, y teniendo en cuenta el diminutivo empleado, está expresado con evidente tono despectivo. De ello se desprende que una escritura –una prosa- para poseer calidad debe ser “complicadita, muy difícil”... Qué raro, ¿no? Vamos a ver; hay muchas clases de prosa, pero podemos arbitrariamente dividirlas en dos categorías: a) prosa sintácticamente barroca, y b) prosa sintácticamente sencilla. En el primer caso –cuyo paradigma es Faulkner-, el autor decide complicar la sintaxis de sus frases introduciendo en ellas multitud de subordinadas. Esto, claro, dificulta la lectura, pues exige un gran nivel de atención por parte del lector, que puede perderse al menor descuido. Pero esa complicación, tan arbitraria como cualquier otro rasgo de estilo, ¿es arte en sí misma? Es decir, ¿basta con complicar artificialmente las cosas para hacerlas más “elevadas”?
Personalmente, estoy convencido de que resulta muy difícil redactar un texto que se lea con sencillez y suavidad, que fluya sin esfuerzo, y muy fácil escribir un texto árido y farragoso. Pero hay un error muy frecuente: quienes se enfrentan a una prosa que se lee con facilidad, piensan que se ha escrito con igual facilidad. Y no es cierto; más bien, ocurre todo lo contrario. Escribir fácil es difícil.
En lo que a mí respecta, detesto el “estilo Faulkner”; y no tanto en los escritos del propio William como en los de sus numerosos imitadores. Me parece artificial, excesivo en palabrería, un constante marear la perdiz... Pero no lo desdeño; el hecho de que a mí no me guste no significa que lo considere indigno. Simplemente, prefiero otros recursos estilísticos. Sin embargo, los adictos al faulknerismo son monoteístas. La suya es la única fe verdadera y todo lo demás basura.
4. “...propia del género que trabaja”. Es decir, hay géneros mayores y géneros menores, la monserga de siempre. En este caso concreto, hay géneros que sólo pueden ofrecer una escritura “facilita” y “muy sencilla”. Como el que trabaja Somoza. Pero, vamos a ver, ¿la calidad de una obra no debería medirse por la obra en sí, con independencia del género a que pertenezca? Y ya puestos, ¿por qué hay géneros a los que resulta imposible exprimir ni una gota de calidad? Sobre todo desde un punto de vista estilístico; eso sí que se me escapa.
La respuesta es sencilla. Cuando surge una obra de género de manifiesta calidad, o bien cuando un “autor canónico” escribe una obra de género, los “talibanes culturales” dicen: “esa obra trasciende al género”. Por tanto, ya no pertenece al género a que supuestamente pertenece, sino que se convierte en “gran literatura”. Pasa a ser de su propiedad. Así pues, a los distintos géneros se les van amputando sus mejores obras y... lo que queda es lo peor, claro. Por tanto, los géneros son intrínsicamente mediocres. Cojonudo.
5. “Supongo que para el pésimo nivel de lectura de este país, está bien”. Bueno, ahora comenzamos a ver las cosas más claras. ¿A qué se refiere Equis con eso de “nivel de lectura”? ¿A que la gente lee poco? Nooooooo; se refiera a lo que lee la gente. Está hablando de los lectores, no de los no lectores. Y, según él, en eso de la lectura hay niveles. Es decir, alturas; unos lectores están por encima de otros. Qué deliciosamente aristocrático, ¿verdad? Todavía hay clases, muchacho, parece decir. Me imagino a Equis escribiendo este comentario con una ceja levantada y la nariz levemente arrugada en un rictus de suficiencia... En el fondo, como siempre, todo, incluso el arte –o particularmente el arte-, se reduce a eso: egos inflados ocultando secretos complejos de inferioridad, vanidades en efervescencia, el íntimo deseo de sentirse uno superior a los demás. Qué pena...
6. “Pero un lector serio pedirá más”. Y Equis, claro está, es un lector serio. C. Q. D. (Como Queríamos Demostrar).
En fin, amigos míos, qué penoso es todo esto. Ya, ya sé que frikis los hay en todas partes y que los “talibanes culturales” no son otra cosa que una modalidad más de frikis. El problema es que el frikismo de Equis en materia literaria, por desgracia, es el frikismo oficial de nuestro país. Y yo cada vez estoy más harto de esa situación.
¿Por qué nos callamos? ¿Por qué quienes estamos en contra del rancio academicismo de nuestra “cultura oficial” no alzamos de una vez por todas nuestra voz y combatimos el pensamiento único imperante? ¿Por qué no protagonizamos nuestro propio (anti) congreso de la lectura?
A fin de cuentas, los talibanes culturales son tristes y aburridos judeo-cristianos, mientras que nosotros somos hedonistas y paganos. Tenemos las de ganar; por la sencilla razón de que somos más divertidos y no vamos de luto.
sábado, mayo 13
Poema ciclista de J. M. M. opus nº 5
Podio
De José María Moreno
Gente bronca y alegre en la avenida.
Ha acabado la etapa y cae la noche:
farolillos, banderas, luz, derrroche
de música, de fuegos, de bebida.
Jalabert en el podio. Se remueve
la multitud, la música se aleja.
(Y yo, cansado y sucio, ante tu reja,
como un galán del siglo XIX).
Cruza, lenta, una blatta americana
encantadora (y algo ventajista:
segura de su sexy), a su agujero.
Estás preciosa y blanca en tu ventana,
pero (¡este absurdo traje de ciclista!)
no me atrevo a decirte que te quiero.
jueves, mayo 11
Querida Care...
Ayer estuve en Barcelona, dando unas charlas. De hecho, acabo de regresar, así que he encendido el ordenador, he revisado el correo electrónico y me he dado un paseo por los blogs que suelo frecuentar, entre los que se encuentra El aprendizaje de la soledad, cuya dueña y señora es Care Santos. Y he descubierto que ese lugar va a desaparecer. Hoy.
Había quedado a cenar con Care, pero no llegamos a vernos. Care me llamó ayer por la tarde al móvil y me dijo que no podíamos cenar juntos, que estaba pasando los peores días de su vida... luego, me contó lo que le sucedía. Por supuesto, no seré yo quien revele lo que le pasa; aunque al menos me gustaría aclarar –para aquellos que, aunque no la conocen, han aprendido a apreciarla- que su problema no tiene nada que ver con la salud. Care, afortunadamente, está sana como una manzana.
Pero también está hecha polvo. Por eso cierra su blog.
¿Sabéis una de las razones por las que me gusta House? Porque me identifico con el personaje; y no porque yo, como él, sea capaz de detectar el Síndrome de Sjögren en un paciente con sólo echarle un vistazo a la pelusa del ombligo de su abuela, sino porque yo, como él, tengo cierta tendencia a la misantropía. La mayor parte de la gente no me gusta. No es que odie a la raza humana –aunque motivos hay-; es que las personas suelen parecerme aburridas, o mediocres, o malas, o vanidosas, o pesadas, o... vamos, un coñazo. Así que, al igual que House, no hago el menor esfuerzo por ser simpático con las personas que no me gustan.
No obstante, también existe gente extraordinaria. Gente inteligente, o buena, o divertida, o, sencillamente, diferente. No hay muchos, así que conviene cuidarlos, porque son una especie en extinción.
Care Santos es una de esas personas. Inteligente, culta, buena persona, gran conversadora, excelente escritora, dinámica, emprendedora, comprensiva, sensible, bondadosa, leal, expansiva, con un gran sentido del humor... No es lo que habitualmente se entiende por una “tía buena”, pero a los cinco minutos de hablar con ella tienes la sensación de estar con la mujer más guapa del mundo. Posee un inmenso atractivo personal.
Me honra ser su amigo, creedme; es un lujo conocer a alguien tan cojonudo como ella. Y si alguna persona, por alguna extraña ceguera o ofuscamiento, no fuera capaz de darse cuenta de lo maravillosa que es Care, el problema sería de esa persona, no de Care. Porque ella... brilla, es una luz, un refugio, un motivo para creer que la especie humana tiene redención.
Care, tu blog solamente está equivocado en una cosa: el nombre. Tú no necesitas someterte al aprendizaje de la soledad, porque jamás estarás sola.
Había quedado a cenar con Care, pero no llegamos a vernos. Care me llamó ayer por la tarde al móvil y me dijo que no podíamos cenar juntos, que estaba pasando los peores días de su vida... luego, me contó lo que le sucedía. Por supuesto, no seré yo quien revele lo que le pasa; aunque al menos me gustaría aclarar –para aquellos que, aunque no la conocen, han aprendido a apreciarla- que su problema no tiene nada que ver con la salud. Care, afortunadamente, está sana como una manzana.
Pero también está hecha polvo. Por eso cierra su blog.
¿Sabéis una de las razones por las que me gusta House? Porque me identifico con el personaje; y no porque yo, como él, sea capaz de detectar el Síndrome de Sjögren en un paciente con sólo echarle un vistazo a la pelusa del ombligo de su abuela, sino porque yo, como él, tengo cierta tendencia a la misantropía. La mayor parte de la gente no me gusta. No es que odie a la raza humana –aunque motivos hay-; es que las personas suelen parecerme aburridas, o mediocres, o malas, o vanidosas, o pesadas, o... vamos, un coñazo. Así que, al igual que House, no hago el menor esfuerzo por ser simpático con las personas que no me gustan.
No obstante, también existe gente extraordinaria. Gente inteligente, o buena, o divertida, o, sencillamente, diferente. No hay muchos, así que conviene cuidarlos, porque son una especie en extinción.
Care Santos es una de esas personas. Inteligente, culta, buena persona, gran conversadora, excelente escritora, dinámica, emprendedora, comprensiva, sensible, bondadosa, leal, expansiva, con un gran sentido del humor... No es lo que habitualmente se entiende por una “tía buena”, pero a los cinco minutos de hablar con ella tienes la sensación de estar con la mujer más guapa del mundo. Posee un inmenso atractivo personal.
Me honra ser su amigo, creedme; es un lujo conocer a alguien tan cojonudo como ella. Y si alguna persona, por alguna extraña ceguera o ofuscamiento, no fuera capaz de darse cuenta de lo maravillosa que es Care, el problema sería de esa persona, no de Care. Porque ella... brilla, es una luz, un refugio, un motivo para creer que la especie humana tiene redención.
Care, tu blog solamente está equivocado en una cosa: el nombre. Tú no necesitas someterte al aprendizaje de la soledad, porque jamás estarás sola.
lunes, mayo 8
Pequeños pecados
Hace tiempo que tengo empezados –e inacabados- varios relatos (cinco cuentos y una novela corta, para ser precisos). Los voy escribiendo poquísimo a poquísimo, en las pausas entre una novela y otra, porque en realidad no tienen ningún objetivo (España no es un buen país para los cuentos y las novelas cortas), salvo el hecho de que quiero escribirlos. Uno de ellos, llamado Pequeños pecados, trata de un hombre de mediana edad que un buen día comienza a padecer insomnio; se despierta en mitad de la noche y ya no puede volver a conciliar el sueño. Para soportar las largas horas de soledad nocturna, sale a pasear por las calles de la ciudad y mientras camina, piensa; en sí mismo, en su vida, en la clase de persona que es. Una noche, mientras recorre su barrio, pasa por un lugar donde, durante su juventud, ocurrió algo, un suceso sin importancia, pero en el curso del cual él se comportó de forma ruin. Entonces, recuerda todas las veces que se ha portado mal durante su vida, todas las ocasiones en que ha sido innecesariamente mezquino, cruel y egoísta. No los grandes pecados, sino los pequeños, esas minúsculas maldades que cometemos casi sin darnos cuenta y a las que en su momento no concedemos importancia. El hombre del relato decide entonces intentar enmendar uno de sus errores –sólo uno-. Cuando lo consigue, vuelve a dormir.
Esa historia tiene una faceta autobiográfica: el pecado en cuestión. Veréis, cuando yo era un niño de ocho o nueve años, tenía un compañero de colegio cuyo hermano mayor –llamémosle M- era deficiente mental. M tenía por aquel entonces unos catorce años y era guapo, grande y fuerte, pero su mente se había varado en nuestra edad, así que solía jugar con nosotros, los más pequeños. Una mañana de verano, un grupo de chavales, armados con pistolas de plástico, jugábamos en la calle a policías y ladrones. Bang, bang, estás muerto..., ya sabéis. De pronto, M, que militaba en el bando contrario al mío, me agarró por detrás y me inmovilizó sujetándome por el cuello. Estaba jugando, claro, pero era demasiado grande, demasiado fuerte, y sin darse cuenta de lo que hacía, comenzó a asfixiarme. Yo intenté gritar, pero no pude (no tenía aire); poco a poco, fui sintiendo cómo se me escapaban las fuerzas, cómo se me iba la cabeza, hasta que, en una pura explosión de terror, eché el brazo hacia atrás y golpeé a M en el cráneo con mi pistola de juguete. Al instante, M me soltó y se echó a llorar. Yo caí al suelo, de rodillas, jadeando, aspirando aire con asustada glotonería.
Bueno, ahí acabó todo, aunque me dejó una secuela: desde entonces, los deficientes mentales comenzaron a darme miedo. Incluso ahora, después de tanto tiempo, cuando estoy en presencia de un subnormal, noto en mi interior una punzada de irracional y vergonzoso temor. Supongo que es algo así como un reflejo de Pavlov. Pero sigamos con mi historia. Cambié de colegio y perdí de vista a mi compañero y a M, su hermano. Pasó el tiempo y un buen día –yo debía de tener alrededor de 25 años- entré en un bar y pedí una caña. De pronto, alguien se acercó a mí y me saludó efusivamente. Era un hombre de treinta y tantos años, alto y grande –aunque ya menos que yo-, guapo y con la mirada de un niño pequeño. Era M. No sé cómo, después de tanto tiempo, me había reconocido y ahora estaba delante de mí, con una enorme e inocente sonrisa, feliz de verme. Me dijo que estaba bien, me contó que trabajaba en una fábrica y me invitó a tomar una caña con él.
¿Qué hice? Rechacé su invitación improvisando una excusa, apuré mi cerveza y me largué a toda prisa. Estaba incómodo, no sabía qué decirle; en el fondo, me daba miedo. Sí, supongo que sentía temor, como cuando era niño. Pero, aunque M seguía siendo un niño, yo ya no lo era. Tendría que haberme quedado con él, debería haber aceptado su invitación, tomarme esa caña y haberle invitado a otra. No me costaba nada y a él le hubiera encantado. Pero no lo hice; fui mezquino, y me arrepiento profundamente de ello.
¿Es una tontería? ¿No tiene apenas importancia? Quizá, pero ya os he dicho que estoy hablando de los pecados pequeños, no de los grandes. Os contaré otro: cuando yo tenía doce o trece años, había en mi clase un chico gordito, soso y poco ducho en habilidades sociales. Se llamaba O y era lo que en zoología denominan el “macho omega”, el último en la jerarquía del grupo, aquel que recibe las afrentas de todos, el solitario sin amigos. Yo, sencillamente, le ignoraba. Hasta que una mañana, poco antes de que comenzaran las clases, mientras charlábamos y alborotábamos, O apareció en el patio. Automáticamente, todos los chavales comenzaron a meterse con él. Le llamaban algo a coro, no recuerdo qué..., pero sí recuerdo que yo me sumé a las burlas.
Entonces, mientras O pasaba por delante de mí, con la mirada fija al frente, fingiendo no escuchar las puyas y los insultos, advertí que una lágrima le corría por la mejilla. Me callé al instante, pero el daño ya estaba hecho. Os lo juro, jamás me he sentido peor persona, jamás me he avergonzado tanto de mí mismo. Estaba haciendo daño a un infeliz por pura diversión, sin ningún motivo, sencillamente porque sí; yo, y todos los demás, estábamos convirtiendo la infancia de un pobre chaval en un infierno... Y eso no es que lo piense ahora; lo pensé entonces, a mis doce o trece años, con toda claridad y contundencia. Pero no hice nada para remediarlo, lo cual es aún peor.
¿Sabéis?, tengo tendencia a engordar. Si no me vigilo, puedo ponerme hecho un ceporro con dos de pipas. Eso me ha permitido desarrollar una curiosa habilidad: adoptar delante del espejo la postura justa para parecer más delgado. Si giro el tronco treinta grados, si echo para atrás los hombros, si alzo un poco la cabeza, entonces la perspectiva me quita seis o siete kilos de encima. Es decir, encontré un sistema para auto-engañarme incluso delante de un espejo.
Pues bien, creo que cuando pensamos en nosotros mismos, hacemos precisamente eso: adoptar un punto de vista lo más favorable posible. Limamos las asperezas, olvidamos lo que nos conviene olvidar, tergiversamos cuanto sea necesario tergiversar para formarnos la mejor imagen de nosotros. A fin de cuentas, no hemos matado a nadie, no hemos robado ni cometido tropelías. Somos gente normal. Sí, es cierto; ni siquiera en el pecado somos grandes; nos limitamos a chapotear en el egoísmo y la mezquindad. Somos pecadores de clase media-baja.
Al menos, yo lo soy.
Siempre me han maravillado quienes aseguran que, aunque pudieran hacerlo, no cambiarían nada de su vida, porque no se arrepienten de nada. Alguien que diga eso sólo puede ser un santo, un hipócrita o un idiota. Yo cambiaría miles de cosas; me cambiaría incluso a mí. Mejor dicho: me cambiaría particularmente a mí. Me gustaría ser mejor persona. Pero soy lo que soy, estoy prisionero de mí mismo. Al menos, me digo, procuraré ser un prisionero consciente.
¿Por qué he escrito este post? No lo sé... Quizá para demostrar cierto grado de honestidad, para demostrar que soy sensible y sincero, para demostrar que, por lo menos, soy capaz de aceptar mi culpa y, de este modo, merecer un ápice de redención.
Pero no os dejéis engañar. No es más otra postura delante del espejo.
Esa historia tiene una faceta autobiográfica: el pecado en cuestión. Veréis, cuando yo era un niño de ocho o nueve años, tenía un compañero de colegio cuyo hermano mayor –llamémosle M- era deficiente mental. M tenía por aquel entonces unos catorce años y era guapo, grande y fuerte, pero su mente se había varado en nuestra edad, así que solía jugar con nosotros, los más pequeños. Una mañana de verano, un grupo de chavales, armados con pistolas de plástico, jugábamos en la calle a policías y ladrones. Bang, bang, estás muerto..., ya sabéis. De pronto, M, que militaba en el bando contrario al mío, me agarró por detrás y me inmovilizó sujetándome por el cuello. Estaba jugando, claro, pero era demasiado grande, demasiado fuerte, y sin darse cuenta de lo que hacía, comenzó a asfixiarme. Yo intenté gritar, pero no pude (no tenía aire); poco a poco, fui sintiendo cómo se me escapaban las fuerzas, cómo se me iba la cabeza, hasta que, en una pura explosión de terror, eché el brazo hacia atrás y golpeé a M en el cráneo con mi pistola de juguete. Al instante, M me soltó y se echó a llorar. Yo caí al suelo, de rodillas, jadeando, aspirando aire con asustada glotonería.
Bueno, ahí acabó todo, aunque me dejó una secuela: desde entonces, los deficientes mentales comenzaron a darme miedo. Incluso ahora, después de tanto tiempo, cuando estoy en presencia de un subnormal, noto en mi interior una punzada de irracional y vergonzoso temor. Supongo que es algo así como un reflejo de Pavlov. Pero sigamos con mi historia. Cambié de colegio y perdí de vista a mi compañero y a M, su hermano. Pasó el tiempo y un buen día –yo debía de tener alrededor de 25 años- entré en un bar y pedí una caña. De pronto, alguien se acercó a mí y me saludó efusivamente. Era un hombre de treinta y tantos años, alto y grande –aunque ya menos que yo-, guapo y con la mirada de un niño pequeño. Era M. No sé cómo, después de tanto tiempo, me había reconocido y ahora estaba delante de mí, con una enorme e inocente sonrisa, feliz de verme. Me dijo que estaba bien, me contó que trabajaba en una fábrica y me invitó a tomar una caña con él.
¿Qué hice? Rechacé su invitación improvisando una excusa, apuré mi cerveza y me largué a toda prisa. Estaba incómodo, no sabía qué decirle; en el fondo, me daba miedo. Sí, supongo que sentía temor, como cuando era niño. Pero, aunque M seguía siendo un niño, yo ya no lo era. Tendría que haberme quedado con él, debería haber aceptado su invitación, tomarme esa caña y haberle invitado a otra. No me costaba nada y a él le hubiera encantado. Pero no lo hice; fui mezquino, y me arrepiento profundamente de ello.
¿Es una tontería? ¿No tiene apenas importancia? Quizá, pero ya os he dicho que estoy hablando de los pecados pequeños, no de los grandes. Os contaré otro: cuando yo tenía doce o trece años, había en mi clase un chico gordito, soso y poco ducho en habilidades sociales. Se llamaba O y era lo que en zoología denominan el “macho omega”, el último en la jerarquía del grupo, aquel que recibe las afrentas de todos, el solitario sin amigos. Yo, sencillamente, le ignoraba. Hasta que una mañana, poco antes de que comenzaran las clases, mientras charlábamos y alborotábamos, O apareció en el patio. Automáticamente, todos los chavales comenzaron a meterse con él. Le llamaban algo a coro, no recuerdo qué..., pero sí recuerdo que yo me sumé a las burlas.
Entonces, mientras O pasaba por delante de mí, con la mirada fija al frente, fingiendo no escuchar las puyas y los insultos, advertí que una lágrima le corría por la mejilla. Me callé al instante, pero el daño ya estaba hecho. Os lo juro, jamás me he sentido peor persona, jamás me he avergonzado tanto de mí mismo. Estaba haciendo daño a un infeliz por pura diversión, sin ningún motivo, sencillamente porque sí; yo, y todos los demás, estábamos convirtiendo la infancia de un pobre chaval en un infierno... Y eso no es que lo piense ahora; lo pensé entonces, a mis doce o trece años, con toda claridad y contundencia. Pero no hice nada para remediarlo, lo cual es aún peor.
¿Sabéis?, tengo tendencia a engordar. Si no me vigilo, puedo ponerme hecho un ceporro con dos de pipas. Eso me ha permitido desarrollar una curiosa habilidad: adoptar delante del espejo la postura justa para parecer más delgado. Si giro el tronco treinta grados, si echo para atrás los hombros, si alzo un poco la cabeza, entonces la perspectiva me quita seis o siete kilos de encima. Es decir, encontré un sistema para auto-engañarme incluso delante de un espejo.
Pues bien, creo que cuando pensamos en nosotros mismos, hacemos precisamente eso: adoptar un punto de vista lo más favorable posible. Limamos las asperezas, olvidamos lo que nos conviene olvidar, tergiversamos cuanto sea necesario tergiversar para formarnos la mejor imagen de nosotros. A fin de cuentas, no hemos matado a nadie, no hemos robado ni cometido tropelías. Somos gente normal. Sí, es cierto; ni siquiera en el pecado somos grandes; nos limitamos a chapotear en el egoísmo y la mezquindad. Somos pecadores de clase media-baja.
Al menos, yo lo soy.
Siempre me han maravillado quienes aseguran que, aunque pudieran hacerlo, no cambiarían nada de su vida, porque no se arrepienten de nada. Alguien que diga eso sólo puede ser un santo, un hipócrita o un idiota. Yo cambiaría miles de cosas; me cambiaría incluso a mí. Mejor dicho: me cambiaría particularmente a mí. Me gustaría ser mejor persona. Pero soy lo que soy, estoy prisionero de mí mismo. Al menos, me digo, procuraré ser un prisionero consciente.
¿Por qué he escrito este post? No lo sé... Quizá para demostrar cierto grado de honestidad, para demostrar que soy sensible y sincero, para demostrar que, por lo menos, soy capaz de aceptar mi culpa y, de este modo, merecer un ápice de redención.
Pero no os dejéis engañar. No es más otra postura delante del espejo.
viernes, mayo 5
Poema ciclista de J. M. M. opus nº 4
Fuga en solitario
De José María Moreno
Pájara, y casi al final de la carrera.
Tantos recuerdos en tal mal momento;
Clementina fumando en el convento
(¡besarla...!). Y Leni (Gruyten de soltera)
entre los brezos. Cándida Paola,
Julika Stiller-Tsechudy, con su pelo
(ayer Lance Armstrong señalando el cielo)
color de minio seco. París: sola.
Sonja, sus blancas cejas, Valentina,
un beso libertino de la flaca Adelina,
Bice Donetti, viva de sorpresa,
sus ojos a los elfos, a la lluvia...
(¡qué lejos aún la meta...!) y, si no rubia,
mademoiselle Isabelle, bella y francesa.
jueves, mayo 4
El coleccionista de frases 15
Hacía mucho que no teníamos con nosotros al Coleccionista de Frases, así que, en sintonía con el anterior post, y para celebrar que ésta es la entrada nº 100 de La fraternidad de Babel, vamos a repasar unas cuantas máximas y aforismos de uno de los mayores –y menos reconocidos- talentos literarios del siglo XX: Enrique Jardiel Poncela.
"Frecuentemente, el que admira admira para que le admiren por su admiración".
"La ilusión es el error poetizado".
"Ser cínico es volver a escribir lo que ya habíamos tachado".
"Un buen amigo os dirá siempre la verdad, salvo en el caso de que la verdad sea agradable".
"El sacrificio es un sentimiento que a todo el mundo le parece admirable... en los demás".
"El amor es el puente que va desde el onanismo al embarazo".
"La verdad se parece mucho a la falta de imaginación".
"Cuando un escritor no interesa más que a una minoría, acaba creyendo que él escribe exclusivamente, y de un modo deliberado, para minorías".
"El frecuente desdén hacia lo cómico obedece siempre a un cien por cien de incultura".
"El mundo es un presidio esférico".
"Los senos inventaron el sostén en un ataque de vanidad".
"La errata es el microbio de las imprentas".
"Todos los esquimales son socios del Círculo Polar".
"La embriaguez es el altavoz del carácter".
"El porvenir no existe, porque cuando llega a existir ya es presente".
"Hay restaurantes donde es tan frecuente dar gato por liebre que para cazar ratones tienen conejos amaestrados".
"Ser inmoral es gastar el dinero en aburrirse".
"Ser moral es aburrirse gratis".
Y, para finalizar, la frase que figura como epitafio en su tumba:
"Si queréis los mayores elogios, morios".
NOTA: entre los comentarios realizados a “Humor se escribe con hache” hay uno donde Cristian, con su habitual y estimulante psicodelia, incluye más frases de Jardiel.
"Frecuentemente, el que admira admira para que le admiren por su admiración".
"La ilusión es el error poetizado".
"Ser cínico es volver a escribir lo que ya habíamos tachado".
"Un buen amigo os dirá siempre la verdad, salvo en el caso de que la verdad sea agradable".
"El sacrificio es un sentimiento que a todo el mundo le parece admirable... en los demás".
"El amor es el puente que va desde el onanismo al embarazo".
"La verdad se parece mucho a la falta de imaginación".
"Cuando un escritor no interesa más que a una minoría, acaba creyendo que él escribe exclusivamente, y de un modo deliberado, para minorías".
"El frecuente desdén hacia lo cómico obedece siempre a un cien por cien de incultura".
"El mundo es un presidio esférico".
"Los senos inventaron el sostén en un ataque de vanidad".
"La errata es el microbio de las imprentas".
"Todos los esquimales son socios del Círculo Polar".
"La embriaguez es el altavoz del carácter".
"El porvenir no existe, porque cuando llega a existir ya es presente".
"Hay restaurantes donde es tan frecuente dar gato por liebre que para cazar ratones tienen conejos amaestrados".
"Ser inmoral es gastar el dinero en aburrirse".
"Ser moral es aburrirse gratis".
Y, para finalizar, la frase que figura como epitafio en su tumba:
"Si queréis los mayores elogios, morios".
NOTA: entre los comentarios realizados a “Humor se escribe con hache” hay uno donde Cristian, con su habitual y estimulante psicodelia, incluye más frases de Jardiel.
martes, mayo 2
Humor se escribe con hache
“¿Alguien ha visto a un crítico de día? Por supuesto que no. Salen después de que oscurece, y no para bien”.
P. G. Wodehouse.
Los libros que, siendo muy, pero que muy niño, me hicieron adicto a la lectura, fueron Las Aventuras de Guillermo, de Richmal Crompton. En realidad, no son novelas, sino una serie de relatos que su autora, la señor Crompton, comenzó a publicar en una revista para adultos, pero que pronto se convirtieron en un éxito sin precedentes entre el público infantil. Guillermo Brown, un muchacho de unos diez años que vive en la Inglaterra de la segunda década del siglo veinte, es uno de los grandes antihéroes de la historia de la literatura. Dotado de una imaginación portentosa, y firmemente convencido de que todo adulto es un enemigo en potencia, Guillermo demuestra en cada historia que su capacidad para generar desastres supera con creces a la de cualquier tsunami, terremoto o erupción volcánica. Y, ya de paso, nos ofrece una sutilmente feroz crítica de la clase media inglesa. Aún ahora, de vez en cuando, releo alguna de sus historias y, ¿sabéis?, me sigo partiendo de risa. Porque, no sé si lo he dicho ya, Las Aventuras de Guillermo son puro humor.
Más adelante, cuando tenía trece o catorce años, tres nuevos humoristas se cruzaron en mi camino. El primero fue Enrique Jardiel Poncela. Leí su novela Amor se escribe sin hache (por aquel entonces prohibida en España) y, acto seguido, con esa obsesión tan propia de la adolescencia, me zampé sus tres novelas restantes, todos sus cuentos y artículos, y la mayor parte de sus obras de teatro. Qué inmenso talento el de Jardiel, y qué mal le trató siempre la crítica. Cometió el error de ser de derechas en el escenario de una dictadura bochornosa, y eso nunca se lo perdonó nuestra intelligentsia, siempre escorada a babor. El segundo humorista fue Wenceslao Fernández Flórez, de quien leí, también bastante obsesivamente, varias obras suyas, una detrás de otra: Fantasmas, El malvado Carabel, El toro, el torero y el gato, Las gafas del diablo, Visiones de neurastenia... Sin llegar a la genialidad de Jardiel, era un magnífico humorista que –ahí sí como Jardiel- la pifió por ponerse demasiado cara al sol. El tercer humorista de mi adolescencia fue Mark Twain. Leí, por supuesto, Tom Sawyer y Las aventuras de Huckleberry Finn, dos obras maestras (más la segunda), pero también devoré todos sus relatos de humor, tal y como los publicó la vieja colección Austral. No os imagináis lo moderno e incisivo que sigue siendo Samuel L. Clemens.
Poco después llegó P. G. Wodehouse. Las hilarantes historias de Jeeves, la Saga de Blandings, los relatos de Psmith... casi todas sus novelas aparecieron en la colección El monigote de papel de Plaza y Janés. Aún las conservo. También leí a Miguel Mihura, y a Chesterton, y a Guareschi, y a Groucho Marx... Trampa 22 de Joseph Heller me hizo llorar de risa (y reflexionar mucho). En el mundo del fantástico encontré igualmente grandes talentos del humor, como Robert Sheckley, Fredric Brown o el menos conocido, pero muy brillante en su primera etapa, Henry Kuttner. Bill, héroe galáctico, de Harry Harrison, es una desopilante sátira antimilitar en clave de ciencia ficción; si la encontráis por alguna librería de viejo, no dejéis de comprarla; se trata de uno de los libros más desternillantes –y antimilitaristas- que se han escrito. Más tarde, vinieron Oscar Wilde, el portentoso Evelyn Waugh, Tom Sharpe, Woody Allen, Bulgakov...
Como veis, he leído mucha literatura de humor. Un huevo, sí señor. Además, mi vida (semi) profesional se inició cuando, contando diecisiete primorosas primaveras, ingresé como colaborador en la mítica revista La Codorniz, una publicación dedicada, en efecto, al humor. Pues bien, puedo aseguraros que el género más complejo, difícil y exigente, el que más agudeza, sentido del ritmo y precisión requiere, mucha más que cualquier otro, incluyendo la poesía, es el humorístico.
Y sin embargo, amadísimos cofrades, los guardianes de la ortodoxia literaria sostienen, frunciendo el ceño con severidad, que se trata de un género menor. (Recordemos el “escándalo” que supuso la concesión del premio Nobel a un humorista como Dario Fo). ¿Por qué? De entrada, supongo, porque el humor es intrínsicamente divertido -al humor aburrido se le llama mal humor-, porque es fácil de leer, porque carece de esa gravedad de luto riguroso que unos cuantos quieren aplicar siempre a la literatura. El humor y la religión no casan bien, y hay gente que se aproxima al hecho literario igual que un penitente a la divinidad: con cilicio, garbanzos en los zapatos y un fúnebre respeto. La literatura, señores, es algo muy serio, y un texto que hace reír no puede ser serio, así que desdeñémoslo...
No obstante, oh paradojas, si repasamos el canon literario occidental nos encontramos con un buen número de obras humorísticas. El Quijote, sin ir más lejos. O el Tristam Shandy de Sterne. O Cándido, de Voltaire. O las comedias de Molière. O el Elogio de la locura, de Erasmo. O el Satiricón, de Petronio. O Los cuentos de Canterbury, de Chaucer. O El Buscón, de Quevedo... La lista es larga. Así que, según parece, para valorar un texto humorístico hace falta que su autor lleve criando malvas unos cuantos siglos. No, no, no, dirán los guardianes de la ortodoxia; lo que sucede es que esos textos no son sólo humor, sino algo más.
En fin... ¿pero es que no se han dado cuenta de que el humor siempre es algo más que humor? Porque el humor no es una temática, sino un tono, un punto de vista, una forma de encarar la realidad. Cualquier tema, cualquier argumento, cualquier circunstancia humana puede contemplarse a través del prisma del humor. Y no es un ejercicio gratuito hacerlo, pues el cambio de perspectiva que genera lo humorístico nos permite acceder a facetas de la realidad que de otro modo quedaría ocultas bajo el engañoso telón de las “verdades intocables”, de lo sagrado, de lo “incuestionablemente serio” (dicho en tono fúnebre).
Personalmente, creo que el sentido del humor es quizá la más sofisticada y paradójica capacidad humana (¿por qué nos reímos?; porque sabemos que vamos a morir). Creo que el humor es un bisturí, una pluma, un cañonazo, un masaje a la inteligencia, un espejo deformante... En definitiva, como decía Jardiel, el humor es lo que brota por la chimenea del ingenio.
P. G. Wodehouse.
Los libros que, siendo muy, pero que muy niño, me hicieron adicto a la lectura, fueron Las Aventuras de Guillermo, de Richmal Crompton. En realidad, no son novelas, sino una serie de relatos que su autora, la señor Crompton, comenzó a publicar en una revista para adultos, pero que pronto se convirtieron en un éxito sin precedentes entre el público infantil. Guillermo Brown, un muchacho de unos diez años que vive en la Inglaterra de la segunda década del siglo veinte, es uno de los grandes antihéroes de la historia de la literatura. Dotado de una imaginación portentosa, y firmemente convencido de que todo adulto es un enemigo en potencia, Guillermo demuestra en cada historia que su capacidad para generar desastres supera con creces a la de cualquier tsunami, terremoto o erupción volcánica. Y, ya de paso, nos ofrece una sutilmente feroz crítica de la clase media inglesa. Aún ahora, de vez en cuando, releo alguna de sus historias y, ¿sabéis?, me sigo partiendo de risa. Porque, no sé si lo he dicho ya, Las Aventuras de Guillermo son puro humor.
Más adelante, cuando tenía trece o catorce años, tres nuevos humoristas se cruzaron en mi camino. El primero fue Enrique Jardiel Poncela. Leí su novela Amor se escribe sin hache (por aquel entonces prohibida en España) y, acto seguido, con esa obsesión tan propia de la adolescencia, me zampé sus tres novelas restantes, todos sus cuentos y artículos, y la mayor parte de sus obras de teatro. Qué inmenso talento el de Jardiel, y qué mal le trató siempre la crítica. Cometió el error de ser de derechas en el escenario de una dictadura bochornosa, y eso nunca se lo perdonó nuestra intelligentsia, siempre escorada a babor. El segundo humorista fue Wenceslao Fernández Flórez, de quien leí, también bastante obsesivamente, varias obras suyas, una detrás de otra: Fantasmas, El malvado Carabel, El toro, el torero y el gato, Las gafas del diablo, Visiones de neurastenia... Sin llegar a la genialidad de Jardiel, era un magnífico humorista que –ahí sí como Jardiel- la pifió por ponerse demasiado cara al sol. El tercer humorista de mi adolescencia fue Mark Twain. Leí, por supuesto, Tom Sawyer y Las aventuras de Huckleberry Finn, dos obras maestras (más la segunda), pero también devoré todos sus relatos de humor, tal y como los publicó la vieja colección Austral. No os imagináis lo moderno e incisivo que sigue siendo Samuel L. Clemens.
Poco después llegó P. G. Wodehouse. Las hilarantes historias de Jeeves, la Saga de Blandings, los relatos de Psmith... casi todas sus novelas aparecieron en la colección El monigote de papel de Plaza y Janés. Aún las conservo. También leí a Miguel Mihura, y a Chesterton, y a Guareschi, y a Groucho Marx... Trampa 22 de Joseph Heller me hizo llorar de risa (y reflexionar mucho). En el mundo del fantástico encontré igualmente grandes talentos del humor, como Robert Sheckley, Fredric Brown o el menos conocido, pero muy brillante en su primera etapa, Henry Kuttner. Bill, héroe galáctico, de Harry Harrison, es una desopilante sátira antimilitar en clave de ciencia ficción; si la encontráis por alguna librería de viejo, no dejéis de comprarla; se trata de uno de los libros más desternillantes –y antimilitaristas- que se han escrito. Más tarde, vinieron Oscar Wilde, el portentoso Evelyn Waugh, Tom Sharpe, Woody Allen, Bulgakov...
Como veis, he leído mucha literatura de humor. Un huevo, sí señor. Además, mi vida (semi) profesional se inició cuando, contando diecisiete primorosas primaveras, ingresé como colaborador en la mítica revista La Codorniz, una publicación dedicada, en efecto, al humor. Pues bien, puedo aseguraros que el género más complejo, difícil y exigente, el que más agudeza, sentido del ritmo y precisión requiere, mucha más que cualquier otro, incluyendo la poesía, es el humorístico.
Y sin embargo, amadísimos cofrades, los guardianes de la ortodoxia literaria sostienen, frunciendo el ceño con severidad, que se trata de un género menor. (Recordemos el “escándalo” que supuso la concesión del premio Nobel a un humorista como Dario Fo). ¿Por qué? De entrada, supongo, porque el humor es intrínsicamente divertido -al humor aburrido se le llama mal humor-, porque es fácil de leer, porque carece de esa gravedad de luto riguroso que unos cuantos quieren aplicar siempre a la literatura. El humor y la religión no casan bien, y hay gente que se aproxima al hecho literario igual que un penitente a la divinidad: con cilicio, garbanzos en los zapatos y un fúnebre respeto. La literatura, señores, es algo muy serio, y un texto que hace reír no puede ser serio, así que desdeñémoslo...
No obstante, oh paradojas, si repasamos el canon literario occidental nos encontramos con un buen número de obras humorísticas. El Quijote, sin ir más lejos. O el Tristam Shandy de Sterne. O Cándido, de Voltaire. O las comedias de Molière. O el Elogio de la locura, de Erasmo. O el Satiricón, de Petronio. O Los cuentos de Canterbury, de Chaucer. O El Buscón, de Quevedo... La lista es larga. Así que, según parece, para valorar un texto humorístico hace falta que su autor lleve criando malvas unos cuantos siglos. No, no, no, dirán los guardianes de la ortodoxia; lo que sucede es que esos textos no son sólo humor, sino algo más.
En fin... ¿pero es que no se han dado cuenta de que el humor siempre es algo más que humor? Porque el humor no es una temática, sino un tono, un punto de vista, una forma de encarar la realidad. Cualquier tema, cualquier argumento, cualquier circunstancia humana puede contemplarse a través del prisma del humor. Y no es un ejercicio gratuito hacerlo, pues el cambio de perspectiva que genera lo humorístico nos permite acceder a facetas de la realidad que de otro modo quedaría ocultas bajo el engañoso telón de las “verdades intocables”, de lo sagrado, de lo “incuestionablemente serio” (dicho en tono fúnebre).
Personalmente, creo que el sentido del humor es quizá la más sofisticada y paradójica capacidad humana (¿por qué nos reímos?; porque sabemos que vamos a morir). Creo que el humor es un bisturí, una pluma, un cañonazo, un masaje a la inteligencia, un espejo deformante... En definitiva, como decía Jardiel, el humor es lo que brota por la chimenea del ingenio.
RAE
Pereza: f. Negligencia, tedio o descuido en las cosas a que estamos obligados. // 2. Flojedad, descuido o tardanza en las acciones o movimientos. // 3. Estado en el que ha permanecido César M. durante el puente de mayo, descuidando así, con flojedad y negligencia, sus deberes para con este blog.
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