Nadie, pero absolutamente nadie,
reconoce ser tonto. Con frecuencia he encontrado a personas que admiten
abiertamente que son torpes con las manos, o físicamente débiles, o malas para
las matemáticas, o cualquier otro defecto que se os ocurra. ¿Pero que son
tontos?... eso ni de coña. Nadie te dice: “Perdona que no hable mucho, pero es
que soy idiota y no tengo nada interesante que decir”. No, más bien todo lo
contrario.
Porque esa es otra; cuanto más tonta
es una persona, más inteligente se cree. Eso hasta tiene nombre: el efecto
Dunning-Kruger. Básicamente consiste en “un sesgo cognitivo que lleva a los
individuos con escasa habilidad a sentirse superiores a otras personas más
preparadas”. Lo cual se traduce en que “cuanto más incompetente sea una persona
en un área en particular, menos cualificada estará para evaluar la habilidad de
otras personas en esa área y, del mismo modo, para evaluar su propia habilidad”.
Si esto ocurre no es -sólo- por vanidad, sino porque los tontos carecen de la
información y de la pericia necesarias para autoevaluarse.
Existen dos clases de ignorancia. La
de primer tipo se produce cuando sabes que ignoras algo. Por ejemplo, yo sé que
existe la mecánica cuántica, pero no tengo ni zorra idea de en qué consiste. La
segunda clase de ignorancia, o ignorancia profunda, sobreviene cuando ni
siquiera sabes que ignoras algo. Un ejemplo: hasta hace poco se creía que la
expansión del universo se veía frenada por la gravedad. Pero recientemente se
ha descubierto que, por el contrario, la expansión se está acelerando. Lo cual
puede significar que existe una quinta fuerza en la naturaleza. Que no sabemos
lo que es; pero antes ni siquiera sabíamos que existía. Eso es ignorancia
profunda. Pues bien, los tontos poseen tan escasa información que creen que lo
que conocen es todo lo que hay que conocer. De modo que se consideran a sí
mismos sencillamente geniales. O, dicho de otra forma: cuanto menos sabes, más
crees saber. Y viceversa.
Pero hay otro aspecto que viene a
enturbiar el asunto: la inteligencia se manifiesta de diversas formas; hay
varios tipos de inteligencia. Alguien puede ser muy brillante en algún aspecto y
un perfecto mastuerzo en todo lo demás. O al revés. Como es lógico, tendemos a
mostrarle al mundo nuestra mejor cara, así que solemos exponer nuestras habilidades
intelectuales y ocultar, en lo posible, nuestras carencias. Por eso hay
escritores que siempre van por la vida de literatos, pintores para los que todo
es estética, o ingenieros que sólo ven números. Si alguien destaca en algo, se
envuelve en ello. Y así disimula que, en el fondo, es muy probable que sea
idiota.
En lo que he escrito hasta ahora
resulta fácil detectar un torticero uso de la tercera persona. Vengo a decir: “La
gente es tonta y no se da cuenta”. Pero cuando digo u oigo decir eso, me viene
a la cabeza el texto de unas vallas publicitarias situadas en las autopistas de
entrada a Londres: “No estás en un atasco. Eres parte del atasco”. Porque,
teniendo en cuenta el efecto Dunning-Kruger, ¿cómo sé que yo no soy tonto?
¿Cómo lo sabéis vosotros?
Si examino mi vida, me abruma la
cantidad de tonterías que he cometido. Desde que era niño hasta ahora; no he
parado de hacer el tonto. De hecho, no sé ni cómo he podido llegar a mi
avanzada edad con una situación personal más o menos acomodada. Lo más lógico
sería que estuviese recogiendo cartones (y recogiéndolos mal). Vale, puede ser
un error de perspectiva; sólo tengo en cuenta los fallos y no los aciertos.
Pero, aun así, creo que en mi trayectoria vital hay cierto sesgo de estupidez.
Y no, no voy a poner ejemplos; tampoco es cuestión de avergonzarme.
Pero, claro, algunas cosas las hago
bien; hay actividades en las que sobresalgo de la media. Y en eso me refugio;
de esa manera engaño a la gente haciéndola creer que soy más listo de lo que en
realidad soy. Pero, ¿qué pasa con los demás aspectos de mi personalidad?
Aceptemos el modelo de las “inteligencias
múltiples”. Hay quienes las cifran en doce o más, pero me ceñiré al modelo
clásico de Gardner, que las circunscribe a ocho. Voy a puntuarme en cada una de
ellas del cero al diez.
1. Inteligencia lógica. Seré
generoso y me endosaré un 7.
2. Inteligencia lingüística. Presuntuosamente me pondré un 8.
3. Inteligencia corporal. Es decir,
habilidades cinestésicas como los bailarines o los atletas. Como tengo dos pies
izquierdos, voy a ponerme un 2.
4. Inteligencia musical. Un 1,
porque el cero queda feo.
5. Inteligencia espacial. Un 6
pelado.
6. Inteligencia naturalista. La
capacidad de entender y moverte por la naturaleza. Me pondré un 2, porque al menos
puedo distinguir un pato de una trucha.
7. Inteligencia interpersonal. La
capacidad de entender a las personas y empatizar con ellas. Aquí la cosa es
compleja, porque puedo entender a la gente, incluso empatizar; pero no siempre
me comporto en consecuencia. Me pondré un receloso 6.
8. Inteligencia Intrapersonal. El
conocimiento de uno mismo. Un 6 y voy que ardo.
La nota media que obtengo es de 4’7.
Eso significa que soy un tonto “fronterizo”. O, dicho de otra forma, que tengo
la suficiente inteligencia para ser consciente de las tonterías que hago, pero
no la necesaria para evitar cometerlas. Todo un drama. Sin embargo, eso podría
ser una consecuencia del efecto Dunning-Kruger, porque también funciona al
revés. Es decir, que las personas medianamente listas e informadas saben lo
suficiente como para darse cuenta de que hay muchas cosas que ignoran, y se
infravaloran. Así que a lo mejor no soy tan tonto como creo… Aunque alguien
dijo que la verdadera inteligencia consiste en dominar el temperamento, y en
eso soy un desastre.
En el fondo, ¿no hemos sido todos
bobos en alguna ocasión? ¿No lo somos en ciertos aspectos de nuestra vida?
Igual que existen varias formas de inteligencia, existen diversos tipos de
tontería; y sería presuntuoso negar que alguna de esas variantes nos afecta. Seamos
sinceros; mirémonos a un espejo y reconozcamos que, en mayor o menor medida, la
estupidez forma parte de nuestra naturaleza.
Supongo que la mejor forma de
sobrellevar la certeza de la propia tontería consiste en encontrar algo, en uno
mismo, que la compense. Yo no me tengo en gran estima. Creo que hay muchas
cosas en mí manifiestamente mejorables, y que poseo una insidiosa propensión a
hacer el capullo. Sin embargo, hay dos características mías que me gustan lo
suficiente como para compensar, al menos en lo que a mí respecta, mis múltiples
carencias: la imaginación y el sentido del humor. Con eso me basta para ir
tirando.
¿Y vosotros? ¿Sois muy listos?
Seguro que sí; pero recordad que cuanto mejor os valoréis, más probable es que
estéis siendo víctimas del efecto Dunning-Kruger.