Como los merodeadores habituales de Babel saben, me encanta Halloween. No es la primera vez que lo digo, y si alguien quiere conocer mis razones no tiene más que buscar en entradas antiguas correspondientes a esta fecha. Pero es que este año, amigos míos, tengo un motivo más para celebrar esta fiesta.
Recientemente, el obispo de Sigüenza-Guadalajara, don José Sánchez, ha dicho que "costumbres paganas como ésta" pueden hacer desaparecer costumbres cristianas "arraigadas y beneficiosas". Añadió que se puede "correr el riesgo de que, a impulsos del comercio, del consumo y de la moda, costumbres como ésta, paganas, importadas, prevalezcan y hasta desplacen costumbres cristianas como la devoción a los santos y la oración por los difuntos". Ya el año pasado alzaron los obispos sus voces contra Halloween. En concreto, Joan María Canals, director del Secretariado de la Comisión Episcopal de Liturgia, advirtió en una entrevista que Halloween "no es inocente, pues tiene un trasfondo de ocultismo y de otros tipos de corrientes que dejan su huella de anticristianismo".
Una de las acusaciones más generalizadas que se le hacen a Halloween es que se trata de una fiesta “importada”. No como, por ejemplo, nuestra autóctona Navidad, donde celebramos algo tan español como el nacimiento de un judío en un remoto lugar de Oriente Medio. Y lo celebramos poniendo belenes, tan nuestros, tan españoles... aunque procedan de Nápoles. Otra queja de los obispos es que Halloween pretende suplantar al día de todos los santos (el 1 de noviembre) y al día de los fieles difuntos (el 2 de noviembre), lo cual es falso por dos poderosos motivos. En primer lugar porque Halloween se celebra la noche anterior al día de todos lo santos, no ese mismo día. En segundo lugar porque fue la Iglesia quien fijó el día de los difuntos el 2 de noviembre (en concreto, lo hizo el papa Gregorio III en el siglo VIII) para sustituir a la arraigada festividad celta de Samhain, que es el origen de Halloween. Fue la Iglesia quien prohibió las festividades paganas milenarias sustituyéndolas por fiestas importadas o, simplemente, inventadas.
Por último, que nadie piensa que Halloween se ha impuesto a base de marketing o a por la ingerencia cultural de EE UU a través del cine y la TV, porque es falso. Vamos a ver: el origen de todo esto es Samhain, una festividad celta extendida por media Europa. Al imponerse el cristianismo, Samhain se adaptó a los tiempos convirtiéndose en Halloween (que en inglés antiguo significa “víspera de todos los santos”), así que, paradójicamente, Halloween es un sincretismo católico. Durante la Edad Media, Halloween se celebraba en muchos lugares de Europa, incluyendo a España. La opresión del cristianismo acabó erradicando Halloween de la mayor parte de los países, salvo de las Islas Británicas, donde siguió celebrándose. En el siglo XIX, los emigrantes irlandeses introdujeron Halloween en Estados Unidos y se popularizó rápidamente. Y luego, en el siglo XX, volvimos a oír hablar de Halloween a través de las películas y los telefilmes norteamericanos.
Pero esa “ingerencia cultural” yanqui no bastó para implantar la fiesta entre nosotros. Eso ocurrió después, a partir de los años ochenta, y fue algo totalmente espontáneo. La cosa es muy sencilla: los colegios norteamericanos y británicos que hay en España, sobre todo en Madrid y Barcelona, celebraban Halloween. Y los niños españoles de otros colegios contemplaron lo que hacían los niños de esos liceos y les encantó. Y comenzaron a imitarles, y poco a poco todos los colegios empezaron a incluir Halloween entre sus actividades lúdicas, y luego el asunto se extendió por toda España y... vale, finalmente el marketing se ha apropiado de Halloween, pero joder ¿acaso el marketing no se apropia de cualquier cosa que pueda dar pasta? Si renunciáramos a todo aquello que ha sido fagocitado por el marketing no podríamos ni leer, ni ir al cine, ni limpiarnos el trasero siquiera.
En resumen: Halloween se ha impuesto entre nosotros porque es una fiesta divertidísima para los niños, así de simple. Paraos un momento a pensarlo, imaginaos que volvéis a tener nueve o diez años y hay un día al año en que os disfrazáis de monstruos y os dejan salir de noche, y dais sustos a la gente, y recolectáis golosinas, y gastáis bromas... ¿no os gustaría algo así? A mí, desde luego, me habría encantado. ¿Y qué es lo que propone la Iglesia a cambio? Ir a rezar a los cementerios; no veas tú qué juerga.
Los obispos reprueban Halloween, lo cual hace que mi cariño por esa fiesta no haga más que aumentar. Mis hijos ya han crecido y no necesitan caretas para demostrarme que son unos vampiros chupasangre (es broma), pero me sigue encantando el brillo en los ojos de los hijos de mis vecinos cuando tocan a mi puerta gritando ¡truco o trato!, y por eso compré ayer un montón de golosinas. ¿Queréis ositos de goma, regaliz rojo, caramelos de melón, moras, marshmallows o lacasitos? Pues no tenéis nada más que llamar esta noche a mi puerta disfrazados de zombis o de brujas. Todo monstruo será bienvenido.
¿Halloween es una fiesta pagana? Claro, eso es lo bueno.
¡Feliz Halloween/Samhain, amigos!
sábado, octubre 31
martes, octubre 27
La Hoz de Beteta
El pasado fin de semana he visitado uno de los lugares más bellos y desconocidos de España: la Hoz de Beteta, en la Serranía de Cuenca. Se encuentra al norte de la provincia, entre las localidades de Beteta y Puente Vadillos, y abarca un tramo de unos seis kilómetros en los que la carretera sigue el trazado del río Guadiela.
La Hoz de Beteta debe de ser impresionantemente bella en cualquier momento, pero ahora, en otoño, te quita el aliento. La vegetación, muy abundante, adopta todas las gamas del verde, el amarillo y el ocre, con brochazos naranjas y rojos, los farallones de caliza parecen esqueletos de bestias fabulosas y el agua, pese a la ausencia de lluvias, corre por todas partes. Es un lugar increíble, y más increíble resulta lo poco que se le conoce.
Cerca de allí está la Laguna del Tobar, la Hoz de Priego (similar a la de Beteta, pero más pequeña) o el nacimiento del río Cuervo, aunque lo cierto es que toda la zona es una maravilla. Además, se come muy bien y a buen precio y la gente es de lo más amable. Así que, si no tenéis nada mejor que hacer el próximo fin de semana (y si no vivís demasiado lejos de allí), os sugiero que os deis un paseo por esa zona; pero no lo dejéis para más tarde, porque es ahora cuando los colores del otoño llenan de magia ese lugar extraordinario. Hacedme caso; me lo agradeceréis.
La Hoz de Beteta debe de ser impresionantemente bella en cualquier momento, pero ahora, en otoño, te quita el aliento. La vegetación, muy abundante, adopta todas las gamas del verde, el amarillo y el ocre, con brochazos naranjas y rojos, los farallones de caliza parecen esqueletos de bestias fabulosas y el agua, pese a la ausencia de lluvias, corre por todas partes. Es un lugar increíble, y más increíble resulta lo poco que se le conoce.
Cerca de allí está la Laguna del Tobar, la Hoz de Priego (similar a la de Beteta, pero más pequeña) o el nacimiento del río Cuervo, aunque lo cierto es que toda la zona es una maravilla. Además, se come muy bien y a buen precio y la gente es de lo más amable. Así que, si no tenéis nada mejor que hacer el próximo fin de semana (y si no vivís demasiado lejos de allí), os sugiero que os deis un paseo por esa zona; pero no lo dejéis para más tarde, porque es ahora cuando los colores del otoño llenan de magia ese lugar extraordinario. Hacedme caso; me lo agradeceréis.
sábado, octubre 17
Aplauso
Dicen que el principal defecto de los españoles es la envidia. No sé si esto es cierto, pues los españoles tenemos tantos defectos que elegir el mayor de ellos se me antoja complicado; no obstante, no cabe duda de que somos un país de envidiosos. Y mira que ese es un pecado estúpido, porque, por ejemplo, con la gula o la lujuria al menos te lo pasas bien, pero con la envidia lo único que consigues es una úlcera.
Supongo que la razón de que seamos tan envidiosos reside a la larga tradición de mediocridad de nuestro pueblo; una tradición de, al menos, cuatrocientos años que se vio sustancialmente reforzada durante la dictadura de ese tipo bajito, panzón y ridículo que ahora no me acuerdo cómo se llamaba. El caso es que los mediocres sólo aceptan vivir en la mediocridad y no soportan que nadie ni nada sobresalga. Son como una tribu de pigmeos en la que sólo se pudiera medir un metro cuarenta o menos, y si alguien es más alto se le corta la cabeza. En eso somos expertos: en cortar cabezas. Por ejemplo, cuando en nuestro mediocre ámbito cultural surge un creador capaz de aunar calidad y popularidad, nuestra inteligentsia se apresura a afilar la guillotina. Ese es el caso, por ejemplo, de Alejandro Amenábar.
Recuerdo que cuando vi Tesis saqué dos conclusiones. La primera, que se trataba de una historia muy poco creíble. La segunda, que estaba cojonudamente narrada (tanto que, mientras las veías, te tragabas sin rechistar la increíble historia). Abre los ojos no hizo más que confirmarme que Amenábar es un extraordinario narrador y con Los otros llegué a la conclusión de que, dejando aparte a Víctor Erice, se trata con diferenciadel mejor narrador de nuestro cine. Incluso me gustó Mar adentro, que mira que es tramposa... El problema es que Amenábar no sólo me gusta a mí, sino a muchísima gente, y ha ganado muchos Goyas, y un Oscar, y sus películas son muy taquilleras, y ha trabajado con estrellas de Hollywood... En fin, demasiadas afrentas para nuestra mediocre élite cultural.
Así que, de unos años a esta parte, se ha ido desarrollando en España una reducida, pero ruidosa, corriente anti-Amenábar que con el estreno de su última película parece haberse consolidado definitivamente. De Ágora he oído y leído decir que era correcta, pero fría, que era un film megalómano, que estaba vacío, que carecía de frescura...
Hace un par de semanas, fui a ver Ágora. Me gustó. Mucho. Y, lejos de parecerme una película fría, me emocionó como pocas películas me han emocionado. Aunque, eso sí, la clase de emoción que me provocó no es la usual, sino una especie de emoción-intelectual que, si andas un poco despistado, puedes confundir con frialdad. En cuanto a si es o no un espectáculo vacío... Sin duda es un espectáculo (no deja de ser un peplum), tan bien narrado como todas las obras de su director, pero de ninguna manera está vacío. De hecho, cada una de sus imágenes está en función de un mensaje que no por sencillo deja de ser extraordinariamente importante: el enfrentamiento entre la razón y el fanatismo, la colisión entre ciencia y superstición. A decir verdad, Ágora trata precisamente de aquello en lo que creo más fervientemente: que la razón, la inteligencia, es el único camino noble y recto para el ser humano, y que la irracionalidad siempre es peligrosa y potencialmente destructiva.
No voy a hacer una crítica de la película, pero me gustaría señalar uno de sus grandes aciertos: esos planos cenitales que, en ocasiones, se alejan tanto que la cámara sale al espacio exterior y nos muestra el planeta Tierra en la inmensidad del cosmos. Esos planos modifican nuestro punto de vista y nos revelan que la película no trata en realidad sobre una mujer en una remota ciudad de la antigüedad, sino de algo mucho más amplio que nos afecta a todos en cualquier momento y en cualquier lugar.
Es cierto que la película tiene trampas (¿qué obra narrativa no las tiene?). Por ejemplo, como señala Luis Manuel Ruiz en su excelente blog, los filósofos que aparecen en el film son encantadores y dan ganas de abrazarlos a todos (particularmente a Rachel Weisz, una de mis debilidades), mientras que los cristianos parecen sacados de una película de terror. No obstante, conviene recordar que la película está basada en hechos históricos, y es cierto que los cristianos arrasaron la biblioteca de Alejandría, y que cometieron matanzas, y que se adueñaron de la ciudad, y que mataron y descuartizaron a Hipatia. Todo eso es auténtico. No debemos olvidar que gran parte de la historia del cristianismo parece escrita a dos manos por Edgar Alan Poe y Richard Laymon.
Por último, me gustaría contaros una anécdota. Fui a ver Ágora (con Pepa y nuestro hijo Pablo) al Kinépolis. La sala estaba llena. Al final de la película, tras un silencio, el público comenzó a aplaudir, y yo me sumé al aplauso. Pues bien, hay algo de lo que estoy seguro: la gente aplaudía a una buena película, sí, pero sobre todo aplaudía al mensaje de esa película. Y eso, ese espontáneo aplauso, me emocionó tanto o más que el film, pues me hizo concebir la esperanza de que no todo está perdido para nosotros, los torpes, estúpidos y patéticos seres humanos.
Supongo que la razón de que seamos tan envidiosos reside a la larga tradición de mediocridad de nuestro pueblo; una tradición de, al menos, cuatrocientos años que se vio sustancialmente reforzada durante la dictadura de ese tipo bajito, panzón y ridículo que ahora no me acuerdo cómo se llamaba. El caso es que los mediocres sólo aceptan vivir en la mediocridad y no soportan que nadie ni nada sobresalga. Son como una tribu de pigmeos en la que sólo se pudiera medir un metro cuarenta o menos, y si alguien es más alto se le corta la cabeza. En eso somos expertos: en cortar cabezas. Por ejemplo, cuando en nuestro mediocre ámbito cultural surge un creador capaz de aunar calidad y popularidad, nuestra inteligentsia se apresura a afilar la guillotina. Ese es el caso, por ejemplo, de Alejandro Amenábar.
Recuerdo que cuando vi Tesis saqué dos conclusiones. La primera, que se trataba de una historia muy poco creíble. La segunda, que estaba cojonudamente narrada (tanto que, mientras las veías, te tragabas sin rechistar la increíble historia). Abre los ojos no hizo más que confirmarme que Amenábar es un extraordinario narrador y con Los otros llegué a la conclusión de que, dejando aparte a Víctor Erice, se trata con diferenciadel mejor narrador de nuestro cine. Incluso me gustó Mar adentro, que mira que es tramposa... El problema es que Amenábar no sólo me gusta a mí, sino a muchísima gente, y ha ganado muchos Goyas, y un Oscar, y sus películas son muy taquilleras, y ha trabajado con estrellas de Hollywood... En fin, demasiadas afrentas para nuestra mediocre élite cultural.
Así que, de unos años a esta parte, se ha ido desarrollando en España una reducida, pero ruidosa, corriente anti-Amenábar que con el estreno de su última película parece haberse consolidado definitivamente. De Ágora he oído y leído decir que era correcta, pero fría, que era un film megalómano, que estaba vacío, que carecía de frescura...
Hace un par de semanas, fui a ver Ágora. Me gustó. Mucho. Y, lejos de parecerme una película fría, me emocionó como pocas películas me han emocionado. Aunque, eso sí, la clase de emoción que me provocó no es la usual, sino una especie de emoción-intelectual que, si andas un poco despistado, puedes confundir con frialdad. En cuanto a si es o no un espectáculo vacío... Sin duda es un espectáculo (no deja de ser un peplum), tan bien narrado como todas las obras de su director, pero de ninguna manera está vacío. De hecho, cada una de sus imágenes está en función de un mensaje que no por sencillo deja de ser extraordinariamente importante: el enfrentamiento entre la razón y el fanatismo, la colisión entre ciencia y superstición. A decir verdad, Ágora trata precisamente de aquello en lo que creo más fervientemente: que la razón, la inteligencia, es el único camino noble y recto para el ser humano, y que la irracionalidad siempre es peligrosa y potencialmente destructiva.
No voy a hacer una crítica de la película, pero me gustaría señalar uno de sus grandes aciertos: esos planos cenitales que, en ocasiones, se alejan tanto que la cámara sale al espacio exterior y nos muestra el planeta Tierra en la inmensidad del cosmos. Esos planos modifican nuestro punto de vista y nos revelan que la película no trata en realidad sobre una mujer en una remota ciudad de la antigüedad, sino de algo mucho más amplio que nos afecta a todos en cualquier momento y en cualquier lugar.
Es cierto que la película tiene trampas (¿qué obra narrativa no las tiene?). Por ejemplo, como señala Luis Manuel Ruiz en su excelente blog, los filósofos que aparecen en el film son encantadores y dan ganas de abrazarlos a todos (particularmente a Rachel Weisz, una de mis debilidades), mientras que los cristianos parecen sacados de una película de terror. No obstante, conviene recordar que la película está basada en hechos históricos, y es cierto que los cristianos arrasaron la biblioteca de Alejandría, y que cometieron matanzas, y que se adueñaron de la ciudad, y que mataron y descuartizaron a Hipatia. Todo eso es auténtico. No debemos olvidar que gran parte de la historia del cristianismo parece escrita a dos manos por Edgar Alan Poe y Richard Laymon.
Por último, me gustaría contaros una anécdota. Fui a ver Ágora (con Pepa y nuestro hijo Pablo) al Kinépolis. La sala estaba llena. Al final de la película, tras un silencio, el público comenzó a aplaudir, y yo me sumé al aplauso. Pues bien, hay algo de lo que estoy seguro: la gente aplaudía a una buena película, sí, pero sobre todo aplaudía al mensaje de esa película. Y eso, ese espontáneo aplauso, me emocionó tanto o más que el film, pues me hizo concebir la esperanza de que no todo está perdido para nosotros, los torpes, estúpidos y patéticos seres humanos.
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