viernes, octubre 31

Colegas

Hace uno años, en el 2003, Espasa publicó el Diccionario de Literatura Española de Jesús Bregante. Ese libro tenía una peculiaridad que nadie, salvo yo, advertí: en sus páginas aparecían por primera vez juntos dos escritores, padre e hijo. José Mallorquí y su vástago menor César Mallorquí; o sea, papá y yo. Recuerdo con absoluta nitidez el momento en que lo descubrí. Era diciembre, a última hora de la tarde; me encontraba en la librería del Corte Inglés de Castellana, vi la pila de diccionarios, cogí uno y busqué mi apellido. No me buscaba a mí, sino a mi padre (generalmente ignorado por esta clase de libros al ser un escritor dedicado a la literatura popular), pero de pronto, en la página 534, distinguí mi nombre, y justo debajo el nombre de mi padre. De repente, sentí una impresión muy extraña, como cuando un súbito cambio de perspectiva te hace contemplar lo que estás viendo de forma diferente.

Me di cuenta de que mi padre y yo éramos colegas. Si él viviese, podríamos sentarnos a charlar sobre nuestro común oficio mientras compartíamos unas Pepsi Colas. Parece una tontería, pero jamás lo había pensado. Y pensarlo me hizo sentir bien, me hizo sentirme más próximo a mi padre, porque comprendí que no sólo estábamos unidos por un común apellido y unos cuantos genes, sino también por un oficio y, ahora, por un diccionario. Me gustó ver nuestros nombre ahí, juntos, como dos amigos paseando por un campo de letras.

Ahora permitidme que os hable de la madrileña Cuesta de Moyano. En realidad, se llama Claudio Moyano y es una calle (en cuesta) que va desde Alfonso XII hasta el Paseo del Prado en su intersección con Atocha. Es un lugar muy hermoso, pues en su parte más alta está el parque del Retiro y la calle discurre entre el Jardín Botánico y el ajardinado recinto del antiguo Ministerio de Agricultura. También es un lugar muy entrañable, pues en la Cuesta de Moyano están, desde 1925, las 31 casetas de la “feria permanente del libro de ocasión”. Es uno de mis lugares preferidos de Madrid; allí, cuando era un chaval, iba todos los sábados, a la caza de viejos libros de ciencia ficción. Era una especie de ritual que mantuve durante toda mi adolescencia; los sábados por la mañana recorría las casetas de Moyano, buscando tesoros ocultos y enrollándome con los libreros amigos; luego, a primera hora de la tarde, justo después de comer, me iba a ver alguna película. Literatura y cine, mis dos amores de siempre; o dos de las facetas de mi monógama, o quizá monólatra, pasión por la narrativa.

Pues bien, hace unas semanas, la encantadora Miwok, fiel merodeadora de Babel, se fue a dar una vuelta por la Cuesta de Moyano y, en el tenderete de una de las casetas, vio algo que le llamó la atención. De hecho, no sólo lo vio, sino que lo fotografió y colgó la fotografía en su blog TEMPUS FUGIT (TRUSTNo1) . Yo he tomado prestada esa foto (gracias, Miwok); es la que aparece encabezando este post.

Ahí estamos otra vez mi padre y yo juntos, el uno al lado del otro, reposando en el limbo de las lecturas de segunda mano. Aunque en realidad quienes están ahí son nuestros hijos, Don César de Echagüe y Carmen Hidalgo; me encanta que se haya conocido. Parecen dos amigos nadando en un océano de libros.

Qué post más tonto, ¿verdad? Ni tiene gracia ni dice nada interesante. Creo que es un post dedicado a mí mismo; disculpad las molestias.

Son las once de la mañana y dentro de un rato Pepa y yo saldremos de viaje. Hace meses que teníamos previsto pasar este fin de semana en Estella, un maravilloso pueblo navarro cercano a Pamplona y a la sierra de Urbasa; el tiempo es de perros, no deja de llover, pero aún así iremos. Nos apetece ver, oler, sentir el otoño, aunque se haya disfrazado de invierno. Nuestro hijo Óscar está en Finlandia y nuestro hijo Pablo se fue ayer a Barcelona para darse un garbeo por el Salón del Manga. Espero que todos -incluidos vosotros- lo pasemos bien.

Ah, hoy es Halloween. Me encanta esta fiesta, por muy foránea que sea (es una tradición irlandesa, no yanqui); me gusta ver cómo se divierten los niños jugando con la muerte y el horror, me gustan las calabazas/calavera, me gusta esta especie de santoral gore. Pero ya he hablado otros años acerca de esto, así que me limitaré a desearos, amigos míos, un feliz y terrorífico Halloween.

Sed malos.

lunes, octubre 27

Ocasiones perdidas

Contemplad la imagen que levita por encima de estas líneas; ¿no os entran ganas de postraros ante ese tipo? ¿No le saludaríais agitando ramas de palma al cruzároslo por la calle? ¿Si le vierais caminar sobre las aguas no pensarías: “coño, es lo suyo”? En el caso de que tuvierais lepra, ¿no acudiríais a él antes que a quienes quieran que sean los médicos que se ocupan de la lepra? Si os poseyeran un par de demonios, ¿no pediríais hora en su consulta? Y, lo más importante, ¿no venderíais todo lo que tenéis para entregarle gozosos la pasta así obtenida con el fin de granjearos la salvación eterna? El que haya respondido negativamente a alguna de estas preguntas es un rojo y un ateazo indigno de escuchar MI PALABRA. Ah, fariseos, que sois todos unos fariseos...

El tipo de arriba soy yo. No sé cuántos años tenía cuando fui así inmortalizado en sales de plata, pero desde luego menos de veintidós (luego explicaré por qué). Probablemente veintiuno; quizá veinte. La foto me la hizo mi hermano, Big Brother, hace casi treinta y cinco años; creo que desde entonces no la había vuelto a ver. Pero el pasado viernes, mi hermano la encontró y me la mandó como archivo adjunto a un e-mail. Su texto decía: “Por si visto el éxito de tu blog decides crear una secta, ahí va una foto para banderines de enganche. BB”.

Coño, tiene toda la razón. Contemplad esa foto; olvidaos de la larga cabellera y de la barba, que eso es atrezzo fácilmente imitable, y fijaos en la mirada, en esa bobalicona expresión de bondad infinita, la vista perdida, los ojos claros y despejados, el rostro medio girado hacia el cielo, como esperando que las nubes se abran y un palomo baje de las alturas para posarse en mi hombro. Es el rostro de quien ha alcanzado la iluminación y la gracia; o de quien se ha fumado un canuto bien cargadito (conociéndome, apuesto doble contra sencillo por la segunda opción). Perece una de esas estampitas edulcoradas que las beatas usan como punto de lectura en sus misales. “San Bernardino de Antioquía, eremita y mártir. Tras pasar veinte años en el desierto a la pata coja sobre una columna, padeció suplicio por orden de Nerón al ser repetidamente sodomizado por una trouppe de osos germanos en las arenas del circo”. La foto reflejaría la expresión que se me puso cuando iba por el sexto oso.

Pero no, qué coño santos; hay que pensar a lo grande. Si os encontrarais de repente con un tipo como el de la foto, ¿no os entrarían ganas de hincaros de rodillas y exclamar: ¡Parusía, Parusía!? Vale, ya sé que no, porque sois unos moros y unos descreídos y no tenéis ni puta idea de lo que es la Parusía. La segunda venida de Cristo, eso es la Parusía. Y no podréis negar que el parecido con Jesús es notable, ¿eh? Joder, me falta el halo, y eso con un neón se suple fácilmente. En fin, ¿os podéis imaginar la pasta que podría haberle sacado a mi aspecto? Si Amparo Cuevas (ver foto), la vidente de El Escorial que chatea con la Virgen cada dos por tres, tiene seguidores con esa estampa de verdulera que se marca, yo podría haber arrastrado multitudes.

Pero la cagué; era joven y no supe valorar mis posibilidades. Me corté el pelo. Aunque tenía dos buenas razones para hacerlo.

Veréis, por aquel entonces yo vivía en el centro de Madrid, en el número 23 de la calle Españoleto. Allí, haciendo esquina con Zurbano, estaba (y sigue estando) la embajada de Suecia. Pues bien, corría el año 1975; en julio, el FRAP (Frente Revolucionario Antifascista y Patriota) se había cargado a un policía, de modo que todas las fuerzas de seguridad/represión se hallaban en estado de alerta y muy cabreadas. Entre las medidas que se tomaron estaba la de reforzar la seguridad de las embajadas, así que frente a la delegación diplomática de Suecia siempre había un par de grises (los polis de la época) y un coche patrulla camuflado. Y mi casa estaba muy cerca, casi enfrente, de esa embajada. Esto se traducía en que indefectiblemente, cada vez salía de casa o llegaba a ella, los policías que vigilaban la embajada sueca decidían pasar el rato encañonándome con sus armas, pidiéndome la documentación y mirándome con cara de estar deseando que una trouppe de oso nazis me sodomizara. Todos los días, sin excepción, aunque ya me hubieran pedido veinte veces el DNI, sólo por matar el tiempo y tocarme las pelotas. Una mañana, aparqué frente a mi casa y, justo cuando apagaba el motor, un poli histérico introdujo su metralleta por la ventanilla, me incrustó el cañón en la cabeza, por entre mis luengas guedejas, y me pidió a gritos el carné. Me dio un susto de muerte.

Y claudiqué; estaba harto de que me detuvieran; además, el día menos pensado se le iba a escapar un tiro a uno de esos descerebrados con uniforme. Esa misma tarde fui a la peluquería, me corté el pelo, me recorté la barba y se acabó: desde entonces, no volvieron a amenazarme con sus armas ni a exigirme el DNI, ni una sola vez más. Por eso sé que en la foto tengo menos de veintidós años; porque a esa edad dejé de ser un greñudo.

Supongo que pensaréis que fui un caguetas, que me sometí al sistema, que renuncié a mi aspecto hippy porque en realidad nunca fui un auténtico rebelde, que doblé la testuz y lamí las botas del tirano. Pues sí, tenéis razón; pero estaba hasta las narices de que me detuviera la poli, qué queréis que os diga. Además, tenía una buena excusa, la segunda razón para cortarme el pelo: me estaba quedando calvo (advertir entradas en la foto) y los cabellos largos aceleran la pérdida de pelo. Al final dio igual, porque me quedé calvo de todas formas, pero al menos eso me proporcionó un buen argumento para engañarme a mí mismo pensando que no me había vencido el sistema, sino la alopecia.

En cualquier caso, aquél fue el final de mi semejanza con Jesucristo y bloqueó toda posibilidad de que me hiciera rico como líder carismático de una secta. Ahora ya no me parezco ni remotamente al buen Jesús; en realidad, me parezco un poco a Buda, pero a un Buda cabreado, lo que no da mucho margen de juego religioso. Qué le vamos a hacer...

Del tipo de la foto sólo queda eso, una fotografía. Y una profunda melancolía, la nostalgia de lo que se fue para no volver jamás. Y perplejidad: no recordaba tener esa mirada de gilipollas.

lunes, octubre 20

Futuro

Mi hijo mayor, Óscar (21 tacos, 1’88 de estatura, ojos azules; todo un bellezón, como su padre), está cursando el 4º curso de la carrera (ADE) en Finlandia gracias a una beca Erasmus. Vive en un piso para estudiantes de Jyvaskyla, una ciudad universitaria situada más o menos en el centro del país. Se lo está pasando de puta madre, el muy cabrón; la verdad es que me da envidia. Imaginaos un barrio residencial enteramente ocupado por estudiantes de toda Europa, todos de entre veinte y veintitrés años de edad, todos con el sistema endocrino a pleno rendimiento y todos con entusiastas ganas de juerga... No hace falta mucha imaginación para vislumbrar los resultados. Según me cuenta Óscar, siempre hay una fiesta en algún sitio, todos los días menos, al parecer, los miércoles y los domingos. El único error que cometió mi hijo fue irse allí con su novia Bea; y no lo digo por Bea, que es un encanto, sino porque su presencia le impide a Óscar poner a prueba el sistema endocrino practicando una suerte de panespermia europea (joder, qué rebuscado soy a veces diciendo las cosas).

Bueno, a lo que iba: hablábamos por teléfono con Óscar frecuentemente; pero, no sé por qué, el coste de las llamadas a móvil se reparte entre el llamado y el que llama. El caso es que mi hijo, que prefiere dejarse los euros en birras antes que en charlar con sus padres, nos sugirió que abriéramos una cuenta de Skype, y así no sólo podríamos hablar a través de Internet, sino también vernos. En fin, abrí la cuenta, compré una cámara web y un micrófono, los instalé y, junto con Pepa, disfrutamos de una videoconferencia con Óscar y Bea; el sonido desastroso, la imagen terrible, pero videoconferencia al fin y al cabo. Y eso me condujo en dos sentidos opuestos a la vez: hacia mi pasado y hacia el futuro.

Cuando tenía trece o catorce años (allá por mediados de los 60), yo era un pirado de la ciencia ficción, lo cual, inevitablemente, me conducía a pensar en cómo sería el siglo XXI, esa mítica cifra que, en el imaginario cienciaficcionesco de aquel entonces, trazaba la frontera del futuro. El tema me interesaba porque ese era un futuro que, razonablemente, yo iba a vivir; es decir, sería testigo de gran parte de las cosas que leía en mis queridas novelas de ciencia ficción. ¿Sabéis cómo me imaginaba ese futuro (es decir, nuestro ahora)? Pues contemplaba dos alternativas:

Alternativa 1- A comienzos del siglo XXI habría una estación orbital (con forma de rueda, por supuesto; eso ni se discutía), habría bases permanentes en la Luna, en Marte y, quizá, en alguna de las lunas de Júpiter, y los vuelos espaciales serían un asunto cotidiano. Tendríamos robots domésticos, se habría desarrollado la inteligencia artificial y viajaríamos en aviones supersónicos o en trenes ultrarrápidos suspendidos magnéticamente. Reconozco que nunca tuve claro lo de los coches voladores; bastante torpe es la gente desplazándose en dos dimensiones como para añadirles una más. En fin, las casas serían inteligentes, tendríamos aceras rodantes, habríamos contactado con seres extraterrestres, existirían mutantes con poderes psíquicos y, por supuesto, todo el mundo poseería videoteléfonos.

Alternativa 2- Mucho más sencilla: habría una guerra nuclear y la tecnología del siglo XXI sería la tecnología del sílex.

A decir verdad, a mediados de los 60, en plena Guerra Fría, la hipótesis más probable parecía la segunda; yo creo que contábamos con ello; la pregunta no era si iba a suceder, sino cuándo iba a suceder. Lo reconozco: pertenezco a una generación en el fondo frustrada por no haber sufrido una hecatombe nuclear.

Ahora vamos a revisar lo que queda de la Alternativa 1. Como una vez dijo Miquel Barceló (el editor), lo que ningún autor de ciencia ficción, ni nadie, pudo prever es que llegáramos a la Luna y, acto seguido, el programa espacial se interrumpiera, limitándose a colocar satélites en órbita y a mandar pequeñas sondas a los planetas del Sistema Solar. Ni bases lunares, ni bases en Marte, y de las lunas de Júpiter para qué hablar. En realidad, no hay naves espaciales, sino esa especie de chapuceros autobuses orbitales que son los transbordadores, y las cápsulas rusas de siempre. Y pronto ni eso; en 2010 se dejarán de usar los transbordadores, y los vehículos que los sustituirán no estarán listos hasta, con suerte, cuatro años más tarde. Así que Estados Unidos dejará de ser una potencia espacial y tendrá que alquilar cohetes rusos. ¿Quién podía imaginarse algo semejante en los años 60? Eso sí, tenemos una estación espacial; aunque en realidad se trata de una especie de deprimente mecano modular, semejante a una chabola si lo comparamos con la enorme y elegantísima rueda espacial (véase 2001) que uno esperaba.

Los únicos robots que hay son los industriales, pero no se parecen en nada a esos simpáticos (o terribles) artefactos, antropomorfos o no, que supuestamente nos harían la vida más sencilla (o más complicada, depende) bajo el mandato de las tres leyes de Asimov. No, todavía no hay nada parecido a un robot doméstico. Y aún estamos lejos de desarrollar la inteligencia artificial (¡no hay ningún HAL 9000 que pueda matarnos!). Y el único extraterrestre con el que hemos contactado es Michael Jackson, aunque la comunicación no ha sido posible. Las casas no se han vuelto inteligentes, sino carísimas; ya no hay aviones de pasajeros supersónicos y nunca fueron rentables; sólo encontraremos aceras rodantes en los aeropuertos. Y ni rastro de mutantes psíquicos desde que José María Aznar abandonó la política activa. Lo de los coches voladores, como era de prever, no ha prosperado lo más mínimo. Eso sí, ya tenemos videoteléfonos; están en los ordenadores y en los móviles, pero casi nadie los utiliza, porque funcionan como el culo y porque, reconozcámoslo, nadie tiene demasiado interés en verle la carota a su interlocutor.

En fin, cuando yo era un chaval pensaba que habría llegado al futuro en el momento que hubiera videoteléfonos disponibles. Pues bien, ya los hay y son una mierda que no sirve para nada. Genial; al final, el porvenir ha sido una estafa. Y yo que me imaginaba a mí mismo, con mi edad, cubierto de pieles en medio de un paisaje apocalíptico y cazando ratas mutantes a pedradas ; o bien de vacaciones en Marte con mi familia. Pero no; el mítico siglo XXI ha resultado ser una versión confusa del XX con remiendos de papel de plata. El nuestro es un futuro peor que malo; es cutre y mediocre, es un futuro de andar por casa.

Pero tenemos Internet. Y es curioso, porque ningún autor de ciencia ficción había previsto nada semejante; salvo, según Barceló, Murray Leinster en su relato Un lógico llamado Joe (1946), donde al parecer describe algo parecido a la Red o, cuando menos, a los ordenadores personales (no recuerdo el relato). Pero sí, Internet es lo único realmente asombroso de esta mierda de futuro que nos ha tocado vivir. No obstante, ¿cuáles son, con diferencia, los lugares más visitados de Internet? Premio: las páginas pornográficas. Es decir, la humanidad recibe un inesperado regalo tecnológico, un prodigio que cambiará el mundo, ¿y para qué lo utiliza fundamentalmente? Para hacerse pajas. Supongo que eso dice algo acerca de nuestra especie; por ejemplo, que no estamos tan lejos como creemos de aquellos primates del pleistoceno que pasaban el día encaramados a una rama, haciéndose pajas para matar el tiempo hasta que llegase el neolítico.

Sin duda, esos pitecantropus hubieran imaginado con agrado un futuro donde Internet pudiera facilitarles la práctica de su principal afición. Bueno, pues eso es lo que tenemos.

sábado, octubre 11

Imágenes y palabras

Supongo que no mucha gente sabe cómo funciona el Departamento Creativo de una agencia de publicidad. Se trata de una estructura muy poco piramidal que está coordinada por un Director Creativo y, quizá, por uno o más Directores Creativos Asociados. Por debajo hay varios grupos de trabajo cuyo número depende del tamaño de la agencia. El grupo de trabajo básico está compuesto por un Redactor (o Copy), que se ocupa de los textos, y un Director de Arte, que se ocupa de la imagen. En teoría, este tándem funciona de la siguiente manera: reciben por parte del Departamento de Cuentas los datos necesarios (briefing) para hacer un anuncio (supongamos que de prensa). Ambos creativos intercambian ideas (pelotean) y, finalmente, eligen una o dos posibilidades y las desarrollan. El Redactor se ocupará de escribir los textos (titular, cuerpo de texto, eslogan) y el Director de Arte de realizar los bocetos. Luego, discuten la creatividad con el grupo de cuentas y, por último, se presenta al cliente y se cruzan los dedos. Aunque la labor de los grupos creativos no acaba aquí, claro, pues luego queda toda la fase de producción, pero eso ahora no viene al caso.

He definido ese modo de trabajo como “teórico”, porque la realidad suele ser más compleja y confusa. Con frecuencia los redactores sugieren imágenes y los directores de arte textos, a veces todo se hace conjuntamente, o hay aportaciones externas, o todo lo hace uno, o incluso nadie hace nada. Cada grupo es un mundo. Pero, antes de seguir, vamos a aclarar algo: durante la fase de intercambio de ideas, de peloteo, no se busca encontrar anuncios completos, sino las ideas-germen de esos anuncios, lo que suele llamarse el “concepto creativo”. Voy a poner el ejemplo de un viejo y brillante anuncio de 1991 (no es mío, sino de Toni Guasch y su equipo). Un grupo creativo recibe el encargo de desarrollar un spot de TV para el Volkswagen Golf GTI, un coche muy potente y rápido. Se ponen a darle vueltas al asunto, pelotean ideas y, de pronto, a alguien se le ocurre lo siguiente: “A ti (consumidor) siempre te ha gustado llegar el primero a los sitios, como demuestra el hecho de que el espermatozoide que te engendró fue el primero en alcanzar el óvulo, de modo que tu coche es el Golf GTI”. Ya está, esa bobada es el concepto creativo que contiene el germen de un gran spot. Por supuesto, luego hay que darle forma, y gran parte de la brillantez dependerá precisamente de la forma que se escoja; pero el concepto básico está enteramente contenido en la anterior frase entrecomillada (si queréis ver el anuncio terminado, pinchad AQUÍ).

Los mejores anuncios son aquellos que parten de un gran concepto creativo; de hecho, aquellos anuncios que son sólo pura imagen, sin concepto, se denominan “ejecucionales” y suelen ser contemplados con cierto desdén por los publicitarios. Pues bien, por lo general los redactores son mejores conceptualizadores que los directores de arte. Por supuesto, hay montones de excepciones, muchos directores de arte que conceptualizan de maravilla y muchos redactores torpes a la hora de buscar ideas; pero estadísticamente, los redactores producen más y mejores conceptos que los directores de arte. ¿Por qué?

Voy a aventurar una respuesta. Los redactores trabajan con las palabras, y las palabras son símbolos, abstracciones que representan conceptos. Por el contrario, los directores de arte trabajan con imágenes, y las imágenes son siempre concretas. Una imagen es lo que es y se presta a un número limitado de interpretaciones; sin embargo, las palabras, con su polisemia, con sus valores denotativos y connotativos, con su lógica difusa que tiende a la metáfora, las palabras, insisto, ofrecen un amplio abanico de interpretaciones. Son como arcilla, una materia informe y abstracta que, debidamente manipulada, permite obtener figuras concretas. Así pues, los cerebros de los redactores y los directores de arte se orientan en sentidos distintos; unos están conformados para trabajar con símbolos lingüísticos, con abstracciones, y otros para trabajar con imágenes concretas. Ahora bien, dado que la base del proceso creativo es la conceptualización, una actividad abstracta, parece lógico pensar que la realizarán con más acierto aquellos cerebros que estén mejor “cableados” para realizar procesos abstractos; es decir, los de los redactores. Me apresuro a insistir en que estoy hablando de una tendencia, de una generalización; ya sé que hay múltiples excepciones.

¿A qué viene todo esto? Pues a que el sábado pasado fui a Arte 9 para comprar un par de cómics: el tercer tomo del Lost Girls de Alan Moore, y Wanted de Mark Millar. Mientras regresaba a casa con mis dos álbumes en una bolsa, caí en la cuenta de que no había ido a buscar las obras de Melinda Gebbie y J.G. Jones, los dibujantes, sino las obras de Moore y Millar, los guionistas. Entonces recordé que la “revolución” del cómic anglosajón que había tenido lugar en los 80 y 90 fue fruto precisamente de los guionistas (de guionistas británicos, por cierto).

Y es curioso, porque durante muchísimo tiempo los dibujantes fueron las estrellas de los tebeos. Vale, sí, había unos cuantos guionistas reputados, como por ejemplo Lee Falk, René Goscinny, Stan Lee o Germán Oesterheld; y también había magníficos dibujantes-guionistas, como Hergé, Will Eisner, Charles Schulz, Hugo Pratt o Hal Foster. Pero los astros indiscutibles eran los dibujantes: Alex Raymond, Jack Kirby, Steve Ditko, Neal Adams, John Buscema, Giraud-Moebius, John Romita, Jim Steranko, Joe Kubert, José Luis García López, Curt Swan, Bernie Wrightson, Milo Manara, Uderzo, John Byrne, Richard Corben... la lista es inmensa.

Digamos que en los tebeos primaba más la imagen que el guión. En Francia, por ejemplo, el mundo del cómic estuvo mucho tiempo liderado por la revista Pilote, dirigida por el genial guionista René Goscinny. A finales de los 70, un grupo de dibujantes criados a los pechos de Goscinny se rebelaron contra el padre, formaron un grupo llamado Humanoides Asociados y fundaron la revista Metal Hurlant, una publicación orientada hacia el cómic más puramente gráfico. El ejemplo perfecto de esto es la serie Arzak, de Moebius, una sucesión de maravillosas ilustraciones al servicio de una historia que ni dios sabe qué significa, si es que significa algo. Los Humanoides Asociados gozaron de un éxito tan enorme como breve, pues la gente se cansó pronto de leer cómics esteticistas con escaso sentido y menos interés. Y es que el cómic y la ilustración se parecen, pero no son lo mismo.

Durante los 80, la industria del cómic atravesó una época de vacas flacas, sobre todo en USA. Entonces, a finales de la década, se inició el desembarco de guionistas británicos en Norteamérica: Alan Moore, Neil Gaiman, Jamie Delano, Grant Morrison, Garth Ennis o, el nuevo chico del año, Mark Millar. Todos ellos, capitaneados por los dos primeros, revolucionaron el dormido mundo del cómic norteamericano, creando obras más complejas y profundas dotadas de una vigorosa narrativa.

El ejemplo perfecto lo encontramos en Alan Moore. Todo el mundo lo sabe: es una maniaco obsesivo, un pirado que detalla con tanta minuciosidad sus guiones que prácticamente no deja margen de libertad a sus dibujantes. Centrémonos en Watchmen. Si hojeáis casi cualquier cómic de superhéroes actual, comprobaréis que el viñetado de las páginas suele adoptar esquemas muy barrocos que huyen de la simetría y la homogeneidad. Cada página posee un diseño gráfico diferente, lo que dota al conjunto de una gran brillantez visual. Por el contrario, Watchmen utiliza usualmente el formato de nueve viñetas por página, y cuando las viñetas son mayores (o menores), siguen las proporciones de la viñeta básica, como si ésta fuera un módulo. Además, el 95% de las páginas ofrecen composiciones simétricas y lo dibujos jamás rompen las líneas de corte. Es decir, visualmente Watchmen es tan clásico como, por ejemplo, un cómic de Tintín. Porque prima el guión sobre la imagen; no hay alardes gráficos, sino alardes narrativos.

Y ahora vamos a saltar de los cómics a la televisión. Ya resulta tópico afirmar que vivimos una edad de oro de las series, pero es un tópico cierto. ¿La prueba?: Los Soprano, Deadwood, House, Mujeres Desesperadas, Roma, Héroes, Perdidos, Medium, Prison Break, Dexter, Generation Kill, A dos metros bajo tierra y un largo etcétera. Este repentino subidón de calidad se debe, en mi opinión, a dos factores. En primer lugar, se ha prescindido de ese estúpido (y falso) cliché del “lenguaje televisivo” para asumir plenamente el lenguaje y las técnicas cinematográficas. En segundo lugar, se ha producido un profundo cambio en el esquema jerárquico de las producciones.

Veréis, durante el proceso de realización de una obra audiovisual existen tradicionalmente unas jerarquías y unos territorios perfectamente establecidos. Fuera del plató, en todo lo que rodea a la preproducción y la posproducción, manda el Productor; pero en el plató, durante el rodaje, el dios indiscutible es el Director. Hay numerosas excepciones, por supuesto. Algunos productores mandan siempre, en todas partes, como fue el caso de Selznick; hay directores que extienden su poder hasta abarcar la producción, como Hitchcock o Kubrick; y hay casos en los que no manda ni el productor ni el director, sino el actor, la estrella, como ocurre con el dianético Tom Cruise. Pero lo que nunca, jamás de los jamases, había ocurrido es que los guionistas tuvieran ni un ápice de poder. Sencillamente, eran las putas de la industria; hacían lo que se les pedía (y de la forma que se les pedía) y luego desaparecían de escena.

Pues bien, resulta que en la mayor parte de esas series que nos encantan, quien ahora manda es el guionista. Esa es la revolución capitaneada por la HBO: darle poder y libertad a los guionistas. Con ello, se consiguen dos cosas; por un lado, atraer a los escritores con talento, que quizá pudieran obtener más pasta del cine, pero que optan por la libertad y el control sobre su trabajo que les brinda la TV, y por otro mejorar la calidad del producto, dándole un nivel mucho más adulto, mimando las tramas y los personajes, densificando la narrativa. Y todo eso se ha conseguido primando el concepto creativo sobre lo visual (pero sin despreciar lo visual, por supuesto; simplemente, es una inversión de jerarquías).

Sin duda, el siglo XX ha sido el siglo de las imágenes, el siglo del cine, del cómic, de la televisión, de la publicidad masiva. Humberto Eco lo consideraba una nueva Edad Media, en el sentido de que las masas habían adoptado una especie de analfabetismo funcional y se regían por el imperio de la imagen. Las estrellas de cine son la nueva mitología, adoramos a personajes como Gisele Bundchen, Kate Moss o Naomi Cambell, que sólo son rostros y cuerpos, imágenes; el sueño de todo hijo de vecino es hacerse famoso apareciendo en televisión (convirtiéndose, pues, en imagen). Hay asesores de imagen, pero no asesores intelectuales. Triunfa el diseño, la cosmética y la cirugía estética. Una imagen vale más que mil palabras (tópico éste tan falso como estúpido).

La MTV nos habituó a ráfagas de imágenes sin sentido; color, música, ruido y movimiento, nada más. Hollywood acabó convirtiéndose en una fábrica de ¡pum-crash-boom! orientada a un público de 12 años, o edad mental similar. La sociedad no sólo adoptó la estética publicitaria, sino también su lenguaje y su discurso. Pero quién sabe, puede que un sector del público haya acabado harto de tanto rollo visual vacío. El cómic y la TV (o al menos parte de ellos) indican que algo está cambiando.

Estamos saturados de imágenes; quizá ha llegado el momento de las ideas.