Hace uno años, en el 2003, Espasa publicó el Diccionario de Literatura Española de Jesús Bregante. Ese libro tenía una peculiaridad que nadie, salvo yo, advertí: en sus páginas aparecían por primera vez juntos dos escritores, padre e hijo. José Mallorquí y su vástago menor César Mallorquí; o sea, papá y yo. Recuerdo con absoluta nitidez el momento en que lo descubrí. Era diciembre, a última hora de la tarde; me encontraba en la librería del Corte Inglés de Castellana, vi la pila de diccionarios, cogí uno y busqué mi apellido. No me buscaba a mí, sino a mi padre (generalmente ignorado por esta clase de libros al ser un escritor dedicado a la literatura popular), pero de pronto, en la página 534, distinguí mi nombre, y justo debajo el nombre de mi padre. De repente, sentí una impresión muy extraña, como cuando un súbito cambio de perspectiva te hace contemplar lo que estás viendo de forma diferente.
Me di cuenta de que mi padre y yo éramos colegas. Si él viviese, podríamos sentarnos a charlar sobre nuestro común oficio mientras compartíamos unas Pepsi Colas. Parece una tontería, pero jamás lo había pensado. Y pensarlo me hizo sentir bien, me hizo sentirme más próximo a mi padre, porque comprendí que no sólo estábamos unidos por un común apellido y unos cuantos genes, sino también por un oficio y, ahora, por un diccionario. Me gustó ver nuestros nombre ahí, juntos, como dos amigos paseando por un campo de letras.
Ahora permitidme que os hable de la madrileña Cuesta de Moyano. En realidad, se llama Claudio Moyano y es una calle (en cuesta) que va desde Alfonso XII hasta el Paseo del Prado en su intersección con Atocha. Es un lugar muy hermoso, pues en su parte más alta está el parque del Retiro y la calle discurre entre el Jardín Botánico y el ajardinado recinto del antiguo Ministerio de Agricultura. También es un lugar muy entrañable, pues en la Cuesta de Moyano están, desde 1925, las 31 casetas de la “feria permanente del libro de ocasión”. Es uno de mis lugares preferidos de Madrid; allí, cuando era un chaval, iba todos los sábados, a la caza de viejos libros de ciencia ficción. Era una especie de ritual que mantuve durante toda mi adolescencia; los sábados por la mañana recorría las casetas de Moyano, buscando tesoros ocultos y enrollándome con los libreros amigos; luego, a primera hora de la tarde, justo después de comer, me iba a ver alguna película. Literatura y cine, mis dos amores de siempre; o dos de las facetas de mi monógama, o quizá monólatra, pasión por la narrativa.
Pues bien, hace unas semanas, la encantadora Miwok, fiel merodeadora de Babel, se fue a dar una vuelta por la Cuesta de Moyano y, en el tenderete de una de las casetas, vio algo que le llamó la atención. De hecho, no sólo lo vio, sino que lo fotografió y colgó la fotografía en su blog TEMPUS FUGIT (TRUSTNo1) . Yo he tomado prestada esa foto (gracias, Miwok); es la que aparece encabezando este post.
Ahí estamos otra vez mi padre y yo juntos, el uno al lado del otro, reposando en el limbo de las lecturas de segunda mano. Aunque en realidad quienes están ahí son nuestros hijos, Don César de Echagüe y Carmen Hidalgo; me encanta que se haya conocido. Parecen dos amigos nadando en un océano de libros.
Qué post más tonto, ¿verdad? Ni tiene gracia ni dice nada interesante. Creo que es un post dedicado a mí mismo; disculpad las molestias.
Son las once de la mañana y dentro de un rato Pepa y yo saldremos de viaje. Hace meses que teníamos previsto pasar este fin de semana en Estella, un maravilloso pueblo navarro cercano a Pamplona y a la sierra de Urbasa; el tiempo es de perros, no deja de llover, pero aún así iremos. Nos apetece ver, oler, sentir el otoño, aunque se haya disfrazado de invierno. Nuestro hijo Óscar está en Finlandia y nuestro hijo Pablo se fue ayer a Barcelona para darse un garbeo por el Salón del Manga. Espero que todos -incluidos vosotros- lo pasemos bien.
Ah, hoy es Halloween. Me encanta esta fiesta, por muy foránea que sea (es una tradición irlandesa, no yanqui); me gusta ver cómo se divierten los niños jugando con la muerte y el horror, me gustan las calabazas/calavera, me gusta esta especie de santoral gore. Pero ya he hablado otros años acerca de esto, así que me limitaré a desearos, amigos míos, un feliz y terrorífico Halloween.
Sed malos.
Me di cuenta de que mi padre y yo éramos colegas. Si él viviese, podríamos sentarnos a charlar sobre nuestro común oficio mientras compartíamos unas Pepsi Colas. Parece una tontería, pero jamás lo había pensado. Y pensarlo me hizo sentir bien, me hizo sentirme más próximo a mi padre, porque comprendí que no sólo estábamos unidos por un común apellido y unos cuantos genes, sino también por un oficio y, ahora, por un diccionario. Me gustó ver nuestros nombre ahí, juntos, como dos amigos paseando por un campo de letras.
Ahora permitidme que os hable de la madrileña Cuesta de Moyano. En realidad, se llama Claudio Moyano y es una calle (en cuesta) que va desde Alfonso XII hasta el Paseo del Prado en su intersección con Atocha. Es un lugar muy hermoso, pues en su parte más alta está el parque del Retiro y la calle discurre entre el Jardín Botánico y el ajardinado recinto del antiguo Ministerio de Agricultura. También es un lugar muy entrañable, pues en la Cuesta de Moyano están, desde 1925, las 31 casetas de la “feria permanente del libro de ocasión”. Es uno de mis lugares preferidos de Madrid; allí, cuando era un chaval, iba todos los sábados, a la caza de viejos libros de ciencia ficción. Era una especie de ritual que mantuve durante toda mi adolescencia; los sábados por la mañana recorría las casetas de Moyano, buscando tesoros ocultos y enrollándome con los libreros amigos; luego, a primera hora de la tarde, justo después de comer, me iba a ver alguna película. Literatura y cine, mis dos amores de siempre; o dos de las facetas de mi monógama, o quizá monólatra, pasión por la narrativa.
Pues bien, hace unas semanas, la encantadora Miwok, fiel merodeadora de Babel, se fue a dar una vuelta por la Cuesta de Moyano y, en el tenderete de una de las casetas, vio algo que le llamó la atención. De hecho, no sólo lo vio, sino que lo fotografió y colgó la fotografía en su blog TEMPUS FUGIT (TRUSTNo1) . Yo he tomado prestada esa foto (gracias, Miwok); es la que aparece encabezando este post.
Ahí estamos otra vez mi padre y yo juntos, el uno al lado del otro, reposando en el limbo de las lecturas de segunda mano. Aunque en realidad quienes están ahí son nuestros hijos, Don César de Echagüe y Carmen Hidalgo; me encanta que se haya conocido. Parecen dos amigos nadando en un océano de libros.
Qué post más tonto, ¿verdad? Ni tiene gracia ni dice nada interesante. Creo que es un post dedicado a mí mismo; disculpad las molestias.
Son las once de la mañana y dentro de un rato Pepa y yo saldremos de viaje. Hace meses que teníamos previsto pasar este fin de semana en Estella, un maravilloso pueblo navarro cercano a Pamplona y a la sierra de Urbasa; el tiempo es de perros, no deja de llover, pero aún así iremos. Nos apetece ver, oler, sentir el otoño, aunque se haya disfrazado de invierno. Nuestro hijo Óscar está en Finlandia y nuestro hijo Pablo se fue ayer a Barcelona para darse un garbeo por el Salón del Manga. Espero que todos -incluidos vosotros- lo pasemos bien.
Ah, hoy es Halloween. Me encanta esta fiesta, por muy foránea que sea (es una tradición irlandesa, no yanqui); me gusta ver cómo se divierten los niños jugando con la muerte y el horror, me gustan las calabazas/calavera, me gusta esta especie de santoral gore. Pero ya he hablado otros años acerca de esto, así que me limitaré a desearos, amigos míos, un feliz y terrorífico Halloween.
Sed malos.