lunes, febrero 21

Crímenes y ficción

 


            No siempre es fácil diferenciar de forma absoluta el bien del mal. Por ejemplo, los perpetradores de la matanza del 11S en Nueva York, o del 11M en Madrid, son monstruos ante nuestros ojos, pero héroes para algunos islamistas. A los ejecutores de ETA unos los consideraban asesinos, y otros luchadores por la libertad. ¿Y qué decir de la guerra, que es el epítome del mal, y sin embargo con frecuencia se le añaden adjetivos como “justa” o “santa”?

            Los crímenes cometidos en nombre del islam o de la patria vasca (solo son ejemplos) nos resultan horribles a quienes no comulgamos con sus ideas. Sin embargo, esas barbaridades, pese al horror que nos provocan, tiene una faceta vagamente consoladora: podemos comprenderlas. Entiendo lo que es el fanatismo religioso y entiendo lo que es el nacionalismo étnico; deploro sus crímenes, pero puedo comprender por qué lo hacen, aunque ni lo justifico ni lo acepto.

            Sin embargo, existe una clase de maldad que no tiene explicación. Un mal gratuito, absurdo, ante el que nos sentimos inermes, porque si no puede ser explicado, tampoco puede ser prevenido. Es un mal que brota de golpe, inesperadamente, en cualquier lugar y cualquier momento, protagonizado por quien menos esperamos. Eso hace que el suelo se hunda bajo nuestros pies y nos deja perplejos y horrorizados. Es como si de pronto hubiera una ruptura en la lógica del universo.

            Un buen ejemplo de esto es la famosa matanza del instituto Columbine, en Colorado, cuando dos alumnos de 18 y 17 años, Eric Harris y Dylan Klebold, provocaron una masacre en la que murieron doce alumnos y un profesor, y hubo veinticuatro heridos. ¿Por qué lo hicieron? No había ningún motivo aparente, y como ambos se suicidaron, jamás podremos saberlo. Aunque, ¿qué razón podría justificar tamaña monstruosidad? Vi fragmentos de los videos captados por las cámaras de seguridad. En ellos se veía a Harris y Klebold armados hasta los dientes y sonriendo de oreja a oreja. Estaban matando a gente y era el mejor día de sus vidas. Recuerdo que tuve la certeza de que estaba contemplando el mal en estado puro.

            Los seres humanos somos muy buenos estableciendo relaciones de causalidad. Si truena, probablemente va a llover; si sigo esas huellas encontraré animales que cazar; si hago esto, sucederá eso otro... Es algo que se nos da muy bien, porque favorece nuestra supervivencia como especie. De hecho, se nos da tan bien que a veces encontramos causalidades donde no las hay. Cuando sucede un fenómeno inexplicable, nuestra mente se pone como loca a buscar una explicación; y como no la encuentra, se la inventa.

            Volviendo a Columbine, una revelación: resulta que Harris y Klebold eran aficionados al Doom, un videojuego en el que se matan monstruos en primera persona. ¡Y ya está, ahí tenemos la ansiada explicación! La culpa de la matanza de Columbine la tienen los videojuegos.

            Y no es el único caso. ¿Os acordáis de José Rabadán, el Asesino de la Katana, que mató a sus padres y a su hermana con eso, una katana? Pues resulta que Rabadán era muy aficionado al Final Fantasy VIII, así que de nuevo la culpa del crimen recae en los videojuegos.

            Pero no son esos los únicos juegos demoniacos. Ahí tenemos a Javier Rosado y Félix Martínez Reséndiz, los dos jóvenes (de 21 y 16 años, respectivamente) que cometieron el llamado crimen del juego de rol. Rosado había inventado un juego de rol llamado Razas que consistía, básicamente, en salir de noche para matar a alguien. Y eso hicieron: Durante la madrugada del 30 de abril de 1994, salieron de cacería y acuchillaron hasta la muerte a Carlos Moreno, un pobre hombre que estaba esperando el autobús.

            Como era de esperar, pronto quedó claro que la culpa de ese espeluznante asesinato era de los juegos de rol. El periodista (?) Rafael Torres publicó en El Mundo un artículo llamado Una necrosis similar en el que afirmaba que los juegos de rol provocaban «necrosis fulminantes en los tejidos de la cabeza y del corazón, aparte de desprecio por la realidad e ignorancia”. Añadía que también fomentaban la psicopatía. El hecho de que el propio Rosado, ejecutor e inductor del crimen, afirmara que le importaban un bledo los juegos de rol y que el único al que había jugado era el creado por él, no tenía importancia. No permitas que la realidad te estropee un mal artículo y una explicación absurda.

            La cuestión es: ¿cuántos jugadores de videojuegos y rol han cometido espantosos crímenes? Estamos hablando de cientos de millones de jóvenes y, sin embargo, los casos criminales se pueden contar con los dedos de las manos. Si lo contemplas en perspectiva, no se percibe la menor relación de causa y efecto entre la práctica de esos juego y la criminalidad.

            Por desgracia, esa tendencia a las respuestas simples ante cuestiones complejas reaparece cada vez que algún joven comete un crimen horrible. Supongo que todos conocéis el reciente caso del quinceañero de Elche que ha matado con una escopeta a sus padres y a su hermano pequeño. Pone los pelos de punta y nos deja preguntándonos cómo es posible. Pero no hay que darle demasiadas vueltas, porque avispados reporteros ya han encontrado la explicación. En un artículo aparecido el pasado 14 de febrero en El Mundo (otra vez El Mundo), el periodista Luis Alemany informaba de que el parricida de Elche había leído, siguiendo el plan lector de su instituto, la novela La edad de la ira, de Nando López, una historia centrada en la investigación del asesinato de una familia cometido por el hijo adolescente. El periodista no afirma expresamente que esa sea la causa del crimen, pero oye, ahí lo deja.

            ¡Repámpanos, menudo poder el de la literatura! Teniendo en cuenta los muchos lectores de la novela, supongo que no tardaremos en ver amontonarse en las morgues los cadáveres de familias asesinadas por adolescentes. Así que no solo el rol y los videojuegos son herramientas del diablo, sino también las novelas. Y esta idea no es nueva. ¿Sabéis qué tienen en común Mark David Chapman –el asesino de John Lennon-,  John Hinckley Jr, -que disparó contra Ronald Reagan-, y Robert John Bardó –acosador y asesino de la actriz Rebecca Schaeffer-? Pues que todos ellos eran fans de El guardián entre el centeno, de J. D. Salinger. Vale, esa novela es lectura obligatoria en miles de institutos norteamericanos, la han leído millones de adolescentes. Tantos que, estadísticamente, no es de extrañar que también haya pasado por las manos de futuros asesinos. Pero las mentes simples no vacilan en afirmar que es un libro demoniaco que impulsa al asesinato.

            Nada nuevo bajo el sol. En 1954, el nefasto psiquiatra Fredric Wertham publicó el libro Seduction of the Innocent, donde culpaba a los cómics de pervertir las mentes infantiles y fomentar la delincuencia juvenil. A raíz del impacto de ese ensayo, se creó la Comics Code Authority, un organismo destinado a cuidar la moral de los jóvenes que no era más que pura y dura censura. Por cierto, la CCA todavía existe, aunque ya casi nadie le hace caso.

            Podríamos hablar, también, de la satánica música rock, que ha pervertido a varias generaciones de jóvenes (¡Charles Mason quería ser estrella del rock!), pero dejémoslo aquí. Lo que me asombra es la fe que mucha gente tiene sobre el poder de la ficción, como si lo irreal pudiera materializarse en cuanto te descuidas un instante. O quizá no sea eso; puede que se trate más bien de la poca fe que tiene algunos adultos en la capacidad de los jóvenes para discernir entre lo real y lo ficticio.

            Y no es así; la inmensa mayor parte de los niños y jóvenes distinguen con claridad entre la realidad y la ficción. Aunque siempre hay excepciones, claro. Recuerdo el caso de un niño que se tiró desde un balcón con una capa creyendo que era Batman. Pero no tuvo en cuenta tres cosas: 1. Batman no existe. 2. Aunque existiese, él no era Batman. 3. Batman no vuela. Así que el chaval se mató, básicamente, por gilipollas. Pero es eso: una excepción.

            A veces, el mal aparece ante nuestros ojos como un relámpago, sin saber por qué. Es un horror inexplicable, así que no nos inventemos explicaciones, sobre todo si haciéndolo satanizamos a una de las más nobles creaciones humanas: la ficción.

            Nota: En la foto, Klebold y Harris, los asesinos de Columbine.

miércoles, febrero 2

Sobre escritura, magia, trabajo y otras contradicciones

 

            A veces, es difícil creer algo sin creer, a la vez, lo contrario. Eso es lo que me pasa a mí con la escritura: la amo y la odio simultáneamente. Cuando me preguntan qué es lo que más y lo que menos me gusta de ser escritor, suelo contestar que lo que más me gusta es imaginar, y lo que menos escribir. O sea, que lo que más me desagrada de escribir es escribir.

            Pero no es del todo cierto. A veces, cuando escribo, navego a favor de la corriente, pero en otras ocasiones tropiezo con remolinos, rápidos y escollos que me obligan a luchar para seguir adelante. Eso es lo que odio: pelearme contra el texto que estoy escribiendo. Además, me suele ocurrir en tramos poco relevantes del manuscrito. De repente, me enredo con un párrafo de mierda, en el que nadie se va a fijar, pero que no acaba de quedarme bien. Y me puedo tirar una hora intentando arreglar algo que en el fondo no tiene tanta importancia. Aunque, claro, ese párrafo en concreto no es importante; pero el conjunto de todos los párrafos similares sí que lo es.

            Sin embargo, en otras ocasiones la escritura transcurre por aguas tranquilas, y todo va bien. Entonces sucede un fenómeno que siempre me asombra: Estoy escribiendo y, de repente, se me ocurre una idea. No ideas grandes, de esas que afectan a todo el libro, sino ideas pequeñas relacionadas con lo que estoy escribiendo en ese momento. Un diálogo, una forma distinta de expresarse, un mini-gag, una figura retórica, cualquier cosa. No es algo que busque conscientemente, sino algo que aparece sin más, como surgido de la nada. Ya, ya, no surge de la nada, sino que es parte de un proceso interno del cerebro. Pero parece magia y me encanta cuando sucede. De modo que el acto de escribir me disgusta y me gusta casi simultáneamente. No obstante, tengo la sensación de que abundan más las aguas turbulentas que las mansas.

            Pero no es esa la única contradicción que tengo respecto a la escritura. Siempre me he esforzado en quitarle mística al hecho de ser escritor. Nada de palabras rimbombantes, nada de dones innatos, nada de mitología literaria. En mi opinión, un escritor es un profesional que ha tenido que aprender su oficio y practicarlo hasta adquirir cierto grado de solvencia. Un profesional, como los ebanistas, los plateros o los sastres.

            No obstante, reconozco que a veces me veo a mí mismo como un mago. Voy a poner un ejemplo: Hace años, publiqué un relato llamado Cuento de verano en la antología de diversos autores Bleak House Inn (Fábulas de Albión, 2012). Es un relato humorístico, una sátira sobre el Cuento de Navidad de Dickens. Tiempo después, leí en la web de la editorial una serie de comentarios de los lectores. Uno de ellos lo había escrito una mujer y hablaba de mi relato. Decía que ella llevaba varios años en paro y estaba pasando una profunda depresión. Y que Cuento de verano había conseguido hacerla reír por primera vez en mucho tiempo. Concluía dándome las gracias.

            Me sentí... como un mago bueno. Había creado un sortilegio de palabras y había conseguido llevar la alegría a una mujer triste, aunque solo fuera durante unos minutos. Qué bonito, ¿verdad? Esa es una de las virtudes de la literatura: el consuelo. El caso es que empecé a verme como alguien dotado de poderes sobrenaturales. Según manejaba los conjuros (las palabras), podía hacer que la gente se riera, o que llorara, o que se asuste, o que se interesara, o que se enamorase, o que se inquietara, o que se confundiera... ¿Cómo no iba a sentirme un mago con semejantes poderes?

            Por fortuna, mi contradicción acudió presurosa al rescate y me dijo: “Qué mago ni que hostias; lo que eres es un profesional que maneja con más o menos soltura las técnicas necesarias para manipular los estados de ánimo del lector”. Luego, mi contradicción me recordó que mi “poder” no afecta igual a todo el mundo, y que mientras a esa lectora le había hecho reír, a otro lector mi cuento le parecía un mal chiste alargado. Supongo que para eso sirven las contradicciones: para ponerte en tu lugar.

            ¿Y cuál es mi lugar? Pues supongo que ser un profesional de la magia. Es decir, un ilusionista. A fin de cuentas, es lo que hago: crear ilusiones. Y me gusta ser eso. Me parece más interesante un prestidigitador de pacotilla, pero hábil, que un verdadero mago, todopoderoso, solemne... y aburrido. Además, no existen los magos de verdad, sino solo los que creen serlo.

            Todo esto viene a cuento (aunque realmente no viene a cuento de nada), por algo que me ha pasado hace poco. Acabé a finales de año una novela que tenía comprometida y me dije: mereces un descanso, chaval. Así que me he tirado todo enero sin escribir nada, salvo un relato corto que me habían pedido. Pasaron las semanas y comencé a sentir una comezón interna, un sutil desasosiego, un indefinible malestar que me sobrecogía cual damisela victoriana. ¿Qué me pasaba? Tenía necesidad de escribir. Si no pulsaba el teclado, me sentía incompleto, vacío. Pero no tenía ninguna idea en la cabeza, ningún argumento mínimamente esbozado. Entonces, la semana pasada improvisé el comienzo de una historia y me puse a escribirla sin tener nada claro, con brújula. Pero yo no sé escribir con brújula, de modo que en el fondo de mi ser sabía que lo que estaba escribiendo no servía para nada.

            ¿Por qué hice eso? Antes de recurrir a la psiquiatría, reflexioné sobre el asunto. De jovenzuelo, trabajé tres o cuatro años como periodista. Luego, trabajé una larga década como publicitario. Y no me quedaron las menores ganas de redactar más noticias o más anuncios. Pero llevo más de treinta años trabajando como escritor. Es mucho tiempo; tanto, que la escritura se ha convertido en parte consustancial de lo que soy. Como una posesión demoniaca. O como una adicción.

            Y eso nos conduce a mi tercera contradicción: Siempre he considerado la escritura un trabajo, y el trabajo un castigo (la Biblia me da la razón). ¿Y ahora resulta que me gusta trabajar? No se puede caer más bajo.