Los espejos no nos muestran la
realidad, sino una versión idealizada de lo que somos. Cuando nos miramos al
espejo, sin darnos cuenta, siempre adoptamos una postura determinada, con el
ángulo adecuado para disimular la barriguita, la papada,
la narizota o la escasez de busto, y para resaltar nuestros bonitos ojos o
nuestras delicadas orejas. No somos nosotros, sino nuestro mejor punto de
vista; aquel que oculta los defectos y potencia las virtudes. Bueno, pues
cuando nos miramos por dentro, cuando reflexionamos sobre lo que somos, igual.
¿Cuánta gente se intenta ver a sí
misma como realmente es? Muy, pero que muy poca. Las personas suelen tenerse en
muy alta autoestima y les cuesta muchísimo reconocer sus defectos. No queremos
la verdad sobre lo que somos, sino fantasías masturbatorias. Si metemos la pata,
la culpa siempre es de otro; si le hacemos algo malo a alguien, se lo merecía;
si la cagamos estrepitosamente es porque las instrucciones eran erróneas o
porque estábamos mal aconsejados. Nunca tenemos la culpa de nada.
En consecuencia, cada vez es más infrecuente
pedir perdón, como si hacerlo fuera un signo de debilidad. Pero es al
contrario; la debilidad está en negarte a pedir disculpas cuando haces algo
mal, porque eso demuestra la fragilidad de tu ego.
¿A qué se debe esto? No lo sé a
ciencia cierta. Quizá a un complejo de inferioridad mal procesado, o a una
excesivo culto al individualismo... O a todas esas estúpidas ideas que nos mete
en la cabeza la sociedad de consumo. “Quiérete a ti mismo”. “Puedes conseguir
lo que quieras”. “Te mereces lo mejor”. “Eres único”... En fin, cuando el
centro del universo eres tú mismo, ¿qué importan los demás?
Como es natural, esa actitud acaba
permeando a toda la sociedad y nos ha convertido en una nación de maleducados. ¿Sólo
a los españoles? No lo sé; desde luego, los franceses (dejando aparte a los
parisinos) son más educados que nosotros, por no hablar de los nórdicos, que
son el colmo del civismo. Pero no he estado en todas partes, así que no lo sé.
En realidad, tampoco sé si se da por igual en toda España, si hay diferencias
entre grandes ciudades y pueblos, o entre regiones. Lo único que puedo afirmar
con seguridad es que las cosas son así en Madrid...
Aunque, ahora que lo pienso, eso no es
verdad. Entre las causas de nuestra grosería falta una muy importante: el
ejemplo. Si observamos a nuestros políticos, ¿qué vemos? Gente que miente e
insulta, gente que no escucha, gente que grita en vez de argumentar. ¿Y en los
debates? Tres cuartos de lo mismo, igual que en las tertulias del corazón. No
hay debate; hay griterío.
Una buena prueba de nuestra impertinencia
es la degradación del lenguaje público. Y no me refiero sólo a lo mal que se
expresan nuestros supuestos comunicadores, sino al uso y abuso de lenguaje
grosero, de palabras malsonantes. No tengo nada contra los tacos en el habla
cotidiana. Yo mismo soy jodidamente malhablado. También he empleado tacos en
mis novelas, pero sólo en los diálogos (para reproducir el habla cotidiana y/o marcar
la personalidad del personaje). Pero los tacos tienen su momento y su lugar, y
no deberían tener cabida en la comunicación pública.
Sin embargo, cada vez oigo a más
locutores usar alegremente palabrotas. ¿Por qué? ¿Creen que así son más
naturales y cercanos? Pues no, lo que son es más groseros.
Hace no mucho vio un anuncio de TV (no
recuerdo qué anunciaba) donde, como gancho, se valoraba nuestra idiosincrasia
española. Entre otras cosas, decía más o menos: ¿Que si los españoles gritamos? Pues sí, gritamos, porque ésa es
nuestra forma de expresarnos... Y al que no le guste, que se tape los
oídos, ¿no? Qué bien está eso de convertir los defectos en señas de identidad.
Somos así y no tenemos el menor propósito de mejorar.
Con estos ejemplos, ¿qué se puede
esperar?
Nada bueno, amigos míos; nada bueno.