¿Qué significa ser “adulto”? Recurro
al diccionario de la RAE, y encuentro tres definiciones. A saber: 1.
adj. Llegado a su mayor crecimiento o desarrollo. 2.
adj. Llegado a cierto grado de perfección, cultivado, experimentado. 3. adj. Zool. Dicho de un animal: Que posee plena
capacidad reproductora.
Según la primera definición, nadie
es adulto hasta que se muere, porque de un modo u otro no dejamos de
desarrollarnos mientras vivimos. Según la tercera, se es adulto en torno a los
doce años o así. Nada de eso nos vale. Pero la segunda definición da más
pistas: durante la infancia somos seres incompletos, por hacer, y cuando
alcanzamos un cierto e indefinido grado de desarrollo, nos convertimos en
adultos.
Bueno, en líneas generales eso es
más o menos cierto, pero se corren dos riesgos: 1. Presuponer que la infancia
es un periodo de transición que debe superarse en su totalidad. 2. Presuponer
que, una vez alcanzado el estado adulto, ya no tienes que evolucionar más.
De hecho, en gran medida todo el
proceso educativo y de socialización se basa en matar al niño. A fin de
cuentas, tildar de infantil a un adulto es un insulto. A la niñez se la
contempla con condescendencia, como algo que si no nos inspirara ternura
resultaría risible. Los adultos nos sentimos superiores a los niños, olvidando
que los niños nos superan ampliamente en ciertos aspectos: por ejemplo, su
capacidad de aprendizaje, su capacidad de adaptación y, como vimos, su
creatividad.
Por supuesto, hay características de
la niñez que deben superarse: la inexperiencia, el egocentrismo, la ingenuidad,
la irresponsabilidad, la impaciencia... Pero hay otros valores que no
deberíamos perder: la curiosidad, la capacidad de asombro, la imaginación, la
inocencia, el sentido lúdico...
Sobre la curiosidad ya hablé antes;
es el combustible de la creatividad. Por desgracia, muchos adultos pierden
interés en los qués y los porqués de la vida; de hecho, pierden la curiosidad
incluso antes de ser adultos, durante la adolescencia. En eso tiene gran parte
de culpa el sistema de enseñanza, que convierte la adquisición de conocimientos
en un aburrimiento, cuando debería ser todo lo contrario. Si las respuestas a
nuestras preguntas son una lata, dejaremos de formular preguntas. También tiene
su parte de culpa una visión demasiado pragmática de la existencia, que hace
que nos centremos sólo en aquello que resulta útil y desdeñemos “lo que no
sirve para nada”. Pero las semillas de lo nuevo, de lo revolucionario, de lo
genial, suelen estar precisamente en lo que (ahora) no sirve para nada.
¿Puede recuperarse la curiosidad
cuando ya se ha perdido? Sinceramente, no lo sé. Hay gente que parece
refractaria a todo tipo de interés, gente que jamás se pregunta nada, gente
aburrida y vacía. Me temo que esa clase de personas jamás serán creativas,
porque su niño interior está muerto y más que muerto.
La capacidad de asombro, por su
parte, está íntimamente relacionada con la curiosidad. Las personas curiosas adoran
las preguntas misteriosas y las respuestas asombrosas. Citando al viejo
Einstein: “El que no posee el don de maravillarse ni de entusiasmarse más le
valdría estar muerto, porque sus ojos están cerrados”.
¿Y qué decir de la inocencia?
Inocencia para no dar por hecho nada, para contemplar el mundo como si lo
vieras por primera vez, inocencia para creer que es posible lo imposible.
Cuando un adulto pierde la inocencia, en realidad está perdiendo la posibilidad
de cambiar las cosas aunque sólo sea un poquito, porque dejar atrás la
inocencia significa aceptar que el mundo es como es y nunca cambiará. Pero la
creatividad significa precisamente cambio, ¿no?
¿Se puede recobrar la inocencia?
Puede que sí, pero hay que romper muchos esquemas mentales; quizá demasiados.
¿Y qué hacer para no perderla? Es difícil, porque la vida se empeña en
endurecernos; creo que todo se centra en no dejar de soñar. O, dicho de otra
forma, en conservar viva la esperanza. ¿Esperanza en que los sueños se cumplan?
Quizá no, pero al menos sí en los propios sueños. Porque un sueño imposible es
tan valioso, o más, que una realidad cumplida.
Respecto a la imaginación, se trata
evidentemente del motor de la creatividad. Y todos, todos, todos sin excepción,
la tenemos. Lo que pasa es que algunos la usan y otros no. Pero no se pierde;
es como un músculo que puede atrofiarse por desuso, pero sigue ahí. Hace
tiempo, impartí durante dos años clases de creatividad publicitaria y comprobé
algo asombroso: con el debido entrenamiento, cualquier persona, por poco
imaginativa que parezca, puede desarrollar su creatividad.
Eso de “entrenamiento” suena muy
rígido, pero es que el asunto resulta muy parecido al entrenamiento físico:
haces una serie de ejercicios periódicamente y te fortaleces, sean los músculos
o sean las ideas. En cierto modo, imaginar es como volar; al principio da
vértigo, y flotas muy pegado al suelo, pero poco a poco vas cogiendo confianza
y vuelas cada vez más alto.
Atención: estamos hablando de
imaginación, no de creatividad. Como hemos visto, la creatividad es la
imaginación dedicada a resolver un problema, pero ahora no hay problema que
resolver. Se trata de fantasear sin propósito, de jugar con las ideas. Por
ejemplo, cuando estoy obligado a pasar cierto tiempo en un lugar público (v.
g., un aeropuerto), suelo hacer algo: me fijo en una persona, alguien
desconocido que me llama la atención por algún motivo, y empiezo a inventarme
una historia a su alrededor. Quién es, cómo se llama, en qué trabaja, dónde
vive, si está casado, si tiene hijos, su ideología política... Pero no me quedo
ahí (sería aburrido), sino que especulo con posibles amantes, secretos
inconfesables, aficiones peculiares, todo tipo de detalles. No pretendo
acertar, por supuesto; de hecho, seguro que no lo hago; pero mira, me lo paso
tan ricamente imaginando. Es decir: jugando con la mente.
Y ahí llegamos al punto clave: el
sentido lúdico. Jugar consiste en realizar una tarea sin ningún propósito,
salvo la satisfacción que produce esa tarea en sí misma. Hay personas a las que
les encanta el juego (todo tipo de juegos), y personas que no. Hay gente tan
aferrada a la realidad, tan pragmática, que no le ve sentido al juego. Porque
no lo tiene, claro; pero esas personas jamás serán creativas. Y luego está el
miedo; porque jugar supone un riesgo, ganar o perder, y ese riesgo es aún mayor
cuando las reglas no están claras. Pero no solo es el temor a perder, sino el
pánico a dejar de pisar suelo firme y adentrarte en un terreno inseguro. Y los
juegos son inseguros por naturaleza, igual que lo es la creatividad.
A los niños no les da miedo jugar;
es lo que mejor hacen y lo que más les gusta. Más tarde, cuando se transforman
en adultos, suelen cambiar sus juegos de niños por otra clase de juegos, juegos
de adultos: por lo general, el sexo y la competición social. Pero esos no son
verdaderos juegos, porque en ellos se entremezclan otros intereses que no
tienen nada de lúdicos.
El niño crea cuando juega, y juega
cuando crea. Si queremos preservar al niño interior, debemos dejarle espacio
para jugar y regalarle juguetes. Lo que nos gustaba en la infancia no tiene por
qué dejar de gustarnos cuando crecemos. Algunas cosas sí, pero otras no. De
pequeño me fascinaba King Kong y me sigue fascinando, leía tebeos y los sigo
leyendo, me encantaban los libros y las películas de aventuras y me siguen
encantando. De pequeño disfrutaba fantaseando con ideas fantásticas y de
ciencia ficción, y lo sigo haciendo. Adoraba a Tintín y lo sigo adorando. Me
gustaban los juegos de mesa y me siguen gustando. Coleccionaba chorradas y las
sigo coleccionando. Me pasaba el día inventando historias... y ahora me gano la
vida inventando historias.
Pues eso es todo. Si quieres
conservar vivo y en buen estado a tu niño interior, no pierdas jamás la
curiosidad, ni la inocencia, ni la capacidad de asombro, ejercita la
imaginación constantemente, con cualquier tontería, y nunca dejes de jugar,
conviértelo todo en un juego. Entonces serás una persona creativa.
Pero, ¿creativa para qué? Pues no
solo para escribir, ni para ejercitar cualquier forma de arte, ni para la
ciencia. No hace falta ir tan lejos. La creatividad es estupenda para aplicarla
a la vida diaria, pues hace que tu existencia sea más intensa, interesante y
rica. ¿Sientes a veces que la vida se vuelve aburrida y monótona, que la
relación con tu pareja ya no es como era antes, que ya nada te emociona? Pues
claro, porque haces siempre las mismas cosas de la misma manera. Son los
patrones y las pautas, que nos fosilizan. Para romperlos hay que cambiar,
echarle un poco de imaginación, ser impredecibles e incluso un poquito
excéntricos. La creatividad es la sal de la vida.
Pero incluso en el Paraíso hay
serpientes. Cuando no te limitas a ser creativo en tu vida cotidiana, sino que
además realizas un trabajo creativo, corres riesgos. Una gran parte, quizá la
mayoría, de los trabajadores creativos que he conocido, eran inestables. Yo
mismo lo soy. Según varios estudios, el 80 % de los escritores tienen tendencia
a la depresión. Y un 40 % de las personas creativas sufre, en mayor o menor
grado, trastornos de tipo bipolar (una proporción veinte veces mayor que en la
población general). En el caso de los artistas, el porcentaje se eleva al 60 %.
Pepa, mi mujer, puede dar fe de
hasta qué punto soy bipolar (aunque ella dice “géminis”). En un instante, y sin
motivo aparente, puedo pasar del máximo optimismo a la más profunda negrura.
Por fortuna, ninguna de las dos fases –la maniaca y la depresiva- me duran
mucho; pero amigos, soy una montaña rusa. ¿Ese es el precio que debo pagar por
dedicarme a lo que me dedico?
Pues puede que sí. Si os fijáis, las
dos etapas del proceso creativo se corresponden con las del trastorno bipolar.
En la primera fase se busca obsesivamente (maniáticamente) una solución
mediante el pensamiento divergente y, cuando llega, experimentamos una intensa
exultación. Pero luego, tras la epifanía, debemos pasar al pensamiento
convergente, que genera un estado mental más melancólico. Arriba y abajo.
Ahora bien, ¿la gente desequilibrada
ejecuta trabajaos creativos porque su bipolaridad les da una ventaja
competitiva, o las personas que ejercen labores creativas acaban desarrollando
bipolaridad a causa de su trabajo? En mi opinión, ambas cosas a la vez. Paraos
a pensar en el acto creativo: Necesitas una idea, y la buscas de esa forma rara
que es el pensamiento divergente. Pero suele tardar en llegar, y mientras la
esperas notas una especie de comezón mental, una vaga ansiedad que te roe por
dentro durante días. No es agradable. Y luego tienes una idea que en principio
parece estupenda, pero cuando la pasas por la criba del pensamiento convergente
descubres que no funciona. Decepción y depresión. Y cuando finalmente
encuentras la idea adecuada, todavía queda un largo proceso de trabajo para el pensamiento
convergente. Y en ningún momento tienes la menor seguridad en nada, sino una
constante sucesión de dudas. ¿No es todo eso desequilibrante en sí mismo?
Por supuesto, ese riesgo se refiere
sólo al trabajo creativo; es decir, cuando te pagan por tener ideas, porque a
las tensiones propias de la creatividad se unen las presiones laborales (por
ejemplo, las fechas de entrega). La “creatividad por placer” carece de esas
presiones y es mucho más relajada.
Y ya para terminar (¡por fin!), un
comentario: Eso del “niño interior” suena ñoño, por no decir abiertamente
cursi, pero es la mejor forma que he encontrado de expresarlo. Con ello no
quiero decir que debemos ser niños (no podemos serlo), pero sí que debemos
conservar determinadas actitudes y valores de la infancia. Que ser demasiado
adulto es tan malo como ser demasiado infantil.
Dicen que la fuerza de la naturaleza
más parecida a la magia es el azar. Ayer, mientras escribía esta entrada,
recibí un correo electrónico. Era una “alerta google” avisándome de que algo
relacionado conmigo había aparecido en una web. Miré qué era y me encontré con
la digitalización hecha por el Ministerio de Educación y Cultura de un artículo
mío llamado El juicio que apareció
hace trece años en Cuadernos de Literatura Infantil y Juvenil.
Lo desconcertante fue que no
recordaba ni remotamente haber escrito ese artículo. De hecho, lo leí como si
no conociese el texto. Fue raro, porque reconocía mi estilo y mis ideas, pero
no me acordaba de nada. Horas después, comencé a recordar vagamente que sí, que
lo escribí yo. Pero muy vagamente.
El caso es que –y aquí interviene la
magia, o el azar- ese artículo que no recuerdo haber escrito, El juicio (en realidad es un cuentito),
trata precisamente sobre “el niño interior”. Qué cosas, ¿verdad? Si queréis
echarle un vistazo, podéis hacerlo pinchando AQUÍ.