lunes, junio 23

En la mente del escritor. Anexo: La imaginación (y 3)


 
            ¿Qué significa ser “adulto”? Recurro al diccionario de la RAE, y encuentro tres definiciones. A saber: 1. adj. Llegado a su mayor crecimiento o desarrollo. 2. adj. Llegado a cierto grado de perfección, cultivado, experimentado. 3. adj. Zool. Dicho de un animal: Que posee plena capacidad reproductora.

            Según la primera definición, nadie es adulto hasta que se muere, porque de un modo u otro no dejamos de desarrollarnos mientras vivimos. Según la tercera, se es adulto en torno a los doce años o así. Nada de eso nos vale. Pero la segunda definición da más pistas: durante la infancia somos seres incompletos, por hacer, y cuando alcanzamos un cierto e indefinido grado de desarrollo, nos convertimos en adultos.

            Bueno, en líneas generales eso es más o menos cierto, pero se corren dos riesgos: 1. Presuponer que la infancia es un periodo de transición que debe superarse en su totalidad. 2. Presuponer que, una vez alcanzado el estado adulto, ya no tienes que evolucionar más.

            De hecho, en gran medida todo el proceso educativo y de socialización se basa en matar al niño. A fin de cuentas, tildar de infantil a un adulto es un insulto. A la niñez se la contempla con condescendencia, como algo que si no nos inspirara ternura resultaría risible. Los adultos nos sentimos superiores a los niños, olvidando que los niños nos superan ampliamente en ciertos aspectos: por ejemplo, su capacidad de aprendizaje, su capacidad de adaptación y, como vimos, su creatividad.

            Por supuesto, hay características de la niñez que deben superarse: la inexperiencia, el egocentrismo, la ingenuidad, la irresponsabilidad, la impaciencia... Pero hay otros valores que no deberíamos perder: la curiosidad, la capacidad de asombro, la imaginación, la inocencia, el sentido lúdico...

            Sobre la curiosidad ya hablé antes; es el combustible de la creatividad. Por desgracia, muchos adultos pierden interés en los qués y los porqués de la vida; de hecho, pierden la curiosidad incluso antes de ser adultos, durante la adolescencia. En eso tiene gran parte de culpa el sistema de enseñanza, que convierte la adquisición de conocimientos en un aburrimiento, cuando debería ser todo lo contrario. Si las respuestas a nuestras preguntas son una lata, dejaremos de formular preguntas. También tiene su parte de culpa una visión demasiado pragmática de la existencia, que hace que nos centremos sólo en aquello que resulta útil y desdeñemos “lo que no sirve para nada”. Pero las semillas de lo nuevo, de lo revolucionario, de lo genial, suelen estar precisamente en lo que (ahora) no sirve para nada.

            ¿Puede recuperarse la curiosidad cuando ya se ha perdido? Sinceramente, no lo sé. Hay gente que parece refractaria a todo tipo de interés, gente que jamás se pregunta nada, gente aburrida y vacía. Me temo que esa clase de personas jamás serán creativas, porque su niño interior está muerto y más que muerto.

            La capacidad de asombro, por su parte, está íntimamente relacionada con la curiosidad. Las personas curiosas adoran las preguntas misteriosas y las respuestas asombrosas. Citando al viejo Einstein: “El que no posee el don de maravillarse ni de entusiasmarse más le valdría estar muerto, porque sus ojos están cerrados”.

            ¿Y qué decir de la inocencia? Inocencia para no dar por hecho nada, para contemplar el mundo como si lo vieras por primera vez, inocencia para creer que es posible lo imposible. Cuando un adulto pierde la inocencia, en realidad está perdiendo la posibilidad de cambiar las cosas aunque sólo sea un poquito, porque dejar atrás la inocencia significa aceptar que el mundo es como es y nunca cambiará. Pero la creatividad significa precisamente cambio, ¿no?

            ¿Se puede recobrar la inocencia? Puede que sí, pero hay que romper muchos esquemas mentales; quizá demasiados. ¿Y qué hacer para no perderla? Es difícil, porque la vida se empeña en endurecernos; creo que todo se centra en no dejar de soñar. O, dicho de otra forma, en conservar viva la esperanza. ¿Esperanza en que los sueños se cumplan? Quizá no, pero al menos sí en los propios sueños. Porque un sueño imposible es tan valioso, o más, que una realidad cumplida.

            Respecto a la imaginación, se trata evidentemente del motor de la creatividad. Y todos, todos, todos sin excepción, la tenemos. Lo que pasa es que algunos la usan y otros no. Pero no se pierde; es como un músculo que puede atrofiarse por desuso, pero sigue ahí. Hace tiempo, impartí durante dos años clases de creatividad publicitaria y comprobé algo asombroso: con el debido entrenamiento, cualquier persona, por poco imaginativa que parezca, puede desarrollar su creatividad.

            Eso de “entrenamiento” suena muy rígido, pero es que el asunto resulta muy parecido al entrenamiento físico: haces una serie de ejercicios periódicamente y te fortaleces, sean los músculos o sean las ideas. En cierto modo, imaginar es como volar; al principio da vértigo, y flotas muy pegado al suelo, pero poco a poco vas cogiendo confianza y vuelas cada vez más alto.

            Atención: estamos hablando de imaginación, no de creatividad. Como hemos visto, la creatividad es la imaginación dedicada a resolver un problema, pero ahora no hay problema que resolver. Se trata de fantasear sin propósito, de jugar con las ideas. Por ejemplo, cuando estoy obligado a pasar cierto tiempo en un lugar público (v. g., un aeropuerto), suelo hacer algo: me fijo en una persona, alguien desconocido que me llama la atención por algún motivo, y empiezo a inventarme una historia a su alrededor. Quién es, cómo se llama, en qué trabaja, dónde vive, si está casado, si tiene hijos, su ideología política... Pero no me quedo ahí (sería aburrido), sino que especulo con posibles amantes, secretos inconfesables, aficiones peculiares, todo tipo de detalles. No pretendo acertar, por supuesto; de hecho, seguro que no lo hago; pero mira, me lo paso tan ricamente imaginando. Es decir: jugando con la mente.

            Y ahí llegamos al punto clave: el sentido lúdico. Jugar consiste en realizar una tarea sin ningún propósito, salvo la satisfacción que produce esa tarea en sí misma. Hay personas a las que les encanta el juego (todo tipo de juegos), y personas que no. Hay gente tan aferrada a la realidad, tan pragmática, que no le ve sentido al juego. Porque no lo tiene, claro; pero esas personas jamás serán creativas. Y luego está el miedo; porque jugar supone un riesgo, ganar o perder, y ese riesgo es aún mayor cuando las reglas no están claras. Pero no solo es el temor a perder, sino el pánico a dejar de pisar suelo firme y adentrarte en un terreno inseguro. Y los juegos son inseguros por naturaleza, igual que lo es la creatividad.

            A los niños no les da miedo jugar; es lo que mejor hacen y lo que más les gusta. Más tarde, cuando se transforman en adultos, suelen cambiar sus juegos de niños por otra clase de juegos, juegos de adultos: por lo general, el sexo y la competición social. Pero esos no son verdaderos juegos, porque en ellos se entremezclan otros intereses que no tienen nada de lúdicos.

            El niño crea cuando juega, y juega cuando crea. Si queremos preservar al niño interior, debemos dejarle espacio para jugar y regalarle juguetes. Lo que nos gustaba en la infancia no tiene por qué dejar de gustarnos cuando crecemos. Algunas cosas sí, pero otras no. De pequeño me fascinaba King Kong y me sigue fascinando, leía tebeos y los sigo leyendo, me encantaban los libros y las películas de aventuras y me siguen encantando. De pequeño disfrutaba fantaseando con ideas fantásticas y de ciencia ficción, y lo sigo haciendo. Adoraba a Tintín y lo sigo adorando. Me gustaban los juegos de mesa y me siguen gustando. Coleccionaba chorradas y las sigo coleccionando. Me pasaba el día inventando historias... y ahora me gano la vida inventando historias.

            Pues eso es todo. Si quieres conservar vivo y en buen estado a tu niño interior, no pierdas jamás la curiosidad, ni la inocencia, ni la capacidad de asombro, ejercita la imaginación constantemente, con cualquier tontería, y nunca dejes de jugar, conviértelo todo en un juego. Entonces serás una persona creativa.

            Pero, ¿creativa para qué? Pues no solo para escribir, ni para ejercitar cualquier forma de arte, ni para la ciencia. No hace falta ir tan lejos. La creatividad es estupenda para aplicarla a la vida diaria, pues hace que tu existencia sea más intensa, interesante y rica. ¿Sientes a veces que la vida se vuelve aburrida y monótona, que la relación con tu pareja ya no es como era antes, que ya nada te emociona? Pues claro, porque haces siempre las mismas cosas de la misma manera. Son los patrones y las pautas, que nos fosilizan. Para romperlos hay que cambiar, echarle un poco de imaginación, ser impredecibles e incluso un poquito excéntricos. La creatividad es la sal de la vida.

            Pero incluso en el Paraíso hay serpientes. Cuando no te limitas a ser creativo en tu vida cotidiana, sino que además realizas un trabajo creativo, corres riesgos. Una gran parte, quizá la mayoría, de los trabajadores creativos que he conocido, eran inestables. Yo mismo lo soy. Según varios estudios, el 80 % de los escritores tienen tendencia a la depresión. Y un 40 % de las personas creativas sufre, en mayor o menor grado, trastornos de tipo bipolar (una proporción veinte veces mayor que en la población general). En el caso de los artistas, el porcentaje se eleva al 60 %.

            Pepa, mi mujer, puede dar fe de hasta qué punto soy bipolar (aunque ella dice “géminis”). En un instante, y sin motivo aparente, puedo pasar del máximo optimismo a la más profunda negrura. Por fortuna, ninguna de las dos fases –la maniaca y la depresiva- me duran mucho; pero amigos, soy una montaña rusa. ¿Ese es el precio que debo pagar por dedicarme a lo que me dedico?

            Pues puede que sí. Si os fijáis, las dos etapas del proceso creativo se corresponden con las del trastorno bipolar. En la primera fase se busca obsesivamente (maniáticamente) una solución mediante el pensamiento divergente y, cuando llega, experimentamos una intensa exultación. Pero luego, tras la epifanía, debemos pasar al pensamiento convergente, que genera un estado mental más melancólico. Arriba y abajo.

            Ahora bien, ¿la gente desequilibrada ejecuta trabajaos creativos porque su bipolaridad les da una ventaja competitiva, o las personas que ejercen labores creativas acaban desarrollando bipolaridad a causa de su trabajo? En mi opinión, ambas cosas a la vez. Paraos a pensar en el acto creativo: Necesitas una idea, y la buscas de esa forma rara que es el pensamiento divergente. Pero suele tardar en llegar, y mientras la esperas notas una especie de comezón mental, una vaga ansiedad que te roe por dentro durante días. No es agradable. Y luego tienes una idea que en principio parece estupenda, pero cuando la pasas por la criba del pensamiento convergente descubres que no funciona. Decepción y depresión. Y cuando finalmente encuentras la idea adecuada, todavía queda un largo proceso de trabajo para el pensamiento convergente. Y en ningún momento tienes la menor seguridad en nada, sino una constante sucesión de dudas. ¿No es todo eso desequilibrante en sí mismo?

            Por supuesto, ese riesgo se refiere sólo al trabajo creativo; es decir, cuando te pagan por tener ideas, porque a las tensiones propias de la creatividad se unen las presiones laborales (por ejemplo, las fechas de entrega). La “creatividad por placer” carece de esas presiones y es mucho más relajada.

            Y ya para terminar (¡por fin!), un comentario: Eso del “niño interior” suena ñoño, por no decir abiertamente cursi, pero es la mejor forma que he encontrado de expresarlo. Con ello no quiero decir que debemos ser niños (no podemos serlo), pero sí que debemos conservar determinadas actitudes y valores de la infancia. Que ser demasiado adulto es tan malo como ser demasiado infantil.

            Dicen que la fuerza de la naturaleza más parecida a la magia es el azar. Ayer, mientras escribía esta entrada, recibí un correo electrónico. Era una “alerta google” avisándome de que algo relacionado conmigo había aparecido en una web. Miré qué era y me encontré con la digitalización hecha por el Ministerio de Educación y Cultura de un artículo mío llamado El juicio que apareció hace trece años en Cuadernos de Literatura Infantil y Juvenil.

            Lo desconcertante fue que no recordaba ni remotamente haber escrito ese artículo. De hecho, lo leí como si no conociese el texto. Fue raro, porque reconocía mi estilo y mis ideas, pero no me acordaba de nada. Horas después, comencé a recordar vagamente que sí, que lo escribí yo. Pero muy vagamente.

            El caso es que –y aquí interviene la magia, o el azar- ese artículo que no recuerdo haber escrito, El juicio (en realidad es un cuentito), trata precisamente sobre “el niño interior”. Qué cosas, ¿verdad? Si queréis echarle un vistazo, podéis hacerlo pinchando AQUÍ.

martes, junio 10

miércoles, junio 4

En la mente del escritor. Anexo: La imaginación (2)



            A nuestro cerebro se le da muy bien identificar pautas. En realidad, es un mecanismo de supervivencia; la naturaleza está llena de patrones, y saber verlos puede suponer la diferencia entre la vida y la muerte. Por ejemplo, si el cielo se nubla y empieza a tronar, eso significa que van a caer rayos, así que nos guarecemos. O bien, hemos advertido que los animales van a beber al río a determinada hora en determinado lugar, lo que nos facilita la caza. En nuestra vida diaria casi no hacemos otra cosa que olfatear y seguir pautas. Si digo o hago esto, pasará  esto otro; si surge tal problema lo solucionaré de tal forma; si veo ciertas señales es que va a ocurrir tal cosa. En realidad, identificar los patrones nos permite predecir el futuro, lo que sin duda es muy práctico.

            Pero, si nos paramos a pensarlo, eso de seguir pautas es justo todo lo contrario al acto creativo, que consiste precisamente en romper los patrones preexistentes e inventar otros nuevos. El problema es que, conforme vamos cumpliendo años, cada vez asumimos más patrones y eso nos lleva a actuar como si las cosas fueran de una única manera y no pudieran ser de otra. Al llenar nuestra mente de pautas es como si nos pusiéramos anteojeras. Poco a poco vamos adquiriendo “visión de túnel”, lo que nos hace contemplar las cosas desde un único y estrecho punto de vista. Perdemos visión general, perdemos agilidad mental, perdemos creatividad.

            ¿Quiénes son los seres más creativos? Los niños. En su mente todavía hay muy pocas pautas, pero las buscan instintivamente, así que se dedican a realizar sin ninguna clase de censura todo tipo de conexiones, muchas de ellas disparatadas. Es decir: creativas. En los niños, la circunvalación temporal superior funciona como una moto. Hay al respecto un experimento muy interesante.

            A un grupo de adultos se les mostró una serie de carteles con figuras abstractas y se les pidió que encontraran las similitudes de esas figuras con cosas reales –algo así como el test de Rorschach, pero con formas geométricas y sin psicología-. La media de semejanzas (nexos) que encontraron por figura fue de entre dos y tres. Luego, se realizó el mismo experimento con niños, y estos encontraron una media de entre siete y ocho similitudes por figura.

            Hasta ahí normal, y demuestra que los niños son más imaginativos que los adultos. Pero lo sorprendente del experimento vino después. Se cogió a otro grupo de adultos y se procedió de igual manera, pero con una variante: se les dijo previamente que intentaran pensar como niños. ¿Y sabéis qué?, no llegaron al número de respuestas de los niños, pero pasaron de las dos o tres de media, a cuatro o cinco.

            Lo cual demuestra que la creatividad es en gran medida una cuestión de actitud. Quizá ahora entendáis por qué mi lema en este blog es “Lo mejor de mí mismo está en el niño que fui”, y por qué insisto tanto en que debemos cuidar al niño que llevamos dentro. Él es el mago.

            Antes de pasar a la parte práctica, una cuestión previa. Cómo hemos dicho, la creatividad consiste en conectar ideas apenas relacionadas entre sí; por tanto, cuántas más ideas (conocimientos) tengas en la cabeza, más posibilidades de realizar conexiones hay. Atención: jamás he conocido a ninguna persona creativa que no fuese muy curiosa. La curiosidad es el combustible básico de la creatividad.

            Supongamos que tenemos que resolver un problema creativo. Puede ser cualquier cosa, pero vamos a centrarnos en la labor literaria. ¿Qué clase de problema? Quizá un giro del argumento que no logramos desarrollar, o el devenir de cierto personaje, o un diálogo, o la forma de expresar una idea, o la idea en sí misma. En realidad da igual, porque el proceso es idéntico en todos los casos.

            Recordemos que la dificultad a la que nos enfrentamos es que la corteza prefrontal –el pensamiento convergente, nuestra mente consciente- no es buena estableciendo nexos entre ideas no evidentemente relacionadas. Eso lo hace la circunvalación temporal superior –el pensamiento divergente, nuestro inconsciente, la zona creativa-, pero no tenemos control directo sobre ella. Para empeorar las cosas, cuando la corteza funciona, inhibe a la circunvalación.

            Pues bien, lo primero que hago es estudiar conscientemente el problema, analizarlo, buscar información si la necesito, darle vueltas durante un buen rato intentando encontrar la respuesta mediante la lógica y el sentido común. Eso no servirá para encontrar la solución, porque todas las que obtenga serán vulgares y aburridas. Pero sirve para despertar a mi circunvalación, para avisarla de que debe ponerse a trabajar. Es como el cazador que le dice al perro: “Busca, Fido, busca”.

            Durante esta primera parte del proceso, suelo hacer algo: anoto todas las ideas (las que se me ocurran) que guarden alguna clase de relación con el problema y las distintas formas de contemplarlo (por ejemplo, si el problema estuviera relacionado con conejos, anotaría: madriguera, zanahorias, dibujos animados, abrigo de piel, amuleto, comida, Playboy, Alicia, zorros..., etc.). De nuevo no voy a obtener la solución –porque estoy empleando la corteza, que no es creativa-, pero eso me servirá para darle un marco de referencia a la circunvalación.

            Veréis, la gente supone que para crear artísticamente hace falta libertad absoluta, pero eso no es del todo cierto. Haced un experimento: sentaos frente a un procesador de textos y, sin ninguna idea previa, planteaos desarrollar el argumento de una novela sobre lo que sea, da igual el tema. ¿Sabéis lo que pasará? Os quedaréis bloqueados, porque demasiadas posibilidades es lo mismo que ninguna posibilidad. Vuestra mente necesita algo a lo que agarrarse, un punto focal del que partir. Por ejemplo, cuando me planteé escribir una novela “al estilo de Julio Verne” no tenía ni idea sobre el argumento, pero me puse una restricción: en la historia deberían intervenir un barco, una isla, un dirigible y un volcán. A partir de ahí surgió todo y sin esas restricciones no habría llegado a ninguna parte. De hecho, podría decirse que cuantas más limitaciones, más creatividad. Como en un concurso de saltos: cuanto más alto sea el obstáculo, más alto saltará el caballo (o más grande será la torta que se pegue, pero eso es otra cuestión).

            Pues bien, de lo que se trata en esa fase del proceso es de indicarle a la circunvalación cuál es el campo de juego. Le dices: “Este es el territorio que tienes que explorar”. ¿Cuánto debe durar esa sesión de trabajo? No más de una hora u hora y media. Y lo más importante: sin tensiones, sin preocuparse, con tranquilidad. Eso es fundamental, porque la presión es veneno para la creatividad. Además, ya sabes que durante esa primera fase, en la que estás empleando exclusivamente pensamiento convergente, no vas a conseguir ningún resultado, así que relájate.

            Tras esta primera fase, me olvido del asunto y dejo pasar un tiempo, más o menos 24 horas. Pero, atención: desde el mismo instante en que me he planteado el problema, mi circunvalación ha entrado en actividad, así que las soluciones pueden llegar en cualquier momento. Y digo “soluciones” en plural, porque la circunvalación te ofrecerá varias respuestas, pero ni todas adecuadas ni todas creativas.

            Transcurrido el plazo de inactividad, iniciaré una nueva sesión de trabajo, pero distinta a la anterior. Me encerraré en un lugar aislado, cómodo y tranquilo (mi despacho). Algunas personas escuchan música, pero yo prefiero el silencio. Por cierto, el color que más fomenta la creatividad es el azul (porque relaja, supongo).

            Me pongo a trabajar, pero lo que voy a hacer ahora no es buscar soluciones, sino simplemente jugar con las ideas. “Jugar”, ésa es la palabra clave. Recordad que es el niño quien crea, y que lo que más les gusta a los niños es jugar. Así que cogeré las ideas asociadas al problema y empezaré a fantasear con ellas, tranquilamente, relajado, por el puro placer de usar la imaginación. Y puede que obtenga algo, y puede que no. Esta sesión durará, como la anterior, entre hora y hora y media. Pasado ese tiempo, lo dejaré y descansaré un rato. Y luego iniciaré el proceso otra vez. ¿Con qué intervalo entre sesión y sesión? Pues eso depende del ritmo de cada cual; pero lo importante es que, cada vez que te sientes a trabajar, lo hagas con la actitud de un niño que va a jugar.

            Abundando en esa cuestión, quizá alguien suponga que el entorno de trabajo ha de estar libre de distracciones y ser lo más aséptico posible. Pues  no, todo lo contrario. La mesa de guionistas de la serie Breaking Bad estaba llena de rompecabezas y juguetitos, porque estos permitían relajarse y dejar la mente en automático. Mientras juegas con las manos, tu mente juega con las ideas. Una vez más, todo consiste en jugar. Echándole un rápido vistazo al entorno de mi despacho, veo un rompecabezas de Stonehenge, un juego de imanes, figuritas de Tintín, Watchmen, Terminator y dinosaurios..., un timbre de hotel, un giróscopo, un kazoo, robots de hojalata y un montón de cosas más.  Todo eso me ayuda a relajarme. Cuando me atasco o entro en bucle, interrumpo el trabajo y juego por Internet un par de partidas de backgammon o reversi. El secreto es no forzar, sino jugar.

            Bueno, pues repetimos el proceso antes descrito las veces que sean necesarias y tarde o temprano obtendremos la solución. Pero, ¿cómo? Pues de repente, en plan epifanía, cuando menos te lo esperes. De hecho, la solución llegará cuando tu mente esté absolutamente relajada. ¿Sabéis en qué momentos se me ocurren las mejores ideas? En general, cuando estoy de vacaciones o durante los fines de semana. Y en cuanto al día a día, las ideas suelen llegarme mientras hago la compra, o mientras cocino, o mientras conduzco. Si os fijáis, todas esas actividades se realizan en automático, lo que permite desconectar la corteza y darle libertad a la circunvalación. Otro momento muy creativo para mí es de noche, cuando estoy en la cama a punto de dormirme (porque de nuevo la corteza está desconectada). Ah, por supuesto, las ideas también llegan cuando estoy trabajando.

            En cierta ocasión, le preguntaron a un creativo publicitario de dónde salen las mejores ideas, y él respondió: “De las bromas”. En efecto, después de una sesión de trabajo, los creativos se relajan y empiezan a bromear y decir chorradas. Y ahí están las semillas de la creatividad, porque quizá una de esas chorradas, si le das la vuelta, se convierta en una idea genial. En el germen de casi todas las buenas ideas suele haber conceptos muy simples y aparentemente muy tontos.

            El humor es un catalizador estupendo de la creatividad. De entrada, porque nada hay que relaje tanto como la risa; pero es que, además, el humor se basa en lo inesperado, es justo lo contrario de las pautas, y eso en sí mismo es creación pura.

            Vale, ya se me ha ocurrido una buena idea. Ahora le cederé el turno a la corteza prefrontal -al pensamiento convergente- y ella se ocupará de desarrollar la idea. Pero, ¿y si hay otra mejor? Pues claro que la hay, siempre hay otra idea mejor. Así que seguiré buscándola hasta el último momento. Cuanto más tiempo dediques, mejor será la creatividad.

            Lo que sigue, una vez que hayamos optado definitivamente por una solución, es trabajo racional, y ya lo conté en la serie En la mente del escritor. El sistema de trabajo creativo que acabo de describir lo desarrollé mucho antes conocer las razones científicas que expuse en la primera parte. ¿Soy un genio? Me temo que no, porque todos los que se dedican a cualquier clase de trabajo creativo han desarrollado, con matices, el mismo proceso. Aprendizaje por prueba y error. Luistarrafeta, un amable merodeador de Babel, me dejó el enlace a una conferencia sobre creatividad impartida por John Cleese, miembro de Monty Python, (podéis verla pinchando AQUÍ). Si le echáis una ojeada (es muy divertida), comprobaréis hasta qué punto coincide lo que dice él y lo que digo yo.

            Vaya, pero qué larga ha salido esta entrada... En el próximo y último capítulo hablaremos sobre cómo salvarle la vida a nuestro niño interior y sobre los peligros del trabajo creativo. Hasta entonces.