miércoles, septiembre 18

La Hora Zulú




            Durante el proceso de creación de una novela hay cuatro momentos clave, al menos según mi humilde experiencia. El primero se produce cuando por fin tienes clara la idea en la cabeza; todavía no has escrito nada, pero ya has ideado el argumento y los personajes. Y todo es perfecto en tu mente: eso es sobre lo que quieres escribir, no hay duda, porque es una idea cojonuda. En ese instante eres como un caballo de carreras en boxes, ansioso por salir a galopar.

            El segundo momento sobreviene cuando has escrito más o menos la mitad del libro y eres un mar de dudas. Ya has perdido el ímpetu inicial, ya no estás tan seguro de si merecía la pena escribir sobre eso, ya has perdido la perspectiva. Pero sigues adelante confiando en tus planes iniciales (aunque ahora dudes de ellos) y en tu profesionalidad. Ya no escribes con el corazón, pero sí con el cerebro.

            El tercer momento llega cuando has acabado de escribir la novela. Y tienes la insidiosa sospecha de que es el mayor fiasco de la historia de la literatura, una mierda sin precedentes, el peor texto jamás escrito. Ya no hay dudas: has fracasado César, asúmelo. Luego, poco a poco, la depresión se te pasa, porque siempre piensas lo mismo y, qué demonios, no todas tus novelas son una porquería.

            El último momento tiene lugar cuando la novela ya se ha publicado y llegan a casa los ejemplares que te corresponden. Ahí tienes en las manos tu texto convertido en un libro de verdad, con todo lo que tiene que tener un libro. Hace mucha ilusión, sobre todo al principio de tu carrera. Pero yo ahora lo veo con cierto derrotismo, porque tu historia está ahí, inamovible. La han publicado, hay miles de ejemplares distribuidos; ya no puedes cambiar nada. La suerte está echada.

            Bueno, pues así estoy yo ahora, contemplando un ejemplar de La Hora Zulú, que es la tercera parte de las Crónicas del Parásito, después de La estrategia del parásito y Manual de instrucciones para el fin del mundo. Acaba de publicarse y ya está en las librerías.
 
            Como he contado alguna vez, publiqué el primer libro en 2012. En él planteaba una amenaza que, en aquel momento, me pareció insoluble. El libro termina con un final abierto que conduce a un enlace de internet donde un video da a entender que no hay esperanza. También dejaba a los dos protagonistas en una situación lamentable.

            Pasaron los años y por algún motivo volví a pensar en la historia. ¿Realmente era una amenaza contra la que no se podía luchar? Si se me ocurría alguna solución debía partir de algo que ya apareciese en la primera novela, no de un deus ex machina sacado de la manga. Y se me ocurrió. Le propuse a Gabriel Brandariz, gerente editorial de SM, completar el primer título con otras dos novelas para componer una trilogía, y aceptó.

 
           Las Crónicas del Parásito son un tecno-thriller, o una obra de ciencia ficción ambientada en el presente. La trilogía cuenta una historia continuada, pero cada tomo hace hincapié en temas específicos. El primer título, La estrategia del parásito, trata sobre los peligros de Internet y sobre lo que podría ocurrir si alguien controlara la Red. El protagonista y narrador de la historia, un inocente universitario, las pasa canutas cuando alguien que no conoce decide por razones ignotas convertir su vida en un infierno utilizando todos los recursos de Internet. La acción abarca dos semanas y tiene lugar básicamente en Madrid.

 
 
            El segundo título, Manual de instrucciones para el fin del mundo, continua la historia y se centra en lo frágil, por compleja, que es nuestra sociedad. Al ser Miyazaki una amenaza mundial, el escenario se amplía y la acción se desarrolla en Inglaterra, España, Estados Unidos, Francia, Japón…

            El último título de la trilogía, La Hora Zulú, trata sobre la inteligencia artificial y sus consecuencias. Y concluye la historia con un final aparentemente feliz que en realidad es agridulce. Por cierto, la “Hora Zulú”, o Tiempo Universal Coordinado, es la medida temporal de referencia en el ejército cuando se trata de coordinar diversas operaciones simultáneas. Se corresponde con la hora del meridiano de  Greenwich. Como curiosidad, tanto en el anterior título como en este, mi mujer (Pepa) y yo aparecemos como personajes secundarios.

            En conjunto, he pasado más de dos accidentados años escribiendo esta trilogía. ¿Ha valido la pena? No lo sé; eso tendrán que decidirlo los lectores. En lo que a mí respecta, ya está, se acabó; ya me he quitado esa historia de la cabeza. Ahora, a otra cosa.

lunes, septiembre 2

Nuevos inquisidores



            Alguien dijo que nunca, como ahora, los seres humanos hemos gozado de tanta libertad, y al mismo tiempo jamás hemos estado tan controlados. Somos un enorme hormiguero en el que cada hormiga tiene encima una lupa que la enfoca, pero que también puede concentrar la luz del Sol para churruscarla. Quizá lo más inquietante de todo es la multiplicidad de facetas en que se manifiesta ese control. Control económico, control cultural, control social, control laboral, control del comportamiento, control lúdico… o el más insidioso de todos, el control moral, porque acaba convirtiéndose en control del pensamiento.

            Quienes me conocen saben de mi afición al humor negro. De hecho, los merodeadores habituales del blog ya han visto alguna muestra de ello, como el cuento de Navidad Doña Julia y los pobres, uno de los relatos más bestias que he escrito. Confieso que en persona soy igual, pero aún más burro. De vez en cuando me gusta soltar alguna barbaridad que jamás pondría por escrito, porque por escrito no hay matices ni tonos, pero que al expresarla en persona puedo hacerlo de tal forma que queda patente que hablo en broma. En general, todo el mundo lo comprende y se ríe al tiempo que menea la cabeza dando a entender que soy un animal y un caso perdido. Pero últimamente me encuentro con personas -que me conocen, aunque no demasiado- que cuando suelto una burrada se me quedan mirando con horror, incapaces de dar ese giro, ese sutil twist, que convierte el drama en humor.

            Por ejemplo: Hace no mucho estábamos un grupo de gente hablando sobre la pederastia y yo conté un caso que se había dado en mi colegio, los Maristas de Chamberí. Comenté que, además, uno de los curas (“hermanos” en realidad) se dedicaba a tocarle el culo a todos los niños que pasaban por su lado durante el recreo. Luego, me quedé pensando y añadí que a mí nunca me había tocado el culo, lo cual me ponía un poquito celoso. Bueno, si en aquel momento le hubiese quitado su bebe a una madre para arrancarle el corazón a mordiscos, no habría despertado más consternación. Varios rostros se quedaron rígidos de espanto; una amiga me miró con pasmo y exclamó muy seria “PERO QUÉ BARBARIDAD”. Mentiría si dijese que aquello me afectó; estoy vacunado contra la gente que carece de sentido del humor. Pero sí me preocupó.

            Según parece, no se puede hacer humor sobre ningún tema “delicado”, sobre nada que pueda ofender a alguien. ¡Pero eso es un error! El humor debe ofender, el humor debe provocar, el humor debe percutir. ¿Sabéis por qué existe el humor? Pues porque nos vamos a morir. Sí, sí, lamento daros este disgusto, pero tarde o temprano todos la diñaremos. Por eso, porque es inevitable, cuando venga a visitarnos la Parca, sólo podemos hacer algo: reírnos de ella. El humor es un talismán que nos protege del horror y la locura. Cuando le condenaron a muerte, Pedro Muñoz Seca le dijo al tribunal: “Podéis quitármelo todo…, menos el miedo que ahora tengo”. Para eso sirve el humor: para convertir lo espantoso en grotesco.

            Sin embargo, ahora se supone que el humor ha de ser blanco, inofensivo, humor de ursulinas. Ay, por Dios, que no se ofenda nadie…Gracias a las redes sociales, el número de los censores, de los guardianes de la moral, de los inquisidores, se ha multiplicado exponencialmente, y ahí están siempre vigilantes, atentos al menor desliz ajeno para mostrar públicamente su desmesurada indignación. Porque, ojo, no basta con indignarse; hay que super-mega-ultra-indignarse. El que más se consterna es el que más mola.

            Ojalá esto afectara sólo al humor, pero va mucho más allá. Últimamente se han producido ciertos hechos que considero preocupantes (y que son los que me han movido a escribir esta entrada). A saber:

            1. En Estados Unidos existe el premio "John W Campbell" a los mejores autores noveles. Campbell fue un famoso editor de ciencia ficción que influyó decididamente en el género a través de su revista Astounding Stories. Pues bien, la ganadora de este año dijo al recibir el premio que Campbell fue un fascista. A raíz de esa declaración se montó tal revuelo que han decidido cambiarle el nombre al premio y pasar a denominarlo “Astounding”.

            Vale, Campbell era, en lo personal, un fascista y un racista, además de un chiflado que se creía las teorías más absurdas (fue el primero en publicar “Dianética”, de Ron Hubbard, antecedente directo de la cienciología). Pero es innegable la gran influencia que tuvo, aunque sólo sea por descubrir y promover a autores como Isaac Asimov, Clifford D. Simak, Robert Heinlein o Theodore Sturgeon. El premio homenajeaba al editor, no a la persona. Pero en estos tiempos de corrección política ambos aspectos son indistinguibles.

            2. “La Casa de la Moneda británica ha vetado un homenaje a Enid Blyton, la autora de “Los cinco” o “Torres de Malory”, por miedo a una reacción violenta contra sus ideas”. Al parecer, la señora Blyton era racista, sexista, homófoba y posiblemente filonazi.

            Pero nada de eso se refleja en su obra; o, al menos, no más que en la obra de cualquier otro escritor de su época. A mí nunca me gustó Blyton; yo era fan del Guillermo Brown de Richmal Crompton, así que sus personajes, esos niños tan buenos y formales, me parecían unos blandorros. Pero Enid Blyton inició en la lectura a (literalmente) millones de niños, y eso a mi modo de ver se merece un homenaje. Porque a quien se reconoce es a la escritora, no a la persona. Por cierto, ¿no llama la atención eso de “reacción violenta”?

            3. En la presente edición del festival de cine de Venecia, la presidenta del jurado, Lucrecia Martel, se ha negado a asistir a la proyección de la última película de Roman Polanski, porque se niega a aplaudir a un violador.

            Polanski violó a una menor en 1977. Huyó de la justicia, pero merece ser castigado por su delito, con absoluta independencia de su calidad como artista. Pero al mismo tiempo es un magnífico director, y su obra merece ser juzgada por sí misma, y no por la calidad moral de su autor. En este caso, me parece muy bien que la señora Martel se niegue a ver las películas de Polanski, pero creo que también debería haberse negado a formar parte del jurado. Digamos que su imparcialidad está en entredicho.

            Podría seguir citando hechos similares, pero sería aburrido. Los nuevos inquisidores, igual que los antiguos, lo ven todo en blanco y negro, sin gama de grises. Son incapaces de separar al autor de su obra; y, lo que es aún peor, también son incapaces de juzgar una obra teniendo en cuenta el contexto social y cultural del momento en que fue creada. En cuanto a libertad de expresión y de pensamiento, estamos retrocediendo. Hoy en día, filmar una obra maestra como El hombre tranquilo, de John Ford sería imposible; igual que lo sería publicar por primera vez Las aventuras de Huckleberry Finn, de Twain, o Lolita, de Nabokov.

            Pues bien, ante tanto inquisidor, sólo cabe rendirse; así que voy a colaborar mediante la delación. He aquí unos cuantos objetivos para la furia censora: Aristóteles odiaba a las mujeres; Pablo Picasso y John Lennon las maltrataban; tanto Gustave Flaubert como Charles Lutwidge Dodgson (alias Lewis Carroll) eran pedófilos; igual que Charles Chaplin, que se pirraba por las menores de edad; Karl Marx dejó embarazada a su sirvienta y pasó de ella; Roald Dahl era antisemita; Virginia Woolf era una clasista que, en sus diarios, consideraba que la clase trabajadora es inherentemente estúpida… Hay más nombres, pero de momento basta.

            ¡Adelante, bravos inquisidores, aún quedan muchas gargantas que cercenar!